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Ella lo cambió todo - parte III

en Erotismo y Amor

Después de la sesión de sexo forzado con mi marido, sentía más que nunca la necesidad de un amor dulce, tierno, cómplice… el amor de una mujer.

De camino al trabajo me di cuenta de la cantidad de chicas atractivas que había por la calle; nunca me había fijado en las mujeres, pero ahora… no podía dejar de mirarlas. Vanesa había despertado en mi interior una pulsión lésbica de la que nunca había sospechado, ni remotamente. Sí, cuanto más me fijaba en las chicas, más me gustaban. Sus curvas, su pelo largo, su perfume cuando en un cruce alguna se detenía a mi lado. Me gustaban las chicas femeninas, las morenas más que las rubias. Y cuanto más se parecían a mi Vanesa, más me ponían.

Llegué a preguntarme cómo había podido perder tanto tiempo buscando al hombre de mi vida, cuando quizá tenía que haber buscado a una mujer. Bueno, lo hecho hecho estaba, ya no podía volver atrás.

Ahora tocaba mirar adelante e ir a por todas con Vanesa, no podía arrastrar más esa situación de confusa indecisión. Tenía que averiguar si iba a haber algo entre las dos, y de paso decidir qué hacer con mi matrimonio y con el resto de mi vida. Casi nada.

Llegué a la oficina cinco minutos antes que de costumbre y sin pensarlo demasiado, casi para que no me diera tiempo arrepentirme, fui directa al escritorio de Vanesa con mi mejor sonrisa:

–Hola, Vanesa. Oye… ¿te va bien si a las 11 bajamos a la cafetería y nos tomamos un cortado? Así me cuentas como sigue todo, aquí en la oficina… quiero decir...

–Hola, Ana. Sí, claro… si no me sale ningún imprevisto, vale, sí… A las 11. ¿Nos vemos en el ascensor? –contestó ella devolviéndome la sonrisa. Parecía algo sorprendida, pero qué importaba, había dicho que sí.

No había sido difícil, a pesar de mis preocupaciones, de mi hablar entrecortado, de las piernas que me flaqueaban, de la garganta que me ardía, de las manos que me temblaban. Sólo era un café, un cuarto de hora para hablar y conocerla mejor. Tenía un par de horas abundantes para pensar en cómo aprovechar al máximo ese cuarto de hora a solas con la mujer que me había hecho perder la cabeza.

Tenía que prepararme bien y mantener la cabeza fría. Mas no me iba a resultar fácil mantener esa concentración cuando me encontrara frente a ella, tan hermosa como siempre, tras haber fantaseado con su cuerpo desnudo y con meterle la lengua por todas partes.

***

Eran las 10.55. Tras dos horas de no hacer absolutamente nada, sino contar los segundos que faltaban para verla, fui al lavabo, me eché agua fría en la cara y me encaminé hacia el ascensor.

Vanesa no había llegado, intenté respirar hondo y pensar en otra cosa, por supuesto sin conseguirlo. Parecía una quinceañera enamorada de algún niñato, que se reconcomía en la infinita espera de aquellos míseros, eternos cinco minutos de reloj.

10.58, aún nada. No habría cambiado de idea, ¿no? Tranquila, sólo la invitaste a un café, no te hagas la histérica por el amor de dios, ni que esto fuera una cita romántica. Para ti lo será, pero para ella no, así que déjate de gilipolleces, que ya vendrá. Estamos en España, y aquí el café de media mañana no se lo salta ni dios. Vendrá.

Pasados unos minutos, oí unos pasos acercarse a mi espalda. Cerré los ojos, respiré hondo, casi saboreando ese sonido; habría reconocido esos pasos entre millones: era ella.

–Ya estoy; ¿bajamos?

–Ah… eh… ¡Hola! Sí, bajamos… –contesté, girándome hacia ella y contemplándola como si fuera la primera y última vez en mi vida.

Vanesa me pareció más espectacular que nunca, hecho que en realidad se repetía cotidianamente: cada día la veía más bella, descubría un nuevo detalle en su cuerpo que me enamoraba más o simplemente… simplemente era una sensación, me gustaba más que el día anterior, aunque se me antojara imposible.

Ese día llevaba una camisa de botones azul claro y unos vaqueros que marcaban cada una de sus curvas de un modo discreto pero definido. La ropa en si no era llamativa, pero qué le vas a hacer si debajo tienes un cuerpo de escándalo como ése... cualquier cosa que te pongas encima va a ser terriblemente sexy.

Recorrí su silueta con los ojos, como si fueran mis yemas: los hombros rectos, los brazos firmes, el costado declinando para empezar el más femenino de los recorridos: hacia dentro, dibujando una cintura sutil, y luego otra vez para afuera siguiendo la línea de su ondulada cadera; sus muslos esbeltos y firmes, abajo, hasta la rodilla, y luego… unas ganas incontenibles de volver a subir por el interior de sus piernas, arrancarle esos malditos pantalones y comérmela entera.

Sobra detallar lo tenso que se me hizo el trayecto en el ascensor. Tres plantas. ¿Cuánto tarda un ascensor en bajar tres plantas? ¿Quince segundos? ¿Veinte a lo sumo? O a lo mejor depende… Si es lunes por la mañana y vas a trabajar, quizá parezca un destello. Si ansías salir de allí, una eternidad. Pero… ¿Y si lo compartes con alguien con quien sueñas día y noche?

No sé decir si ese trayecto fue corto o largo, lo que sí recuerdo es que fue sofocantemente intenso. El ascensor era amplio y sólo estábamos las dos, con suficiente espacio separándonos como para no crear situaciones embarazosas, al menos para una mente inocente y no tan calenturienta como la mía en aquel momento.

Me obligué inútilmente a no pensar en las típicas escenas tórridas de las películas… El ascensor que se sacude y se para, una de las dos que pierde el equilibrio cayendo sobre la otra, nuestros rostros a escasos centímetros, cada vez más cerca… Nuestras miradas fundiéndose, nuestros brazos agarrándose, nuestros labios abriéndose primero en una sonrisa y luego…

PLIN… ¡Planta baja! Me cago en el puto ascensor de los huevos, ¿desde cuándo va tan rápido? ¡Mierda! Sí, desde luego que el trayecto se me había hecho corto.

–Oye, Ana… ¿Estás bien? Estás pálida… ¿Salimos y tomas un poco el aire?

Ay Vane, si supieras lo que necesito tomar yo para estar mejor…

–Va todo bien, me he mareado un poco en el ascensor… sabes, no circula bien el aire y eso… El café me sentará bien.

Lo que no me circula bien a mi es la sangre, que apenas te veo se me va toda para abajo y no me llega a la cabeza; joder, que parezco un tío…

Ya en la cafetería rompí el hielo, delante de un par de cortados humeantes como mi piel:

–Entonces, ¿cómo va todo? ¿Sigues contenta con el trabajo o algún imbécil te está haciendo cambiar de idea?

–Va todo bien. Claro, hay gente con quien me llevo mejor y otra con la que no hay mucho trato, pero como en todas partes, supongo. Y bueno… bien… estoy contenta.

–Esperemos que siga así entonces. Estamos muy contentos contigo y no nos gustaría que te marcharas.

Pero… ¿qué mierda estoy diciendo? No tenía ni idea de cómo trabajaba Vanesa, si sus jefes y sus compañeros estaban contentos con ella o no. Por lo que sabía, podía ser una perfecta inútil que no pasaría el período de prueba. Estaba hablando en nombre de la empresa de mis putos sentimientos, personales y en cierta medida poco ortodoxos. Qué diferente hubiera sonado esa frase hablando en singular: Estoy muy contenta contigo y no me gustaría que te marcharas…

–Lo que no entiendo, Ana, es cómo es que os interesáis tanto por mi integración en la oficina en vuestro departamento; no tiene nada que ver con el mío, ¿no?

–Ah… bueno… yo es que… verás… no es…– pánico. Pánico terror y mejillas ardiendo.

–Es que Jaime también me pregunta cada dos por tres, que qué tal va, que si quedamos para comer para que le cuente… No sé, creo que está intentando ligar jajaja. No te habrá mandado a ti de intermediaria o algo así, ¿verdad?

–¿Jaime? ¿Jaime mi jefe? – acababa de flipar. Mi jefe no podía tener ningún interés en el desarrollo profesional de Vanesa, bastante tenía con su propio equipo, estaba claro que su afán se debía a otros factores. Jaime, cabroncete, si estás casado por dios. Y yo también. Acababa de darme cuenta de que estaba en competición con él para ver quién de los dos se llevaría a Vanesa a la cama.

–Sí. Es un poco raro, ¿no? ¿No querrá algo conmigo? Porque a mí no me apetece ser de esas que empiezan a trabajar en un sitio y a las dos semanas ya están en la cama de un jefe. Aparte de que me consta que él está casado… no me voy a meter yo en un lío así ni loca.

–¿Osea que no te acostarías con un tío casado? Yo creo que en todo caso el problema de conciencia lo tendría que tener él, no tú.

–¿Tú te acostarías con un tío casado?

–Yo… supongo que si me enamorara de una persona, sí me acostaría con ella aunque estuviéramos casadas las dos. Bueno, yo estoy casada, eso igual ya lo sabes; pero no me acostaría con cualquiera, no vayas a pensar que soy tan así. Digo que en teoría sí que me acostaría con una persona que cuando la ves se te corta la respiración, te da vueltas la cabeza, te mareas, sueñas con ella día y noche, la miras a escondidas suspirando por oler su pelo aunque sea durante una fracción de segundo, y no puedes pensar en otra cosa que no sea besarla… ahí sí que caería –expliqué con aire ensoñado.

–Ah bueno, supongo que dices en el caso teórico de que te enamores hasta las trancas de un tío.

–Sí, en el caso teórico de que te enamores hasta las trancas de un alguien –contesté, todavía sin especificar el sexo de ese teórico objeto de amor. –Oye, y tú qué… eres joven para estar casada, pero novio tendrás, ¿no?

–Sí, tengo novio, vivimos juntos desde hace un par de años. La verdad que no me puedo quejar, estamos muy bien. Vida de novios, ya sabes… –contestó guiñándome un ojo.

Mierda. Feliz y satisfecha.

–Bueno, a él no le hacía mucha gracia que trabajara aquí porque dice que hay muchos tíos salidos en estas empresas y que intentarían acostarse conmigo… Es un exagerado, pero me gusta que tenga un poquito de celos.

–Será exagerado, pero lo de Jaime le da la razón… jajaja.

–¡Ay, calla! Jajaja.

Cuando se reía… dios, cuando se reía volvía a oír violines y hasta veía a su alrededor un aura celestial… Embobada, perdida, trastornada, la miraba y la escuchaba, alimentándome de esa risa. Sentí mi pecho apretujarse, mis mejillas se encendieron y unas lágrimas me empañaron los ojos.

–Ana, ¿estás bien? –me preguntó dulcemente, preocupada por ese nuevo sofocón, mientras me cogía una mano.

Lo que me faltaba: esa mano sobre la mía, tan cálida y de piel tan suave. Cerré los ojos suspirando temblorosamente, disfrutando de ese primer contacto físico entre las dos, mientras unos escalofríos me recorrían la espalda para después llegar a punzar en mi vientre. Cuando volví a abrir los ojos, ella me miraba extrañada. Lo había visto. Sus ojos me decían que lo había visto, y que lo había entendido todo.

–Ana, yo ahora tendría que volver a subir sino me cae la bronca del siglo. Pero si no estás bien llamo un momento y les digo que te encuentras mal y… que me quedo un rato contigo. Llamo, ¿vale?

Ahí cualquier persona medio normal le habría dicho que no se preocupara, que volviera a su puesto de trabajo, que no me pasaba nada, que no me sentía tan mal.

En realidad, estaba en la puta gloria con su mano en la mía y su sonrisa plantada en mis ojos. Y quería que aquello no acabara nunca. Era el momento de lanzarse.

–Vane, quédate por favor. ¿Salimos un momento de aquí?

Mientras ella llamaba arriba avisando que tardaríamos unos minutos en volver, salimos de la cafetería y nos fuimos a sentar en el banco del parque donde, hasta entonces, Vanesa sólo me había acompañado en mis más íntimas fantasías.

Terminada la llamada, Vanesa me puso un brazo en el hombro, reconfortándome.

–¿Estás mejor?

–Sí, ahora sí, estoy bien. Yo… –quería buscar alguna estúpida excusa para justificar lo que acababa de pasar. Le había pedido que se quedara conmigo, y por favor. Estaba siendo ridícula. Si ella me acababa de contar que era hetero, que estaba muy feliz con su novio, que no se quería acostar con alguien de la oficina, ni con nadie casado… ¿qué leches pretendía? –verás, creo que sólo es…

No me dejó acabar:

–Eso que dijiste de que teóricamente sí te acostarías con alguien de quien estuvieras enamorada hasta las trancas… no era nada teórico, ¿verdad?

Sacudí la cabeza confirmando sus sospechas.

–¿Alguien de la oficina? –preguntó mientras su brazo se mantenía alrededor de mis hombros.

Afirmé, silenciosa.

–Ana… Lo que dijiste… y cómo lo dijiste… sonaba muy real… Te abstraías mientras hablabas, te brillaban los ojos, te temblaban los labios… Estabas pensando en alguien concreto, y si piensas así en alguien… ¡coño!, si eso no es amor…

No supe qué contestar. Me quedé con la mirada fija en algún punto indefinido delante de mí, pendiente sólo de la voz de Vanesa y de su brazo tocándome con dulzura y firmeza a la vez.

–Ana…

Cómo sonaba mi nombre pronunciado por ella…

–Ana… Ana, mírame por favor.

Mi corazón empezó a palpitar ensordeciéndome como un escuadrón de caballería.

–Ana… –con la mano que le quedaba libre, Vanesa me rozó el mentón, haciéndome girar ligeramente hacia ella. Se inclinó hacia mi rostro, su voz cambió, bajando el tono y haciéndose más íntima–…cuando te cogí la mano te estremeciste… te estremeciste como si te hubiera dado un calambre– sus ojos estaban empañados como los míos. Veía en ellos emoción y expectación.

–Puedes llamarlo calambre, sí. Calambre… o flechazo –aventuré, rezando todos los dioses del universo para que aquello saliera bien.

Y entonces Vanesa… sonrió. ¡Sonrió! Sonreí yo también, pero no sin antes haber respirado hondo una vez más, buscando en algún escondite el poco valor que tenía y que necesité multiplicar por mil para acabar diciéndole:

–Vanesa, no sé qué es lo que me pasa contigo, sólo sé que no puedo ni quiero dejar de mirarte como te estoy mirando ahora. –Su mano derecha apretó mi hombro, atrayendo mi cuerpo hacia el suyo, su brazo envolviéndome la espalda como para protegerme de mis propios miedos.

Quise seguir dando unas inútiles explicaciones: –Lo siento si esto te incomoda, lo siento, pero no lo puedo evitar. –Su mano izquierda me apartó un mechón de pelo de la mejilla, poniéndolo detrás de la oreja. Seguía sonriendo, con profunda ternura.

–Tienes novio, sois felices, yo no pretendo… –fueron sus labios los que acabaron esa frase, pero no con palabras: rozaron delicadamente los míos, apenas perceptibles, mientras con dos dedos sostenía mi barbilla. Vanesa me acababa de besar.

Tras aquel leve roce nuestras bocas se separaron por un instante, nuestros ojos se entreabrieron y luego se volvieron a cerrar, así como labios volvieron a unirse. Esta vez no fue un roce, fue una avalancha de sentimientos reprimidos. Al menos de mi parte, fue un huracán de hambre, adoración, lágrimas contenidas… y hasta de agradecimiento, porque ella lo había hecho todo tan fácil, tan sumamente fácil…

Nuestras bocas se abrían, buscando aire la una dentro de la otra, como si en aquellos instantes se nos fuera la vida. Dios, qué labios. Ni en mis sueños había podido imaginar algo tan suave y enérgico a la vez, tan decidido y envolvente, y con sabor a frambuesa. La jodida se había puesto brillo de labios con sabor a frambuesa. Gemí saboreándola.

Puse mi mano derecha en su nuca, hundiendo mis dedos en aquel pelo castaño que se reveló más suave aún que en mis sueños. Mi mano izquierda se ciñó a su cintura, girándola con suavidad para quedar frente a frente. Sin separar mi boca de la suya, la atraje hacia mí y ella se dejó hacer. Mi pecho llegó a rozar el suyo. Ella no se dejó hacer, no, ella se apretó más aún contra mí. Su respuesta me terminó de acelerar, si es que era necesario, y tras tirar de su labio inferior con mis dientes volví a encajar mi boca en la suya, comiéndome con voracidad esa fuente de pecado. Mi lengua buscó la suya, y la encontró. La encontró bien dispuesta a participar en ese baile frenético en el que nos habíamos sumido y que nos había hecho olvidar totalmente qué hora sería, dónde estábamos y hasta quiénes éramos.

Mientras nos comíamos entre suspiros y risitas de complicidad, mi mano, temerosa, no se atrevía a moverse de esa cintura que tan bien tenía amarrada. Quería entregarme a esa pasión, pero tenía tanto miedo de cagarla… Tenía muy claro hasta qué punto quería llegar yo, pero ¿Vanesa? ¿Hasta dónde querría llegar ella? Vamos, que el cuerpo me pedía meterle la mano cuanto menos debajo de la camisa, pero no me atrevía. Los dedos me temblaban, ansiosos de abrirse camino debajo de su ropa, buscando abrigo en sus rincones más ocultos, pero me aguanté, no quería estropearlo.

Una vez más fue ella quien me dio las respuestas que buscaba. Con las dos manos recorrió mi espalda, no con unas caricias, sino con un buen magreo; luego me agarró el culo, una mano en cada nalga, apretando fuerte con esos dedos jóvenes y probablemente muy, muy traviesos. No me lo podía creer: Vanesa me estaba sobando el culo en el parque, a escasos metros de la oficina, a plena luz del día, mientras nos metíamos la lengua hasta la campanilla. Vanesa y yo, por fin juntas. Esa mujer me estaba haciendo feliz.

Unos niñatos pasaron corriendo delante de nosotras, un par de ellos mofándose:

–¡Mirad, Se están besando! ¡Con la lengua! ¡Pero si son dos tías!

Esa interrupción nos devolvió bruscamente a la tierra. Putos niños de mierda.

Nos miramos sonriendo, nos echamos a reír y nos abrazamos, nos abrazamos muy fuerte.

–Vanesa, yo…

–No digas nada, Ana.

–Sí, algo tengo que decir… Quiero decirte que… ¡gracias! –concluí con una sonrisa algo avergonzada. De qué me avergonzaba, todavía no lo sé.

–No hay de qué. De saber que besas así, cualquiera nace lesbiana, jajaja. Sabes… lo que dijiste y tu manera de mirarme… no he podido evitar dejarme llevar, y no me arrepiento de ello.

Vaya, la jovencita parecía tenerlo hasta más claro que yo, que estaba hecha un auténtico lío tras ese vertido de hormonas descontroladas.

Vanesa siguió:

–No quiero estropear el momento, pero… creo que deberíamos ir volviendo. Llevamos fuera una hora y… mejor que volvamos. Si estás bien, claro. Pero diría que sí –me dijo guiñando un ojo, sonriendo. Otra vez esa sonrisa, y ese guiño, que me acompañaría para siempre.

–Oye, Vane… –le dije mientras caminábamos de vuelta a la oficina –como alguien haya salido a buscarnos y nos haya visto, se lía parda.

–En ese caso sólo podemos hacer una cosa… confesarnos culpables. Si alguien nos ha visto, no hay manera de darle la vuelta ni de negar algo tan evidente. Mejor apechugar con dignidad. En fin… ¿qué hay de malo en besarse? No estábamos matando a nadie.

–Ya… –contesté preocupada. No estábamos matando a nadie, pero yo estoy casada, todo el mundo lo sabe y casi todos se pueden chivar con mi marido. Me sentí faltar el aire.

***

El resto del día transcurrió tranquilo, en lo referente al trabajo. Nadie pareció haberse percatado de nada. Tras asegurarse de que me encontraba bien y de que podía seguir produciendo para la gran maquinaria empresarial, todo el mundo siguió con su ordinaria cotidianidad.

Menos yo, que no podía dejar de revivir lo ocurrido, una y otra vez, una y otra vez.

Me encerré varias veces en el lavabo y lloré. Lloré lágrimas de felicidad.

Esa noche, en la penumbra de la habitación de matrimonio, en la soledad de una cama que sólo físicamente compartía con mi marido, al que daba la espalda como siempre últimamente, mis últimos pensamientos del día fueron monopolizados por el recuerdo de mi primer día con Vanesa. El primer contacto de su mano en la mía y, como no, nuestro primer beso. Palidecí preguntándome si no sería también el último. Cuanto menos habría sido un primer-último beso inolvidable.

***

¿Cuántos tíos había besado en mi vida? Una vez los había contado, creí recordar que una quincena. Ni todos juntos se acercaban a eso, ni por asomo. Los labios de una chica besándote son algo único, no importa que seas hombre o mujer. Cuando tu boca encuentra la de tu mujer, como la mía había encontrado la de Vanesa, sientes que estás en tu lugar, donde quieres estar. Sientes que nada te falta ni te va a faltar, que ahí es donde encajas, que es el lugar que has buscado toda tu vida para asentarte y ser feliz para siempre. Cuando tu boca encuentra la de tu mujer, te sientes completo.

[... continuará...]

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Este es mi primer relato y espero que os guste como a mi me gustó vivir esta historia en primera persona. ¡Gracias por leerme! Agradezco de antemano todos los comentarios, postivos o críticos, que sin dudas me ayudarán a escribir mejor mis proóximas historias.