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Cuentos 3: Blancanieves en el bosque

en Orgías

Antes que nada quisiera decir que esta historia no la escribi yo, la colgue aqui porque me gusto mucho y queria que otros tambien la leyeran...

Blancanieves en el bosque

 

Érase una vez un rey y una reina que tenían todo lo que deseaban, salvo un hijo. Durante las frías noches de invierno, se sentaban contentos frente a la chimenea, la reina con su bordado, el rey mirándola, mientras hablaban de los eventos del día. Pero de vez en cuando la reina dejaba de bordar para mirar la nieve que caía al otro lado de la ventana con expresión soñadora. Y su marido sabía bien cuál era ese sueño: estaba viendo a su hijo.

Una noche como ésa, la reina se pinchó accidentalmente con la aguja y una gota de sangre apareció en su dedo. Ella la miró, suspirando.

—Si pudiera tener una hija con los labios tan rojos como la sangre, la piel tan blanca como la nieve y el pelo tan negro como los carbones que se queman en la chimenea…

Un año después, el sueño de la reina se hizo realidad y la feliz pareja se vio bendecida con una hija que tenía los labios tan rojos como la sangre, la piel tan blanca como la nieve y el pelo negro como el carbón. La llamaron Blancanieves.

La reina murió poco después del parto y el rey, aún apenado, volvió a casarse. Su nueva esposa era una reina hermosísima y los tres vivieron felices durante un tiempo. Pero antes de que Blancanieves cumpliese los diez años, su padre murió también. Su madrastra se mostró amable con ella durante algún tiempo, pero Blancanieves empezó a hacerse mayor y cada día era más bella. Y su madrastra, que se hacía mayor y temía perder su belleza, empezó a odiarla.

Un día, la reina dejó de comprarle hermosos vestidos y otros adornos a los que Blancanieves estaba acostumbrada y la obligó a trabajar en la cocina. Pero incluso vestida con andrajos la belleza de Blancanieves era imposible de ocultar y para su madrastra, atormentada por el miedo de perder su belleza, era como si se volviera más bella sólo para hacerla sufrir.

Por fin, la reina decidió que no podía soportar más la presencia de Blancanieves y le pidió a un criado que se la llevara al bosque con instrucciones de que la matase. Pero el gentil criado se negó a llevar a cabo tan horrible acción. En lugar de eso, la llevó hasta lo más profundo del bosque y le advirtió sobre las perversas intenciones de la reina. Blancanieves estaba aterrorizada, pero el criado le aseguró que cerca de allí encontraría una casita que pertenecía a siete hombrecillos del bosque. Los enanitos, le prometió, la mantendrían a salvo.

Cuando el criado se alejó, Blancanieves se quedó sola por primera vez en su vida. El bosque estaba lleno de extraños sonidos y corrió en busca de la casita de los hombrecillos. Y la encontró enseguida. Tenía que ser aquélla porque la puerta era tan pequeña que Blancanieves tuvo que agacharse para poder entrar.

Dentro había siete sillitas alrededor de la mesa de la cocina, siete platos y todo lo demás. En el salón encontró siete silloncitos y en el dormitorio siete camitas.

¿Qué clase de hombres eran aquéllos?, se preguntó.

Bueno, entre tú y yo, los siete enanitos eran, en realidad, siete príncipes encantados que habían sido hechizados por una bruja perversa. El hechizo, además de hacerlos muy cortos de estatura, también provocaba que cada uno de ellos tuviera una característica particular. Uno de ellos no dejaba de estornudar, otro se quedaba dormido en todas partes, otro tenía una agria disposición y así hasta siete. Como no había remedio para lo suyo y la vida social empezaba a convertirse en una pesadilla, los siete príncipes decidieron retirarse al bosque, donde fueron conocidos como Sabio, Gruñón, Dormilón, Bonachón, Mocoso, Romántico y Mudito. Tales eran las circunstancias de los enanitos cuando conocieron a Blancanieves esa noche.

Desde el primer encuentro, Blancanieves se quedó encantada con ellos. Y en cuanto a los príncipes–enanos, todos se enamoraron de ella a primera vista. Nada de lo que hacía les parecía mal y, en muy poco tiempo, se hicieron grandes amigos.

Una noche, los enanitos oyeron a Blancanieves llorar en su cama y corrieron a su lado para rogarle que les contase cuál era su problema. Blancanieves les confesó que se sentía sola y que le gustaría conocer a un príncipe para amarlo y casarse con él. Esta declaración entristeció a los enanos. Pero Sabio anunció que él conocía un remedio.

—¿Cuál? —preguntó Blancanieves.

—¿Confías en tus devotos enanitos?

—¡Sí, claro!

—Entonces túmbate y cierra los ojos.

Blancanieves obedeció y, enseguida, notó las manos de los siete hombrecillos levantando su vestido.

—¿Qué es esto? —exclamó.    

—Las cosas no son siempre lo que parecen, Blancanieves —dijo Sabio—. Pero no podremos ayudarte hasta que confíes en nosotros por completo.

Y después de decir eso, él y sus seis compañeros la dejaron sola.

El incidente fue pronto olvidado y, de nuevo, volvieron a ser amigos. Pero Blancanieves seguía sintiéndose sola y, una noche, de nuevo los enanitos la oyeron sollozar en su cama.

Corrieron a su lado y, de nuevo, ella les habló de su melancolía. Y, de nuevo, Sabio insistió en que él tenía una cura.

—Por favor, dime cuál es.

—¿Confías en tus queridos enanitos?

—¡Sí!

—Entonces túmbate y cierra los ojos.

Blancanieves obedeció y, unos segundos después, de nuevo volvió a sentir las manos de los hombrecillos sobre su cuerpo. Y, de nuevo, volvió a levantarse de un salto.

—Tranquila. Nosotros nunca te haríamos daño —le dijo Sabio—. Pero está claro que no tienes confianza.

Y después de decir esto, él y sus seis amigos salieron de la habitación.

El asunto quedó olvidado de nuevo y pasaron los meses hasta que llegó el invierno. El viento frío llevó nieve al bosque. Blancanieves y los siete enanitos pasaban el día en la casita y la pobre lamentaba la ausencia de su príncipe más que nunca porque las princesas no pueden evitar desear a un príncipe. Y, de nuevo, los enanitos se vieron torturados por sus lágrimas.

Inmediatamente corrieron a su lado como habían hecho antes. Ella volvió a contarles sus penas y, como siempre, Sabio juró que conocía un remedio para sus males.

—¿Confías en tus leales enanitos?

—¡Con todo mi corazón!

—Entonces túmbate y cierra los ojos.

Esto hizo ella y, como otras veces, sintió las manos de los hombrecillos sobre su cuerpo, pero esta vez no saltó de la cama, confiando en que no le harían daño.

Blancanieves intentó relajarse y, mientras lo hacía, un extraño calor la envolvió, una especie de cosquilleo que parecía nacer de dentro. Los dedos de los hombrecillos dieron paso a los labios…

Al sentir el primer beso Blancanieves abrió los ojos y, delante de ella, encontró al más hermoso príncipe que una pueda imaginar. Mientras él sostenía graciosamente su mano, Blancanieves sintió un segundo beso y entonces otro príncipe apareció ante sus ojos, incluso más guapo que el primero, y luego otro y otro… hasta que los siete enanitos habían recuperado su primigenia forma.

Todos eran diferentes, pero todos perfectos en su masculinidad y atractivo físico. Uno tenía el pelo rubio y los ojos azules, mientras otro tenía el pelo rojizo y los ojos oscuros. Un torso estaba cubierto de masculino vello mientras otro era tan suave como la seda. Incluso el color de su piel era diferente ya que uno la tenía negra como el carbón mientras otro era moreno, otro pálido, otro de piel muy blanca… En resumen, no había una sola característica masculina que faltase entre los siete.

Blancanieves estaba temblando de sorpresa.

—Elige a tu príncipe —oyó que uno de ellos le decía al oído. Pero ella permaneció callada porque no podía soportar la idea de perder a uno solo de esos magníficos ejemplares.

Los príncipes no cuestionaron su silencio. En lugar de eso, se quitaron la ropa… o lo que quedaba de ella después de la abrupta transformación. Luego empezaron a quitarle a Blancanieves el camisón que, con catorce manos haciendo el trabajo, desapareció como por arte de magia. Las manos eran ahora libres para tocarla por todas partes, buscando cada curva, cada orificio. Las manos de los príncipes la exploraban por todas partes sin dejar nada sin tocar. Mientras tanto, siete pares de labios la devoraban.

Pero las hambrientas bocas se volvieron impacientes esperando turno para un beso y buscaron otros sitios donde besarla. Enfebrecida, Blancanieves gemía y se agitaba mientras las bocas de los siete príncipes la consumían por entero. Se estremeció al sentir los dientes de uno de ellos morder uno de sus pechos, mientras otro de los príncipes lo chupaba suavemente. Una lengua se deslizó por su abdomen mientras otra se abría paso entre sus piernas. Otros labios tomaron los suyos…

Blancanieves estaba tan excitada que casi no podía respirar y, por un segundo, pensó que iba a perder el conocimiento.

Percibiendo el problema y el remedio, los príncipes la tumbaron sobre la cama con las piernas abiertas para que pudiese recibir al primero, un hermoso hombre de cabello dorado y ojos azules que la besó tiernamente mientras la penetraba. Blancanieves lanzó un grito de éxtasis.

No debes pensar que los demás príncipes permanecían inactivos mientras tanto. Uno de ellos sujetaba su pierna derecha mientras otro sujetaba la izquierda para que el príncipe en activo tuviese más fácil acceso. Un tercero la besaba en los labios mientras otros dos besaban y lamían sus pechos. Todos observaban al rubio príncipe mientras poseía a Blancanieves, esperando pacientemente su turno, y ella tuvo que cerrar los ojos un momento para buscar aliento.

Cuando estaba a punto de llegar al final con el rubio príncipe, los hombres que sujetaban sus piernas las abrieron aún más y la levantaron para que el príncipe pudiese empujar a placer. Esta maniobra dio resultados rápidamente y seis pares de ojos observaron a la pareja mientras llegaban al final entre gemidos de gozo.

Inmediatamente después, el príncipe se apartó y otro, más moreno, ocupó su lugar. Éste no fue tan suave al principio, pero a Blancanieves le dio el mismo gusto, si no más. Sin dejar de mirarla a los ojos, el príncipe la tomó colocando sus piernas sobre sus hombros. Los otros la sujetaban con firmeza mientras el moreno la penetraba una y otra vez.

Unos minutos después, el príncipe moreno fue reemplazado por otro igualmente guapo. Tenía los ojos de un verde esmeralda y una preciosa sonrisa de dientes blanquísimos. Este príncipe era más imaginativo y la colocó de rodillas en la cama para tomarla por detrás. Los otros, mientras tanto, seguían impartiendo íntimas caricias en sus nalgas y sus pechos. Blancanieves miró al príncipe de piel oscura que había delante de ella. En esa posición, sus ojos quedaban directamente a la altura de su cintura… y su miembro, rígido, directamente frente a su boca.

Blancanieves miró el oscuro garrote, maravillada. Tenía la boca abierta, de la que escapaban gemidos de placer, y ahora se daba cuenta de que el príncipe negro se acercaba lentamente hasta que por fin sintió su miembro en los labios. No la forzó para que lo recibiese, pero esperó a que abriese un poco más la boca y, en un segundo, estaba dentro de ella. Tremendamente excitada, Blancanieves movía el cuerpo adelante y atrás, entregada por completo. Cómo había deseado que un príncipe le diese placer… y ahora nunca podría contentarse con uno solo.

De modo que los príncipes atendieron a Blancanieves, cada uno de una manera, hasta que los hubo probado a todos. Y, por fin, agotada, se quedó dormida.

A la mañana siguiente, despertó sola y casi creyó que había soñado todo el episodio. Pero en su cuerpo había marcas que dejaban claro que no era así.

«¿Dónde están mis príncipes?», se preguntó. ¿Y de dónde habían salido? Cuando los siete enanitos volvieron de trabajar, Blancanieves se sintió tímida. No sabía cómo sacar tan delicado tema.

—¿Dónde están mis príncipes? —preguntó por fin, durante la cena.

Los enanitos le explicaron entonces cuál era su verdadera identidad. Ella sólo tenía que besar a uno en los labios para liberarlo, aunque sólo temporalmente, del hechizo. Blancanieves se alegró muchísimo al oír esto. Y, sin embargo, de nuevo se preguntó cómo iba a elegir. Al examinar sus rostros, se dio cuenta de que todos la querían.

—No puedo elegir entre vosotros, mis queridos príncipes. ¿Cómo iba a hacerlo?

Los enanitos se miraron. Nunca le habían negado nada y no pensaban hacerlo ahora.

—Puedes ver a todos tus príncipes otra vez si eso es lo que quieres, querida —dijo Sabio—. Depende de ti.

Blancanieves se acercó a él y, con los ojos cerrados, le dio un beso en los labios. Cuando los abrió, se encontró con el príncipe rubio de ojos azules. Luego se acercó a Gruñón e hizo lo mismo. Allí estaba el príncipe de pelo moreno, el que era un poquito más rudo. Sintió un escalofrío mientras iba de un enanito a otro, descubriendo cuál era su verdadera identidad.

Fue con ellos luego al dormitorio y dejó que le quitasen la ropa. Desnuda, temblaba de deseo ante sus siete príncipes.

Noche tras noche, Blancanieves disfrutó de lo lindo con sus príncipes y el tiempo pasaba muy rápido. De vez en cuando les llegaba información sobre el castillo o la reina, pero eso no le preocupaba porque estaba convencida de que los enanitos la librarían de todo mal.

Un día, un criado llegó con un mensaje del castillo. Según él, la reina estaba muy arrepentida por todo lo que había hecho y le enviaba un regalo.

Contenta, Blancanieves abrió el paquete y descubrió un maravilloso corsé de seda. Pensando sólo en sus príncipes y en cómo reaccionarían cuando la viesen con aquella prenda tan exótica, corrió a ponérsela. Pero en cuanto rozó su piel, los lazos del corsé, que estaba hechizado, empezaron a cerrarse sobre su cuerpo, apretando de tal forma que no la dejaba respirar. Mareada, cayó al suelo y se quedó allí, tan inmóvil como si estuviera muerta.

Cuando los siete enanitos volvieron de trabajar y la encontraron así, la colocaron sobre la cama, llorando su pérdida. Después, hicieron un ataúd de cristal para poder seguir viendo su precioso rostro y la colocaron dentro. Todos los días iban a visitarla llorando su muerte.

Pasaron varios meses hasta que un día, la reina se arrepintió de todo lo que le había hecho a Blancanieves y envió a otro criado al bosque con instrucciones para cortar los lazos del corsé.

Pero aquel criado no conocía bien el bosque y, después de dar muchas vueltas, se perdió. Temiendo volver al castillo por temor a la ira de la reina, se sentó bajo un árbol para pensar en el asunto. Justo entonces, un atractivo príncipe pasó a su lado en un caballo blanco.

El criado le contó cuál era su problema y, como todos los príncipes se pasaban el día merodeando por el bosque buscando oportunidades como aquélla, nuestro príncipe azul corrió encantado a salvar a la bella Blancanieves.

Encontró la casita enseguida y, unos minutos después, el ataúd de cristal. Con cuidado, levantó la tapa y admiró un momento a Blancanieves antes de cortar los lazos del corsé. Ella despertó de inmediato y miró al atractivo príncipe.

—Te quiero, Blancanieves. Cásate conmigo y sé mi princesa.

Ella había olvidado qué enanito se convertía en qué príncipe, pero sabía sin ninguna duda que aquél no era uno de los suyos.

—No puedo casarme contigo —le dijo.

El príncipe se quedó helado. Estaba seguro de que no era así como terminaba la historia pero, después de una breve discusión, por fin se rindió y dejó a Blancanieves en paz. Y, ah, qué fiesta organizaron los enanitos para celebrar su regreso a la vida.

La reina, por supuesto, intentó por todos los medios que volviese al castillo, pero Blancanieves se negaba en redondo. Según ella, vivía muy feliz allí.

El extraño comportamiento de su hijastra provocó muchos rumores entre la población, pero la reina y aquéllos a su servicio mantenían que Blancanieves se había casado con el príncipe que la salvó y se había marchado con él a su reino para vivir felices y comer perdices.

Quizá ésa es la historia que tú has oído, pero te aseguro que Blancanieves se quedó en la casa con los siete enanitos. Y, sin duda, sigue por allí.