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Carta a un hijo de puta

en Hetero: Primera vez

Querido R.,

Esto que sostienes ahora entre tus manos es lo último que sabrás de mí. No conocerás más encuentros aparentemente fortuitos, más llamadas intempestivas, más mensajes atrevidos, más intrusiones indeseadas.

Esta es una carta de despedida.

Te la haré llegar en mano, como solo las cosas importantes deben transmitirse entre las personas. Mano a mano. Tu amor, ¿sabes?, también me llegó en mano. En cambio, tus palabras de rechazo y muerte de nuestro amor llegaron en forma de SMS.

Hay que ser muy ruin.

No quiero recordarte como la vermiforme hez en la que te has convertido, no quiero emponzoñar los agradables recuerdos que poseo de ti, no quiero ensuciar mis labios ni mi boca ni mi saliva escupiendo una peste hacia tu persona o la de tu puta. Una peste que tú mismo oirás en boca de la otra muy pronto, descuida. Porque estás condenado a escucharla por siempre jamás.

Porque sí, en efecto, tienes razón: sigo resentida. Me engañaste con mi mejor amiga, ¿qué esperabas? Y esa traición me sigue doliendo como un puñal que remueve las tripas de mi interior. La traición amorosa es la que posee la carga más pesada de sobrellevar. Esa carga comprime tu ser hasta reducirlo a un mísero garbanzo. Tu estima para con los demás —a los que ya solo sabes odiar—, y también la propia, se desmenuzan en terrones secos y quebradizos y el tiempo ya solo sirve como muro donde rebotan los ecos de una pregunta que no tiene respuesta. O que sí la tiene, pero que no tiene sentido.

Antes te prometí que no te recordaría como una persona mala. Es una promesa que quiero mantener. No quiero olvidar los buenos momentos que vivimos, ni todo el amor que nos envolvió a cada segundo que compartimos juntos. Recuerdo especialmente tus abrazos desde mi espalda, sujetándome los pechos con tus brazos, estrechando tu torso contra mi espalda, tu polla contra mi trasero. Tu aliento sobre mi nuca me hacía sonreír cuando apartabas mi cabello a un lado del cuello y te inclinabas sobre mí. Quizá no lo supieses, pero yo me dejaba caer sobre ti, confiándome a aquel abrazo generoso, participando del calor corporal que tu cuerpo vertía sobre el mío. Tu aliento me hacía sonreír, como te digo, me hacía reír y contemplar la vida de una forma amable, dichosa. La música de tus suaves palabras de amor me arrullaban y me hacían vibrar y también desataban mi deseo cuando sentía tu sexo endurecerse entre mis nalgas.

¿Sabes cuándo supe que te amaría por siempre, R.? Fue al poco de conocernos, en aquella fiesta a la que acudimos por separado, volviéndonos a encontrar. Pero yo sabía que estarías allí y luego tú me confesarías igual argucia. Allí me encontré con una amiga —con esta otra guardo una buena relación— y tuvimos una discusión. Ya no recuerdo bien porqué surgió la rencilla —en realidad es mejor así: el odio solo envenena lo puro, no sirve para otra cosa, excepto mi odio por ti—. Ella y yo discutimos y, tras ella, varios más me acusaron de ser yo la que tenía la culpa. Yo estaba sola, desesperada, y tú llegaste a mi lado. Me defendiste. Te pusiste de mi lado y me protegiste. Blindaste mis lágrimas y mis chillidos y me hiciste creer fuerte, vencedora. Pero, ¿sabes lo que luego ocurrió? Resulto que ellos tenían razón. Que, en efecto, fue mi culpa y solo mi culpa. Pero tú estuviste conmigo, sin saber nada, sin obtener información previa. Actuaste de forma ciega. Querías compartir conmigo aquella batalla. Tú fuiste mi adalid y te lancé hacia la pelea. Y no protestaste, no preguntaste, no cuestionaste. Y sé que lo hiciste porque querías apoyarme, porque querías estar a mi lado. Porque, tuviese o no razón, querías compartir esa batalla conmigo. Porque me querías.

Yo también te quería. Y te quiero. Y te querré. Lo digo bien claro y, aunque tenga la firme convicción de que eres el mayor hijo de puta de este mundo, ten la seguridad de que mi amor por ti jamás mermará.

Pero ese amor, aunque infinito y perdurable, tampoco tiene continuación. Es un amor que fluye y existirá por siempre pero que no crecerá. Puedes estar seguro de ello.

Antes recordé tus abrazos. Te confesé que me dejaba caer, abandonándome entre tus brazos, riendo como una imbécil cuando sentía tu aliento caldeado como cosquillas en mi nuca desnuda. Un escalofrío me estremecía el cuerpo entero, desde mis pechos arropados por tus brazos hasta mi sexo oculto entre mis muslos; incluso, más abajo, pantorrillas y pies eran presa de convulsiones imparables. Era un temblor que me provocaba desasosiego. Porque me sentía veleta a merced de un viento que no dominaba, veleta de tus besos y de tus palabras. Mis sentimientos fluían y mis emociones se derramaban al son de tus caricias sin que yo pudiese hacer nada por controlarlas. Pero no me importaba ser veleta entre tus vientos. No me importaba reír como una tonta, estremecerme y dejarme llevar por tu cuerpo. Me hacías sentir especial, ¿sabes? Me sabía especial porque no imaginaba a otra mujer sintiendo lo mismo que yo y tenía la idea —equivocada— de que aquel abrazo era el ABRAZO, así, con mayúsculas.

Me vientre se agitaba y me hacía doblarme conteniendo las risas a causa de las cosquillas en mi nuca. Entonces me volvía hacia ti y te besaba posando con lentitud mis labios sobre los tuyos. Me encantaba beber de tu boca, ¿sabes? El sabor de tu saliva siempre me gustó. Tenía un aroma salado en un principio pero dulcísimo en una segunda acometida cuando descendía candente por mi garganta. Lo confieso: tragaba con fruición tu saliva, me emborrachaba con ella; mi lengua se afanaba en dejar seca tu boca y solo invadía tu interior para apropiarme de tu saliva de doble gusto. Tragaba tu esencia con avidez y me sentía la mujer más afortunada del mundo por alimentarme con aquella ambrosía divina. Te dejaba seca la boca a propósito, ¿sabes, R.? Aquel brillar de ojos que notabas en mi mirada, aquellos párpados alicaídos, aquel colorete de mejillas, aquellos andares titubeantes… estaba ebria de ti, mi amor.

¿Te acuerdas de aquella vez que subimos al tejado de aquella escuela abandonada? Me llevaste una tarde, cuando el fresco se empezaba a instalar en los días de un agosto postrero. Recortado sobre el campanario, el sol se iba volviendo amarillo, anaranjado, rojo sanguinolento y, caminando por entre las tejas antiguas que aún quedaban, vimos como el sol se iba ocultando tras los pinos del monte cercano. Tú me abrazaste por detrás —jamás podré agradecerte tanto abrazo, mi amor— y me hiciste reír de aquella forma tan imbécil, tan niña. Dejé que tus manos se posaran sobre mis pechos y, cruzando mis brazos, presioné con mis antebrazos sobre tus manos, sobre mis pechos. Quería que sintieras mis pezones inflamados bajo tus manos. Me dejé caer sobre ti y sentí la presión de tus dedos sobre mis pechos, la respiración acompasada sobre mi espalda mientras me cubrías la piel de la nuca con besos que aleteaban. Tu respiración se agitaba sobre mi espalda y tu turbación me hacía sentirme diosa y niña a la vez. Una mano tuya, la derecha, escapó del abrazo de mi mullido pecho, mi duro pezón y mi antebrazo y se deslizó, vientre abajo, sobre mis faldas. Arremangó con deleite la tela, doblándola entre los dedos. Yo la sentía debajo de mi ombligo, acumulando pliegues y pliegues de tela sobre sí, descubriendo mis bragas al sol agónico.

La gélida brisa del otoño cercano se abrió paso entre mis piernas pero te aseguro que el calor que nacía entre ellas era más poderoso que en el mismo averno. Te recreaste en mi respiración honda, en mi acumulación ingente de aire en los pulmones. Mis bragas me molestaban, me quemaban, me fusilaban mi deseo. Gemí —recuerdo perfectamente que gemí lastimosamente— cuando tu mano se posó sobre mi vulva por encima de la prenda y pellizcó la viscosidad que anegaba mis bragas. Me recuerdo presa de estertores, deseando con toda mi alma que calmases de cualquier forma mi desazón.

Tus dedos se deslizaron entre el elástico y la piel, entraron en el foco de mi angustia, avasallando —oh, sí, sometiendo mi lujuria a tu capricho—, sumergiéndote en mi deseo. Apreté los dientes de puro placer sintiendo el avance de tus dedos gruesos y vibrantes, de ademanes nada delicados ni tampoco considerados. Me hiciste soltar un lamento hondo que me hizo volverme hacia ti con rapidez, sedienta del néctar de tu boca. Necesitaba de tu elixir. Sorbí y bebí y tragué de tu saliva al tiempo que tus dedos pringosos amasaban la carne de mis nalgas. Entreabrí los ojos y contemplé el sol sanguinolento desaparecer entre los pinos mientras calmaba mi sed y tus dedos ladrones me robaban ardores intensos de mi culo y mi coño.

De locuras está hecha la buena vida, la que merece la pena ser recordada, la que compone ese uno por ciento de entre la necesaria rutina del otro noventa y nueve. La locura me hizo acuclillarme y desabrocharte los pantalones, bajarte los calzoncillos y sacar a la luz de ese sol moribundo tu polla dura. La regué con mi saliva que era la tuya y la verga reflejó los brillos del ocaso. Tus gemidos me instigaron y me la llevé entera a la boca. Tus testículos eran dos pequeños animalillos colgantes, indefensos niños ateridos por el frío y necesitados de mi abrazo y mi calor. Calor que supe darles con mis dedos y mis labios, con mis besos y mis caricias.

Tragué tu otra saliva. Pensé que no tendría un sabor agradable pero me equivoqué. El sabor siempre era único en cada corrida y no creo que te guste saber a qué sabe tu propio semen, pero te diré que el de esa vez sabía a melón maduro. Solo quiero que sepas que a mí siempre me gustaba y que siempre tragué tu leche con agrado porque tenía buen sabor.

Bajamos del tejado deteriorado y buscamos un abrigo a la brisa que arreciaba iniciada ya la noche, muerto el sol en el horizonte. Me desnudaste con infinita delicadeza —te lo agradezco—. Tu polla estaba al aire, arrugándose ante las inclemencias, al igual que tus delicados testículos y fueron objetos de mis caricias y atenciones. Yo no tenía frío. Tampoco tenía sed. Tampoco tenía hambre. Tú me lo dabas todo, tú te ocupabas de que nada me faltase. Tu virilidad se alzó de nuevo y vibré emocionada. Mi cuerpo desnudo y mis dedos vivarachos revivieron tu polla y me alegré de ello. Nos tumbamos sobre la manta que habías encontrado —tonto de ti, ¿acaso pensabas que no te había visto traerla, que no sabía lo que tramabas?— y cubriste mi cuerpo con el tuyo. En las ruinas de aquella escuela abandonada, al abrigo de una esquina deshecha, rodeados por suciedad y escombros, en el duro y frío suelo, tu amor y tu calor y tus abrazos y tus besos eran mi único —y suficiente— sustento. Me hiciste el amor despacio, con la naturalidad que se imprime a las ocasiones solemnes —así me hiciste sentir—.

Me consideré bendecida con el regalo que me hiciste, ¿sabes? No llegué al orgasmo e, incluso, me dolió un poco al desgarrar mi virginidad durante la penetración. Pero tu amor abatió mis reticencias. Me hizo llorar y me hizo reír. Tu amor me hizo abrazarte y besarte mientras te corrías dentro de mí. Tu calor me encendió y tu mirada me hizo gozar. Me descompuse y tú me volviste a componer. Me mataste y luego me resucitaste.

Creo, R., que no hay nada más bonito ni más perdurable que la primera vez. Algunas desprecian aquel primer momento porque se sintieron inmaduras e incapaces de llevar una situación en la que habían volcado todos sus sueños adolescentes. Yo no pensé eso, ¿sabes? Yo no pensé, me dejé llevar por ti, confié en tu criterio.

No me equivoqué.

Mi primera vez contigo fue tan especial que muchas veces añoro volver a sentir aquel momento tan especial. Me da lo mismo que no hubiese orgasmo; eso fue lo de menos. Me bastó que derramaras tu semen en mi interior, que te corrieses en mi coño. Fue aquel vibrar apasionado, aquella profusión de temblores y sabores que se acumularon en mi vulva y mi vientre y mi pecho y mi boca. Aquel jadeo con el que impregnabas de aliento tibio mi cara, el vago dolor del desgarro de la carne ahí adentro, el inmisericorde avance de tu verga en mi vagina, la acumulación de chispas en mis dedos, la cantidad de tu piel que quedó acumulada entre mis uñas. Fue todo eso y mucho más. Mucho más de lo que recuerdo y que jamás olvidaré. Son recuerdos que solo se tienen una vez y no podrán repetirse.

Me regalaste la vida, R., y, por eso, te estaré agradecida todos los días. El placer que sentí dentro de mí intenté transmitírtelo con mis palabras y mis besos, con mis caricias y mis abrazos, con mis miradas y mis sonrisas. Me gustaría pensar que, de todo eso, algo perdura y que el recuerdo de nuestro amor compartido no solo vive en mí.

No deseo con esta carta hacerte revivir esos momentos, porque son pasados y ya solo me importan a mí. No deseo que mis palabras supongan un derroche de sentimientos —esos que debiste matar para poder engañarme—. Tampoco deseo que, a raíz de esta carta, intentes ponerte en contacto conmigo. Ya te dije antes que nuestro amor estará siempre vivo, pero jamás tendrá continuación.

Mentiría si te desease lo mejor para ti y para ella —y esas falsas palabras estarían envenenadas antes de siquiera nacer—. Me quedo, eso sí, con la maravillosa época de amor que me regalaste; la que me supiste dar y la que yo supe recibir. Me quedo con los recuerdos de tus abrazos y tus besos; de esos abrazos donde me dejaba caer y de esos besos en los que me emborrachaba de ti. Me quedo con nuestros polvos y con tus jadeos al correrte dentro de mí; tu semen me quemaba el coño y la garganta y añoro su dulcísimo sabor. Me quedo con tus palabras de ánimo y las veces que siempre estuviste ahí para sostenerme y hacerme creer que la vida junto a ti sería maravillosa y espléndida; me quedo con ellas porque ahora son mías.

Quédate tú con esa puta barata que ahora tienes por pareja y con la progenie de hijos de puta —pobrecillos, qué culpa tendrán ellos— que sé que vienen en camino.

Adiós, R.

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Ginés Linares.

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