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Ella lo cambió todo - parte II

en Erotismo y Amor

Tras empezar a fantasear en tener una tórrida aventura con Vanesa, algo había cambiado irremediablemente dentro de mí.

Las largas tardes en casa transcurrían silenciosas, envueltas en una extraña soledad: estaba a escasos metros o centímetros de mi marido y sin embargo me sentía más sola que nunca. Era como si una pared insalvable se hubiera levantado entre los dos; una pared invisible e impenetrable a la vez.

No soportando más aquellos silencios, de los que él apenas se percataba, salía a menudo para hacer deporte y desahogar así mi tensión y despejar mis pensamientos. Mientras corría, no paraba de darle vueltas: ¿qué podía hacer para llevarme a Vanesa a la cama? Y eso… ¿era realmente lo que quería? Al fin y al cabo, no había estado nunca con una mujer, ¿cómo podía saber si me iba a gustar de verdad o si sólo se trataba de la atracción superficial causada por su indudable belleza? ¿No sería un amor más bien ideal, platónico? No, platónico desde luego que no, eso de platónico no tenía nada, y de carnal, todo.

Me hacía esas preguntas mientras en mi menta la respuesta estaba clarísima: para saber si me gustaba no, tendría que probarlo y después ya sacaría mis conclusiones.

Por aquel entonces, pasaba la mitad de mis noches en vela, recreándome en el recuerdo de mi querida Vanesa, de su voz y de cada centímetro de su cuerpo escultural, que tan bien me había aprendido de tanto estudiarlo. Permanecía tumbada al lado de mi marido, constantemente dándole la espalda, buscando en las luces de la ciudad un consuelo que no encontraba. Él entonces se me arrimaba por detrás, me abrazaba excitado, y presionaba su paquete hinchado contra mi espalda: una vez más era algo que un tiempo me habría puesto a mil y que ahora más bien me molestaba. Me sorprendí pensando amargamente que en ese abrazo sobraba verga y faltaban tetas.

Vanesa, ¿qué estarás haciendo en este momento? ¿Con quién duermes?

Vamos, que estaba en un sinvivir.

***

Una mañana mi jefe me llamó irritado a su despacho.

–¿Esto qué mierda es? –Me preguntó nada más cerré la puerta del despacho detrás de mí.

–Perdona, ¿de qué me hablas?

–Del informe de gastos que te había pedido– dijo echando encima de su escritorio una carpeta repleta de hoja, tirándolo con rabia como si con ella pretendiera aplastar un mosquito molesto.

–Ahí lo tienes, ¿no?

–Efectivamente, aquí lo tengo. Y es una puta mierda. ¿Qué leches te pasa, Ana? Tus informes siempre han sido impecables, todos estos años, pero este… este es una mierda, no puedo pasarle esto a dirección, a ver ahora qué hacemos. Las gráficas están desalineadas, salta a la vista que los números están desfasados, no cuadran ni las sumas más obvias. Y lo que más me preocupa, conociéndote: hasta errores de ortografía, Ana, con lo tiquismiquis que eres tú con esas cosas...

No te he mandado llamar por el informe, Ana, te he mandado llamar porque esto en ti no es normal. ¿Te está pasando algo?

–No, disculpa… Supongo que estoy un poco cansada, hace seis meses que no me tomo un día libre y quizá me esté pasando factura… Yo no…– intenté justificarme como buenamente podía. ¿Cómo iba a decirle que había hecho ese informe a toda prisa, en poco más de un cuarto de hora, porque el resto de la jornada me la había pasado pensando en cómo tirarme a esa nueva compañera de culo respingón?

–Mira, Ana, trabajas aquí desde hace diez años, nos conocemos, hay confianza. Sabes que puedes contarme lo que sea. No tiene por qué ser aquí, si quieres luego cuando salimos nos tomamos un café y…

–No, de verdad, no pasa nada. Tendré más cuidado con los informes, no volverá a pasar – Se me empezaban a subir los colores.

–Venga, Ana, se te nota a la legua que te pasa algo, y gordo: estás despistada, tienes otro color en la cara, otro brillo en los ojos… sé que es algo personal, pero dime… ¿estás embarazada?

No pude evitar soltar una carcajada frente a esa insinuación. Toda aquella breve conversación, quizá por mi propia mala conciencia, había parecido apuntar hacia un “estás enamorada perdida” o un “te pillé mirándole el culo a la Vane”. Mi tensión se desvaneció en esa risa nerviosa.

–No, no, por Dios, no estoy embarazada, no. Quita, quita…

Sólo me faltaba eso, pensé, cómo si ya no estuviera hecha un lío con lo que tengo.

***

De vuelta a mi escritorio, en mi ordenador abrí una hoja de cálculo, inserté unos cuantos números al azar y monté rápidamente una tabla dinámica y una gráfica de barras, aparentando estar trabajando en algún análisis financiero imprescindible para la empresa. Es una técnica consabida que siempre funciona: abres un Excel con cuatro chorradas, tecleas algo con un boli entre los dientes y pareces la persona más ocupada del mundo.

Una vez montado el paripé, por fin me pude dedicar a la tarea más importante del día: decidir cómo abordar a Vanesa.

Nunca me había intentado ligarme a una mujer, de la que además desconocía totalmente la orientación sexual. Hacía tantos años que no me ligaba a nadie en realidad… ¿cuánto había pasado de la última vez? Diez años. Diez jodidos años. Desde que le conocí a él. Vaya mierda.

Encendí el móvil y busqué en internet algunos consejos al respecto; por razones obvias ciertas búsquedas era mejor no hacerlas con el ordenador del trabajo. Todo lo que encontré en la red me pareció muy obvio y optimista. “Dile lo que sientes, quizá a ella también le apetezca probar”, más o menos iban todos por el estilo.

Sí, claro, pensé, total, ¿qué puede pasar si no quiere? ¿Qué se moleste y me evite? ¿Qué se lo cuente a media oficina? ¿Que cada día que nos crucemos por ese pasillo me muera de la vergüenza? Si me rechazara sería un infierno seguir trabajando con ella, y digámoslo, las probabilidades que me rechace son muchas.

No, tenía que utilizar una técnica más discreta. Mirarla. Mirarla a los ojos, pero de esa manera y asegurándome de que se diera cuenta, para captar en sus ojos una reacción, bien fuera de interés o de incomodidad. No podía seguir soñando con ella sin intentar nada.

Ese mismo día me crucé con ella un par de veces en el pasillo y, cual tímida adolescente, no fui capaz ni de levantar la mirada para saludarla con naturalidad. Dicen que cuando nos enamoramos sentimos mariposas en el estómago; y eso era literalmente lo que sentía con ella. Cada vez que la veía, se me cerraba el estómago, se me aceleraba el corazón, me faltaba el aire oía músicas celestiales y todo se me nublaba alrededor… Pero desde que había decidido ir a por ella, un temor ridículo me invadía, haciéndome bajar la mirada al ver acercarse ese rostro; sólo era capaz de observarla después, girándome para ver cómo se alejaba de mí, y entonces me golpeaba con fuerza su figura de piernas largas, espalda firme y cabellos ondeantes.

Era realmente un espectáculo. Era tan bella que, de hecho, apenas necesitaba retocarse; era una chica sencilla, no vestía ropa llamativa, llevaba más bien un estilo deportivo: vaqueros, zapatillas, jerséis medio anchos, y aun así me tenía coladita por su cuerpo. No se maquillaba, o quizá apenas un poco los ojos, y ni falta que le hacía: su cara era tan jodidamente perfecta que cualquier retoque hubiera sido una intromisión dañina. Esa chica tenía que ser un bellezón incluso un domingo por la mañana recién levantada. Y qué no hubiera dado para estar yo ahí en ese momento para contemplarla, despertando a su lado tras una noche de amor…

Se me empezaba a ir la olla del todo. Me di cuenta de que había pasado de querer tener un lío con ella a pensar en dormir y levantarnos juntas, llevarle el desayuno a la cama, ducharme con ella… y pasar así el resto de mi vida.

Y mientras, ni me atrevía a aguantarle la mirada. No, Ana, así no ibas a conseguir nada.

***

Aquella noche mi marido estaba más salido de lo normal. No sé si olía mis hormonas en el aire o qué (ni que hubiese sido él quien me las ponía a flor de piel), pero el hombre estaba que no se aguantaba. Después de cenar, mientras yo me dedicaba a mi afición favorita, abandonarme a mis fantasías romántico-eróticas con mi adorada Vanesa, él se me acercó y empezó a besarme con voracidad. Otra vez esa barba descuidada, que me pinchaba a cada roce. Tuve que pararlo.

–¡Espera! Oye, que me haces daño con la barba, ¿te podrías afeitar?

Él me miró extrañado; nunca le había pedido eso, más bien siempre me había gustado su barba de tres días, justamente por esos roces ásperos provocados con cada mínimo contacto.

–Me afeitaré mañana antes de salir, ahora vamos a follar, nena.

Suspiré resignada y él siguió con lo suyo. Siempre cedía y le dejaba hacer.

Cerré los ojos e intenté abstraerme de aquella ruda realidad, para transportarme a mi otro mundo, uno en el que Vanesa y yo estábamos juntas, abrazándonos y besándonos en ese mismo sofá. Las manos que me desnudaban eran las de Vanesa, también cuando me agarraron un pecho masajeándolo con fuerza. Y la lengua que me recorría el cuello también era la suya. ¡Maldita barba, joder! Piensa en ella… piensa en ella…

Totalmente entregada a mi fantasía, olvidé a mi marido y su asquerosa barba, traté de ignorar su aliento a cerveza barata y me lancé sobre su boca, sedienta de ella, de mi Vanesa, sofocando entre mis propios gemidos su nombre, que luchaba por salir de mi garganta. Con la boca busqué las comisuras de sus labios, recorriéndolos de un lado a otro, los mordí, los saboreé, me fundí con ellos y con mi lengua busqué la suya, que respondió con vigor.

Con mis brazos le ceñía la espalda, apretando fuerte su pecho contra el mío – otra vez, echando en falta la presencia de sus senos suaves y redondos contra mi piel. Ansiaba apretarnos tanto hasta entrar en su cuerpo, fundirme con el de mi adorada princesa, como quien se reencuentra con su otra mitad tras una larga y triste vida de separación forzosa, y entonces… se me llenaron los ojos de lágrimas.

No sé por qué lloraba, si era la felicidad de imaginarme con ella, si era la tristeza de no poderla tener de verdad así entre mis brazos, o si simplemente me sentía ridícula por toda esa situación: estar con él y fingir que era ella.

Él, con su típica sensibilidad perdida en el pene, ni se percató de que estaba llorando y se apresuró a bajarme pantalones y tanga para ir a lo que le interesaba.

–Hoy quiero que me lo comas –lo interrumpí.

–¿Y eso?

A él no le gustaba demasiado el sexo oral, a no ser que se beneficiara recibiéndolo, por supuesto.

–Venga, va, no lo hacemos nunca… Y hoy me apetece… –le rogué. Cómo iba a explicarle que para seguir con mi fantasía allí abajo necesitaba más una cálida lengua que una verga, que el desenlace lógico de mi sueño con Vanesa era que me comiera mis otros labios.

–Venga, sólo un ratito y luego me la metes, ¿vale?

–Vaaale –gruñó él, poco convencido.

Sin muchos miramientos, ni más preliminares, resoplando se agachó delante del sofá, me abrió las piernas y luego los labios, con dos dedos. Hundió su cara entre mis muslos y empezó a besar y lamer torpemente mi clítoris que ya estaba a punto de despertar.

¡Me cago en su puta barba y en la madre que lo parió! ¿Por qué cojones no lo había obligado a afeitarse? Siempre cedía ante él, siempre hacía lo que él quería.

Cerré los ojos e intenté obviar el tacto de su barba en mi vagina; suspiré, me relajé y la volví a ver a ella, agachada entre mis muslos, de los que sólo asomaban sus ojos de esmeralda.

Su preciosa boca jugueteaba con mi clítoris, lo mordisqueaba, lo chupaba, lo besaba. Desafiándome con una sonrisa que se le leía hasta en los ojos. Escalofríos recorrían mi espalda, mientras soñaba con enredar mis dedos entre su pelo suave, acompañando los movimientos de su cabeza. Su lengua entonces pasó a recorrer mis labios de arriba abajo, ahora despacio, ahora más rápido. Dios, Vanesa, no pares, por favor.

Esa misma lengua paró, como no, mas para detenerse cerca de mi agujerito, dibujando a su alrededor círculos de placer, ahora más anchos, ahora más estrechos; con la punta presionaba para entrar, como si quisiera follarme. Oh nena, me muero porque me folles con esa lengua, pensé.

–Va, ya te lo he hecho, ahora me toca –interrumpió él, cagándola una vez más.

Se bajó los pantalones, sacó su verga tiesa y me la metió sin más.

–¿Qué coño haces? Ponte un condón al menos, ¿no?

–Y una mierda, con lo que llevo aguantando, estoy yo ahora para condones… –contestó él con su habitual elegancia, ensartándola con vehemencia.

Recordé lo que me habían dicho en la oficina. ¿Estás embarazada?

No, lo último que quería en el mundo era quedarme embarazada, y menos de él.

–¡Para!

Nada.

–¡Te he dicho que pares!

Nada.

–Coño, ¡que no estoy tomando la píldora! ¿Recuerdas? ¿Quieres embarazarme o qué?

–Pues mira, ya que está dentro no la voy a sacar. No tiene por qué pasar nada, ¿no? No seas aguafiestas, zorra.

Me quedé helada. Qué leches quería decir eso. Su respuesta me confundió, porque a él siempre le había aterrado la idea de tener hijos y también porque… le había pedido que parara y no lo estaba haciendo. Aquello se estaba convirtiendo cuanto menos en una relación no consentida, si no en una auténtica violación.

Intenté zafarme, pero sus ochenta kilos encima de mí no me dejaban margen de maniobra. Ya no quería hacerlo.

–No, no, por favor… ¡espera! Ponte un condón y seguimos, sino no quiero.

Nada, adelante con los empujes.

–Y una mierda, me tienes todo el día empalmado y ahora me pides que pare, zorra. Si no quieres que te folle, no me calientes tanto.

Unas embestidas cada vez más rápidas y rabiosas. A mí ya no apetecía, dejé de lubricar y el placer dio paso a un dolor cortante.

Sus gruñidos aumentaban de frecuencia a la par que sus movimientos. Cada vez que empujaba, sentía como su polla me desgarraba por dentro. Gotas de sudor caían de su frente en mi rostro, me sentí asqueada, impotente, humillada, y sólo deseaba que acabara todo cuanto antes.

Otra vez se me asomaron unas lágrimas, y otra vez él a lo suyo, sin darse cuenta de nada. Su mujer llorando y él pensando sólo en correrse dentro de ella, como una bestia egoísta.

Cuando por fin acabó y salió de mí, después de escasos minutos, corrí al baño para limpiarme. Qué asco me había dado todo eso. Unas gotas de sangre se me escurrieron entre los muslos. ¡Cabrón de mierda!

Mientras oía como él se servía una cerveza en la cocina, cerré el baño con llave y no pude evitar echarme a llorar.

[... continuará...]

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Este es mi primer relato y espero que os guste como a mi me gustó vivir esta historia en primera persona. ¡Gracias por leerme! Agradezco de antemano todos los comentarios, postivos o críticos, que sin dudas me ayudarán a escribir mejor mis proóximas historias.