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La puta de Marcela y Antonio (2)

en Dominación

Parte 1: Aquí comienza la historia. http://todorelatos.com/relato/120035/  

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Bajé por la escalera envuelta en una sábana. Antonio y Marcela estaban en la sala tomándose un café. Tenía que preguntarles por mi ropa para poder marcharme a casa, el juego ya había terminado.

-          Buenos días, putita – saludó Marcela – No, no, no, sabes que no debes llevar nada puesto en esta casa sin permiso.

Y se levantó y con una mano a cada lado del hombro me retiró la sábana y me dejó desnuda de nuevo.

-          Buenos días, putita – dijo también Antonio, besándome en la boca. – Qué mal, apenas empieza el día y ya te ganaste un castigo.

No creí que el juego continuaría, pensaba en mi fantasía y que ya la había cumplido y que ahora todo sería “normal” entre nosotros. 3 adultos que vivieron un juego de una noche y ya está. Pero todo parecía indicar que ellos no pararían… y yo tampoco deseaba hacerlo.

-          ¿C.. c.. castigo? – dije, llevándome las manos a las nalgas, que todavía me dolían.

-          No te preocupes, putita, no será hoy y no serán azotes, no queremos dañarte, pero tenemos que enseñarte a seguir las reglas. ¿Cielo, por qué no bañas a la perrita mientras yo preparo algo de desayuno?

Antonio me agarró de la mano y empezó a subir las escaleras, guiándome, y yo seguía sin oponerme a nada de lo que ellos decidieran, incluso si implicaba ser castigada. No estaba segura de hasta dónde llegaría, pero definitivamente no quería irme aún.

Cuando estuvimos solos en el baño, Antonio abrió las llaves de la bañera, y mientras esperaba que se llenara, hice un intento por convencerlo para salvarme del castigo, pensando que él sería un poco menos severo que su esposa.

-          Por favor, Antonio, ya no me castiguen más, yo sólo pensé que…

-          Ese es el problema, putita. No tienes nada que pensar, para eso estamos nosotros, mientras estemos juntos, no tienes que preocuparte por nada más que obedecer. ¿No te parece sensacional? Y, esta vez te la perdono, pero para ti somos “Señor” y “Señora” de ahora en adelante.

Al finalizar la frase se abrió la bata que llevaba y se quitó los pantalones. Yo preferí ya no decir nada más. Había algo en esa afirmación que se me quedó en la cabeza. No tener que pensar, no tener que decidir, sólo obedecer. Se sentía tan bien…

Antonio sacó un cepillo de dientes nuevo de un cajón, lo destapó y me lo señaló. Cuando terminé, me hizo poner frente al espejo, apoyarme en el lavamanos y mantener las piernas separadas. Pasaba una de sus manos entre la concha y mi culo, sobaba mi clit, iba hasta el culo, metía un dedo sin dejar de sobarlo. Con la otra mano me agarró del pelo y me hizo levantar la cabeza.

-          Abre los ojos, putita, y mírate al espejo, mira cómo se ve una perra en celo. No puedo creer que te calientes tan fácil luego de todo lo que te dimos hasta esta madrugada. Definitivamente te disfrutaremos mucho.

Yo tuve que obedecerlo, ver mi cara cachonda, ver cómo se formaba un vaho en el espejo con cada una de mis exhalaciones y gemidos. Verme ahí, obediente, sin moverme, dejándolo hacer lo que quisiera conmigo, calentarme cómo y cuándo lo deseara, con mi pelo tirando hacia atrás, sabiendo quién tenía el control. Estando así, me dio permiso para correrme y luego se metió a la bañera.

Me dijo que me metiera entre sus piernas, lo que obedecí de inmediato. Sentía su verga durísima contra mis nalgas, pero empezó a humedecerme los brazos y a hacerme masajes suaves, diciéndome que seguro me dolían mucho los brazos por cómo me hicieron dormir casi toda la noche.

No entendía esos cambios. De haberme agarrado del pelo y llamarme perra, a estar cuidándome y dándome masajes para calmar mi dolor. Pero me gustaban ambas cosas, me gustaba sentirme usada, dominada, pero también me gustaba esto, sentirme segura y confiada.

Sus manos pasaban por mi nuca y cuello, y aunque se suponía que era un masaje relajante, no pude evitar empezar a calentarme de nuevo. Parecía que con ellos no podía parar. Sus manos siguieron hacia mis pezones, mis muslos, mi clítoris, mientras me mordía la nuca y me decía lo mucho que le gustaba tenerme así. Otra vez me hizo correr, y yo quedé temblando.

-          Vaya, qué putita tan caliente nos conseguimos. – Dijo mientras se levantaba y se sentaba en el borde de la bañera.

Agarró una toalla y la humedeció un poco con agua de la manguera de la ducha para quitarse el agua enjabonada de la verga.

-          Eres una puta agradecida, ¿No? A ver cómo me haces gozar.

Obediente, moví la cabeza hacia su verga y empecé a lamerla, desde la base hasta la punta, me metí sus huevos en la boca. Realmente estaba agradecida, realmente deseaba complacerlo, portarme bien para él, para ambos. Pasaba la boca de uno a otro de sus huevos, chupaba dedicada y volvía a lamerle la verga, luego me la metí en la boca y empecé a moverme adelante y atrás suavemente, metiéndola y sacándola, trataba de tragarla hasta el fondo, hasta que se me escurrían las lágrimas, y luego iba hasta la punta, lamiéndolo. Llegó un momento en que me agarró de la cabeza y me la sacó.

-          No quiero vaciarme todavía, putita, vamos a desayunar y jugaremos otro rato.

Salió de la bañera y me tendió la mano. Se secó y también me secó. Agarró la bata y se la puso, y cuando pasamos por el cuarto abrió el armario y sacó un pantalón de pijama y se lo puso también. Supongo que era importante hacer notar quién tenía la obligación de permanecer desnuda.

Hizo que me pusiera en una posición parecida a la del baño, doblada hacia adelante, pero esta vez no para follarme. Sentí que metía unas pequeñas bolitas en mi culo y otras en mi concha, todas unidas. Al levantarme e intentar caminar, fue una descarga completa, las bolitas que estaban dentro de mi concha y culo frotaban las paredes, pero también las que las unían, las que quedaban en ese camino entre mis agujeros rozaban mi piel con cada paso. Las escaleras fueron lo peor. Cada paso sentía que iba a caerme, que la excitación no me permitiría moverme más. Al fin llegamos al comedor y me señaló dónde debía sentarme. El movimiento disminuyó, pero estar sentada hacía que sintiera la presión.

-          Por los gemidos que escuché, veo que usaste a la putita, así que yo también me voy a entretener un rato con ella – comentó Marcela.

-          No te preocupes, amor, le puse el “collar de perlas” en concha y culo, está más que dispuesta, te lo aseguro. Ni siquiera sé si sea capaz de desayunar – le respondió Antonio riéndose.

Pero mi calentura no era importante, yo sólo tenía que obedecer y permanecer así si ese era su deseo. Sabía que no valía de nada pedir, debía dejar que ellos decidieran.

El desayuno se me hizo eterno. Marcela me sirvió una copa de  fruta picada y unos cubos de queso y jugo de naranja. Aunque la excitación me impedía pensar en otra cosa, me amenazaron con que tendría que quedarme allí sentada hasta que me terminara todo, así que simplemente obedecí y comí. El asiento era una especie de taburete rústico de madera. Al fin, acabé y ellos recogieron los platos. Marcela me ordenó levantarme y acompañarla a la sala, pero al hacerlo, me gritó:

-          ¡Mira cómo dejaste eso! ¡Eres definitivamente una perra incontrolable! Arrodíllate y límpialo con la lengua.

Sobre la madera se veía una mancha brillante de mis fluidos, porque no había dejado de mojarme ni un solo segundo. Realmente me estaban haciendo sentir como una puta sin control. Me arrodillé y empecé a lamerlo, y no paré hasta quitar el último resto de la madera. Entonces Marcela me agarró del pelo mientras yo seguía arrodillada y me llevó a gatas hasta la sala. Vi que en la otra mano llevaba una espátula de madera que había sacado de la cocina, mentalmente rogué porque ya no me azotara más las nalgas, realmente me dolían.

-          ¡Échate! Bocarriba, piernas dobladas, rodillas separadas. ¡Rápido!

Obedecí enseguida, ya me estaba acostumbrando. Marcela se quitó el pantalón de pijama que llevaba y me puso una rodilla a cada lado de la cabeza. Me ordenó sacar la lengua sin moverme y empezó a restregarme la concha en la cara. Se masturbaba con mi cara, moviéndose adelante y atrás. Luego me dijo que me iba a enseñar a comerle la concha y empezó a darme órdenes. Cómo mover la lengua, dónde, cuándo chupar, con qué intensidad. Cada vez que hacía algo que no le gustaba ¡zas! Sentía un azote con la espátula en alguna de mis tetas o sobre el clit.

Lo peor de todo es que yo seguía caliente. A pesar de estar siendo tratada con rudeza, “enseñada” a comer conchas cuando hasta el día anterior estaba segura que las mujeres no me interesaban en lo más mínimo, siendo azotada, insultada, usada, nunca antes en mi vida me había sentido tan caliente y tan “en mi lugar”. Marcela se corrió en mi cara varias veces, hasta quedar satisfecha.

-          Aprendiste bien, putita, así me gusta, espero que recuerdes todo lo que te dije. Ahora te voy a mostrar cómo se hace.

Y entonces se puso ella entre mis piernas y haló la sarta de perlas. Me sacó todas las bolas de un tirón. Y entonces empezó ella a comerme la concha. Lo que sentí era indescriptible. Esa mujer era una verdadera diosa. No podía describir lo que me hacía con la lengua, cada vez estaba más arriba, realmente la veneraba. Aunque fuera ella quien me estuviera lamiendo a mí, la situación no cambiaba. Allí yo era su puta, y mi Señora me estaba dando el más delicioso regalo. Yo gemía desesperada, mientras Antonio nos miraba sentado en un sillón y se masturbaba viendo el espectáculo. Después de varios orgasmos, los que mi Señora decidió que yo debía tener, se levantó y me señaló a su esposo.

Casi sin fuerzas, llegué hasta el sillón donde estaba Antonio y me levanté, sabiendo que necesitaba cumplir, hacer lo que debía, pero segura que ya no podría correrme otra vez después de todo esto. Sólo me montaría sobre él, obediente, y me movería hasta que él se corriera. Su cadera estaba casi en el borde del sillón. Yo puse mis rodillas a lado y lado de sus piernas y empecé a clavarme su verga despacio.

El me agarró las nalgas fuerte y empezó a moverse debajo de mí, diciéndome lo complacido que estaba con una puta tan obediente y tan caliente. Luego llevó las manos a mis pezones y empezó a pellizcarlos, sin dejar de decirme lo puta que era. Yo me calenté de nuevo, con su movimiento, sus palabras, sintiéndome a su disposición. ¿Qué me estaba pasando?

En ese momento sentí la mano de Marcela sobre mi hombro, empujándome hacia adelante, sobre el pecho de Antonio, mientras que sentía que mentía el dedo entre mis nalgas y empezaba a aplicarme algo viscoso. Toda mi experiencia anal se reducía a un dedo que de vez en cuando me había metido un ex novio, y a los juguetes que ellos mismos habían usado conmigo en la noche y la madrugada.

-          Por favor, Señora, no me castigue – logré decir entre jadeos-

-          ¿De dónde sacas que esto va a ser un castigo, putita? Sólo relájate y verás cómo lo disfrutas.

Me siguió tocando, me ponía más lubricante, me metía un dedo, y entre eso y la verga de mi Señor, yo me ponía cada vez más caliente. Al fin sentí sobre mi culo algo frío, sabía que no era un dedo. Seguramente Marcela se había puesto un strap on otra vez. Empezó a meterlo despacio, empujando suavemente, coordinando su ritmo con Antonio, no sé bien cómo. Cada vez entraba un poco más, y tenía razón: aunque me ardía un poco, no era para nada un castigo. Se sentía bien, tenerlos a ambos llenando mis agujeros, haciendo de mí lo que se les antojaba.

Cuando lo tuve todo dentro, la velocidad cambió, a veces uno lo metía mientras la otra lo sacaba, a veces entraban y empujaban ambos al tiempo. Yo sólo gritaba de placer. Sentía los gemidos de Marcela cuando se movía para clavarme, por lo que supuse que ella también tendría algo dentro de su concha. Siguieron  moviéndose, clavándome, yo no pensaba en nada, sólo me dejaba hacer y trataba de seguir su ritmo. No sé cuántos orgasmos más tuve, y yo pensando que no podía más.

Al fin se saciaron y se sentaron ambos en el sofá. Me ordenaron colocarme en el centro, mis piernas sobre Antonio y mi torso sobre Marcela. Me acariciaron un rato y me decían lo felices que eran por haber encontrado una putita como yo, y que me entrenarían para que fuera muy obediente y aprendiera a complacerlos aún más.

Luego de un rato me entregaron mi ropa y me llevaron a mi casa. Confirmaron la dirección donde trabajaba y mi horario, y me dijeron que me recogerían al día siguiente a la salida.

Parece que esto no sería una fantasía de una noche.