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Universitaria empalada en Marrakech

en Interracial

Sólo tenía veinte años cuando viajé por primera vez a Marruecos. Era una joven estudiante universitaria y había aparcado momentáneamente mis proverbiales ganas de fiesta para concentrarme en acabar mis estudios en el país vecino, donde me esperaba un curso de especialización.

Allí llegué cargada de prejuicios y estereotipos, convencidísima de que me encontraría rodeada de integérrimos musulmanes y hasta de que se me podría hacer peligroso salir a la calle. Una joven mujer, sola, occidental… mejor tener cuidado, me habían dicho.

No ayudó la reunión de bienvenida del director del centro en el que iba a estudiar: se desaconsejaba vivamente que las chicas saliéramos solas a la calle y más aún que aceptáramos trabar amistad con los hombres del lugar. Nos explicó que el simple hecho de quedar para un café, cosa tan normal para nosotros, allí se podía interpretar como una cita romántica que podía llevar a compromisos serios. Y yo, recién llegada, le creí.

Durante los primeros días de estancia tomé todas las precauciones posibles para no meterme en ningún lío, pero claro, después de una semana me empezaba a aburrir y, desobedeciendo a todos los consejos, empecé a salir por mi cuenta a dar alguna vuelta por la estupenda ciudad de Marrakech. Enseguida me di cuenta de que las advertencias recibidas habían sido algo exageradas: entre cantos de muecines y aromas de mil especias, nadie intentó conmigo más que venderme recuerdos para turistas. ¡Qué exagerado ese director!

Al final, qué iba a significar yo para aquellas personas… Era, y sigo siendo, una chica del montón, morena, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca; ¿por qué se deberían haber fijado en mí? Además, procuraba no llevar ropa llamativa, porque si bien mi rostro no es más bonito que el de muchas chicas, soy consciente de que tengo un cuerpo bien definido, fruto de años y años de actividad deportiva. Vamos, que los chicos siempre me han mirado las piernas y han disfrutado de mi culo, alto y redondo, quien mirándolo, quien sobándolo y quien rompiéndolo. Cosa que allí no iba a permitir, por lo que siempre salía con ropa algo ancha para no llamar demasiado la atención.

Hasta que un día, mientras paseaba después de salir del centro de estudios, me metí en una callejuela que llevaba a una cafetería en la que había quedado con unos compañeros de clase. Una cafetería en la que se tomaba café y se fumaba shisha, prohibidísima en el país, pero que a escondidas nos fumábamos todos a más no poder. Porque claro, no era sólo tabaco lo que echábamos en el narguile…

De repente oí a mis espaldas:

–Bonsoir ma belle, ça va?

Mierda, pensé, aquí está el pesado intentando ligarme en francés. Fingí no haberle entendido ni oído, y seguí caminando.

–Do you speak English?

Seguí haciéndome la tonta.

–Español? Italiano? Deutsch? –me susurró ese hombre, que ya se había acercado lo suficiente para rozarme la nuca y hablarme al oído.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Y dios, no, no era miedo lo que sentía. Lo único que tenía que hacer en esa circunstancia era seguir ignorándolo y llegar a mi destino, pasar de él, no darle bola. En vez de eso, di media vuelta y le miré. Era un hombre joven, no llegaría a los treinta; no tenía nada especial, era el típico marroquí delgadito, moreno y con ojos abrasadores. Ay cuánto me perdían los ojos negros…

–Me llamo Jamal, ¿y tú? ¿Puedo invitarte a un café?

Me quedé boquiabierta, perdida en esos ojos, algo asustada por encontrarme en un callejón oscuro en África, a escasos centímetros de un desconocido que quizá tuviera conmigo unas intenciones poco inocentes.

Intenté tranquilizarme y decirle la verdad.

–Mira, es que ya he quedado con unos amigos, lo siento, pero me tengo que ir.

Y con mi gran sorpresa, Jamal no insistió. Se quedó donde estaba y yo en pocos segundos alcancé la cafetería donde me esperaban los chicos franceses con los que estudiaba.

Entré en la cafetería y la encontré realmente pintoresca; me recordaba las típicas teterías granadinas: salón en penumbra, sofás, cojines y lámparas por doquier. Aromas exóticos en el aire, a infusiones de flores y a vapores de shisha. Grupitos de clientes sentados íntimamente en las esquinas, sembrando ahora susurros, ahora carcajadas. Allí estuvimos un buen rato charlando de nuestras cosas, tomando quien té con menta y quien café, pasándonos la boquilla del narguile para compartir esas bocanadas de vapor aromatizado tan agradable: una ronda de manzana, otra de rosas… hasta que el hachís empezó a hacer efecto y nos encontramos en un estado cuanto menos alegre.

Fue entonces que Stephan me dijo, guiñándome un ojo:

–Oye, creo que tienes un admirador ahí…

Y me indicó un rincón de la cafetería, oscuro, donde estaban sentados dos chicos. Uno de los dos era Jamal, que no me miraba fijamente. Descaradamente. No me quitaba ojo de encima. Cuando mi mirada se cruzó con la suya, sonrió de manera inequívoca; no era una sonrisa de “mira, a esa la conozco”, era una sonrisa de “si te pillo…”.

Y entonces, sin podérmelo creer, con el rabillo del ojo entreví un movimiento rítmico debajo de la mesa en la que estaban esos dos marroquíes. Una mano. Una mano que frotaba encima del pantalón. Jamal se estaba tocando mientras me miraba. Y me sonreía de esa manera.

En vez de apartar mi mirada, en vez de irme de ahí cuanto antes, me quedé mirando esa mano que subía y bajaba, recorriendo un buen tramo de pantalón, entreabrí los labios y se me escapó una sonrisa. Qué leches, estaba hasta el culo de hachís y hacía más de un mes que no follaba, en ese momento no estaba como para guardar las formas. Me estaba mojando.

Sophie, indignada, o quizá porque era la que iba menos fumada, se levantó y nos dijo que nos marcháramos de ese sitio asqueroso, que qué se creía el tío ese, que no podía tocarse así como así delante de todos, que qué asco, y no sé qué y no sé cuánto. Y es que tenía toda la razón, pero… A mí me hervía la sangre, me daba vueltas la cabeza y ya sentía un tibio cosquilleo entre las piernas. Le dije a Sophie:

–Oye, si quieres tú te puedes quedar con el otro, que parece más discretillo…

Indignadísima, cogió su bolso y se marchó. Me quedé entonces con los dos chicos del grupo, Stephan y Maurice, que no sé si por ser chicos o qué, en esas situaciones no se cortaban tanto. Maurice me preguntó:

–¿Te gusta el morito entonces? ¿Te lo harías con él?

–No lo sé Maurice, a ver, sí que me gustan los árabes, pero a ver, no sé ni quién es, y además… aquí en la cafetería… como que no es plan, ¿no?

Entonces Stephan, que ya llevaba unos cuantos meses en Marrakech, llamó uno de los camareros y le preguntó algo al oído. El camarero asintió y se marchó. Poco después, también se levantaron Jamal y su amigo, y desaparecieron.

–Stephan, ¿qué le dijiste? ¿Que los echara?

El rubio francés sonrió pícaro y contestó:

–Te aseguro que no, todo lo contario…

Entonces vino a nuestra mesa un hombre, no parecía un camarero sino más bien el dueño o cuanto menos un responsable del local, y nos hizo seña de seguirlo. Stephan se levantó el primero y Maurice y yo nos limitamos a hacer lo mismo que nuestro compañero más experto.

Fuimos hasta un extremo de la sala, donde, medio escondida entre las sombras, se abrió una portezuela. Todos entraron sin rechistar y yo, ahora sí algo asustada, los seguí, preguntándome adónde iríamos a parar. Subimos unas escaleras, franqueamos otra puerta y nos encontramos en un cuarto amueblado con sofás y mesitas e iluminado por una lámpara. En uno de los sofás, Jamal y su amigo me miraban con cara de lobos a punto de lanzarse sobre un conejo, literalmente. Jamal se seguía manoseando el paquete, que por fin pude apreciar en todo su volumen.  Ese chico era de etnia árabe y no negro, pero parecía hacerle justicia a la fama que tienen los africanos.

Stephan interrumpió mi inspección poniéndose a mi lado para preguntarme:

–Dijiste que ahí en la cafetería no… pues ¿qué te parece aquí? No nos verá nadie…

¿No nos verá? ¿NOS?

–Stephan…  ¿qué…?

El rubio no me dejó acabar la pregunta, se abalanzó sobre mi boca y me metió la lengua hasta la campanilla, mientras con ambas manos me agarraba el culo, lo estrujaba, lo amasaba y frotaba su polla hinchada contra mi pubis.

–Considéralo un beso de despedida… cuando Jamal haya acabado contigo, no sé si quedará algo para mí… jajaja.

Entonces vi que Jamal se estaba sacando la polla del pantalón, con alguna dificultad debido a la erección que se había apoderado de ella y que le hacía difícil cualquier maniobra. Desde luego que ese pedazo de rabo era impresionante: no sólo largo, sino terriblemente gordo, cubierto de venas hinchadas que prometían mil dolores y mil delicias. Pero tras sacársela, Jamal no se levantó, ni vino a por mí, sino que se quedó sentado, acariciándosela con calma, empalmándola como un sable, y por supuesto sin quitar de los míos sus ojos viciosos.

El otro chico, el amigo de Jamal, estaba sentado a su derecha. Parecía más joven y menos descarado, pero a su vez se sacó la verga y empezó a masturbarse con fuerza. Y cuál fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que el objeto de sus deseos no era yo, sino Maurice. Los dos se miraban fijamente, uno cascándosela, el otro inmóvil… hasta que el pantalón de Maurice empezó a hincharse, discreta pero irremediablemente.

Entonces Stephan le preguntó algo en francés a Jamal, algo que no logré oír porque los dos cuchicheaban cual amigotes de toda la vida. Parecían hasta compinchados. Jamal entre risas gritó:

–Dis-lui a ta putain qu’elle se doit déshabiller, vite.

Ahora, mi nivel de francés no era muy alto, pero lo de “putain” lo entendí perfectamente. Y cómo me puso cachonda que me llamara “puta” un árabe vicioso con la polla más gorda que había visto en mi vida. Habría dado lo que fuera para que esa polla se apoderara de mí, para que el moro empalara a su puta hasta hacerme sangrar.

Me quité enseguida la camiseta y los vaqueros, quedándome en ropa interior. A Jamal casi se le salieron los ojos.

–Viens ici ma putain –y con las manos me indicó que me acercara a él.

Hice más que acercarme, me arrodillé, le agarré la polla oscura e hinchada con las dos manos, que una no bastaba, y rodeé la punta circuncidada con mis labios. Jamal cerró los ojos y se abandonó contra el respaldo del sofá, gimiendo ya de placer. Y eso que no había ni empezado. Esa polla enorme cabía justa en mi boca, y qué bien sabía, a semen y sudor, sabía a hombre. Mientras me la metía hasta la garganta, jugueteaba con mi lengua alrededor de aquel tronco; entre mis piernas las humedades se hacían casi insoportables.

Stephan, sentado ahora a la izquierda de Jamal, no se perdía el espectáculo, a su vez se sacó la verga y se empezó a masturbar con una mano, mientras con la otra me palpaba una teta, debajo del sujetador. El francés sabía hacer lo suyo, cómo me pellizcaba el pezón, ese maldito gabacho, cómo sabía estrujarlo para mandarme oleadas de placer que pasando por mi vientre acababan descargándose entre mis labios todavía libres.

La polla de Jamal había alcanzado ya su máxima extensión y me empezaba a costar comérmela toda; creía que se me iba a desencajar la mandíbula, me faltaba el aire, era realmente… demasiado grande. Me levanté para quitarme lo que me quedaba de ropa y sentarme encima de esa verga, pero Jamal me empujó con fuerza otra vez hacia abajo.

–Tu n’as pas fini ici

¿Que no había terminado? Y qué mierda, yo también quería follar, no sólo dejarme la boca para darle placer a él, maldito cabrón. Pero qué bien sabía la polla de ese cabrón, que no paraba de dirigir mi cabeza arriba y abajo, marcando el ritmo, dueño de la situación.

A mi izquierda oí unos gemidos nacientes, abrí los ojos y vi como Maurice se había arrodillado a mi lado y le estaba haciendo al otro moro la misma mamada que yo le hacía a Jamal. El morito joven tenía casi los ojos en blanco, y a su vez apretaba la cabeza de Maurice contra su paquete, como Jamal seguía haciendo conmigo.

Entonces Jamal dejó de empujar mi cabeza y extendió una mano a su izquierda, agarrando la polla de Stephan, tiesa y erguida, y que aun así parecía ridícula en comparación con lo que tenía yo guardado en la boca. Stephan se dejó hacer, mas sin parar de mirar como se la comía a su masturbador.

Al rato de subir y bajar con mis labios por ese palo enorme, realmente no podía más, me dolían el cuello y la lengua y empecé a bajar el ritmo. Jamal, disgustado, se levantó, me levantó a mí tirándome de un brazo, me dio la vuelta y me dio una fuerte cachetada en el culo. Toda mi reacción fue agacharme y poner el culo en pompa, para que lo volviera a hacer. Cómo me ponía ese hombre tan dominante. Así me gustan a mí, que me manden y me dominen.

Maurice y su amigo, seguían a lo suyo, ajenos a lo que ocurría en el resto del mundo. Los gemidos de Maurice me indicaron que el objeto de sus pasiones se llamaba Mulay.

Stephan se apresuró a levantarse también, como Jamal y yo, y con sendos tirones me arrancó el sujetador y las bragas, dejando cada centímetro de mi cuerpo a la merced de Jamal. Éste siguió palmeándome las nalgas, ya enrojecidas, y con cada golpe yo me estremecía, gimiendo de placer. Jamal no paraba de hablar entre sí en árabe, que no lograba entender; pasó sus dedos entre mis labios vaginales, retirándolos completamente mojados, y con alguna ininteligible expresión de satisfacción me agarró de las tetas, desde atrás, mientras apuntaba con su pollón contra mi agujerito que, por muy mojado que estuviera, no parecía capaz de acoger semejante bestia.

Pero Jamal no iba a resignarse tan fácilmente: apretó mis tetas con rabia, insultándome una y otra vez, y a base de pura violencia consiguió ensartar su verga descomunal en mi coño hambriento. Lo deseaba más que nada en el mundo, pero aun así me dolió, me dolió muchísimo, literalmente me desgarró. Brotaron unas lágrimas de mis ojos, pero sabía que sólo había una manera de quitarme ese dolor: bombear a más no poder hasta transformarlo en placer. Bajé la espalda cuanto más pude, ofreciéndole a Jamal todos mis agujeros para que se moviera a sus anchas, y el chico lo aprovechó.

Con su polla me penetró despacio hasta el fondo, haciendo rebotar sus gordas pelotas contra mis muslos, y una vez que el camino estuvo bien abierto no hizo falta más que ir acelerando. Y aceleró, y aceleró, dándome como un martillo, dentro, dentro, mientras seguía apretándome ahora todas las tetas con la mano entera, ahora los pezones con dos dedos. Yo me retorcía bajo aquella dulce tortura, casi perdiendo el contacto con la realidad, confundida entre el dolor y el placer, con un hormigueo en las piernas que ya empezaba a no sentir, el clítoris a punto de reventar, y ese palo dentro de mí, llenándome sin ninguna piedad.

Sentí como sobre mi espalda caían gotas de sudor de la frente de Jamal, esa maravillosa máquina de follar. Lo hacía a una velocidad endiablada, tanto que no parecía humano. Creía que ciertas velocidades sólo las podían alcanzar los vibradores, ¡y cómo me equivocaba!

En el éxtasis en que me encontraba, no me percaté que Stephan se había sentado en el suelo, debajo de mí, hasta que sentí como dos dedos me recorrían el clítoris, desde abajo. Abrí los ojos, y ahí lo vi, Stephan, sentado entre mis piernas, empalmado, que me terminaba de abrir los labios para ponerse a lamerme el clítoris como un perrito sediento.

Dios santo, un pedazo de taladro en el coño y esa lengüita francesa acariciándome húmedamente el clítoris. Desde luego que Stephan sabía cómo se hacía: con maestría jugueteaba con mi clítoris, bajaba con la lengua hasta chocar con la polla de Jamal que me penetraba, luego volvía a subir masajeándome como un torbellino, ajustando su compás al de las terribles embestidas del marroquí.

Yo me sentía como una reina, por fin haciéndolo con dos tíos, no teniendo bastante con uno solo, como una auténtica puta. La situación, los pollazos, los lametazos, y el ser consciente de lo guarra que era, fueron demasiado para mí, y en cuestión de pocos segundos acabé corriéndome, contrayendo todos mis músculos, arqueando la espalda e gritando como una perra.

Oí como Jamal se reía y refunfuñaba; no tenía intención de acabar. Pero yo estaba agotada y me derrumbé, cayendo al suelo.

Ahí tendida intenté recuperar las fuerzas, cuando dos manos rudas me asieron por la cintura, y me giraron de lado. Abriendo los ojos, vi como Maurice se estaba montando a Mulay como si no hubiera un mañana, agarrándolo del cuello como si fuera su putita. Como yo lo era para Jamal, quien se tumbó delante de mí, me levantó una pierna y sin pedir ni decir nada me volvió a empalar, en esa posición tan incómoda y en la que tanto me costaba dejar entrar un miembro tan grande. Otra vez ese desgarro al entrar, otra vez el bombear rápido, rápido, esta vez cara a cara.

Jamal se tumbó sobre su espalda, sin salir de mí, y rodando me encontré encima de él, pero no por eso pude tomar la iniciativa: seguía siendo él quien llevaba el ritmo, desde abajo, empujando hacia arriba esa cadera poderosa, ansioso de descargar su leche africana dentro de mi coñito europeo. Mis tetas rebotaban contra su pecho con cada salto que dábamos; creía poder levantarme encima de él para empalarme a mi ritmo y mi gusto, pero ese no parecía ser el día en que pudiera hacer yo nada por voluntad propia: Stephan se puso detrás de mí, me empujó hacia el tórax de mi amante marroquí y, mientras yo gozaba del inmenso pollón que me recorría el coño por dentro, apoyó la punta de su verga en mi culo… ¿Qué… qué pretendía hacer?

–¿Stephan…?

–¡Cállate zorra! Si lo estás deseando –me dijo. Y de un solo empujón, esa delgada polla francesa se abrió el camino de mi esfínter. Entera dentro de mi culo, hasta el fondo.

Si ya antes me había sentido en la gloria con dos hombres para mí, ahora con esa penetración doble estaba cumpliendo mis más tórridos deseos. Siempre había fantaseado con ser follada por dos tíos a la vez, que me montaran como una zorra, sin amor y sin piedad, dándome caña hasta pedir basta.

Maurice y Mulay se habían intercambiado posiciones, y ahora era Maurice quien se dejaba empalar, sentado encima de su taladro africano, subía y bajaba, con la cabeza echada hacia atrás por el gustazo que le estaba dando.

Mirar esa escena mientras yo misma era penetrada como en las mejores películas me puso aún más. Ahí estaba yo, con cuatro tíos, dos para mí y dos que se follaban entre ellos, perdidos en un bareto en un oscuro callejón africano. Entregados y desenfrenados. Mis tetas rozaban ahora la cara de Jamal, colorada por el esfuerzo, que resoplaba y hablaba medio en árabe y medio en francés, sólo dios sabía lo que estaba diciendo. Stephan bombeaba dentro de mi culo, mordiéndome el cuello mientras al oído me decía que desde que había llegado en la ciudad africana había soñado con darme por detrás, que en clase más de uno habría dado lo que fuera por estar en su lugar en ese momento.

Y mientras se regodeaba en esa situación de privilegiado de la clase, por ser el que había conseguido mi culo, se corrió a raudales dentro de mí, gritando no sé qué en francés.

Jamal a su vez empezó a dar empujones cada vez más frecuentes, como descargas eléctricas, y ese ritmo acelerado junto al frotamiento de mi clítoris en su pubis me llevó otra vez a tocar las nubes. Le metí la lengua en la boca, lo saboreé gimiendo y descubriendo que su shisha tampoco había sido sólo de tabaco, mientras la leche de Stephan se me escurría del culo, bajándome por los muslos con un cosquilleo viscoso.

Mulay y Maurice, que evidentemente habían acabado lo suyo, se acercaron y se pusieron a lamer el reguero de la leche de Stephan, recorriendo mis nalgas y mis muslos arriba y abajo, a veces regalándole algún que otro lametazo también a los huevos de Jamal.

Esas lenguas me dieron un placer inmenso y quise acabar así, con esas bocas recorriéndome por fuera y la polla de Jamal desgarrándome por dentro, y el culo aún escocido gracias a Stephan. Me puse a saltar encima del palo de Jamal, levantándome hasta hacer casi salir la punta y volviéndome a empalar con sumo placer, arriba y abajo, arriba y abajo, cada vez más rápido, más rápido; cerré los ojos y me dejé invadir por el placer, estallando en un éxtasis sin igual, mientras Jamal por fin me llenaba con su leche, gritando como un obseso, como si con sus chorros me fuera a matar.

Cuando salimos de ahí, ya había caído la noche. ¿Cuánto tiempo habíamos estado fumando y follando? Al menos tres horas.

Al llegar a la residencia, me duché y caí rendida en la cama, sin cenar. La mañana siguiente tenía clase temprano, con Stephan y Maurice, y me dormí con los bajos doloridos y una sonrisa en los labios, preguntándome si al día siguiente sería siquiera capaz de caminar.