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Alexander Wolf, eres un chico muy valiente.

en Erotismo y Amor

Aviso, quien quiera encontrar elementos sexuales en este relato lo estará leyendo en vano.
 
 
 
 
Faltaban unos minutos para la hora del crepúsculo cuando un grito rasgó la noche. Un niño corría asustado por el cementerio. Quien lo perseguía apuntó con su arma de fuego y disparó. El zagal cayó al suelo y unas manos ambiciosas le quitaron lo que llevaba en los bolsillos, unas cuantas monedas.
—La próxima vez que robes te lo pensarás mejor antes de elegirme a mí como víctima.—dijo el chico dándole una patada en el estómago.
—Jack, creo que está muerto.—dijo el otro muchacho.
—¿No lo dirás en serio?—preguntó el joven observando el cadáver del zagal—¡He apuntado al costado!—.
—Pues has fallado.—Contestó el otro—Vamos, apartemos el cuerpo y larguémonos de este cementerio de una maldita vez—.
Ambos jóvenes echaron a correr, dejando el cuerpo inerte y sin vida del zagal apartado en un rincón. A unos metros una niebla se había formado, y pronto tomó la forma de una persona. Se asemejaba bastante al muchacho muerto. Levantó la mano derecha y se la miró.
—¿Qué es esto?—preguntó, pero nadie le respondió. Se acercó al cadáver y rozó su mejilla con la mano. Acto seguido, notó frío en su cuerpo, un frío insoportable del que no podía zafarse. El frío era cada vez mayor, y creyó que se iba a congelar, por lo que anduvo un poco, pensando en la posibilidad de que estuviese soñando. Caminó sin rumbo fijo y, de pronto, una fuerza extraña lo apartó del camino. Intentó resistirse, pero aquello lo atraía fuertemente, como si tuviese una cuerda atada al cuerpo y alguien tirara del otro extremo. Cerró los ojos y su cuerpo se elevó por los aires, viajando veloz. Cuando quiso darse cuenta, todo había parado. Abrió los ojos y lo primero que vio fue una gran lápida negra. Trató de leer el nombre, pero estaba muy mohosa y no consiguió distinguir nada. Miró alrededor. Había muchas lápidas. Algunas estaban rotas. Tenía mucho frío y estaba aterrado, y se asustó más cuando una gélida mano le agarró de su hombro derecho.
—¡¡Ah!!—gritó el chico.
Al darse la vuelta vio a una muchacha algo crecida de unos quince años. Tenía puesto un vestido gris bastante raído, y su piel era totalmente blanca.
—Eh, tranquilo, no voy a matarte.—dijo ella, y comenzó a reírse como si hubiera dicho algo gracioso.—¿No lo pillas? ¡No voy a matarte!—repitió, y siguió riéndose.—Oh... ¿Eres nuevo, ricura? Sí, está claro que no eres de por aquí, pero eres un pálido en toda regla—.

—¿Qué es un pálido?—preguntó el niño—¿Y por qué tienes la piel tan blanca? Tengo mucho frío...—dijo mientras intentaba darse calor frotándose los brazos con las manos.

—Frío... Sí, eres nuevo, no hay duda de ello. Pues mira, ricura, yo no soy la única pálida aquí, compruébalo tú mismo—dijo, y le agarró de la muñeca. Estiró de ella y le llevó a la parte trasera, notablemente más limpia que la delantera, de la lápida negra.—Tranquilo, tus ojos pueden ver en la oscuridad, para nosotros apenas hay distinción entre día y noche en lo que a nuestra capacidad de visión se refiere.—

El chico miró la nigérrima superficie de la lápida y lo que vio lo habría puesto pálido de no ser porque pudo ver a un muchacho con la piel tan nívea como la luna. Dos lágrimas salieron de sus ojos azules.

—Oh, ricura, no llores...—dijo la chica chasqueando la lengua, y le limpió los ojos con sus dedos.

—Antes..., estaba corriendo porque me perseguían, y oí un disparo, y caí, y no recuerdo más. Luego vi mi cuerpo, y lo toqué... ¿Estoy...?—inquirió sin poder terminar la pregunta.

—En efecto, ricura, estás más muerto que muerto... ¿Tienes frío, ricura?—preguntó ella.

El muchacho asintió tiritando.—S-sí—.

No te preocupes, eso es algo natural... Procura no acercarte demasiado a ningún mortal, porque podría sentir tu propio frío... Por cierto, yo me llamo Elizabeth, pero puedes llamarme Liz. Y antes de que lo preguntes, aquí están enterrados los malos, los que antes de morir hicieron algo no muy ético. Algunos son asesinos, otros ladrones, otros banqueros...—dijo riéndose de su propio chiste.—¿Cuál es tu nombre, ricura, y cuál la razón de que hayas ido a parar aquí? Ah, ¿y cuántas primaveras tienes?—.

—Yo sólo robé cuatro monedas a un joven para comprar una hogaza de pan y una pieza de queso. Me llamo Alexander Wolf, y me solían llamar Alex.—dijo él—Y tengo trece años.—añadió.

—Oh, tenemos aquí a un pequeño ladronzuelo... Tranquilo, hay gente mucho peor... yo robé un diamante, maté al dueño y me fui corriendo. Me apresaron a los pocos días y fui condenada a morir. Ah, y tengo ochenta y siete años.—Explicó.

—¡¿Ochenta y siete años?!—

—Eh, tranquilo, ricura. Fallecí a los quince años, así que en términos generales sigo siendo una señorita. El tiempo no pasa para nosotros. Incluso conozco a un asesino en serie que lleva más de trescientos años dando guerra y sólo aparenta veintitrés abriles. Pero ojo, puedo ser tu amiga, porque al morir jovencita, apenas he madurado... Qué me dices, ¿quieres ser mi amigo, ricura?—preguntó extendiendo la mano hacia el chico con suavidad.

El muchacho la miró, y después a Liz, y sonrió. Estrechó la mano de su nueva amiga sin apenas fuerza.

—¿Pero qué haces, ricura?—preguntó ella—Pareceré obsoleta, pero si quieres ser un educado caballero, besa mi mano—.

El niño se encogió de hombros, tomó la mano de la joven y la acercó a sus labios. Dejó un suave beso y miró a la chica, que se agachó hasta quedar a su altura, con la cara a unos centímetros de la suya.

—Alexander Wolf, si yo fuera una señorita viva como el fuego, estoy segura de que me sonrojaría. Ahora, me temo que he de irme, tengo cosas que hacer.—dijo sonriente.

—Pero... Yo no conozco nada de aquí... ¿Y si me pierdo?—inquirió el muchacho, algo asustado. Liz le tocó la nariz con el dedo índice de la mano derecha.

—Ricura, a las doce en punto de la noche sucederá lo mismo que hoy, volverás obligado a este sitio si para entonces no estás aquí. Intenta no acercarte a los humanos, podrías sentir nostalgia... Oh, qué triste es la nostalgia, que transforma nuestras caras hasta hacer que lloren. Adiós, Alexander Wolf.—se despidió y, antes de que éste pudiese hacer nada por impedirlo, desapareció.

El zagal caminó entre algunas lápidas, hablando con los distintos "pálidos" que se encontraban en el lugar de los malos. La primera persona con la que habló fue una viejecita que de joven había matado a tres bandidos que entraron en su casa; la segunda, un juez que había condenado a muerte a decenas de inocentes de forma arbitraria y desconsiderada.

Pasó el resto de la noche andando de aquí para allá, porque no tenía mucho sueño, y cuando tuvo ganas de dormir se apoyó en el árbol que había enfrente de la gran lápida negra. Allí durmió hasta que la mañana dejó paso al atardecer, y cuando la puesta de sol ya había pasado y era de noche, despertó, y lo que vio lo dejó asombrado. Eran sus padres. Dos hombres que los acompañaban llevaban su cuerpo, y llegaban al lugar de los malos. Lo arrojaron de cabeza a una fosa y los dos hombres desconocidos se dispusieron a echar tierra por encima del cadáver. Observó que todas aquellas personas dejaban una niebla de cierto color al andar. La de su padre era negra, negra por la rabia que sentía cuando pensaba en que su hijo era un ladrón; la de su madre, en cambio, era del azul más oscuro y triste que hubiera podido ver, y le entraron ganas de llorar al mismo tiempo que a su madre. Ninguno de ellos las reprimió. Quiso gritar. Quiso decirles que estaba muerto pero feliz, que tenía una nueva amiga, que no había muerto del todo, y cuando fue a levantarse una suave y sedosa mano lo detuvo. Era Liz, había agarrado su mano y tiró de ella hasta lograr que el niño se acurrucara en sus brazos. El muchacho rompió a llorar de nuevo, y sintió que Liz estaba con él para protegerlo de todo.

—Sh... Silencio. Silencio, ricura, no te va a pasar nada, y no importa lo que crea tu padre, porque tu madre sabe que no eres mala persona.—dijo ella.

—Yo... Yo... Robé las monedas para comprar pan y queso y tener algo que llevar a casa, pero solo le di este deshonor a mi familia.—dijo llorando el niño.

Aquel muchacho pudo escuchar cómo la voz melosa y aterciopelada de Liz le susurraba al oído:

—Alexander Wolf, eres un chico muy valiente—.