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Emputecimiento en el campo 2

en Orgías

La esposa de Don Pancho siempre se quejaba de dolores de cabeza  y tomaba pastillas para dormir; desde hace años sufría la pobre de migrañas y lo único que podía hacer era las infusiones de hiervas rarísimas que sus comadres le recetaban y en la noche las pastillas que compraba en la botica municipal que literalmente la noqueaban, podía pasar un terremoto en grado 9 y la mujer ni enterada así que no había peligro que se despierte ya que dormía como una piedra. – Baja nena – fue la indicación de Don Pancho ante la mirada de asombro de la muchacha. Todo estaba oscuro cuando se despertó.

Llegó a la sala iluminada por una lámpara  y las imágenes en blanco y negro de una vieja tv sin volumen. Los muebles avejentados alrededor de una vieja alfombra estaban tapados con sábanas para tapar los huecos y manchas de muchos años. Dando pasos cortos y cruzada de brazos intentando protegerse más que abrigarse se colocó a un extremo del ambiente; encontró al empleado de su padre sentado en su viejo sillón, con la mirada fija en la tv, un cigarrillo en los labios que fumaba sin moverlo y descalzo, eso le llamó la atención, nunca lo había visto descalzo.  Él estaba vestido con un buzo deportivo como pijama y una vieja bata que a las justas le quedaba, era un hombre de campo acostumbrado al trabajo duro y a lidiar con animales y personas rudas como él, había sido criado en el trabajo y no era muy ligado a dar y recibir afecto, esas muestras exteriores de sentimientos lo incomodaban; siempre vestía con ropa de trabajo, jean, botas, camisas que cubrían polos envejecidos, sombreros viejos que cubrían cabellos canos prematuros y una frente llena de arrugas; el rostro siempre cubierto de una barba incipiente mal afeitada, cuando Marcela lo saludaba con un beso el solo contacto le irritaba la piel como una lija gruesa. – Te has hecho daño verdad , seguro que te está ardiendo, se nota porque no puedes ni caminar – afirmó Don Pancho con un tono paternal que nunca le había escuchado.

Sus gruesas y callosas manos de faenas con herramientas pesadas sostenían un frasco. – seguro que la yegua te ha irritado, no debiste montar solo con faldita, por eso te has escaldo – le hablaba suave, como si ella fuera una niña que había que consentir – No quiero que tu mamá se preocupe y piense que no te hemos sabido cuidar – Marcela solo movía la cabeza, no sabía que hacer ahí parada a un par de metros de aquel hombre, aunque en el fondo ya intuía lo que quería el viejo, ella le tenía miedo, la manera en que trataba a sus hijos y el miedo enorme que le tenían todos habían hecho que con solo mover los ojos o levantar una ceja hasta los perros lo obedezcan. - Acércate más hija – como una autómata marcela dio un par de pasos hasta que quedó casi a tres palmos por la izquierda de la cara de Don Pancho. Él se sentó al borde del sillón, la tomó de la cintura y la volteó; por encima del pantalón de pijama largo de franela le frotó las piernas, una, dos, tres veces – ese idiota de mi hijo no te ha cuidado bien, cuando te vi caminar sabía que te estaba ardiendo ¿quieres que Don Panchito te cuide?- ella no dijo nada, estaba inmóvil, acaso el viejo sabía lo que había pasado en la tarde, acaso los había visto, su hijo le había contado, le diría a sus padres, su cerebro corría a mil - No te preocupes hijita, Don Panchito tiene una crema buenaza ¿me dejas que te eche la cremita? – preguntó. Marcela sin voltear a ver, movió la cabeza afirmativamente mordiéndose los labios de la tensión en la que estaba. El empleado, sonrió para sí, cogió los bordes del pijama, por el elástico y lo deslizó hasta las rodillas.

Marcela temblaba, tenía los brazos estirados a los costados y las manos en puño, todo el cuerpo tenso, se mordía los labios y empezaba a sudar frio. La piel se le puso de gallina cuando Don Pancho le acarició nuevamente las piernas, sus manos ásperas le arañaban la piel, pero al mismo tiempo la estaba excitando encontrarse sola con una persona mayor en medio de la noche, en medio de la nada, no llegaba a entender por qué reaccionaba de esa forma ante estímulos tan diversos, era acaso el diablo que se mete en el cuerpo de uno como decía la Hermana Sara en las clases de religión, o simplemente era su naturaleza humana como explicaba la profesora de biología,  una francesa que vino hace años como turista y simplemente se enamoró del país y luego de un médico con quien tuvo dos hijos. Todos la adoraban por su carácter fresco y las opiniones tan desinhibidas y francas que tenía de la vida. – no veo nada en la entrepierna hija, quizás es más adentro, vamos a tener que hacer un trato especial sino tu mamita se dará cuenta ¿quieres que mamita se dé cuenta?- las palabras del empleado la sacaron de sus pensamientos moralistas. Don Pancho le separó las piernas y empezó a frotarle con la palma por el interior de los muslos, subía y bajaba hasta casi llegar a su conchita, el aliento cálido del hombre lo sentía en la cola, eso la estaba humedeciendo, en eso, separándole más las piernas le tocó  la vagina con toda la palma de la mano por encima del calzón de dibujitos y descaradamente apoyó el dedo pulgar en la entrada de su culito.

Cando presionó el dedo en círculos sobre su esfínter trasero, como intentando meterlo ella dio un respingo instintivo como hipando todo el cuerpo – ajá, sabía que era ahí donde te ardía, no te preocupes hija, a veces pasa, menos mal que tengo la cremita que te va a quitar eso y mañana vas a estar como para montar 10 veces más si quieres – seguía hablándole con dulzura paternal, pero ya no se escuchaba raro, su voz gruesa y profunda le daba un tono cálido a cada palabra – solo que vamos a necesitar  que vengas más acá para aprovechar bien la luz – diciendo esto la trajo frente suyo, y frotándole la espalda mientras chasqueaba la lengua como quien acaricia un animal para calmarlo, le inclinó la espalda hacia adelante; ella apoyo las manos en las rodillas para no caerse y volteó la cabeza para ver a Don Pancho, sus miradas se encontraron, sus cejas pobladas y gruesas que enmarcaban unos ojos oscuros, y la piel hecha surcos alrededor de los ojos, la nariz gruesa y aguileña, nuca había visto tanto detalle en ese hombre que aparentaba ser mayor que su padre, sintió ternura por ese hombre, sintió su soledad y su falta de afecto, era como si en un segundo hubiera comprendido sus muchas frustraciones y pocas alegrías; entonces le sonrió, con esa pícara sonrisa que vuelve loco a cualquier hombre. Él, que sostuvo su mirada, entendió el gesto de forma distinta, de un tirón bajó el calzón hasta la rodilla y con todo el pijama hasta los pies de la muchacha, ella volteó la cabeza hacia la noche y se tensó nuevamente. Sentía que el magullaba algo entre dientes mientras masajeaba sus nalgas con esas manos ásperas y gruesas, fueron largos segundos hasta que sintió algo frío en su esfínter, era una lengua que se posaba en su anillo y la lamía a todo lo largo y ancho, pugnaba por entrar y llegaba a meter la punta en ese anillo recién  abierto en la tarde; le producía frescura, la humedad de la lengua de Don Pancho acompañado de su cálido aliento le estaba calmando el ardor de la cabalgata; Dios, el placer que le daba esas bucales caricias la estaba llevando a otro mundo, le despertaba sensaciones en ciertas partes de su cuerpo que nunca pensó tener y que quería sentir siempre; en eso Don Pancho, paso su lengua por la vagina de Marcela y esta cayó al piso por el repentino orgasmo que la invadió, en un segundo todo explotó en su interior, ninguno de sus imberbes noviecitos habían conseguido ese efecto en ella; él la cogió con una mano por la cintura para impedir que la joven se desmorone.

Interiormente el empleado se sentía satisfecho, desde hace mucho tiempo le tenía ganas a la “pendejita” como él la llamaba, era su forma de desquitarse del patrón hijo de puta, que solo exigía y nada le parecía bien y por cualquier cosa lo amenazaba con despedirlo o descontarle el salario que de por si era corto, él aguantaba porque no tenía a donde ir, tenía familia que mantener y trabajar en el campo era lo único que sabía hacer; si a todo eso le sumamos que Marcela no era como las putas con las que solía estar, mujeres mayores entradas en carnes que hacían su trabajo por rutina en cualquier burdel de las cercanías, aunque él gracias a su “azadón”, como solía llamar a su miembro de 21 cm y grueso como el mango de su viejo azadón, había sacado más de un buen orgasmo a esas viejas putas. Con su mujer hace años que no pasaba nada, sus continuos dolores de cabeza y los muchos años de convivencia habían matado toda pasión, que nunca fue mucha, y eso que huyeron juntos para casarse, ella por huir de casa, él porque ya no quería trabajar más para su viejo y además la embarazó casi a la primera.

Así que tener a Marcela le significaba la realización de muchas cosas. Abrió la boca como un sediento y se bebió la corrida de la niña y continuo bebiendo de ella y metiéndole  lengua haciendo uso de toda su experiencia: “el martillazo”, “el remolino”, “el colibrí”, “limón verde”, “jala-jala”, “sopapa” y todas las demás destrezas lingüísticas a las que graciosamente le ponen nombre en el campo y como en las mejores escuelas es trasmitido de forma secreta en esas logias que se forman en los burdeles entre sus asiduos estudiantes. En el segundo orgasmo Marcela cayó de rodillas por efecto de los temblores, él la siguió hasta colocarla con el culo en pompa como quería, lo estiró con ambas manos para ver la dilatación, se untó el dedo medio con el ungüento hecho a base de grasa de sabe Dios qué animales, de esos que venden los curanderos en los mercados pero que milagrosamente funcionaba, y sin pedir permiso lo enterró hasta el fondo. Ella sintió al intruso cruzar toda su cavidad, era muy delgado para ser un pene, pero más grueso de los dedos que había sentido hasta ese entonces, (ya opinaba como una experta) pero la excitación y la crema hicieron que lo acepte sin quejarse. Cuando inició el mete y saque digital ella tenía los ojos cerrados y todo el rostro apoyado en la vieja alfombra que olía a polvo. A los pocos minutos el ardor había desaparecido por completo, esa crema si funcionaba. El segundo dedo le obligó a abrir los ojos y voltear la cabeza con mirada suplicante, cuando entraron los dos dedos por completo, mordió los labios, araño la alfombra y tensando el cuerpo se quejó. Don Pancho empezó a frotarle el clítoris y para calmarla, de tanto en tanto le frotaba el lomo como a las yeguas, a los pocos minutos Marcela empezó a jadear nuevamente, era asombrosa la elasticidad de su culo y el placer que le propinaba; el hombre le llevó las manos a su conchita para que ella misma se masturbe, se untó más del ungüento e intentó un tercer dedo pero fue mucho para la nena, que trató de incorporarse por lo que recibió un sonoro cachetazo en las nalgas – tranquila mi yegua, tranquila – y volvió a su labor. Jugaba con dos dedos en el culito y luego amenazaba con ingresar la punta del tercero, dos, dos y tres, dos y tres, sus dedos gruesos eran mucho, el bajó la boca, estiró los cachetes con ambas manos y con la lengua lamía los contornos del esfínter, luego volvía a su labor digital, dos dedos, luego tres, así por varios minutos hasta que los tres entraban por lo menos hasta la primera falange sin problema; Marcela ya ni se daba cuenta, había vuelto a recostar la cara en la alfombra y sus manos no dejaban en paz su vagina húmeda, la recorría, la frotaba, estiraba los labios, se introducía hasta dos dedos que luego lamía con placer, mientras una mano estaba frotando su cueva, la otra pellizcaba su clítoris, se lamía los dedos como probando sus jugos y luego volvía a su sexo, caliente, los dedos de Don Pancho y el juego de sus manos le estaban enseñando que su cuerpo respondía febrilmente a otras sensaciones, estaba casi al límite de otro orgasmo cuando la sensación en su culito la invadió por completo, pugnó por salir, estirarse, quiso levantarse pero las fuertes manos del hombre la tenían como clavada en cuatro patas al piso, movió la cabeza y no pudo ver el tamaño de lo que entraba pero sabía que era enorme y grueso,  intento gritar pero una mano del viejo le tapó la boca y nuevamente la mano en la espalda y los chasquidos con la lengua  la  calmaban; Don Pancho se detuvo, al parecer había entrado solo un poco más de la cabeza, y empezó a moverse  pausadamente, salía casi por completo y luego entraba despacio, esa sensación de abrir y cerrar en su culo la estaba volviendo loca, increíblemente no le dolía ni ardía, solo sentía que su culo se estiraba y que se llenaba como quien llena de algodón una manga de tela, luego de unos largos minutos Don Pancho la metió hasta la mitad, ella lo sintió, sentía que ingresaba más porque la sensación de llenura le complacía, nuevamente, el mete y saca, diez, quince, 20 veces; ella recostó la cabeza en la alfombra nuevamente y él le llevó su mano a la conchita, ella ya sabía qué hacer.  A los minutos su jadeo hubiera hecho que cualquiera se venga en su culo, pero el viejo empleado tenía lo suyo, abrió más los cachetes de la nena y apoyando todo el cuerpo de pie doblando las rodillas, envió sus gruesos 21 cm hasta el fondo.

Espero pacientemente, no quería lastimar a la nena, poco a poco se repetía, tienes toda la noche. Poco a poco empezó a moverse en círculos pequeños y luego la sacaba casi hasta la mitad y la metía lentamente; volvía a los círculos y la sacaba casi por completo para meterla nuevamente, él quería sentir cada uno de los anillos rectales de la nena abriéndose, casi, casi podía contarlos; sentir ese culito apretado que le comía el “azadón” por completo, le calzaba como un guante, como anillo al dedo, no se cansaba de buscar comparaciones y de admirar como la nena estaba totalmente entregada. La crema había hecho lo suyo, pero sobre todo era su destreza y experiencia lo que terminaron por rendir a la “pendejita” – sí, yo sabía que te gustaba esto mi yegua – afirmó al tiempo que aceleraba la penetración, el mete y saca constante arrastraba todavía la piel del canal anal de Marcela. Me imagino la escena y parece sacada de una película de la Play Boy. Todo el ambiente oscuro con cálida iluminación de penumbra; la escultural jovencita de rodillas en  la alfombra de un casa de campo, el televisor como luz de chimenea, el culo en pompa y el rostro besando la alfombra, jugando ella misma con su cuerpo, siendo penetrada por un hombre mayor de pie encima de ella con las piernas flexionadas mientras le separa las nalgas con ambas manos. Los dos semidesnudos, ella con el polo y el con la camisa de pijama, ambos sudando, jadeando, centrados cada uno aunque de forma distinta en un solo objeto, el ojete de la muchacha. Ella sentía las descargas eléctricas en cada arremetida, él sentía entrar por completo una y otra vez en el ahora no tan apretado orificio, parecía de esas máquinas de bombeo para sacar petróleo.

Ella ya había tenido dos orgasmos y se venía el tercero, sabía que no podía gritar así que reprimir el grito le excitaba aún más obligándola a morderse la mano, solo disfrutaba, su culito se había convertido en su mundo, no había visto como era lo que le entraba pero los pliegues de su piel le decían que era grande y ella agradecía eso; en eso estaba cuando Don Pancho la cogió de la cadera con ambas manos levanto obligándola a mantener el equilibrio apenas con las puntas de los dedos de pies y manos, y como si fuera una pluma la atraía por el culo hacia él para penetrarla, ahora era intenso, fuerte, entrando hasta el fondo, rápido y profundo, parecía que quería traspasarla. Ese sorprendente cambio de técnica la asustó al inicio pero ahora lo disfrutaba, estaba siendo penetrada como una completa hembra. Él bufaba, sudaba, las manos tensas en las caderas de la “pendejita” su grueso y largo miembro le seguía siendo fiel y respondiendo en toda circunstancia, esta noche no iba a ser la excepción,  se estaba comportando como un campeón, resistiendo más que muchos jovencitos que no saben lo que es bueno, ya estaba cerca de terminar, lo sabía, por eso había acelerado, ella tenía que saber quien era el macho, quien era el dueño del culo y para eso tenía que domarla y no había mejor forma que darle con todo. Le admiraba como ahora su miembro entraba sin dificultad, el esfínter anal se había ensanchado, diablos que era bien elástica la “pendejita” ya casi ni la sentía rozar, pero si sentía el calor de su cuerpo erizado, su abandono al placer, esa actitud de quien pide más no le era extraña y él quería satisfacerla. Antes del primer disparo al fondo de sus entrañas se dejó caer de golpe sentado en el sillón con Marcela encima suyo con las piernas totalmente abiertas; la caída la penetró aún más, lo que provocó el volcán del tercer orgasmo que vino en cadena con otros, la primera vez que disfrutaba de un orgasmo múltiple y no terminaba, seguían y seguían las descargas por todo su cuerpo, era un volcán infinito acompañado de un tsunami de líquidos que brotaban de su conchita y llegaba hasta sus pies mojando toda la pierna.

Fueron minutos de éxtasis, ese gozo que viene después del orgasmo; ella recostó la espalda en el pecho de don pancho relajando los brazos en total actitud de abandono; él, que seguía dentro de ella metió las manos por debajo del empapado polo de dormir y le masajeaba los pechos, mientras intentaba recuperar el aliento. Ahí ella perdió todo sentido, la habitación entera le daba vueltas, no podía abrir mucho los ojos, las luces, la noche, la tv sin sonido, su culo lleno de carne latiendo las últimas corridas, fue mucho, simplemente se desmayó.

No sabe cuanto tiempo después se despertó, seguí en la misma posición, con el culo lleno con 21 cm de carne,  las piernas abiertas, totalmente desnuda, él jugaba con la nena sentada sobre él al caballito mientras que con una mano le frotaba el clítoris e introducía dos dedos en su vagina, fue eso lo que la despertó, el placer, que venía nuevamente a su encuentro, “algún día quisiera dormir toda la noche con algo así en mi culo” pensó. Juntó las piernas, levantó el dorso y apoyó la mano en sus rodillas y ella sola comenzó a culearse, sentía todo el culo lleno hasta el fondo, entraba y salía una y otra vez, se empujaba contra esa bestia de carne intentando metérsela más,  golpeaba los huevos, los sentía campanear en su vagina con cada estocada, era ella la que dominaba ahora y lo hacía con fuerza. Parece que Don Pancho adivinó lo que quería y le recogió los cabellos jalando la cabeza y levantando la cara hacia arriba y con la otra mano le agarró el hombro ayudándola a retroceder dándole más fuerte al golpe de retroceso. Él abrió más las piernas dejando el mástil, “el azadón” famoso totalmente recto, duro y esplendido en su magnitud, así la penetración era más profunda. Una y otra y otra vez, se repetía como eco en toda la habitación el húmedo golpe de la carne entre los dos cuerpos alternado con alguna sonora cachetada en las ancas de la nena; ella abría la boca con los ojos cerrados y resoplaba concentrada en su culo.

Se acercaba el momento mágico de su explosión y buscando que sea todavía más rotundo, infinito, Marcela se llevó las manos a las nalgas y estiró el culo; consiguió lo que quería, sentirse abierta al máximo, hembra pura hecha para el sexo, sin pudor, solo carne; él entraba con furia, si hubiese podido metía también hasta los huevos, el culo estirado como un cráter vivo tragaba una y otra vez su fiel herramienta, cada golpe provocaba oleadas contra el cuerpo de la nena. Ella explotó primero, temblando y estirando tensamente los dedos de los pies y clavando las uñas en las rodillas de Don Pancho; él llegó a los pocos segundos, con temblores por todo el cuerpo y apretando los dientes; era la segunda vez que le llenaba el culo sin sacarla en menos de una hora, por eso cuando ella se desacopló la corrida que salió de su interior fue abundante, él juntó lo que pudo con ambas manos y cuando ella volteó se lo ofreció. Mamó como un corderito muerto de sed y no paró hasta que dejó las manos limpias y chupo los dedos; luego hizo lo mismo con “el azadón”, recién apreció la calidad y cantidad de lo que le había entrado por el culo, la cogía con ambas manos y la apretaba como sacándole hasta la última gota de néctar mientras mantenía sus labios en la punta del glande. Todo eso le había entrado por el culo, por el culito que hasta la tarde anterior había estado virgen; con la mano se lo palpaba y el cráter aún seguía abierto y goteando, tentó y cuatro dedos suyos entraban con facilidad, era placentera la sensación de estar abierta.

Él la miraba y sonreía para sí “esta va a ser una semana muy larga”.

Espero sus comentarios.