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Los sobacos de Lorna

en Fetichismo

El vagón de metro me despertó del letargo. A mi lado una muchacha rubia con una camiseta de rayas levantó el brazo para agarrarse a la barra. Unos incipientes pelos nacían de las delicadas axilas. No supe si la depilación pasaba por su mente; mientras, miraba de reojo con algo de vergüenza y preocupado por si se daba cuenta. En otras circunstancias hubiera admirado su hermosura sin tapujos, le habría hecho saber la belleza de esas fascinantes concavidades. Es un sugerente juego admirar partes del cuerpo poco convencionales. De repente no pude evitar fantasear con semejantes sobacos. Axila siempre me ha parecido demasiado fino para referirse a esa zona. Pese al sumo atractivo de la joven las inclemencias del tiempo no pudieron evitar los estragos. Aunque era casi imperceptible, un sensible aroma se desprendía de aquellos deliciosos huecos. Imaginé unas correas que bajaban del techo del vagón y sujetaban sus brazos a la barra de sujeción. En ese momento otra joven me entregaba una frágil pluma de ganso que blandía en denodados esfuerzos ante los ojos de la expuesta muchacha. Después la agitación de la extremidad de ave en aquellos sobacos extraía fragantes risas, primero tímidas y más tarde agitadas. Cuando desperté del sueño la chica bajó en la parada a la que habíamos llegado. Durante ese instante fui consciente de una erección en marcha. Abrumado y compungido por si alguien se daba cuenta decidí sentarme y poner la mochila que portaba sobre mis piernas.

Una mujer que apenas pasaba de los cuarenta se sentó frente a mí. Llevaba las primeras sandalias de la temporada o al menos yo no había visto otras. Supongo que la buena temperatura del día hizo que se atreviera con ellas. En mi caso podía pasarme un verano entero vistiendo botas, por eso me fascinaba ese particular impulso en el que decidió que airear sus preciosos pies era la mejor decisión de apaciguar la dureza del clima. En concreto esas sandalias solo ofrecían a la vista el talón y dos dedos. Me preguntaba si en el fondo deseaba vestir un calzado abierto más despojado de material textil, como esos zapatos de dos tiras que casi dejan los pies descalzos. Mi erección seguía su curso. Qué difícil es ser fetichista, de verdad. Salí del metro preguntándome si hubiera aceptado uno de mis masajes de pies al final del día.

Por suerte desde hacía algo menos de un año una nueva amiga llenaba mis ansias de deseo fetichista. Una amiga un tanto kinkster con la que compartía experiencias sexuales orientadas a gozosas perversiones. Ella, además, me narraba sus anécdotas con amantes de otros países. La madre de Lorna era irlandesa, por eso había tenido oportunidad de vivir en diversas partes del mundo y descubrir las pasiones ocultas de los distintos tipos de hombre que había conocido. Lo bueno del pacto es que ambos podíamos consagrarnos a otras personas sin perder nuestro contacto plagado de fetiches. Algunas veces me pedía repetir ciertas experiencias previas que había tenido. Recuerdo que en una determinada ocasión solicitó que atase sus manos a las sujeciones de la ducha y vendase sus ojos para realizarle una masturbación con la alcachofa, un exquisito gusto que había descubierto gracias a un tipo londinense. Cuando las tornas cambiaban era yo el que acababa sometido a su dominio. Con un italiano aprendió a realizar el control de la masturbación. Durante un par de horas mi cuerpo recibió sus estimulantes caricias con las yemas de los dedos y una parafernalia de objetos que fue encontrando por su casa. Tras varios minutos de estímulo procedía a acariciar mi polla para después dejarlo y seguir con el tormento. Poco a poco hizo que suplicase por una corrida que saltó como un géiser tras el prolongado castigo.

Estas experiencias hacían que en parte envidiase su numeroso catálogo de amantes, aunque en ese momento tenía la suerte de poder dar rienda suelta a mis fantasías en su compañía. Ella sabía adaptarse a mis preferencias y yo hacía lo mismo. No había reglas y los encuentros eran frecuentes. No me extrañó que tuviera tanto éxito entre los hombres cuando apareció aquella tarde en mi casa con un vestido de cuadros sin mangas y unas sandalias de cuero marrón que apenas dejaban libertad a sus talones y la punta de los dedos. Era el segundo par de zapatos abiertos que había visto en lo que iba de temporada y durante el mismo día. Para aquella jornada no pactamos nada en especial. Me costó poco trabajo convencerla para que me dejase sus pies entregados a un formidable masaje. Siempre me picaba con las habilidades de un chico turco para sobar sus extremidades inferiores hasta el límite de ponerla cachonda. Eso hacía que me esforzase al máximo por conseguir su placer. Cuando la sutil presión de mis pulgares no terminaba de funcionar aquella tarde, procedí a lamer sus dedos.

–Eso es trampa, ya lo sabes –dijo cuando decidí pasar a la acción.

–¿Se puede saber por qué? –respondí con una mueca traviesa mientras sacaba su pulgar de mi boca.

–Porque lo difícil es hacer que me ponga cachonda con las manos, así es muy fácil.

–Pero te gusta –dije mientras no paraba de fijarme en sus finos y rosados labios.

–Claro que me gusta, sobre todo teniendo en cuenta que te cuesta el buen trabajo de manos.

–¡Oye! –dije un poco molesto mientras procedía a meterme todos sus dedos en la boca.

No tardó en acariciar su corto pelo rizado con una mano mientras cerraba los ojos y mordía un poco su labio inferior. El hecho de que fuese el segundo mejor fetichista de pies con el que había estado me hacía rabiar hasta ciertos niveles que no dejaba que notara. Sabía que mediante sus frases conseguía picarme y no dudaba en prolongar su juego. En el fondo estaba disfrutando, pero su naturaleza era hacerse la dura. Sin previo aviso quitó los pies de mi alcance y se levantó del sofá para acceder a la diáfana cocina que se encontraba pegada al salón.

–¡Hace mucho calor! Necesito un vaso de agua –dijo mientras se aproximaba al frigorífico.

–Tienes vasos en el armario –respondí mientras disfrutaba de sus movimientos.

Tras vaciar el vaso de agua fresca que había llenado hasta rebosar con ansiedad, procedió a bostezar y estirar los brazos. Sus extremidades gozaban de una marcada musculatura natural, puesto que ella no iba al gimnasio. No sabía si el yoga que practicaba era responsable de su esbelta constitución. Fue tan grosera en el gesto que hizo que me pusiera cachondo, en ese momento me acordé de la chica del metro, pero esta vez no me pude contener en expresar el deleite de mi visión.

–¡Vaya sobacos bonitos tienes! –dije un poco ruborizado.

–¡Qué tonto eres! –comentó con una expresión amable y un poco condescendiente.

–Me gustan mucho, pero qué depilados los tienes.

–Esto es nuevo, no me lo habías dicho todavía. Fui a hacerme el láser el otro día.

–Me encantan las axilas, pero por la razón que sea nunca tengo ocasión de disfrutar de unas. Bueno, me gustan los sobacos.

–Pues las mías bien finas que son, podría hacer un anuncio de esos de piel de seda.

–Ahora está de moda dejarse crecer el vello y pintárselo de colores exóticos.

–Yo tuve una época hippie, a los diecinueve años. Fue cuando mis padres trabajaban para la embajada jamaicana.

–Tenías que estar preciosa de hippie.

–Pues no me quedaba mal pero tuve que ir obligada a una recepción y, claro, mi madre me dio a elegir entre el aspecto de salvaje o la paga semanal.

–Siempre he querido depilarle las axilas a alguien.

Lorna se mantuvo en silencio y llenó otro vaso de agua que rebajó con la misma ansiedad del primero. Pensé que no le gustaba lo que había oído y que mi sueño de depilar sus delicados sobacos iba a estar en entredicho. Sin embargo, su natural respuesta me sorprendió.

–Pues te vas a tener que esperar un par de meses, hasta que acabe el verano.

Me hubiera gustado calmar el morbo que suscitaba en mí la temporada estival compartiendo buenos ratos a su lado. La agenda de Lorna estaba plagada de viajes y eventos. Sin embargo, a lo largo de las semanas que fueron desde el principio de julio hasta el final de septiembre, me fue enviando fotos con los brazos levantados y las manos tras su cabeza. En aquellas imágenes iba dando cuenta del proceso de sus vellos en crecimiento. Era una leve pero efectiva manera de tenerme enganchado ese tiempo. Algunas noches no podía evitar terminar la faena pensando en ella. Fue un dulce castigo que se hacía más soportable con el suculento visionado de las sandalias que calzaban las chicas en la calle, algunas veces acompañadas por camisetas de tirantes.

Cuando llegó octubre Lorna me dijo que durante la primera semana iba a estar muy ocupada preparando las clases de inglés que impartía en una academia. Otros siete días más de espera. Por eso exploté de felicidad cuando en uno de los mensajes que intercambiábamos afirmó que pondría interés en compensarme.

Llegó el día de nuestra cita. Sin mediar palabra se lanzó a mis brazos y me plantó un beso en la boca. Ella no es muy proclive a ese tipo de contacto porque considera que es una forma de agrandar el vínculo, algo a lo que ninguno de los dos estamos dispuestos. A pesar de todo disfruté de forma desenfrenada con el roce de su lengua. Por entonces todavía hacía calor durante el día y pese a que llevaba una blusa sobre la camiseta cuando me fijé en sus pies pude comprobar que vestía unas chanclas negras. Ella sabía que era mi calzado favorito y no conforme con ello pinto sus uñas de rojo para completar el estilismo con unos anillos en los dedos y una tobillera en su pie derecho. Nunca la había encontrado tan complaciente, otras veces había caso hecho omiso de mis peticiones estéticas pero esta vez había venido a satisfacerme todavía más y yo no podía estar más agradecido. Con sus besos atinó a empujarme hasta el pasillo.

–Túmbate en el suelo, boca abajo y mirando hacia el pasillo –dijo en un tono imperante.

Una vez cumplida la orden se dispuso a desfilar lentamente por la estancia para que pudiese disfrutar del traqueteo de sus chanclas. Al poco rato cogió una silla y mientras me mantenía en la misma posición empezó a jugar con su calzado despojándose de él o sosteniendo cada una de las chanclas con la punta de los dedos. Unas veces me mostraba la planta para dibujar graciosas y delicadas arrugas. Otras, estiraba cada uno de los dedos dejándome ver poco a poco los huecos que había entre ellos. Sus pies eran muy estrechos y finos con unos talones rosados que hacían perder el juicio.

Me levanté sin previo aviso y la volví a besar. Sorprendida por el impulso retiró mi cabeza algo contrariada. Me deshice de esa blusa y levanté sus brazos sostenidos firmemente con una de mis manos alrededor de las muñecas. Allí estaba toda esa selva exuberante que tanto me excitaba y que había dejado crecer para mí. No dudé en lanzarme a oler sus sobacos. El vello había potenciado la sudoración y aunque olía bastante limpia podía notarse el efecto del calor y las horas. Cogí sus manos con las mías y la llevé hasta el cuarto de baño. Ahora el control era mío. Puse su brazo derecho detrás de la cabeza. Después me unté un poco de crema depilatoria en la mano y procedí a extenderla. Vi su respingo como un signo claro de las cosquillas que sentía. Había comprado algunas cuchillas desechables. Abrí la bolsa y extraje una de ellas. Comencé a pasarla por su sobaco eliminando a cada pasada un poco más de vello. Al terminar con la primera repetí todo el proceso con la segunda. Para entonces mi excitación crecía a marchas forzadas. Le ordené que subiera sus brazos hacia el techo por un instante. Cogí una toalla limpia y eliminé los restos de crema. En realidad había quitado casi todo el producto durante el afeitado, pero era otra forma de buscar sus cosquillas una vez más. Todavía no sabía lo que tenía preparado para ella.

Con la depilación completa fuimos directos a mi habitación. Ella me volvió a besar y yo con bastante ímpetu la tumbé sobre la cama. Ella me sonreía mientras yo me acercaba al armario para coger un par de corbatas.

–Me gustaría atarte las manos al cabecero de la cama, ¿te parece bien? –dije mientras ella asentía desde la distancia.

Otra vez el deleitable proceso. Manos sobre la cabeza y un nudo para aprisionar las muñecas. Con la otra corbata até sus manos a la cama. Entonces no pude refrenar mi deseo y comencé a lamer con absoluta desesperación su sobaco izquierdo. Mi lengua se deslizaba por aquella concavidad con esmero como si estuviese degustando un helado. Aunque el espacio para chupar era corto no me cansaba de repasarlo de arriba a abajo. Vi dibujada en su cara una mueca de placer y me alegré de que estuviera relajada y en absoluta confianza. Hice lo mismo con el otro sobaco. Nos miramos un minuto a los ojos con cierta complicidad y fui a buscar su beso. Cuando ella se acercó a recibirlo retiré mis labios. Era algo que ponía a prueba sus nervios. Volví para culminar el beso frustrado. Mientras estaba distraída por el juego de nuestras lenguas introduje mis dedos en los sobacos y le propiné unas cuantas cosquillas.

–¡Qué cabrón eres! –dijo un instante antes de explotar en risas.

–Esto es por haberme puesto los dientes largos durante todo el verano –respondí sin apiadarme de la pobre Lorna que se contoneaba en todas direcciones a causa de las cosquillas.

A veces paraba unos segundos y después volvía a atacar sus sensibles sobacos. Ella quería decir palabras inteligibles pero apenas atinaba a balbucear algunos insultos. Después me fui a sus costados que eran también muy delicados. Me mantuve unos segundos y bajé a por los pies todavía calzados en las chanclas.

–¡No, los pies no! ¡Ni se te ocurra! ¡Marcos, Marcos! –dijo durante un breve lapso de tiempo antes de apagar sus palabras entre risas.

El pequeño tormento que propiné a Lorna apenas duró un par de minutos que para ella parecían no acabarse nunca.

–¡Pero qué hijo de puta! –dijo mientras recuperaba el aliento aunque con media sonrisa que demostraba que no estaba enfadada en realidad para mi alivio.

En ese momento libré a Lorna de sus ataduras y le di un abrazo. Ella me cosió a pellizcos para resarcirse del pequeño sufrimiento que acababa de pasar.

–¡Hacía años que no me llevaba un ataque así de cosquillas! ¡Qué mal se pasa, hostia! –comentó mientras seguía recuperando el aliento.

–¡Pobrecita mi niña! –respondí con sorna mientras me daba un manotazo en el pecho.

Volví a besarla y me apartó la cara. Repetí la jugada pero esta vez miraba de lleno a sus ojos. Poco a poco nos abrazamos fundidos en un prolongado juego de lenguas. Tras un rato colmé su ombligo de lametazos. Su excitación era evidente a medida que jadeaba con más intensidad. No pude contener mis ganas y bajé hacia su sexo para comerlo con devoción. Ella agarraba el edredón con toda la fuerza de sus dedos. Sin darme cuenta aprisionó mi espalda con sus maravillosas piernas enroscando los pies a la altura del cuello. A veces me pasaba toda la planta por la oreja con un cadencioso movimiento de sus piernas. La combinación de mi lengua por los labios vaginales y el índice acariciando su clítoris hacía que estirase su cuerpo con armoniosas torsiones. Cuando parecía que estaba a punto de llegar al orgasmo me tiró del pelo con brusquedad. Poco a poco intuí que debía dirigirme a sus labios. Pensé que después de haber estado en su sexo lo último que deseaba era un beso en la boca. Los prejuicios que albergaba se disiparon de manera automática cuando noté la profundidad que alcanzaba su lengua. Sin previo aviso sacó mi polla de la bragueta y empezó a jugar con ella a través de la punta de sus dedos. Con su pulgar e índice acariciaba el glande de una manera orquestada. En ese momento bajé la guardia y me dejé atar las manos al cabecero de la cama. A pesar de los correspondientes nudos no dejaba de rozar el pene para mantener la excitación intacta. Costó poco trabajo que dejase el edredón perdido de semen.

–Y ahora me vas a enseñar todas las veces que puedes correrte del tirón en un día –dijo mientras volvía a iniciar la maniobra para masturbarme.

En ese momento era consciente de que había vuelto a caer en uno de sus juegos.