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Mi padre, Koldo. (IV)

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CONTINUACIÓN DE MI PADRE, KOLDO (III)

Con sus pantalones bajados a medio muslo no le permití que se ocupara él mismo de hacer lo propio con sus calzoncillos, demorando cruelmente lo que mi padre y el bulto entre sus piernas tanto parecían estar ansiando. A pesar de mi posición sumisa, literalmente a sus pies, era yo quien por el momento llevaba las riendas de tan morbosa y excitante situación. –Disfrutas poniéndome cachondo para luego hacerme sufrir, ¿verdad? Menudo maricón calientapollas estás hecho–. Con aquellas palabras Koldo dejó muy claro que sabía de mis deseos, de mis intenciones. Regocijarme con la oportunidad de martirizarle hasta el punto de volverle loco de deseo. Y al parecer lo estaba consiguiendo.

Comencé a chupar y a mordisquear la media erección de mi padre por encima del algodón blanco que la cubría, empapándolo con mi saliva hasta el punto de que aquel tenso tejido acabó transparentando el imponente y venoso miembro que palpitaba debajo. El maduro norteño respiraba ahora convulso, gruñendo con cada exhalación. Se mostraba resignado, expectante, y yo sabía que a duras penas podía reprimir el impulso de hacer uso de sus manos mientras me observaba torturarle de una manera tan sensual como deliberada. –Venga, joder… Chúpamela–. Me ordenó al cabo de unos segundos que probablemente se le antojaron eternos, observándome acariciar y lamer su paquete en aquella íntima media luz. –No creo que me merezca esto, cabrón. Vas a matarme–. Mis labios se mostraron indiferentes a sus suplicantes exigencias, revoloteando por encima de la latente cresta que, finalmente, acabó asomándose por encima del bóxer de Koldo. El fornido cuarentón gesticuló una mueca que, conmigo fuera de plano, muchos habrían interpretado como de dolor. Nada más lejos de la realidad, ya que su gesto crispado fue fruto de sentir como una boca ajena, en este caso la mía, se ceñía en torno a su glande.

Al fin –y piadosamente– tiré hacia abajo del bóxer, con fuerza, pudiendo el pollón de mi padre enderezarse tieso y orgulloso desde su oscuro bosque de vello púbico hasta el ombligo. Sus pelotas colgaban pesadas y bajas, rozando el sofá. –Buen chico… Esto ya me gusta más–. Musitó el mayor mientras acariciaba su peludo torso a través de la camisa abierta. Después se atusó la barba con un mohín de complacencia, como si acabara de librarse de una pesada cargada al verme –y sobre todo sentirme– lamer su miembro de abajo a arriba y en toda su intimidante extensión.

Mi lengua se arremolinó danzarina alrededor de aquel venoso y descapullado pollón. La sensible carne de su miembro se sacudió ante tamaña fruición, haciéndome levantar por un momento la cabeza, extrañado, al sentir en mi boca aquel estremecimiento acompañado de una copiosa descarga de líquido preseminal. –Todo bien, campeón–. Alcanzó a decir mi padre, exhalando después una especie de carcajada con la que rectificaba lo dicho puntualizando que aquello no sólo estaba bien, sino que estaba de fábula. –Si tu madre me la comiera así… Espero que en Francia la enseñen a chupar polla como Dios manda–. No pude contener una risilla al escucharle decir aquello, volviendo después a inclinar la cabeza para retomar el asunto que me traía entre manos. Cálida y húmeda mi lengua volvió a caer nuevamente sobre él, lamiéndole primero la punta y luego el área más sensible de debajo, provocándole en el frenillo una sensación que le hizo entornar los ojos y estirar las piernas.

Hijo de puta… ¿Quién cojones te habrá enseñado a chupar rabos así?–. Las halagadoras –aunque no lo parecieran– palabras de Koldo sonaron entrecortadas. Yo sencillamente me encogí de hombros en respuesta, sin dejar de repasar aquel imponente falo como si se tratara de un helado que se derritiera demasiado deprisa. –Lame el rabo de tu padre, sí… Es todo tuyo, zorrita–. Jadeó en demanda, pareciendo que estuviera a punto de eyacular en el instante en que hice lo que acababa de pedirme: colocar la lengua justo debajo de su glande. –Eso es… Frota mi capullo sobre ella–. Accedí a cumplir tan conciso deseo y lavé con ganas la cabeza de su miembro, impregnándose mis papilas gustativas con una suculenta mezcla de humedad masculina y orina. –Sigue así, no te…–. Su voz se escindió, o más bien derivó en un sonido gutural, cuando finalmente acogí el grueso glande de aquel pollón en mi boca y comencé a succionar como si mamará de él.

Koldo alzó las caderas contra mi boca, provocándome una arcada al tratar de profundizar desde abajo de una manera tan brusca como repentina. Sus ojos me decían que ansiaba poseerme, que deseaba enterrar cada centímetro de su miembro –y eran muchos– tan profundamente en su hijo como le fuera posible. Volví a gemir ahogadamente en torno a su carne, introduciendo más de su gruesa polla en mi cavidad bucal, y éste siseó ante el violento estremecimiento que le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza. Yo seguía disfrutando de cada lametazo y succión, con cada apretón a los testículos del hombre o esforzado intento por abarcar lo máximo posible del grueso falo que masturbaba oralmente.

Afloja un poco, chaval–. Jadeó el norteño, convertidas ambas manos en puños debido a su contención por no explotar. Seguramente pensaba que, de correrse ya en mi boca, tardaría demasiado en poder volver a jugar un segundo asalto. Comprensible prudencia la suya, debido a la cantidad de alcohol en su cuerpo y a lo largo que había sido su día. Le dediqué una mirada traviesa tras escupir la baba acumulada sobre la cima de aquel pollón; mi Everest particular. Entonces, como si hubiera tomado una decisión irrevocable y confiando en su buen aguante, separé más los labios hasta engullir casi dos tercios de la robusta virilidad de mi padre, apresándola con cuidado entre mis dientes y prensándola con la lengua para conseguir que cupiera. –¡La madre que te…!–. Koldo alargó sus recias manos de albañil y me agarró de la nuca, con la cabeza echada hacia atrás y profiriendo a su vez un bronco rugido. Su control parecía estar a punto de hacerse pedazos. Podía sentir el pulso de la liberación en sus testículos, en el relieve de sus palpitantes venas. La inminente erupción llegando a su glande.

Por fortuna para el vicioso cuarentón –y lamentablemente a su vez– acabé vaciando de polla mi paladar. Boqueé agitado ante él, con los ojos llorosos y un rubor fruto del esfuerzo y no de la vergüenza, recuperándome de mis repetidas y loables tentativas por engullir enteramente aquel miembro ahora ensalivado. Un rabo descomunal que, a diferencia de en nuestro primer encuentro sexual, hoy me superaba. Seguramente debido a que ningún esfuerzo propio era comparable al sometimiento de unas manos en la nuca ni al inclemente embestir de unas caderas tan enérgicas como las de mi padre. En cualquier caso no pensaba concederle ni un solo instante de respiro, por lo que seguí pajeándole a dos manos en honor a nuestro segundo acto incestuoso. Mi padre me dedicó una sonrisa cómplice, de reconocimiento hacia mi talento y de gratitud por el placer brindado, mientras se rascaba una axila por debajo de su camisa abierta.

¿Quieres follarme ya, papá?–. Le pregunté tras detener el oscilante movimiento de mis manos, apoyando una de ellas y mi cabeza ladeada en uno de sus muslos mientras con la otra acariciaba, como al descuido, su ardiente y colmado escroto. Él arqueó una ceja y resopló una especie de risotada, como si mi interrogación le hubiera resultado estúpida y del todo innecesaria.

¿Tú qué coño crees?–. Me respondió tras empuñar su pollón erecto y señalárselo con la otra mano, sarcásticamente retórico por lo obvio de su deseo de hacerlo. Entonces abandoné mi postura de rodillas para montarle de nuevo a horcajadas, sentándome sobre aquella barra de carne caliente y palpitante. Le besé larga y apasionadamente, arrebatándole al hacerlo el poco aliento que a esas alturas debía quedarle en sus pulmones. Al separarme me incorporé presto e hice ademán de retirada tras recoger del suelo sus zapatos y también la chaqueta que se había quitado, haciéndole saber de manera sugerente que le estaría esperando en su guarida. Una habitación que, morbosamente, también era la de mi madre.

Ya en aquel dormitorio en penumbra me deshice de la camiseta, recostándome en la enorme cama de mis padres –confiando poder pasar allí el resto de la noche– con la espalda apoyada en el cabezal de forja. Esperé ansioso –y lo admito, también algo asustado– la llegada de aquel bigardo que probablemente me había engendrado en ese mismo lecho. Al poco le observé cruzar la puerta con la seguridad de un enorme y barbudo león franqueando sus dominios. Mi polla vibró de excitación al verle aparecer prácticamente sin ropa, habiéndose desprendido en el salón incluso de su reloj y los calcetines. No obstante, y para mi descontento, había vuelto a cubrir su majestuosa erección con esos calzoncillos blancos que yo dejara a la altura de sus recios y afelpados muslos.

Dependerá de tu comportamiento en ese colchón que luego te permita o no pasar la noche en él, conmigo–. Aseveró Koldo como si me hubiera leído el pensamiento, mientras se acercaba lentamente hacia los pies de la cama. Acariciaba con su diestra ese pecho velludo y bastante bronceado con el que conseguía atraer incluso las miradas de hombres heterosexuales. Al acercarse un poco más pude comprobar que una mueca arrogante y jactanciosa se había instalado en su curtido semblante, tras informarme de aquello como si todavía no lo hubiese decidido del todo y se tratara simplemente de una posibilidad, de un premio a ganarme. –Y descansar–. Apostilló con un deje sutilmente amenazador al tiempo que hincaba una de sus rodillas en el colchón, insinuándome que para ello antes iba a tener que dejarme exhausto.

CONTINUARÁ…