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Mi padre, Koldo. (III)

en Gays

Al fin llegó el día –y la oportunidad– que durante tanto tiempo había estado esperando. Mi madre pasaría una semana entera lejos de casa, de nosotros, visitando a una hermana suya afincada en Francia. Tiempo más que suficiente para conseguir que el hombre al que más deseaba en este mundo me poseyera como ningún otro –y por donde ningún otro– lo hubiera hecho antes. Ese hombre era mi padre, Koldo, que por motivos de trabajo –o quizás porque también anhelaba quedarse a solas conmigo– no pudo acompañar a mi madre en su viaje. En consecuencia, yo también me había escaqueado de hacerlo.

Por desgracia, mis planes de seducción para aquel primer día de solitaria libertad entre ambos se vieron truncados –o como mínimo alterados– cuando mi padre me hizo saber que probablemente no llegaría a casa hasta después de medianoche. Había regresado por la tarde después de otra dura jornada de trabajo, únicamente para darse una ducha rápida –en esta ocasión con la puerta del baño cerrada– y poder cambiarse de ropa. Según me hizo saber había quedado con unos colegas para cenar y después hartarse de birras mientras jugaban al póker. Lo cierto es que no era la primera vez que trasnochaba –incluso estando mi madre en casa– con la excusa de ese mismo plan o de los que realmente llevara a cabo cuando se sentía libre de las ataduras conyugales.

Llegó a casa pasada las tres y media de la madrugada, visiblemente borracho. Yo había decidido esperarle despierto; viendo la tele, chateando con el único de mis amigos que conocía de mi incestuosa adoración paternal y mojando mis ganas en un par de vasos de leche con chocolate. Se mostró algo iracundo conmigo al recriminarle la tardanza y también su evidente estado de embriaguez, sugiriéndome con la brusquedad que le caracterizaba que me metiera en mis putos asuntos. –Que te la clavara hasta la garganta no te convierte en mi mujercita–. Vociferó Koldo mientras se dirigía tambaleante hacia el cuarto de baño. Le hice caso y dejé de comportarme como si lo fuera, retomando presto y sin cuestionar más sus acciones mi papel de hijo devoto.

Conseguí calmarle un poco, irónicamente después de prepararle un café bien cargado que acompañó de un cigarrillo tras haber echado una sonora y legendaria meada de casi cinco minutos. Luego le descalcé allá donde se había dejado caer después de ir al baño, en el sofá del salón. Tras permanecer unos diez minutos tumbado –en los que pensé que se quedaría dormido– mi padre se incorporó de repente hasta quedar sentado, mascullando algo entre dientes. Me percaté de que ladeaba la cabeza y se llevaba la mano a la nuca para masajeársela, por lo que decidí aprovecharme de su doloroso cansancio para tocarle de una manera mucho más explícita y, en apariencia, inocente. Sin tiempo que perder rodeé aquel sofá de tres plazas en busca de su retaguardia o, más concretamente, de una buena postura que me facilitara el poder amasar cómodamente los anchos hombros del obrero. Al rato sentí que su tensa musculatura comenzaba a relajarse, suscitándole con mis dedos un ronco gruñido de placer.

¿Por qué me has esperado despierto?–. Koldo formuló su pregunta con la nuca apoyada en el respaldo, mirándome a los ojos de manera inversa y en contrapicado. Yo le respondí que no lo había hecho deliberadamente, que simplemente me había desvelado. Con un sarcástico resoplo dejó claro que no terminaba de creerme. –Y dime, chaval. ¿Sólo vas a ocuparte de mis hombros o piensas regalarle a tu padre un masaje completo?–. En respuesta a su provocadora chanza –que acompañó de un obsceno y elocuente manoseo a su paquete– le sonreí seductor, volviendo a cercar el sofá hasta detenerme frente a él. Acto seguido hinqué mis rodillas en el asiento con el fin de colocarme a horcajadas sobre el regazo de mi objeto de deseo, enjaulando su fornido cuerpo entre el mío propio y el respaldo del sofá. Mi atrevimiento en aquel primer paso –que más bien era ya el segundo– no pareció sorprenderle demasiado. Seguramente ya sospechaba que ante la ausencia de mi madre, de su esposa, lo acabaría dando a consecuencia del sinfín de insinuaciones y miradas sugerentes que desde el día en que ella nos anunciara su ausencia no habíamos parado de arrojarnos mutuamente y casi de manera beligerante.

Mis entregadas palmas regresaron a sus hombros de vikingo, deslizándolas esta vez por debajo de su chaqueta en evidente tentativa por deshacerme de la prenda. Terminó de quitársela él mismo, quedándose con aquella camisa azul de manga corta que tanto me complacía verle llevar, especialmente por el modo en que ésta marcaba sus bíceps. Seguidamente, y con la indigna premura –a su edad– de un adolescente en plena ebullición, Koldo empezó a desabrocharse aquella ajustada camisa. Respiraba ahora de manera agitada, afanándose en exhibir ante mi anhelante mirada ese torso velludo, musculado, del cual emanaron varoniles efluvios de desodorante mezclados con el sudor etílico de una larga noche de juerga.

Putos botones…–. Musitó ante su torpeza, incapaz de atinar con los dos últimos ojales a causa de mi postura de jinete, la tenue luz del salón y su ebria exaltación en general. Me ofrecí a terminar de hacerlo yo mismo, aprovechando él ese gentil relevo de manos en la faena para llevar una de las suyas a mi rostro. Me acarició la mejilla con su palma y después mis labios con su pulgar, instándome con una leve presión a que acogiera ese dedo entre ellos como seguramente contaba verme hacer más tarde con su polla. –Joder… Y yo gastándome un pastizal en coños cuando tenía a una putita dispuesta a todo en mi propia casa–. Me confesó con una sonrisa libidinosa, de depredador sexual. Una sonrisa que jamás había mostrado ante mi madre, no al menos en mi presencia, y que yo pude ver como la esbozaba por primera vez hacía tan solo un par de semanas.

Su mirada se había oscurecido debido al ansia que comenzaba a embargarle y que yo podía sentir en su entrepierna de manera mucho más carnal. Mi culo aplastaba ahora su creciente paquete, en una postura de monta que de estar ambos en cueros y follando me habría empalado hasta el estómago. Con una de mis manos apreté su recio cuello de toro, recorriendo con la otra su peludo torso hasta liberar del pantalón los bajos de su camisa abierta. Me abalancé entonces sobre barbuda mandíbula para poder besarla, morderla, chupando su igualmente poblada barbilla –que sabía a cerveza– con la avidez de una fulana deseosa de propina. Aquella acción cercana a un beso pareció incomodar un poco a mi padre, aunque tras un leve amago de cobra me permitió seguir obrando a mi antojo.

Menuda zorrita estás hecha… ¿Aprovechándote de tu padre borracho?–. Me preguntó con un tono de voz entre ronco y ahogado, obteniendo únicamente como respuesta mi sonrisa de niño bueno pero algo travieso. Después ataqué con mi boca uno de los dos discos broncíneos rodeados de vello y chupé con hambre el pezón de aquel macho ibérico, rodándolo entre mis dientes y levantando la punta que poco había tardado en endurecerse ante tales atenciones. Lo lamí unas cuantas veces más, resultándome adictivo su sabor, antes de dirigirme más hacia el sur en aquella libidinosa ruta con la que fui dejando un reguero de saliva sobre el velludo pecho y abdomen de mi padre. Su rostro se había enrojecido debido a la presión que hasta entonces habían ejercido mis dedos en torno a su garganta. Mi padre me acarició la mano que mantenía apoyada en el asiento, con una delicadeza insólita en él y sintiendo aún mi diestra en torno a su cuello. Aunque ahora ya no se lo apretaba, simplemente lo aferraba. Lo sentía mío.

Mientras besaba y lamía sus pectorales de oso, extasiándome con el olor a macho que fluía de sus axilas, los dedos de mi padre acariciaban como al descuido mi cuero cabelludo, peinando hebras castañas que poco tardó en empuñar para tirar de ellas y echar mi cabeza hacia atrás. Me obligó a encararle con una repentina y dolorosa rudeza, violándome con sus oscuros ojos de mirada penetrante. Entonces hizo algo del todo inesperado y que me estremeció de los pies a la cabeza. Atrajo mis labios hacia los suyos, con vehemencia, provocando un intenso choque de bocas que por un instante pareció dejarme sin aliento. Lo que comenzó como un intenso aunque torpe beso exploratorio, muy pronto se encendió hasta acabar convirtiéndose en una embestida de lenguas follándose la una a la otra. El café había limpiado de cerveza el paladar de mi padre, dejando el regusto puro de Koldo, entre amargo y amaderado, como a tabaco y whisky añejo, que imperó sobre cualquier otro sabor en aquella apasionada degustación de bocas.

La mano diestra y gobernante de mi padre descendió por mi espalda, acariciando el algodón de mi camiseta y no aún mi piel, uniéndose a la otra en un firme agarre de mi trasero. Las mías, mientras nos besábamos, parecían empeñadas en deshacerse del todo de su camisa. Estaba claro que los dos habíamos llegado a la misma conclusión, que la ropa empezaba a sobrar, pues sentí los callosos dedos del robusto obrero en una caricia mucho más directa a mis nalgas, tras colarlos furtivamente por debajo del bóxer que yo vestía y tanteando con sus yemas la única entrada a mi cuerpo que nadie hasta ahora había franqueado.

Joder… Está claro que no has salido a tu madre–. Le escuché balbucear cuando retiró sus labios de los míos, los cuales sentí adormecidos a causa de la poderosa fricción de su beso y por lo hirsuto de su barba. Se percibía un retintín de amargura en lo dicho por mi padre, confirmándome una vez más sus palabras lo necesitado de pasión y de buen sexo –al menos cuando estaba en casa– que el pobre debía estar. No pude evitar que aquello me excitara aún más, ya que después de lo que pensaba hacerle esa noche –y de lo que esperaba que él me hiciera a mí– jamás volvería a plantearse siquiera el recurrir a mi mojigata madre o a una prostituta para saciar sus necesidades más primitivas como hombre.

Tranquilo, papá. Con tu cuerpo y ese pedazo de rabo que calzas siempre me tendrás a tu entera disposición–. Le hice saber mientras retiraba su exploradora mano de mi culo, retrocediendo después sobre su regazo hasta quedar prácticamente de pie; hincada una de mis rodillas entre sus muslos, con la cabeza agachada y el torso inclinado hacia delante.

No pienso decepcionarte, chaval. Aunque sí puede que te haga un poco de daño–. Me advirtió él con un tono de voz ebrio pero vanagloriado, sin farfullar pero arrastrando aún las palabras a consecuencia de lo mucho que había bebido. Sus labios cercados de barba dibujaron de nuevo una sonrisa lasciva, observándome lamer su bajo vientre en dirección al intimidante bulto de sus calzoncillos, el cual había emergido palpitante tras desabrocharle el cinturón y bajarle la cremallera. El verme poner de rodillas le había hecho acumular un poco más de sangre en su verga, engrosándola otro tanto mi alusión a su enorme tamaño. –Y dejarás que haga contigo lo que me salga de los huevos–. Koldo exhaló aire tras añadir dicha sentencia –que no condición y mucho menos ruego–, con una especie de suspiro varonil que pareció una risa taimada.

CONTINUARÁ…