miprimita.com

Los Rincones de Alazne

en Fetichismo

Fue a finales de mayo cuando me mudé a un pueblo costero Vizcaya y esperaba que la fresca brisa del cantábrico acogiera mi nueva etapa con un suculento bochorno semejante, si me permiten la antítesis, al que desprenden los brazos de una mujer, o el que se extrae del simple hecho de estar a sus pies. El verano era ya una realidad y los pies femeninos despertaban de su letargo con un deseo irrefrenable de escapar de su prisión de calcetines y zapatos cerrados. Para aquellos que no gozan con intensidad de tan deliciosa parte de la anatomía de una mujer es imposible entender esa sensación que te atrapa y arrastra hasta que tus ojos no se pueden desprender del simple traqueteo de unas chanclas. Es una esclavitud involuntaria que ilumina con una pulsión inigualable tus pequeños momentos de soledad.

Un día una mujer abre la ventana de su habitación y una gelatinosa bocanada de calor invade la estancia. De pronto se da cuenta de que el tiempo ha cambiado y necesita otra ropa para soportar las inclemencias del sol. Abre la puerta del armario y unas sandalias tiradas de cualquier manera asoman en uno de los rincones, indicando el montón de calzado abierto que se encuentra debajo de ellas. Tras vestir sus pies descubre que sus dedos pueden moverse con libertad y que una brisa que no recordaba se cuela por todos los huecos. Por fin esa mujer sale a la calle hasta que los ávidos ojos del fetichista topan con la visión de esas sandalias. Para él ha comenzado el verano y pasados unos días, si la meteorología lo permite, cada vez serán más las mujeres que ofrecen la maravillosa visión de unos pies casi desnudos.

Para mí era un verdadero suplicio salir a la calle una vez el estío había hecho su irrupción. Algunas chicas llevaban las uñas sin pintar y en los talones podía observarse todavía el rigor del invierno, sin embargo me maravillaba esa necesidad que sentían por mantener sus pies frescos aunque estuvieran descuidados. Otras no dudaban en buscar llamativos colores con los que iluminar los dedos, sumados a unas irresistibles tobilleras cuya cadencia marcaba sus pasos. Qué decir de aquellos paseos que mis ojos hacían a lo largo de la calle sólo por seguir unas chanclas que sin pudor dejaban al descubierto plantas rosadas en contraste con unos arcos blancos casi vírgenes. Sabía de sobra que muchas de ellas rechazarían un simple masaje por el odio a que rozasen sus pies, otras aceptarían encantadas experimentar ese éxtasis durante al menos unos minutos.

Con el calor no sólo se acentuaba el número de chicas calzando sandalias, también lo hacían mis fantasías al respecto. Hacía tiempo que mis labios no se encargaban de perfilar los espacios entre unos dedos de los pies. Por eso cuando conocí a Alazne no veía el momento de que se olvidara de sus viejas botas de senderismo y dejara libres al fin ese par de joyas que a buen seguro escondía dentro de ellas. 

La conocí sirviendo frías cervezas en la taberna de debajo de mi casa. Cuando te vas a un sitio lejano y no conoces a nadie es difícil sentirte parte de algo. A mí nunca me han gustado los grupos numerosos de gente cuyos hilos se cortan fácilmente con la punta de los dedos. Prefiero que mis yemas sirvan para generar un mapa mental de los rincones secretos de una mujer. Los rincones de Alazne.

Alazne me gustaba mucho con el pelo suelto, por debajo de los hombros. Pero también adoraba que se lo recogiera en un moño para no impedirme la vista de la bajada de su precioso cuello cuando llevaba camisetas de tirantes. Me fascinaba que a ratos no me hiciera caso si estábamos solos en la taberna y se ponía a buscar canciones en el reproductor de su ordenador portátil. Por momentos creía que lo hacía aposta, pero me producía una paz inmensa verla sentada en aquel taburete, con una sonrisa, acariciando el ratón como sin esfuerzo, tarareando. Apenas con eso me bastaba, pero lo regaba con cerveza mientras el calor me iba invadiendo.

Un día estaba hablando de una forma muy animada con ella mientras mi deseo por adorar unos pies se hacía cada vez más intenso. Sin tomar noción miraba por la puerta cada vez que pasaba una chica en chanclas o sandalias. Hasta Alazne se dio cuenta de que estaba en una burbuja. Al retomar la atención de la conversación me di cuenta de que jamás había visto a Alazne con calzado abierto. Imaginé que en un bar no debe ser agradable realizar según que tareas en sandalias. La compañía de Alazne formaba parte de ese pequeño éxtasis necesario al que todos aspiramos cuando acaba el día. No sólo eran agradables las conversaciones, sino que sabía aplicarme los gestos adecuados. Me acariciaba la mano cuando resoplaba y yo la cogía con fuerza para besarla. La respuesta variaba según el día. O bien secundaba mi gesto, o se ruborizaba. No estaba enamorado, pero en ese instante y con el peso de la mudanza y los nuevos horizontes, sólo me aparecía exprimir su presencia al máximo. Me di cuenta de que ardía en deseos de ver sus pies. Cuando cerraba, muchos días, me quedaba un rato en el bar. Esa noche la invité a cenar.

Aproveché que mi suelo era de madera para pedirle que se quitara los zapatos. Esperaba que no tomara la petición con cierto recelo, pero apenas dudó cuando se sacó de un tirón cada una de las botas. Dejando al descubierto unos calcetines de rayas negras, rojas, azules y amarillas con un pequeño roto en el dedo gordo del pie derecho.

–No sabes lo que me apetecía tirar los zapatos –dijo ella.

–Siéntete como en tu casa –comenté tratando de ocultar mi excitación.

Había soñado tantas semanas con que los díscolos pies de Alazne salieran del cautiverio de aquellas botas que el simple visionado de sus calcetines me provocó como no me hubiera imaginado antes. Por eso casi echo los macarrones fuera del plato. Pensarán que podía haber cocinado algo más sofisticado para mi invitada, pero no quería privarme de ver cómo limpiaba con su lengua los pequeños restos de tomate de sus labios. Porque el fetichismo es solamente eso. Disfrutar con fruición de extravagantes detalles que a otros simplemente harían bostezar. Un cruce de delicadas perversiones dentro de un mundo real y neutro.

Después del plato principal nos fuimos al sofá. Aunque los macarrones eran del día anterior no escatimé a la hora de abrir una botella del mejor vino que tenía. Dicen que que mejora si lo dejas reposar durante un largo tiempo, pero nunca he tenido paciencia. El néctar está hecho para ser consumido en el momento, por eso dudé poco cuando le ofrecí a Alazne un masaje en los pies. A lo mejor, con suerte, también descubriría si tenía cosquillas.

–Es que me da vergüenza, ¡oye! –aseveró inquieta.

–Estás muy cansada, ¿no es cierto? –Sugerí con algo de impostada cortesía–. Debes llevar doce horas de pie.

–No sé, es que no me han hecho esto nunca antes, ¡eh! –respondió a mi ofrecimiento.

Con algo de reticencia finalmente pude deslizar mis pulgares a lo largo de sus plantas enfundadas todavía en aquellos calcetines de rayas. Una pasión insufrible recorría mis dedos y me llegaba como un chute directo al hipotálamo que bregaba con mis pantalones para que Alazne no se diera cuenta de mi inapelable excitación. En ese momento procedí a quitarle sus calcetines y la reacción no se hizo esperar.

–Es que no traigo bonitos –dijo con esos pequeños giros del castellano pronunciados por una vasca de nacimiento.

–¡No seas tonta! –contesté como había escuchado en tantas series de televisión.

Contemplar esos deliciosos pies de la talla treinta y nueve fue una auténtica bofetada de placer. Su segundo dedo se peleaba en sana competencia con el gordo por sobresalir, una pequeña puja entre hermanos que devenía en un exquisito pie griego. El resto de dedos mantenían la escala hacia el meñique rematados con extrema redondez. Sus tallos poseían la longitud necesaria para no agobiar al inicio de la planta. Unos metatarsos carnosos dejaban espacio a una cadencia cada vez más estrecha hasta el talón, cuya geometría era perfecta. Era inevitable no pasar mis dedos por aquellas zonas de la planta en las que la erosión de las botas dejaba pequeñas durezas. Algo ante lo que más de uno hubiera huido, pero eran unos auténticos pies femeninos. Los pies de una mujer real que camina, va de un sitio a otro hasta que con suerte caes en sus brazos.

Mis manos se hicieron a la curva de su arco, leve pero imprescindible. Lo que al principio eran negativas se habían convertido en un cerrar de ojos acompañado de inevitables y diminutos gemidos. Alazne podría haber parado y lo hubiera entendido. Me habría quedado con una auténtica imagen para el recuerdo y una ligera ansiedad, además de esa fascinación incurable que me subyugaba sin límites. Para mi suerte no reaccionó mal cuando besé la zona bajo su dedo gordo.

–¿Te molesta?

–Qué cosas más raras te gustan –comentó mientras abría los ojos justo en el momento en el que procedí a besar sus dedos en cadena.

Alazne volvió a cerrar los ojos. Yo también. Fue entonces cuando con mis labios diseñé una arquitectura etérea de sus pies en mi mente. Con cada trozo de piel que recorría de su planta no dudaba en ubicar en un espacio imaginado a qué distancia estaban sus talones o cada uno de los dedos. Seguí con el masaje y me di cuenta de que sus uñas tenían pequeños restos irregulares de laca verde botella. Luego me dijo que era cian, pero en ese momento no era nadie para discutir un pequeño matiz de color. No lo dudé y atravesé con mi lengua el espacio entre su dedo gordo y el siguiente. Fue algo que recibió con bastante sorpresa, me di cuenta de que había estrujado con su mano izquierda el borde del sofá. Supe que estaba trazando el camino adecuado, pero mi perversidad se desbordó y me apeteció comprobar su tolerancia a las cosquillas. Cogí el pie derecho por la base del talón, y antes de que abriera los ojos rasqué con mi dedo índice aquellas zonas más predispuestas de su planta. No tardé en notar su respingo.

–¡Eso no me lo hagas! –espetó con una mueca nerviosa.

–¿Será que tienes cosquillas? –contesté emulando una falsa inocencia.

–Las vascas no tenemos de eso –afirmó muy segura.

Esa frase fue su perdición. Me recorrió un impulso como los que deben sentir aquellos que caminan durante días por el desierto cuando creen ver un manantial. Adopté la posición de batalla aprisionando sus dos tobillos bajo el cepo que formaban mis brazos. Pese a lo mucho que adoraba a Alazne, en ese momento sólo quise sentir lo desquiciado de sus risas y a través de ellas notaba una conexión inigualable. Mis dedos hábiles rascaban despacio y en múltiples direcciones los rincones más intrincados de los pies de Alazne. Creía que su orgullo iba a oponer más resistencia a las cosquillas. La única respuesta posible fue la explosión de carcajadas que se disparaban bailarinas en todas las direcciones de la habitación. Cuando pedía algo de piedad bajaba el ritmo de la danza que mis dedos estaban propinando a sus pies. Me suplicó que parase. Me negué si no me daba un beso. Me llevé un bofetón en consecuencia. Aunque no me lo esperaba me agarró las mejillas con las dos manos y sentí un beso húmedo de los suyos. Parece que me estaba acostumbrando al movimiento de sus labios. Me dio tiempo a elaborar una tipología de sus reacciones y vulnerabilidad. Yo era más débil que ella. Esta vez su beso duró más tiempo. Cogí sus muñecas con mis manos y las posé por encima de su cabeza. No se pudo librar de mi lengua, que se deslizaba por su cuello. Cuando se confió acaricié sus costillas como si fueran un ábaco y se volvió loca. Era imposible no apreciar la histeria de su risa. Nos besamos otra vez. Besó mi cuello. Besé sus brazos. Besó mis párpados. Levanté su camiseta y besé su ombligo. Me quitó la camiseta. Le quité los pantalones. Besó mi tripa. Lamí sus pies, seguí por sus piernas. Besé sus ingles.