miprimita.com

Mi padre, Koldo. (V)

en Gays

CONTINUACIÓN DE MI PADRE, KOLDO (III) Y (IV)

Túmbate boca abajo y separa un poco las piernas–. Me ordenó Koldo de rodillas abiertas sobre el colchón, mientras se manoseaba el paquete a un lado de mi cuerpo. Sin vacilar eso fue lo que hice, exhibiéndole mi lampiña y delgada anatomía trasera. Desde mi nueva posición tumbada ojeé la verga ajena de soslayo; ahora sí, con algo de suspicacia y temor en mis ojos. Perfilada aún en el tejido blanco parecía más gruesa que nunca, posicionada en diagonal y con su orondo glande asomándose por encima del elástico. El inevitable pensamiento de tenerla metida hasta el fondo se me antojó del todo abrumador, disipándose éste cuando me estremecí al sentir sus cálidas y enormes manos tanteando entre mis nalgas. Las separó para dispararme en el agujero con uno de sus “escupitajos bala”, como solía llamarles por su carga y potencia cuando yo era pequeño.

Quiero que disfrutes de esto casi tanto como yo pienso hacerlo–. Me dijo mi padre con un tono de voz sincero, aunque su “casi” le hiciera sonar algo cínico y presuntuoso. Luego liberó una breve carcajada cuando siseé al sentir en mi ano uno de sus largos dedos. Su saliva facilitó un poco la intrusión, aunque resultaba insuficiente. A fin de cuentas no se trataba de ningún aceite o lubricante. –No me seas marica… Si quieres que te la meta sin destrozarte vas a tener que aguantar algo más que un puto dedo, chaval–. Refunfuñó antes de hacerme sentir otra de sus falanges, la adornada con su anillo de casado, presionando con esta también la pequeña entrada a mi cuerpo. Aquello me hizo gemir y juntar las piernas en acto reflejo, mientras el otro murmuraba palabras de aliento entremezcladas con soeces maldiciones hacia aquella estrechez que, como supuse debía ocurrirle siempre que follaba, iba a suponerle un auténtico desafío. –Así me gusta… Ábrete para papá–. Masculló un excitado Koldo después de que sus dedos se adentraran otra pulgada en mi ano, obrando despacio para no constreñir el músculo interno y así poder llegar más profundo en la apretada cavidad que invadía.

Al rato añadió uno más y movió los tres en un ángulo diferente, rozando un área muy sensible de mi interior. Casi me hizo perder el control al presionar aquel punto cuya existencia, a tenor de mi reacción, desconocía por completo hasta ahora. De repente, y en lugar de sentirme exprimido o paralizado, empecé a retorcerme sobre las sábanas mientras mi padre seguía pulsando aquel botón encendido dentro de mi cuerpo, una y otra vez, poniéndome más caliente con cada nueva caricia. Koldo sonrió vanagloriado al escucharme jadear de manera incontenible. –Te gusta esto, ¿verdad?–. Me preguntó en un susurro, orgulloso del placer que me estaba provocando únicamente con sus dedos. Su tono de voz denotaba lo impaciente que estaba de intentar proporcionármelo con su polla.

Ya casi estás listo, chaval–. De nuevo otro de esos “casis”, tan recurrentes en él, sonó muy poco alentador. Koldo creyó no poder hacer mucho más por ensanchar mi recto, y en el fondo –nunca mejor dicho– seguro que tampoco deseaba hacerlo. Estaba convencido de que se moría de ganas por causarme un poco de daño al estrenar un culo tan estrecho como el mío. –Pero yo he dejado de estarlo–. Me hizo saber tras azotar uno de mis cachetes, manteniendo dentro de mí sus dedos para alivio o tormento de mi ano. Cambió entonces de posición aunque no de postura, acomodando sus rodillas de tal forma que su abultada entrepierna quedó junto a mi cabeza al elevarla un poco tras apoyar sendos codos en el colchón. Aquel portentoso miembro suyo había perdido bastante de su reciedumbre, aunque de igual modo surgió como impulsado por un resorte cuando, haciendo uso de su mano libre, se bajó el bóxer hasta por debajo de los testículos.

Tan cerca quedó su pollón de mis ojos que podía ver las gotas perladas de líquido preseminal acumuladas en la hendidura de aquel impresionante pedazo de carne. Una herramienta con el grosor de un vaso de cubata que parecía haber sido diseñada para destrozar coños y sobre todo culos, la cual se erigía ahora algo cabizbaja sobre un escroto cuyo contenido resultaba igual de desmedido y amenazador para cualquier boca. Mi padre tomó aliento, con una mano aferrada al cabezal de forja mientras con la otra seguía dilatándome, y aguardó impaciente a que me inclinara hacia delante y lamiera aquellas gotas viscosas cuyo intenso sabor empezaba a resultarme de lo más familiar. –Vamos, zorrita. Haz que papá vuelva a ponerse bien duro. Chúpamela para que pueda follarte a gusto–. Un gruñido ronco emergió de su garganta, resonando cavernoso en el interior de su tórax, al sentir nuevamente mis labios ciñéndose en torno a su venosa y algo decaída polla. Me esforcé para que mi talentosa boca poco tardara en volver a erigir tamaña envergadura, necesitando ésta de mucha sangre acumulada y de constantes estímulos para mantenerse erecta.

Después de mamársela durante unos minutos, de sentirla crecer y endurecerse dentro de mi boca, mi padre abandonó por un instante la cama como si temiera llegar a correrse. Únicamente lo hizo para despojarse presto de la última prenda que quedaba aun sobre su cuerpo: el bóxer blanco arremolinado en sus rodillas. Acto seguido, y ya completamente desnudo, regresó al colchón para derribarme boca abajo sobre él tras aferrarme de los tobillos y tirar de mí hacia abajo. Luego me instó a que me pusiera a cuatro patas, pareciendo presuponer que ya estaba listo para recibirle. Aun así quiso asegurarse escupiendo de nuevo entre mis nalgas y empujando cuidadosamente uno de sus dedos –el pulgar– en mi apretado ano de virgen.

Te dolerá. Te dolerá mucho–. Me advirtió con franqueza mientras, de rodillas entre mis piernas separadas, hacía deslizar su tranca llena de sangre norteña en la raja de mi culo. –Pero te acabará gustando–. De repente, el ancho glande de su pene demoledor hizo algo más que abrirse paso entre mis nalgas después de que su dueño afirmara aquello. Entró dentro de mí, presionando mi agujero hasta finalmente conseguir traspasar el tenso anillo de músculos que protegían la entrada trasera de mi cuerpo. –Shhhh… Respira hondo, chaval–. Murmuró al oírme sollozar, acariciando mi espalda con su cálida mano en un intento poco fructífero por mitigar mi dolor. –Tranquilo, pequeño. Dentro de poco te la habré metido entera y lo peor habrá pasado–. Apenas pude escuchar lo que mi padre acababa de decirme por culpa de mis propios gemidos. Me retorcía en mi postura de perro mientras apretaba las sábanas dentro de mis puños y trataba de acostumbrarme a la nunca antes experimentada sensación de estiramiento. De ser invadido y llenado por otro hombre.

¿Piensas que esto va a ser fácil, chico?–. Me preguntó la bestia en mi retaguardia; un rottweiler en ciernes de tirarse a un chihuahua. –Joder… Sigues igual de apretado–. Jadeó al sentir el estrujón de mi recto, más tenso que cualquier puño, estirándose alrededor de la cabeza de su miembro. Entre dientes maldijo soezmente su propia envergadura y aquel angosto agujero que tanta guerra le estaba dando. –No sé si podré follarte como desearía, como te mereces, sin desgarrarte–. Aunque su voz fingiera preocupación, sabía que mi padre no podía estar más cachondo ante la posibilidad de causarme un poco de dolor y daño al follarme. El mismo hecho de que yo lo aceptara sin rechistar, permitiéndole aquella tentativa de penetración, era la prueba de mi absoluta entrega en la sumisión y la intimidad que crecía entre ambos. Cualquier otro chico virgen –a excepción de un chapero con ánimo de lucro– se hubiera mostrado mucho más cauto desde un principio, especialmente sin un buen lubricante con anestésico o haber fumado previo al acto un poco de marihuana. Pero yo no sólo permití que me penetrara a pelo y prácticamente en seco, sino que además procuré con un doloroso esfuerzo que avanzara un par de centímetros más en su ruta hacia mis entrañas.

Relaja el esfínter, pequeño. Como si cagaras–. La voz de mi padre sonó oscura y seductora a pesar de lo soez de sus palabras. Dicha recomendación me fue susurrada al oído, habiéndose inclinado el maduro semental hasta pegar su fornido y peludo torso a mi –en comparación– pálida y afeminada espalda. Con sus poderosos brazos rodeó mi cintura, aferrándome con fuerza, inmovilizándome en mi sitio. –¿O deseas que te parta en dos de un pollazo? ¿Es eso lo que quieres, zorrita?–. Me interrogó en la cercanía, coloquialmente lascivo, tras morder el lóbulo de mi oreja y recuperar el busto su posición erguida.

Entonces retiró de mi interior su conflictivo ariete, aliviándome y mortificándome a su vez con unos segundos de fingida evasiva. Yo gimoteé sensualmente en protesta al tiempo que separaba un poco más las piernas. –No, papá… Fóllame, por favor. Métemela hasta el fondo–. Le supliqué con un hilo de voz, sin apenas ser consciente de lo que le estaba pidiendo. Escuché a mi padre reír por lo bajo al tiempo que flagelaba mis nalgas con su recio pollón, frotándolo luego entre ellas.

Está bien, campeón. Entonces ten paciencia y déjame a mí encargarme de hacer posible lo imposible–. Las palabras del norteño precedieron un leve cambio de postura y la lenta acometida de sus caderas. Dejó una rodilla hincada en el colchón pero flexionó su otra pierna hacia delante, presionando con la acampanada cabeza de su erección aquel ojo de aguja en comparación al tamaño de su verga. Grité de dolor –y por fin también un poco de placer– cuando de nuevo mi padre volvió a impulsarse contra mis nalgas para hacer avanzar un poco más su glande a través de la humedad que tan efímeramente lubricaba mi apretado canal.

Clávamela de una puta vez–. Mi incitante demanda, apremiándole a que me la metiera hasta el fondo, pareció excitar aún más al dueño de aquel mandoble a medio ensartar. Sin embargo, éste tuvo el suficiente sentido común –y la entereza– para no consentirme aun lo que sin duda le estaba rogando aunque mi tono de voz sonara orgulloso e imperativo. –¡Vamos, cabrón!–. Le insistí a pesar del punzante dolor en mi recto, ya que mis ansias por sentirle plenamente dentro de mi cuerpo eclipsaban todo atisbo de sensatez por mi parte.

¿Cabrón?–. Cuestionó Koldo, sarcástico en su interrogación, el calificativo que yo le dedicara en mis exigencias. –Si realmente fuese un cabronazo ya te habría reventado por dentro–. Socarrón pero también veraz, el norteño soltó una carcajada antes de azotar nuevamente –y enrojecer– una de mis nalgas. Apostaría que nunca antes me había escuchado hablarle de manera tan sucia, no al menos con semejante tono de exigencia. –Sigues sin estar preparado–. Volvió a negarme con voz queda, pero categórico. En su lugar empujó hacia delante con bastante moderación, enterrando dos centímetros más de su manubrio en mi estirada vaina.

Cuando volví a insistirle mi padre me tomó del pelo y tiró de él con brusquedad, obligándome con su zarpa a empinar la cabeza y arquear el lomo. Estableció entonces un ritmo castigador, irrumpiendo su vasta polla dentro de mí con empujes cada vez más rápidos y profundos. Su vello púbico consiguió rozarme las nalgas en un par o tres de ocasiones, no pudiendo evitar que yo mismo me empalara peligrosamente con su falo al balancear mi culo en dirección contraria a la de sus acometidas. La última de sus acometidas me hizo entornar los ojos y aullar de dolor.

–¿No era esto lo que querías?–. Me preguntó al oído tras arrimar su barbudo mentón a mi mejilla, lamiendo el sudor de uno de mis pómulos mientras se deleitaba comprobando lo enrojecido y convulso de mi rostro. Acto seguido me liberó de su abusivo agarre, no sin antes empujarme de la nuca para que hincara la frente sobre el colchón. Y así, con la cabeza sometida y mi culo en pompa, Koldo siguió horadando mi recto con lo vehemente de sus acometidas. Yo no podía dejar de sollozar, liberando agudos gemidos con cada uno de sus pollazos. Ahogaba aquel pedazo de carne que me llenaba con deliberadas contracciones de mi esfínter, forzando a mi padre a que se aferrara a mis caderas y siguiera follándome con la bravura de un toro. La resistencia añadida en cada empuje le hacía jadear, gruñir como un animal.

Transcurridos un par de minutos mi padre se detuvo de repente, obligándome con rudeza a abandonar aquella enorme cama de matrimonio. Sin vaciarme de polla sus manos gobernaron mi cuerpo desnudo con soberanía. Y, enganchado a mí como un perro en plena cópula, me arrastró hasta la luna central del armario. Con bastante violencia me encaró hacia aquel enorme espejo, empotrándome contra su fría superficie cuando se hundió aún más en mi cuerpo y sin excesiva contemplación. Entonces empujó más profundo, gruñendo guturalmente al apretar sus dientes hasta hacerlos rechinar. Se esforzaba por expandirme aún más sin desgarrarme, mientras yo encorvaba la espalda ante aquella nueva punzada de padecimiento mezclada con el goce más carnal.

Esperemos que la puerta de este armario sea igual de resistente que tu culo–. Advirtió Koldo, tan sardónico como temiblemente dotado, antes de impeler sus caderas y percibir como la angosta cavidad que jodía se dilataba un poco más en mi disposición por acogerle tan hondamente como me fuera posible. Yo grité de agonía, también de placer, en respuesta a la contundencia de semejante empalamiento. –Nunca volverán a meterte una de este calibre, chaval–. Bisbiseó mi incestuoso progenitor con su barba pegada a mi oreja, mirándonos a los ojos a través del espejo. Acto seguido flexionó un poco las piernas y empezó a menear el trasero con los movimientos obscenos y circulares de un stripper, horadando en mis entrañas con la corpulencia de su verga. –Prepárate para recibirla del todo, zorrita–. Me anunció con ansia al tiempo que me aferraba por las caderas y volvía a hundirse lentamente en mi interior. Aquello hizo que me retorciera de cara a mi propio reflejo, sintiéndome prensado entre su macizo cuerpo y el armario. Tan extrema dilatación me hizo sollozar hasta que finalmente pude sentir que cada hinchada pulgada de la monstruosa polla en mi retaguardia se hallaba ahora sepultada en mi interior.

Sentí a mi padre despegar su torso de mi espalda y por poco vaciarme al dar un paso atrás, dejando sólo dentro de mi ano la rotunda cabeza de su taladro. Enseguida y de repente volvió a impulsarse con la pelvis hasta tocar fondo. De una única estocada. Brutalmente. Eso hizo que inevitablemente me corriera contra el espejo, no pudiendo soportar más la presión en aquel punto interno de mi culo que nadie hasta entonces había alcanzado y mucho menos estimulado. Los gemidos –casi gritos– de mi orgasmo fueron aplacados por la callosa mano del obrero que lo había provocado, tapándome éste la boca por temor quizás de que pudiera despertar a los vecinos.

Cada nueva embestida de mi padre consiguió arrancarme un gemido de mi pecho. Y lo cierto es que fueron muchas a partir de ese punto. Sus recias caderas habían empezado a moverse más duro, más rápido, desde el momento en que consideró que ya estaba preparado para recibirle plena e intensamente. –Ahora me toca a mí, maricón–. Anunció en referencia a mi eyaculación y a la corrida propia que se estaba construyendo en sus huevos, los mismos que repiqueteaban contra mi perineo a cada una de sus arremetidas. –Esta… Esta madrugada…, tendrás que…, dormir boca abajo–. Gemidos varoniles entrecortaban sus roncas palabras, mientras se dedicaba en asediar mi enrojecido ojete al borde del desgarro con la fiereza de un berserker.

Koldo fornicaba ahora como una jadeante bestia en frenesí para mi disfrute, padecimiento, o puede que una mezcla perfecta de ambas cosas. Sus diez dedos aprisionaban mi estrecha cintura, inmovilizándome, y con su infatigable polla seguía trabajando mi culo en profundidad, quemándolo por dentro. Al cabo retrocedió un par de pasos llevándome consigo, sin salir de mí. Entonces tomó con rudeza mis antebrazos y los llevó hacia atrás, cruzándome las muñecas sobre sus lumbares para así aferrarlas como si de riendas mismas se trataran. Mi lampiño torso quedó flotando en paralelo al suelo, arqueándose mi espalda cada vez que el cuarentón se excedía con una embestida o me azotaba las nalgas con la garra que no empleaba para sujetarme.

Voy a correrme ya, hijo. Voy a preñarte ese culito. Voy a…–. No pareció preocuparle tanto el sueño de los vecinos cuando mi padre rugió de manera ensordecedora al aliviarse dentro de mí, atiborrándome con al menos cuatro copiosas ráfagas de leche caliente que sentí llenándome las entrañas. Después de correrse a gusto decidió liberarme de su duro agarre. Debido a mi postura de muñeca hinchable caí exhausto de rodillas, con el ano increíblemente abierto supurando la lefa de mi progenitor y, seguramente, también un poco de sangre. No obstante, juro que nunca antes me había sentido tan feliz en toda mi vida.

Hostia puta… Debo de haber perdido al menos tres kilos… Y tú ganarlos–. Bromeó mi padre en alusión a lo abundante que había sido su descarga. –Y ahora ven conmigo a la cama, cachorro. Te has ganado el derecho de poder dormir abrazado a tu padre–. Me dijo con un tono de voz condescendiente que también denotaba cansancio. Luego se dirigió casi tambaleante hacia el colchón, derrumbándose boca abajo cuán largo y macizo era. Una película de sudor cubría ahora su musculosa y velluda desnudez. –Pero antes limpia eso–. Agregó tras darse la vuelta y señalar mi propia corrida resbalando sobre la luna espejada del armario. –No queremos que tu madre piense que está casada con un pervertido, ¿verdad, campeón?–. Ambos reímos su sarcástico comentario antes de yo incorporarme y hacerle saber que iría a por un trapo o pañuelo de papel con el que poder cumplir su mandato. –Nada de trapos, chaval–. Me interrumpió desde la almohada, con las manos entrelazadas bajo su nuca y lanzándome una lasciva sonrisa cuando le miré confundido en busca de una explicación a su negativa. –Usa la lengua.