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Me juego una comida a que me follo a tu mujer

en Hetero: Infidelidad

Belén es una mujer rubia, aparenta 34 años. Es alta, no muy guapa de cara, pero tiene unas caderas gloriosas y un culito respingón que me pone. Ella lo sabe y se

pone pantaloncitos ajustados, sale a hacer footing con unos leggins negros que quitan el hipo. Yo me contentaba con mirarla hasta que me hice amigo Eduardo, su

marido. Vivimos en el mismo edificio, ellos en el quinto y yo en el sexto. No os he dicho que ya he cumplido 55 y que estoy separado. Nunca me plantee follarme a

Belén hasta que vi a Eduardo desnudo. Todos los viernes montamos un partidito de fútbol en un polideportivo que está al lado de nuestra urbanización. Viejos  contra

jóvenes, ya sabéis. Y fue allí, en el vestuario, cuando le vi la polla a Eduardo. Si os digo mini me quedo corto. Enseguida pensé en el culazo de Belén. ¡Madre mía!

Cómo podía esa mujer conformarse con semejante pollita. Supuse que el tío manejaba la lengua como nadie. Pero tampoco. Lo comprendí una noche que estuvimos

tomando copas después del partidillo habitual. Me dediqué a sonsacar al panoli de Eduardo.

                    —A mí me encanta comerlas el chochito –le dije después de la quinta cerveza— ¿Y a ti, Eduardo?

                    —Me gustaría, sí, pero mi mujer es muy estrecha para esas cosas.

                    —No me jodas.

                     —Sí, sí. Nunca lo he hecho.

                     —¿Y por el culo?

                     —Menos. Yo creo que sólo se casó conmigo por el dinero. Vive como una marquesa, se puede comprar lo que quiera, dispone de la tarjeta oro a su capricho.

                     —¿Y follar?

                      —No le gusta nada. Me la follo de tarde en tarde. Siempre me dice que soy un inútil.

                       —Joder, Eduardo, cualquier día te pone los cuernos. Y la verdad, no me extraña, te he visto el pene en la ducha y me parece que Belén lo que quiere es una buena polla.

                       —Oye, no te pases. Y te aseguro que Belén es frígida, más fría que un tempano de hielo. Esa no me pone los cuernos porque no le gusta follar.

                        —No lo creo. Ese hielo lo derrito yo en un santiamén.

                        —¿Tú? —me miró y lanzó una carcajada—. ¿Con esa barriguita cervecera y con 55 años?

                        —Tengo mis encantos.

                        —No me hagas reír. Si, además, Belén sabe que se le acabará la buena vida si la pillo con otro. Se lo hice firmar por escrito cuando nos casamos. No se llevaría ni un duro.

                        —Te juego una comida para todo el equipo de fútbol a que me follo a tu mujer Sólo necesito que me des su wasap.

                        —Dices muchas tonterías, pero ahí lo tienes. ¿Para lo que te va a servir?

                                            Me lo apunto en un papelito.

                         —Si en quince días no me he follado a Belén, invito a comer a todos en el mejor restaurante del pueblo.

                         —Puedes ir reservando la mesa –dijo muy chulito Eduardo.

                       Aquella conversación tuvo la virtud de ponerme cachondo. En cuanto llegué a casa le mandé un wasap a Belén. Le envié una foto de mi polla en

erección (me acerco a los veinte centímetros, os lo juro) con una nota: “Mira cómo se me pone cuando te veo ese culo de putita que tienes”. No me contestó. Por la

mañana volví a la  carga. Le mandé un vídeo cortito en el que aparezco follándome a una madurita con la que me lo hago todas las semanas. “Fíjate cómo se lo

pasa. Tú también vas a disfrutar como una loca cuando te coma el chochito”. Esa vez sí tuve una respuesta: “Eres un grosero, déjame en paz”. Aquel día por la tarde

estuve esperando en el jardín de nuestra casa hasta que vi aparecer a Eduardo. Venía con Belén. Ella vestía un minipantalón blanco que se le ajustaba como un

guante. Eduardo se paró un segundo conmigo y ella siguió hacia adelante. Al llegar a la puerta del ascensor se volvió hacia su marido: “¿Vienes?”. Yo le dije muy

bajito a Eduardo: “Dile que sí y verás cómo le arrimo la polla a ese  culazo”. Me miró cómo si estuviera loco. Y respondió: "Espera, voy”.

                      Me metí con ellos en el ascensor. Me puse detrás de Belén. Tenía la polla dura y en cuanto Eduardo se volvió para dar al botón, se la arrimé al culo de

Belén al tiempo que me dirigía a su marido: “El viernes tenemos partidillo”. Ella no dijo ni una sola palabra mientras notaba mi pollón contra su culo. Eduardo salió

primero y cuando Belén se marchaba le metí el dedo corazón en su culete. Se volvió como un rayo y yo sonreí: “Nos vemos”. En cuanto llegué a mi casa le mandé

un vídeo porno de cinco minutos de dos tíos follándose a una tía y un mensaje: “¿Te ha gustado mi polla? ¿Por qué no sales un ratito a hacer footing por el

parquecillo. Ya me estoy poniendo las zapatillas”. “Ya te gustaría a ti”, respondió. “En media hora nos vemos en el laguito”. Le envié otra peli de pollas grandes.

“Déjame tranquila”. Eran las ocho de la tarde, anochecía, el laguito estaba medio desierto. Una parejas de jóvenes retozaban sobre una pradera. “Buen ambiente”,

pensé. Pasaban ya cuarenta minutos cuando vi aparecer a Belén. Venía trotando, se le bamboleaban las tetazas, traía los leggins más ajustado que debía de tener

en su armario. Yo estaba sentado en un banco.

                         —Sólo he venido para decirte que me dejes en paz. Si no se lo diré a mi marido.

                   Entonces le vi. Eduardo debía de haberla seguido y se escondía detrás de unos arbustos. “Buen lugar de observación”, pensé.

                        —Vamos a pasarlo bien y luego se lo contamos. Siéntate un ratito y charlamos.

                        —No sé de qué tenemos que charlar –me dijo mientras se sentaba en el banco a mi lado.

                        Yo también me había puesto unos leggins sin calzoncillos para que se me notase el bulto. Ella no paraba de mirarlo. Yo había aprendido hacía mucho

tiempo que con algunas tías es mejor decir una cosa y hacer otras. Me puse a hablar como un loco.

                       —Es que te he visto muchas veces corriendo por este parque, me he dicho: le gustan las mismas cosas que a mí.

                       —¿No sé qué cosas te gustan a ti? –me preguntó.

                     Yo mientras hablaba me había bajado un poco los leggins de forma que se me viese un poquito de la polla, sólo el glande. Ella miraba muy sorprendida.

                       —A mí me encantan las cosas morbosas, las situaciones inesperadas, las mujeres como tú que están deseosas de encontrar un hombre de verdad.

                       —¿Cómo sabes tú lo que estoy deseando?

                       —¿No te han gustado los vídeos que te he mandado?

                        —Muchas guarrerías.

                         —Y unas pollas apetecibles.

                         — Bah .

                           Mientras hablaba me bajé un poco más los leggins de forma que ya tenía la mitad de la polla fuera. Estaba dura, fuerte, palpitante. Ella miraba con ojos encendidos.

                           —Ya te he dicho que tenemos los mismos deseos. ¿Sabes lo que me apetecería a mí en estos momentos?

                           —¿Qué? —me preguntó.

                           —Que te pusieses de pie, que te bajases esos leggins que llevas puestos y meterte un dedo en el culo mientras con la otra mano te acaricio el chochete.

                            —Tú te has vuelto loco.

                             Le di la mano y se puso de pie, le bajé los leggins hasta la rodilla, llevaba un tanguita rosa. Se lo quité.

                            —Ahora apóyate en el banco, cariño.

                             —No sé qué pretendes. Déjame.

                              Se apoyó poniendo el culo en pompa. Le puse mi mano en su rabadilla y dio un respingo.

                              —¿Qué haces?

                          Le acaricié el culo, le manosee la raja del culo, hice circulitos en su ano y justo ahí puse el dedo corazón. Ella seguía quieta, inmóvil.

                             —Esto no puede ser, no puede ser, déjame en paz.

                             Pero no se movía, expectante. Miré al arbusto y allí estaba Eduardo observando con los ojos muy abiertos. Le guiñé el ojo mientras que ponía mi

polla en su culete de su mujer, justo en medio de los dos carrillos, con el glande a la altura de su rabadilla.

                              —¿Qué haces, qué haces? Eso qué es. Déjame, déjame, por favor.

                             —Vale, vale, cariño, vamos a esa praderita, allá tumbados estaremos más a gusto.

                            —¿Dónde dices? ¿Qué quieres hacer?

                            —Pasar un buen rato, sólo eso. Verás qué divertido.

                            Le cogí la mano y me la lleve a la praderita. Por el camino le hice que me agarrara la polla.

                            —¡Qué grande! Ay, ay. Déjame, Qué me vas a hacer con eso.

                             La tumbé en el césped. Le subí la camiseta y descubrí sus gloriosas tetas, dos manzanas hermosas que me decían cómeme. Le chupé los

pezones, que se pusieron rígidos, duros.

                            —Cómo les gusta a tus tetitas que me las coma.

                             —No, no, déjame.

                             Le metí la lengua en la boca, estaba anhelante, salivando. Le toqué el chocho, estaba más húmedo todavía. Mi lengua volvió a sus tetas, ya

gemía.

                             —Ay, ay, qué me haces.

                            —Te voy a comer toda entera.

                            —Ay, ay, eres un loco.

                             Mi lengua llegó a su ombligo y fue bajando por su monte de Venus. Estaba depilada. Mi lengua hacía circulitos mientras se acercaba a su vagina.

Cuando llegó a su clítoris dio un gemido profundo y fuerte.

                              —Sigue, sigue, házmelo todo, todo, por favor.

                           Aprisioné su clítoris entre mis labios, mientras mis dedos se introducían en su vagina. Dentro, fuera, dentro, fuera. Me la follaba con los dedos

mientras mi boca succionaba su botoncito. Ella lloraba de placer. Después pasé mi lengua por sus labios vaginales, absorvi sus jugos. Metí mi lengua en su vagina,

me la follé con la lengua. Ella se corría como una loca. Yo seguí. Le hice darse la vuelta, ponerse a cuatro patas.

                            —Te voy a comer el culo.

                            —Sí, sí, hazlo, hazme lo que quieras.

                             Mi lengua era un hierro candente que entraba en su ano, mis dedos arañaban su vagina. Entonces me lo dijo.

                           —Dame, polla; dame, polla, por favor.

                             Me puse delante de ella, que seguía a cuatro patas.

                             —Chúpamela, putita, chúpamela.

                             —Ay, que polla, si la de mi marido no llega ni a la quinta parte.

                             Me la cogió glotonamente, se la metió en la boca, me acarició el culo y los huevos.

                             —Cómo me gusta, cómo me gusta.

                             Chillaba mientras me daba lametazos, me chupaba los huevos, me metía la lengua en el culo.

                             —Ahora te voy a follar como no lo ha hecho nunca tu marido.

                             —Sí, sí, fóllame, fóllame, lo estoy deseando.

                             Volvió a tumbarse, me puse encima de ella. Mientras le volvía a chupar las tetas coloqué mi polla contra su vagina, en la puertecita. Se la

restregué por todo el chocho. Ella tenía los ojos en blanco, gemía, lloraba, se corría a chorros.

                             —Métemela, métemela, métemela.

                             Seguí restregándosela hasta que la llevé al límite de la excitación. Cuando pensé que iba a explotar empujé con mis cadera y mi polla entró hasta dentro.

                              —Así, así. Empuja, empuja.

                              Yo no necesitaba ánimos. Era la tía más buena que me había follado en los últimos veinte años y la situación más morbosa. Sentía los ojos de

Eduardo observando, sin perderse un detalle. La mujer que él creía frígida era una tea ardiente.

                              —Sigue, sigue, fóllame mucho.

                               Mi polla entraba y salía, como un embolo imparable. Mis movimientos rápidos, salvajes, llevaban a Belén a las estrellas. Me corrí dentro de ella

y me quedé exhausto. Vi a Eduardo con su pollita en la mano haciéndose una paja. Le sonreí. Salió disparado hacia su casa.

                             Belén se vistió.

                              —Esto no tenía que haber pasado, no sé qué me ha ocurrido, esto no volverá a repetirse.

                                —¿Seguro? —pregunté.

                                 —Seguro.

                              Me acerqué a ella, la abracé. Volví a meterla el dedo en el culito.

                                 —Ese culito todavía tiene que ser mío.

                               Noté que volvía a tiritar.

                                —El próximo día tendré que follarte ese culazo de putita.

                                —Eres un cerdo.

                                —Y te voy a enviar las fotos de mi mejor amigo, seguro que te gusta. Si la mía te ha parecido grande, ya verás cuando chupes la suya.

                                 —No, no por favor, me tienes que dejar en paz.

                                 —A partir de ahora eres mi putita.

                                  Le volví a meter la lengua en la boca, le puse la mano en el chocho, que estaba otra vez caliente. Y entonces me lo dijo.

                                  —Sí, sí. Haré lo que tú quieras.

                                  —Mañana a las ocho de la tarde te espero en mi casa. Te presentaré a Elías.

                                   —Sí, sí, lo que tú digas.

                               Pero esa es otra historia. Os la contaré otro día.