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Salvados

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—Por el amor de Dios —murmuré— ¿Dónde se habrá metido este hombre? Porque aquí no somos muchos, media docena creo; está Antonio, Ramírez, ese tipo calvo, la embarazada, el joven de las melenas… no, no está.

Miré el móvil y resoplé disgustada al comprobar que seguía sin cobertura. La verdad es que esta reunión estaba empezando bastante mal. Odio admitirlo, pero debía darle la razón a mi padre cuando decía que si yo estaba en medio de algo, ese algo saldría mal. Al menos, me dije aliviada, el servicio de catering del hotel había colocada en las mesas varios platos de aperitivos y bebidas. Y, excepto la embarazada y el calvo, todos los demás estaban charlando despreocupados. Parecía que la única que se preocupaba porque aún no hubiese aparecido el anfitrión del evento era yo. Me senté en una silla y comprobé la hora: las diez y media de la noche, media hora tarde.

—Disculpe —oí detrás de mí. Me giré sobresaltada. Era la mujer embarazada— ¿Es usted su mujer?

Afirmé con la cabeza mientras sonreía, disimulando el malestar que me producía que mi marido aún no hubiese aparecido.

—La verdad es que me habla mucho de usted, ¿sabe? —la mujer se sentó en la silla que había al lado y sacó un paquete de cigarrillos. Arqueé las cejas con disimulo; aún no entendía como había futuras madres que, al menos durante el embarazo, no dejaban el tabaco—. Todos los años, cuando quedamos para tomar algo le doy las gracias, luego Oliver me da a mí las gracias, y le cuento qué he hecho durante ese año, ¿sabe? Podemos estar así horas y horas, pero él sigue atento y me hace preguntas. Realmente se interesa por mí. Recuerdo cuando…

Ya había escuchado algo similar en boca de Antonio, Florencio, Catalina y Ramírez, algunos de los que mi marido había salvado. No conocía a todos. En realidad, no creía que nadie de los que estaban allí ahora conociese a todos los demás. Pero Oliver quedaba con todos ellos por separado a lo largo del año para saber de sus vidas y ellos siempre estaban contentos de estar con él. Era un hombre que sabía escuchar. Esa fue la principal razón por la que me casé con él. También Oliver me había salvado en su momento. Mientras disimulaba ante la joven embarazada que la escuchaba, afirmando con la cabeza de vez en cuando, recordé el día que nos conocimos.

Ya le había visto antes. Le veía todos los días, cuando nos cruzábamos, camino del trabajo a la altura del puente. Él iba a la empresa de seguros donde antes trabajaba y yo volvía del ministerio. Nos mirábamos un instante al cruzarnos y, bajábamos la mirada en señal de saludo como los desconocidos que éramos, pero con la familiaridad de vernos a diario. Así ocurrió durante años. Un día, se paró frente a mí. Seguí mi camino rodeándole pero él me llamó.

—Perdona —dijo titubeando. Oliver sigue siendo igual de tímido conmigo. Es algo que me encanta de él. Tras unos segundos, por fin se armó de valor para hablarme:— ¿Trabajas en el ministerio de Salud, en la sección de Asuntos Económicos, con Pepi?

No me extrañó que conociese mi lugar de trabajo. Pero que conociese el apodo de una compañera…

—¿Conoces a Pepi? —pregunté, imaginando que tendríamos algún amigo o amiga en común. De todas formas era una forma como cualquier otra de iniciar una charla.

Oliver negó con la cabeza.

—No, no la conozco. Solo quiero avisarte que mañana sucederá algo terrible en tu lugar de trabajo. Por favor, no vayas mañana al trabajo, Ellen.

Entonces sí que me extrañé. No solo de la amenaza tácita que aquel hombre me informaba, también porque nadie me llamaba Ellen, solo mi hermana.

—Perdona —murmuré, intentado alejarme. Escapar, me dije, tienes que escapar de este chalado. Cuanto antes. Él me dejó marchar. Cuando creí estar a unos diez metros, volví la cabeza con disimulo. Me seguía mirando mientras me alejaba.

Aquella tarde tuve miedo. Estaba aterrorizada, casi histérica. En cuanto llegué a casa, cerré la puerta y tranqué, dejando la llave puesta en la cerradura. Bajé las persianas. Fue una tarde muy oscura, enclaustrada. Dudé si llamar a la policía. Al final llamé a Pepi por teléfono.

—¿Conoces a un hombre alto, delgado, pelirrojo, de pelo rizado? —la pregunté.

—No, Elenita, creo que no, ¿por qué?

La relaté el encuentro con Oliver.

—Qué mal rollo, Elena ¿Te siguió?

—No. No creo, vamos. Estoy encerrada en casa, muerta de miedo. Te nombró como Pepi, ¿seguro que no lo conoces? ¿Cuántos te llaman así?

—Pues… —mi amiga dudó—. Tres o cuatro personas, no más. Pero si alguna vez te ha oído llamarme así…

—Te digo que solo le conozco de vista, nos vemos al cruzarnos camino del trabajo, en el puente. Ni nos hemos saludado.

Al final, no saqué nada en claro con mi amiga, solo que aquel hombre me había asustado.

—¿Vas a venir mañana al trabajo? —me preguntó Pepi.

Vacilé unos segundos, no la había contado nada de la petición del chalado. Hablar con Pepi me tranquilizó, al final dije que sí, que claro que iría al trabajo.

Pero no acudí. Al día siguiente, no fui al trabajo. Y estalló una bomba. Un atentado. Luego sabría que el paquete que contenía la bomba estaba escondido desde hacía semanas detrás de un archivador, uno antiguo, empotrado en la pared, al lado de mi mesa, uno ya no usábamos porque habíamos perdido la llave. Tres días después, Pedro, un amigo del trabajo, me llamó por teléfono. Habían detenido a Pepi. Era terrorista. Luego supe por la policía que, semanas más tarde, cuando la policía me lo contó, Pepi confesó que había estado a punto de ir a mi casa esa tarde, después de llamarla por teléfono. Iba a matarme. Porque creía que sabía algo. Pero nunca supe por qué lo hizo, porqué murieron todas aquellas personas.

Dos semanas después, habían acordonado la mitad del edificio del ministerio, la que estaba derruida. Por desgracia, la otra mitad aún seguía en pie y mis labores parecían ser imprescindible para seguir con el trabajo.

Cuando iba hacia el ministerio y me cruzaba con Oliver, cambiaba de acera, aunque supusiese interrumpir el tráfico, sorteando coches, y dejar atrás varios conductores aporreando las bocinas. Tenía terror. Pero los días cambiaron el miedo por curiosidad. Quería saber cómo lo supo. Dudé si llamar a la policía, pero ya se lo había contado cuando me interrogaron por mi agraciada decisión de ese día al no ir al ministerio. Un día, me planté frente a él en el puente, donde nos encontrábamos antes. Le invité a tomar un café y pareció reacio. Pero luego aceptó. Era muy tímido y me tuve que esforzar para obtener algo de información, sobre todo para que me mirase a los ojos mientras hablábamos. Luego me confesaría que era muy guapa y que le turbaba mirar mi cara.

Nunca le gustó a mi padre. Tampoco él hizo nada para agradarle. Eran tal para cual. Cuando mi padre murió, hace dos años, fue uno de los pocos que lloró en el sepelio, junto con mi madre. Yo no lloré, pero él sí. Lo último que me dijo mi padre fue la frase que tenía siempre para mí “¿Es que nunca haces las cosas a derechas, atolondrada?”. No sé qué le vio mi madre, pero también la odio porque nunca me defendió en las discusiones. Y ahora, cuando voy a visitarla a la residencia, me saluda como la “atolondrada”. No sé si es debido a su demencia o es pura crueldad. Calló cuando mi padre me humillaba, quizá piense lo mismo que él, que soy idiota.

—Disculpa —interrumpí a la joven embarazada. No se había dado cuenta que no la había escuchado mientras me relataba como mi marido la salvó a ella—, voy a por algo de beber. ¿Quieres algo?

—Otro vino, gracias.

Me di cuenta que las tres botellas que había sobre la mesa se habían acabado. También las de agua. Chasqueé la lengua de fastidio y fui a avisar a algún camarero. También le preguntaría si había otra sala disponible. Esta no tenía ventanas ni salidas de emergencia. Tampoco ningún extintor, parecíamos reclusos. Fue entonces cuando, al intentar abrir la puerta de la sala, reparé en que estaba cerrada.

Miré alrededor y constaté que era la única salida disponible. Intenté abrir la puerta de nuevo, aplicando más fuerza sobre la manilla, pero no se movió ni un milímetro. Era una puerta de seguridad, de acero, anclada tanto por arriba al techo como por abajo al suelo.

Me acerqué al grupo donde estaba el tipo calvo, junto con Antonio y Ramírez; era el más alto y bajo el traje que llevaba puesto se adivinaba un cuerpo recio.

—Perdonad, chicos —sonreí— ¿Podéis ayudarme?

La puerta siguió sin abrirse. Los tres lo intentaron por turnos, y luego a la vez. Y cuando todos miramos nuestros teléfonos móviles, vimos con incredulidad que estaban sin cobertura.

—Esto tiene que ser un inhibidor de telefonía móvil —dijo el joven melenudo—. Entre todos, reunimos a todas las operadoras y es imposible que todos se hayan quedado sin cobertura. Cuando entré sí había, les envié un mensaje a mis colegas. Esto es la polla…

Ninguno sabíamos gran cosa sobre móviles y aceptamos las palabras del joven como ciertas.

—Pues echamos la puerta abajo, ¿no? —resolvió Antonio—. Entre todos, si empujamos, utilizando una mesa, o algo así, nos la llevamos por delante en un periquete.

—Es una puerta de seguridad, hombre —dijo la mujer embarazada, acercándose y mirándola con detenimiento—. Está pensada para resistir nuestra carga y mucho más.

—No me puedo creer que esté ocurriendo esto, joder —dijo el tipo calvo. Se llamaba Ramón, creo—. Éstos del hotel se han lucido. Les voy a poner una demanda de tres pares de cojones.

—A todo esto, Elena, ¿dónde está Oliver? —me preguntó Ramírez. Era bajo, de metro cuarenta; quizá se le pudiera achacar alguna enfermedad, pero, años atrás, cuando Oliver y yo quedamos con él para celebrar el aniversario de su salvación, nos confirmó que no sufría ninguna alteración de tiroides. Era solo, según él, mala suerte, era bajito, solo eso. Tampoco le daba importancia.

Encogí los hombros y negué con la cabeza, sin saberlo.

—Ya debería estar aquí —añadí.

—Quizá esté fuera, hablando con el personal del hotel, intentando abrir la puerta —dijo la joven embarazada.

—¿Y Catalina y los demás? —preguntó Antonio.

Me senté en una silla mientras miraba las copas vacías. No quedaba agua ni vino. Y los aperitivos ya se habían terminado.

—Catalina murió hace dos meses —dije con un suspiro—. Se mató. Estaba loca. Esquizofrénica, mejor dicho. Iba en coche con su marido y sus hijos. Atravesó la mediana y se empotró con otro turismo e hizo que otros dos que iban detrás se saliesen de la calzada. Murieron nueve personas. Estaban en trámites de divorcio y estaba muy deprimida. En realidad, fue una hija de puta. Murió llevándose a muchos inocentes con ella.

Todos callaron y desviaron la vista al suelo. Les miré de reojo. En sus miradas intuí el mismo pensamiento que tuve cuando Oliver me lo contó al día siguiente: “La salvan de una muerte segura y se mata tiempo después, arrastrando a varios con ella. ¿Para eso te salvan, imbécil?”.

—Ana murió hace casi un año —dijo Antonio, interrumpiendo el silencio.

—¿Quién es Ana? —preguntó la joven embarazada—. No la conozco.

—Hubo otros —aclaré—. Esta es la primera vez que nos reunimos todos. Oliver se citaba con todos vosotros por separado, a lo largo del año. A veces yo le acompañaba, pero prefería ir solo. Le incomodan las reuniones numerosas. Bueno, es muy tímido, ya sabéis.

—¿Qué fue de Ana? —insistió la embarazada.

—Era conductora de autobús —explicó Antonio. Buscó con la mirada algo para beber. Como no había nada, apuró el resto de vino que quedaba en su copa—. Salió en los periódicos y en la televisión, seguro que os acordáis. Mientras llevaba a una clase de niños con los profesores a una excursión se le cruzaron los cables. Empezó a vociferar que ya estaba harta, que odiaba a los críos y que los iba a matar a todos. Se despeñó por un puerto de montaña, en León. Iban a una granja-escuela. Sobrevivieron un profesor y dos chicos. Hace poco salió un reportaje sobre su familia de ella; los están matando a juicios. Les han embargado las casas al marido y a los padres. No sé dónde viven ahora.

—Los que faltan, ¿también han muerto así? —preguntó Ramírez.

—Por lo que yo sé, Fidel sí —murmuró el joven melenudo. Nos volvimos hacia él—. Era mi suministrador—. Se vio obligado a explicarse ante las miradas de algunos—. O sea, mi camello, coño. Un día fui a su casa y me encontré la puerta precintada con cintas de la policía. Los colegas me dijeron que se había cargado a su mujer, a su madre y a su hija. De un tiro en el coño y otro en la nuca, pum, pum. Fumaba mucho, eso sí. Y le daba al caballo y la meta. Bueno, le daba a todo, qué carajo. Yo salía de su casa cagado de miedo, con eso os digo todo, que yo me he metido mierda para aburrir. Antes Fidel no era así. Un día, mientras le compraba cristal, me contó no sé qué pollas sobre la Virgen, que había descubierto que era una puta, que se le había aparecido y se la había chupado… yo qué sé, estaba muy perjudicado, pero mientras le siguieses la corriente, te traía lo mejor.

—¿Tienes un canuto? —preguntó la embarazada.

El joven nos miró, enarcando las cejas, solicitando consentimiento. Nuestro silencio le bastó. Sacó de su cazadora de piel una bolsita de plástico negra y una caja de papel de fumar. La embarazada le tendió un cigarrillo y el porro fue liado en segundos entre los ágiles y tembloroso dedos del joven melenudo.

—Me llamo Carlota —dijo ella.

—Ángel Luis —respondió él mientras lo encendía. Aspiró dos caladas y se lo tendió hacia Carlota. Nosotros les mirábamos pensando si el porro podría llegar a nosotros, al menos a mí; necesitaba relajarme.

—Se me ocurre —dijo Ángel Luis recogiéndose las greñas con una goma para el pelo que tenía en la muñeca— que todos los que no están aquí, o sea, los que Oliver salvó pero luego se mataron, murieron de forma parecida, ¿no?

—¿A qué te refieres? —pregunté, presintiendo lo que iba a responder. No me gustaba nada la idea.

—Pues que todos se mataron y se llevaron  a varios consigo, ¿no?

Ninguno respondimos. Giré la cabeza para escudriñar la mirada de Antonio, Ramírez y Ramón. Tampoco ellos podían negar la aparente relación, pero ninguno queríamos admitirla.

Y entonces las luces se apagaron, quedándonos a oscuras.

—¡Lo que faltaba! —dijo riendo Carlota. Aspiró el canuto y la brasa iluminó su cara tiñéndola de un rojo fuego; sonreía enseñando los dientes—. Bueno, así no me veréis mientras meo en un rincón, ¿a qué no? Esta maldita panza me trae por la calle de la amargura. Puto crío de los cojones…

La oscuridad era casi total. Una débil rendija de luz se filtraba debajo de la puerta. Solo las pantallas de los teléfonos móviles rasgaban la negrura. Resolvimos colocarlos todos juntos sobre una mesa y nos sentamos alrededor de ella. En conjunto, la luz combinada bastaba para simular un candelabro invertido. O una fogata, una fogata digital.

—No durarán mucho, unas horas —matizó Ramírez. Así, al fuego, parecía un niño con su estatura. Fue el más reacio a desprenderse de su teléfono. Se cubrió las piernas con una servilleta de papel. No quería que viésemos sus pies colgar en el aire, entre las patas de la silla. Supongo que no es fácil sentarse en un asiento y no poder apoyar jamás los pies en el suelo.

—No vamos a morir aquí, tío —sonrió Carlota dándole unas palmadas en el espalda—. Además, así podremos saber si alguno recupera la cobertura. Yo, por de pronto, me noto más relajada —. Todos habíamos oído antes el reguero de su orina salpicando una esquina de la sala.

—Lo que no entiendo —gruñó Ramón—, es porqué todo el personal del hotel insiste en dejarnos encerrados aquí. Nadie viene a ayudarnos. Cuando salga los voy a denunciar, y perdona por lo de tu marido, Elena, pero esto es una putada.

Asentí y agité la mano, indicando mi indiferencia. Todos teníamos asuntos que atender y se supone que no íbamos a estar aquí metidos más de dos horas. Lo justo para conocernos, charlar de nuestras vidas, rememorar como mi marido nos había salvado, agradecerle el que aún siguiésemos vivos. Cuando le daba las gracias, solía repetirme: “yo solo tuve un sueño, cariño. Tú tomaste la decisión”.

—¿A cuántos salvó Oliver? —preguntó Ángel Luis.

—Una docena —contesté—, pero avisó a muchos más. Solo nosotros, y los que faltan, le hicimos caso.

—¿Ha vuelto a tener esos sueños, Elena? —preguntó Carlota—. La última vez que quedamos me dijo que hacía años que no ya no tenía sueños premonitorios.

—A mí me dijo que había descubierto algo extraño sobre nosotros—comentó Antonio—. Cuando le pregunté qué era, sonrió y dejó el tema ¿Tienes idea de qué es, Elena?

Negué con la cabeza. No sabía de qué estaba hablando.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté.

—Hace unos dos meses, el domingo de la última semana de abril. Lo sé porque una semana antes se mató Ana, la del autobús escolar. Oliver me llamó tres días después y tomamos un café esa tarde.

—¿Y cómo estaba? —preguntó Ángel Luis.

—¿Cómo estaba Oliver? Pues como siempre, tampoco le veía a diario. Normal, supongo —Antonio entrecruzó los dedos de las manos y apoyó el mentón en los pulgares, para luego señalarme con la mirada—. Elena es su mujer, ella sabrá mejor.

—Está distraído —reconocí—. Distante, lejano, no sé. Le hablo y hay veces que es como si hablase con las paredes; sacude la cabeza y sonríe como si hubiese regresado su cerebro de un viaje.

—Mira, eso también me lo hizo —saltó Ramírez—. Cuando me llamó la semana pasada para informarme de esta reunión lo noté también distraído. Le pregunté dónde era y se quedó callado unos segundos. Creí que se había cortado la llamada.

—A mí me dijo que era en vuestra casa —añadió Ángel Luis—. Menos mal que le llamé ayer para confirmar y me dijo que habíais alquilado esta sala del hotel. Dijo que estaban tus padres en casa, Elena.

Mi padre ha muerto y mi madre está internada en una residencia, quise decirle. Pero no podía hacer eso. Si descubrían que Oliver les había engañado, si dudaban de su honestidad, pensarían que yo también podría estar mintiéndoles. La velada ya era horrorosa sin tener que llegar a ese extremo.

¿Pero por qué Oliver no había venido?, me pregunté. No conseguía encontrar la respuesta, Además, estaba su sonrisa.  Aquella sonrisa suya, hacía dos horas, la última vez que lo vi, no era su sonrisa. Era una sonrisa muy falsa. Y como Oliver no sabía mentir, su sonrisa fue bastante estúpida. Cuando me quise dar cuenta me estaba mordiendo el labio inferior mientras los demás me miraban con las luces de los móviles iluminando sus rostros a contraluz. Carraspeé y me levanté para dar un paseo. Caminaba con los brazos extendidos delante de mí, a la altura de la cintura. No quería, en la oscuridad, tropezar con una silla. Evité acercarme al lugar donde Carlota había orinado; el hedor a amoniaco era penetrante. Dirigí mis pasos hacia la puerta, hacia la rendija de luz que se filtraba en el suelo. Los demás comenzaron a murmurar.

Me senté en el suelo, al lado de la línea horizontal de luz. Afuera sí había luz, alguien había apagado las luces de esta sala. Al cabo de unos minutos se acercó alguien. El crujido de los pantalones de cuero me indicó que era Ángel Luis.

—¿No ha pasado nadie? —murmuró metiendo los dedos por debajo de la puerta.

Negué con la cabeza, a sabiendas de que él no podía verme.

—Hay algo extraño en todo esto —continuó tras unos segundos. Lo que me temía: Ángel Luis me iba a exponer las dudas del grupo—. Según lo que sé, Oliver tuvo esos sueños durante un año, más o menos. Salvó a una docena, dijiste, aunque avisó a muchos más. De aquello hace unos cuatro años. En todo este tiempo nunca nos habíamos reunido todos juntos; se reunía con nosotros por separado. Y desde que algunos han empezado a matarse el último año, nos avisa que tenemos una reunión todos juntos. Pero él no aparece. ¿No te parece extraño, Elena?

Aún olía el aroma a porro del aliento de Ángel Luis. A lo lejos, como en una hoguera, los demás nos miraban. Las expresiones de sus caras reflejaban tensión. Las luces de los móviles bajo sus barbillas afilaban los contrastes del claroscuro de sus rostros.

—Quedamos menos —respondí—. Supongo que quería vernos a todos juntos, que nos conociéramos, no sé. No me dijo la razón, Ángel Luis.

—Llámame Ángel, por favor. ¿Notase algo raro en Oliver estos últimos días aparte de lo que dijiste antes, hacía algo que se saliese de lo normal?

Su tono de voz se había vuelto más grave. Casi hosco. Estaba siendo un interrogatorio en toda regla.

—¿Por qué lo dices?

—Porque tu marido aún no ha aparecido, Elena. No hemos oído a nadie intentar abrir la puerta. Hay luz afuera. No hay cobertura móvil. Estamos encerrados en una sala con una única salida y sin ventanas. A oscuras. Y tu marido no aparece.

—¿Y qué? —respondí alzando la voz. Me estaba cansando de este juego en el que se acusaba a Oliver de lo que nos estaba sucediendo— ¿Se te ocurrido, se os ha ocurrido, que quizá esté ahí fuera, tratando de sacarnos de aquí? ¿Se os ha ocurrido que pueda haber tenido un accidente camino de aquí? No, claro, no se os ha ocurrido, joder —. Di un golpe a la puerta y el sonido resonó por toda la sala—. Aquí solo hay un culpable, coño, no tenéis cojones para decirlo a la cara. La culpa es de Oliver, ¿a qué sí? Y yo, como soy su mujercita, estoy en el ajo, ¿a qué sí?

—Nadie te está acusando —objetó Carlota removiéndose en su silla.

—¡Y una mierda! —grité—. Todos vosotros sois unos desagradecidos, unos…

Me quedé helada, dejando en el aire la palabra. Solo cuando Carlota se había movido de su  silla distinguí la luz roja. Estaba debajo de la mesa alrededor de la cual estaban sentados. Me levanté y caminé en línea recta hacia la luz. Tropecé con una silla que había en medio, despellejándome la rodilla.

—Oye, Elena —dijo Antonio, apaciguador, al verme acercarme con rapidez—, Carlota solo te ha dicho…

—Coged los teléfonos y volcar la mesa —le corté, levantándome.

—Pero…

—Tú hazlo, coño. Hay una luz roja debajo de la mesa —añadí.

Cada uno cogió su teléfono móvil. Yo cogí el mío y el de Ángel, que se acercaba tras de mí. Ramírez quitó el mantel y entre todos volcamos la mesa e iluminamos con la luz de las pantallas de nuestros teléfonos aquel artefacto.

—¿Qué es esto? —preguntó Ramírez.

Ángel gruñó algo y se acercó al aparato. Era una pequeña caja, del tamaño de dos cajetillas de tabaco juntas, con una luz roja en un extremo. Lo palpó con el dedo índice y presionó en el centro.

—Tiene una bisagra aquí —dijo—. Darme luz en el otro lado.

Le iluminamos el lado contrario. La luz del móvil que tenía Ramírez empezó a palidecer y parpadear; se le estaba acabando la batería. Nadie se sorprendió cuando Ángel sacó una navaja del bolsillo trasero de sus pantalones. Tenía el mango sucio, parecía mugre. Ojala solo fuese mugre. Introdujo la punta de la hoja y oímos un crujido cuando la punta abrió la tapa. Dentro había un teléfono móvil con la pantalla encendida. A su lado había algo parecido a plastilina, de color marrón. Unos cables conectaban el extremo del teléfono con otro aparato junto a la plastilina. Todos nos imaginamos qué era.

—Pues como que parece una bomba, señoras y señores —comento Ángel—. Y si no me equivoco, este móvil sí tiene cobertura.

La mano con la que sostenía mi móvil-antorcha me empezó a temblar. Al final se me acabó por escurrir de los dedos y caer al suelo. No podía creerlo, era imposible.

Ya no por la bomba. Eso era incluso lo de menos. Incluso dudé.

Pero estaba segura; el móvil conectado al explosivo era el mío, el anterior que tuve. La pegatina que pegó Alex, mi hijo de tres años, en un lateral del teléfono y que ahora se asomaba por entre la plastilina era la misma. Incluso tenía la tecla de descolgar con el dibujo del teléfono rojo borroso por el uso. No cabía duda.

—Me cago en la puta —murmuró Antonio—. ¿Cuánto tiempo nos queda, Ángel?

—No lo sé —respondió palpando los componentes con cuidado—. No creo que esté preparada para detonar con un temporizador. Más bien es a través de una llamada. Cuando el móvil reciba una llamada se cerrará el circuito y explotará. Hará pum y nuestras cuerpos empapelarán las paredes.

—¿No será una broma? —dijo Carlota entre risas. Los efectos del canuto aún persistían en ella—. Esto será una cámara oculta y alguien se está partiendo el culo. Ya veréis cuando lo veamos por la tele.

Ángel negó con la cabeza.

—No creo. No puedo asegurarlo, claro. Pero yo diría que parece de verdad.

—¿Y no puedes desactivarla o desarmarla? —preguntó Ramírez.

—Ni loco. ¿Quién coño crees que soy? Ni siquiera sé si hemos hecho bien con volcar la mesa y menos abrir la caja. Estamos bien jodidos.

—¿Y cómo es que este móvil sí tiene cobertura y los demás no? —insistió Ramírez—. Fíjate bien, chaval, que, a lo mejor, el inhibidor de cobertura ése que hace que no tengamos señal en nuestros teléfonos también se la quita a éste.

—Qué no, tío —masculló Ángel—. Mira las putas barritas, este móvil sí tiene señal. No será de cobertura móvil, supongo; estará conectado a otro teléfono que es el que llama a este de aquí para detonarlo.

—Y si… —musitó Carlota mirándonos a todos con cara sonriente—. Y si resulta que Oliver se enteró de la bomba, llamó a la policía y a los artificieros y ahora están dialogando con el terrorista. Quizá ahora mismo estén comprando nuestras vidas y no pueden entrar porque el malo lo ha prohibido. Para que nosotros nos pongamos tensos y hagamos alguna… tontería.

Todos nos quedamos mudos.

—Venga, ya, no delires tú —dijo Ángel—. Como historia es una mierda. Sobre todo porque yo también he visto esa película. Al final resulta que todo es una tapadera para robar un banco cercano y en la escena final hay una persecución con helicópteros. Incluso luchan con katanas y todo. Jodido cine americano.

Todos suspiramos decepcionados. Aquella posibilidad sería remota, pero muy atrayente. Despejaría las dudas sobre mi marido y todos tan contentos. Jodidos pero contentos.

—Esa pegatina… la del móvil, ya la he visto antes —dijo con voz lenta Ramírez, señalándola con el dedo. Me quedé helada, conteniendo la respiración. Ramírez había recogido mi móvil del suelo, el cual se me había caído antes, y ahora utilizaba el de Antonio para iluminar el mío por los laterales y la parte trasera. Encontró otra pegatina en el extremo inferior de la tapa del teléfono. Alex se había empeñado en dejar su firma en todos mis teléfonos.

Ramírez me miró entornando los ojos.

—Zorra mala —masculló.

Hizo ademán de lanzarse sobre mí, pero los demás le sujetaron. Yo, que estaba acuclillada frente a la mesa volcada, caí de espaldas. Me arrastré hacia atrás, aterrorizada, apartando las mesas y sillas que había detrás de mí.

—Tú y Oliver habéis montado esto, asesinos de mierda, hijos de la gran puta —vociferó Ramírez.

Mientras Antonio y Ramón le sujetaban, Ángel y Carlota cotejaban los móviles.

—Son iguales —sentenció Carlota—, las puñeteras pegatinas son iguales y están colocadas en el mismo sitio. Y nos llamó desagradecidos, la muy zorra.

Ángel y Carlota me iluminaron con los teléfonos móviles. Todos verían a una mujer asustada, aterrorizada, engañada. Y anonadada. Así me sentía. Joder, era igual que ellos, un puñetero rehén o lo que fuésemos. ¿Y mis hijos qué, eh? Alex y Cristina. ¿Los iba a dejar solos, eh? Ahora están en casa de mis suegros, ¿qué ganaría con todo esto? Volamos por los aires y mis hijos se quedan sin madre. ¿Y Oliver? Ya no sabía qué pensar. ¿Mi marido había puesto la bomba? Si ni siquiera sabe arreglar un grifo que gotea, hostia bendita. Tenía que haber otra explicación para la pegatina.

Por desgracia, en ese momento, Ramírez se soltó o Antonio y Ramón aflojaron su presa, no creo que tuviesen muchas ganas de sujetarle. Me golpeó en la mejilla y aunque me había protegido la cara con las manos, estaba casi cegada en la oscuridad por las luces de los móviles enfocándome. Chillé mientras seguía recibido más golpes en la cabeza y en el cuello. Sentí incluso patadas en el costado. Chillaba y gritaba con la seguridad de que no me ayudaría nadie. Cuando pude levantar la cabeza, Ángel y Antonio sujetaban a Ramírez. Me costaba respirar, como si hubiese perdido la mitad de capacidad pulmonar. Las orejas me ardían y no sentía la cara de nariz para abajo.

—¡Quieto, joder, estás loco! —bramó Ángel.

—¡Sois todas iguales, unas putas zorras! —gritó Ramírez.

Los miré con el ojo sano. Con el otro, no sé por qué, ya no veía nada.

Carlota chilló algo pero no la entendí. Los teléfonos móviles estaban repartidos por el suelo, con las pantallas boca arriba. Podía distinguirles hasta la cintura, pero más allá estaban ocultos en la oscuridad.

—¿Es que no te das cuenta, idiota? —dijo Ángel.

—¿Qué vamos a morir todos, drogata de mierda, eh, de eso quieres que me dé cuenta? —gruñó Ramírez.

—¿Qué gana ella con mostrarnos la bomba, con quedarse encerrada aquí como todos? —chilló Carlota. Se acercó a mí y me ayudó a incorporarme. Una de las rodillas me estaba lanzando martillazos de dolor por toda la pierna. Me sentó en una silla y me aplicó un pañuelo por las heridas abiertas en la cara.

—¡Sabe algo! —gritó Ramírez.

—Casi la matas, payaso. Qué imbécil eres, joder, me dan ganas de meterte la bomba por el culo y llamar yo misma al teléfono. ¿No te das cuenta que está en la misma situación que nosotros?

—Claro que sé algo, Ramírez —musité con dificultad a causa del labio partido. Todos me miraron y Carlota apartó el pañuelo de mi cara, indecisa.

—Sé algo que todos ya sabéis —continué—, pero sois tan cobardes para reconocerlo que me dais asco.

Escupí sobre un teléfono un gargajo de sangre. La luz de la pantalla se veló de rojo.

—¿Qué coño sabes? —preguntó Antonio dando un paso hacia mí.

Tragué saliva y me puse en pie. Sus caras seguían estando a oscuras y preferí también ocultar la mía.

—Todos nos mataremos, todos —reí con dificultad—. A ver si os dais cuenta de una puñetera vez. Estamos aquí reunidos porque Ángel, Ramírez, Antonio, Carlota, Ramón y yo nos vamos a matar. Y arrastraremos con nosotros a varios inocentes. Tarde o temprano. Y lo sabéis. Bien que lo sabéis.

Un silencio se apoderó de la sala. Otro de los teléfonos se apagó. Ahora solo quedaban cuatro en funcionamiento. Me senté de nuevo en la silla y arranqué el pañuelo de las manos de Carlota para taponarme la brecha del labio.

—Estás loca —masculló Ramírez—. Yo solo te quiero matar a ti.

Gruñí, divertida. El silencio de todos ellos me daba la razón, incluso la respuesta de impotencia de Ramírez.

—Yo tenía pensado cargarme a mis viejos —pronunció Ángel, con voz débil—. Necesito pasta para los chutes. En realidad había pensado también en vosotros, pero ahora…, qué más da.

—Y yo a mi bebé —confesó Carlota—. Cada día me levanto con esa obsesión y no me la quito de la cabeza. Sé que es una locura, pero pienso en suicidarme a cada minuto, a cada segundo.

—¿Le dais la razón? —gritó Ramírez—. No me extraña, viniendo de un drogata y una puñetera adolescente embarazada, pero Antonio, Ramón y yo no pensamos igual, nosotros sí queremos vivir.

—Yo no —matizó Antonio, sentándose en el suelo—. Oliver me salvó la vida hace años. Se lo he agradecido todos los días desde entonces. Pero, durante este último año, su intervención me parece más una tortura diaria que una bendición. La verdad es que estaba considerando despeñarme con el coche un día de estos. Y llevarme a la zorra de mi mujer por delante… —Antonio rio por la bajo.

—¡La Virgen bendita! —clamó Ramírez—¿Qué diablos os pasa?

Nadie le respondió. El cuerpo de Ramírez seguía clavado en el suelo, pero sus manos se abrían y cerraban en un puño de forma convulsiva.

—¿Y tú, Ramón? —pregunté—¿Cómo lo habías planeado?

—Cáncer —respondió sentándose en el suelo y metiéndose las manos en los bolsillos con dificultad—. Metástasis, mejor dicho. Los tratamientos para detenerlo ya no surten efecto, ya solo me quedan los paliativos. No estoy calvo porque sí. Pero conozco a compañeros cuyos tumores han remitido. Les voy a visitar cada semana a la planta de oncología del hospital y sus sonrisas y esperanzas me amargan, cada día un poco más. Uno de ellos, Luis, está ya casi limpio. Tendrá que ir a revisiones toda su vida, pero está limpio. Y es un maldito hijo de puta. Maltrata a su mujer y me confesó antes de una operación que, hace años, cuando era pequeño en su pueblo, la gata de su abuela tuvo gatitos. Metió toda la camada en un saco y con una pala, golpeó el contenido hasta que de él rezumó sangre. Aún se revolvían en el interior algunos animalillos. Con un martillo, fue fulminando cada movimiento del saco. Y mientras me lo contaba, sonreía, el muy cabrón. Sonreía mientras me contaba la historia, con esa asquerosa peluca que le había comprado su mujer resbalándosele por la nuca. Porque me arañaron las manos, me respondió cuando le pregunté por qué lo hizo. Ayer compré la pala en un centro comercial. Una pala de acero, con mango ergonómico y asideros. Le iba a reventar la cabeza a palazos, a golpe por operación que he sufrido para nada.

Al intentar despegar el pañuelo de los labios, me rasgué la sangre coagulada que restañaba la herida. Volví a sentir el reguero discurrir por mi mamola.

—Pues yo no —dijo Ramírez—. Yo no, joder. Tengo esposa, dos hijos y mis padres y los suyos están sanos. Estamos sanos, cuerdos y mi mujer y yo tenemos trabajo. De vacaciones nos vamos a Benidorm y nos llevamos a Bobi, nuestro caniche, que también está sano y cuerdo. Mi trato con mis suegros es perfecto y en el trabajo me van a ascender. Mi hijo hace poco que perdió la virginidad y mi hija está intentando convencerme para que la deje ir con sus amigas a Francia, de excursión. Mi vida es una puta gozada, joder. Mi mujer tiene unas tetas bonitas y un culo redondo y follamos cuando me apetece. Qué más da que se tire a mi hermano a mis espaldas o que mi hijo haya tenido que pagar a una puta porque es retrasado. ¿En qué familia no pasan cosas así, quién no se ha tirado a su hija alguna vez, si cada día son más putas, eh?

Su pregunta quedó en el aire, sin responder. Ramírez se sentó en el suelo, junto a los demás y empezó a gimotear. Todos estábamos sentados en el suelo, barruntando nuestras desdichas. Otro teléfono móvil se apagó y, como por simpatía, otro más comenzó a parpadear para también dejar de funcionar. Solo quedaba uno, el que emitía una luz rojiza a causa de mi sangre sobre la pantalla.

—Oliver se dio cuenta —suspiré—. Él sabía lo que iba a suceder. Y no le hizo falta, esta vez, ningún sueño premonitorio.

—¿Y tú qué, Elena? —preguntó Ángel—¿Qué pensabas hacer tú? ¿Cómo lo ibas a hacer?

Me levanté de la silla y caminé cojeando hacia la mesa donde estaba la bomba adosada debajo de ella. Me arrodillé y apoyé los dedos sobre el teléfono móvil que estaba conectado a la plastilina. Nadie me disuadió, nadie me dijo nada, nadie me impidió tomar el artefacto en mis manos.

—Mío es el honor de hacer detonar el artefacto, me temo —dije con voz cansada. Miré a los ojos de los presentes pero todos miraban al suelo, ninguno me devolvió la mirada—. Sea así, pues.

Y pulsé el botón verde de llamada.

Una melodía comenzó a sonar. Y luego calló.

 

---Ginés Linares---

http://gineslinares.blogspot.com.es/

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