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Mordiendo cuero

en Sadomaso

Una vez al mes. Lo insólito se había hecho rutina. Allí desnuda, elevada por las muñecas hasta que sus pies sólo tocaban el suelo con los dedos, hasta que los hombros le ardían de dolor. Alzada a pulso como un ahorcado, aunque el símil no podría ser más erróneo, porque allí, colgada a manos de su amante, era cuando ella se sentía más viva. La postura era incómoda y dolorosa pero ella se obligaba a permanecer así durante bastante tiempo antes de rogarle a él, con voz temblorosa, que empezase. A veces tardaba por desafío, otras; por puro miedo; y en raras ocasiones dudaba por vergüenza. Esas eran las peores, cuando tardaba con las palabras ahogadas en su garganta hasta que su necesidad era tal que las gritaba.

Y sin embargo, sonreía. Sonreía con un gesto en parte falso, para demostrarse a sí misma que podía mostrar esa cara. Pero sobre todo su sonrisa era sincera, era la sonrisa de quien sabe el tormento que le espera y sólo se atreve a sonreír porque no tiene un rostro que marque mejor el temor anticipado. Era también una sonrisa de satisfacción, porque sabía que no era ella, sino él, quien se sacrificaba. Él era demasiado dulce y atento, no estaba en su naturaleza dañarla; le dolía hacer aquello mucho más de lo que a ella le dolía recibirlo; pero por ella podía soportarlo.

Él le puso la tira de cuero en la boca con dulzura, se la ajustó bien para asegurarse de que ella no se hiciera daño con los dientes durante lo que vendría después. Le acarició la cara y se acercó a su oreja para susurrarle una sencilla frase de afecto, una frase tan simple como el vacío y tan vieja como la humanidad. Ella se ruborizó. Tanta ironía fluyendo en el sonrojo de sus pálidas mejillas. Podía permanecer inalterable desnuda y atada pero cuando él pronunciaba esa frase no podía evitar que su pulso se acelerara y que el carmesí acudiera a su rostro.

Él se puso tras su amante y le apartó el cabello por encima del hombro para dejar su espalda libre y esperó, ella simplemente resopló a través del cuero para darle la señal y entonces él empezó.

Siempre dudaba con el primer latigazo, su mano temblaba mientras recorría el arco hacia atrás, pero cuando adelantaba su brazo para golpear, ya estaba completamente firme. Era una trenza de cuero de casi metro y medio con punta reforzada y hervida. No una simple fusta, un verdadero látigo. El primer chasquido resonó y dejó una línea roja de dolor llameante en su espalda.

Liberó un grito que se ahogó contra el cilindro de cuero que mordía. El siguiente impacto tardó dos segundos, justo lo suficiente para que ella cogiera aliento entrecortadamente. De nuevo el cuero quemó su piel y las lágrimas comenzaron a brotar a la vez que el sudor recorría su frente y entraba en sus ojos enrojecidos.

Él actuaba implacablemente, tal como ella le había enseñado. Otros dos segundos marcaron la diferencia para el siguiente latigazo. El zumbido agudo de la trenza la alertó lo justo para prepararse y morder con fuerza. La lengüeta le alcanzó en la nalga derecha, resultando en un dolor agónico que ascendió por su espalda. Jadeó tan fuerte que el cilindro de cuero se soltó de sus dientes y cayó.

Él se detuvo, se adelantó y recogió la pieza para volver a colocarla en su boca.

-¿Estás bien?-

Asintió con firmeza a pesar de las lágrimas y mordió con fuerza, decidida a no volver a dejarse llevar por la debilidad hasta que llegara el momento.

Siguiente latigazo. El sollozo salió de su garganta escapando a sus intentos de evitarlo y rompió su resistencia, comenzó a llorar y gemir. Dejó caer de nuevo el bocado y dijo la palabra de seguridad entrecortadamente. Él, que ya se disponía para el siguiente golpe, soltó la terrible herramienta y se apresuró a liberarla.

Ella se dejó caer sin ningún intento de mantenerse de pie, sabiendo que los brazos de él la esperaban. La llevó con cuidado a la cama mientras ella aún lloraba y se recostó abrazándola. Ella se aferró a su espalda y lloró con una mezcla turbia de felicidad y alivio, sus lágrimas caían por su cara y alcanzaban el hombro de él, cayendo serpenteantes por su espalda. Temblando en sus brazos y llorando como una niña, ella encontraba su mayor deseo. La mano de él bajó con seguridad y comenzó a tentar la inflamada y húmeda carne de su coño con su habitual ternura. Sus diestras caricias unidas a la excitación y vulnerabilidad de ella rápidamente la lanzaron al primer orgasmo. Se corrió sin medida en agitados espasmos mientras aún sollozaba y suplicó con voz trémula que le diera más.

Él siempre la atendía hasta que quedaba satisfecha pero tal cosa no ocurría hasta que volvía a su clímax al menos una segunda o tercera vez. Y ella no dejaba de llorar en sus brazos, porque eso era lo que más la excitaba y complacía. Él sólo usaba sus manos, porque eran sus manos las que la habían dañado. En otras ocasiones eran muy capaces de follar apasionadamente sin el horrible ritual, podían darse placer mutuamente con todo su cuerpo en el frenesí más dulce que él podía ofrecerle.  Pero cuando ella le pedía el látigo, las normas eran crueles, como ella las había dictado.

Así era todos los meses al menos una vez. Él sacrificaba su bondad una noche para que ella tuviese lo que más deseaba, se volvía más cruel de lo que podía para que ella fuese feliz y eso lo convertía a cada uno en esclavo del otro.

Las líneas de cicatrices cruzaban su espalda como telarañas. Nunca volvería a ponerse un bikini o a exponer su espalda desnuda, no podría ducharse en un gimnasio ni tomar el Sol. Pero ello no le importaba, porque, a su modo fugaz y perverso, era feliz. Y ¿Cuánto puede una persona sacrificar menos que su propia dignidad para ser feliz?