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Las botas del guardia civil

en Gays

Cuando abrió la puerta del apartamento, Alberto ya sabia que Ángel, su compañero de piso, no estaba. Aquel día libraba y no volvería hasta muy tarde.  El trabajo en la oficina lo había dejado muy cansado, pero eso le importaba poco ante la perspectiva de poder estar solo en su casa durante unas horas.

Había estado deseando este momento durante toda la semana. Cada vez que se cruzaba por los pasillos con Ángel, cuando este llegaba de la calle, caminando tan seguro en sus altas botas brillantes, con sus pantalones de motorista ciñéndole las piernas y el chaquetón de piel, oliendo a cuero y a macho.

Desde que, dos semanas antes, había llegado, destinado a la ciudad y decidieron compartir el apartamento que Alberto ocupaba solo, la vida de este se había disparado en una espiral de continua excitación y deseo por el morenazo de tupido bigote que había entrado en su vida y que no parecía darse cuenta de lo bueno que estaba y del efecto devastador que estaba produciendo en su compañero de piso.

Las noches se habían convertido en un continuo de calientes pajas, de turbios sueños húmedos, de insomnios febriles. Cuando Alberto se encontraba solo en el apartamento, no podía evitar entrar en la habitación de Ángel y apoderarse de sus botas, de sus pantalones, de sus calzoncillos y hundir su cara en ellos, aspirando el olor del compañero.

Entonces, mientras su lengua repasaba la caña, el tacón y las suelas de aquellas botas brillantes y mientras sus labios mamaban la puntera, su mano excitada propinaba una paja estrepitosa a su polla tiesa y dura, hasta que el chorro de lefa surgía como un geiser y caía sobre la bota dispuesta ya para ello.

¡Que placer! ¡Que gozada! Y después de correrse, aún con los últimos espasmos, Alberto, arrodillándose y acercando lentamente su boca y su lengua a los chorretones de leche de la bota, los lamia lenta y viciosamente, saboreando el gusto de su propia lefa

Esas veladas, Alberto las hacia siempre que Ángel estaba ausente de la casa. Como hoy.

Y la perspectiva de poder pasar un buen rato lamiendo las botas y excitándose con ellas en el dormitorio, lo tenían caliente desde hacia horas.

Sin quitarse ni gorra ni chaquetón, entró decidido en la habitación de Ángel.

Ordenado como era, se veía todo impecable. Nada fuera de su sitio, las botas de montar alineadas contra la pared.

Un estremecimiento de placer subió a lo largo de su espalda. Tiró la gorra sobre la cama, se deshizo del chaquetón a toda prisa y se arrodilló, casi en adoración, delante de la fila de botas.

Tomo entre sus manos la más usada, brillante de betún, y la acercó a su cara, mientras las aletas de su nariz se dilataban por la excitación que le producía el olor a cuero, betún y sudor.

Sentado en el suelo, apoyó su espalda en la pared y metió su cara en la embocadura de la bota.

Extasiado y excitado, aspiraba ese aroma que lo encendía como una brasa y de vez en cuando, su lengua descendía por la caña hasta llegar al pie de la bota. Sus manos más que sostenerla, la acariciaban. Su boca parecía querer comérsela y sus ojos cerrados mostraban el placer que sentía en aquel momento.

Su mano izquierda, por encima del pantalón, manoseaba su entrepierna, donde el grueso paquete que se le marcaba demostraba a las claras que su polla estaba dura y excitada al máximo.

Los pantalones, demasiado ceñidos, le provocaban una dolorosa opresión que decidió aliviar bajando la cremallera de su bragueta y sacándose fuera la magnifica verga y los dos rotundos cojones.

Dejó caer un hilo de baba en su hinchado y enrojecido capullo y empezó a masajear su polla mientras volvía a enterrar su cara en la embocadura de la bota.

Llevaba ya un buen rato perdido en ese paraíso de los sentidos…

-. ¡Coño, que haces aquí! La voz llena de sorpresa de Ángel, sonó en sus oídos como un disparo.

¿Qué hacia Ángel allí, y a aquellas horas? ¿No había salido para todo el día?

Y de inmediato, otro pensamiento: ¿Y ahora que le digo?

En silencio, Ángel miraba a Alberto, sentado despatarrado en el suelo, con la polla, que había perdido automáticamente su turgencia, en su mano izquierda y sosteniendo la bota con la otra mano.

Alberto, con una expresión petrificada en su cara, miraba a su compañero sin decir nada, esperando que el suelo se abriese para tragárselo.

No ocurrió nada de eso. En su lugar, la voz de Ángel sonó, fría y dura como un latigazo, en la habitación:

-. ¿Quién te dio permiso para entrar en mi habitación…¡perro!

La pregunta había dejado a Alberto inmóvil, clavado en el suelo, dispuesto a la vergüenza de tener que confesarlo todo y pedir todo tipo de excusas, pero al oír, tras una pausa, la última palabra, el calambre volvió a recorrer su espalda.

-. ¡¡Perro!! Ángel le había escupido esa palabra y, ahora, desde lo alto de su 1’90, con su cazadora y sus pantalones de piel negra, sus botas altas relucientes, abierto de piernas y con los brazos cruzados en su ancho tórax, su mirada cínica y turbia desvelaba de golpe a Alberto todo un abanico de posibilidades para el futuro.

Lentamente dejó la bota a su lado y acercándose a Ángel como un perro sumiso fue a depositar en una de sus botas un beso, signo de esclavitud que dejó en la puntera un rastro de saliva. Con voz baja y ahogada, se atrevió a hablar:

-. ¡Perdona, mi amo! Se que he hecho mal y que merezco que me castigues. Haz conmigo lo que creas que debas hacer.

. - ¿Cuánto tiempo llevas adorando mis botas, perro?

. -  Más o menos cinco semanas…

La mano enguantada de Ángel cayó sobre su mejilla, aunque Alberto comprendió que esa suave bofetada era de bienvenida y de reconocimiento y no de castigo, porque los labios de Ángel se entreabrieron en una sonrisa viciosa y su voz ronca murmuró para si:

. - ¡Lastima de semanas desperdiciadas!

Agarró del pelo a Alberto y levantó su cara hacia él, mientras se inclinaba mirándole con ojos en los que brillaba la excitación.

Un escupitajo surgió de repente de su boca y fue a estrellarse en la mejilla de Alberto:

. - ¡Me gustaste desde que llegue aquí! Pensé que no había visto tío más cachas ni más digno de ser mi esclavo que tú. ¡Y por fin, aquí estás, a mis pies!

Dicho esto, volvió a soltar un lapo que cayó en la boca de Alberto:

. - ¡Esto es el signo de tu bautizo como esclavo de mi propiedad! ¡Ya eres mío! ¡¡Y ahora, lame mi saliva, perro!! ¡Desde ahora mismo te vas a enterar quien es tu amo!

. - Si, mi amo. ¡Eso es lo que quiero! Ser tu esclavo-perro fiel, darte gusto y placer, obedecerte, cuidar de tus botas y de tus pantalones y poder olerlas y lamerlas. ¡Aquí me tienes, a tus pies! ¡Dame tu polla, por favor, mi amo!

. - No te preocupes, esclavo cabrón que la vas a tener ya mismo. ¡¡Abre tu boca, que me estoy meando y me peta hacerlo encima tuyo para que recojas en tu boca hasta la última gota, esclavo vicioso! ¡Cabronazo de mierda!

Tembloroso de deseo y de excitación, Alberto se colocó frente a su nuevo amo, abrió la boca y echó hacia atrás su cabeza en actitud de total abandono.

. - ¡No cierres los ojos, imbecil! ¡¡Mira mi polla, como está de dura y tiesa!!

En efecto, de la bragueta de Ángel surgía una verga gruesa y tiesa como un mástil. El hermoso capullo, rojo oscuro por la congestión, apuntaba hacia la boca de Alberto, que sacó su lengua, dispuesto a no dejarse perder ni una gota del dorado y calido líquido.

. - ¡¡Eso es, abre la boca, cerdo!! ¡¡Mira que chorro de meada rica y caliente!! ¡¡Bebe, bebe!! ¡¡Ya te la estas bebiendo de inmediato, vicioso!!

La risa satisfecha de Ángel se dejó oír en la habitación

. - ¡¡Veo que te gusta!! ¡¡ Ni una gota dejas caer, guarro!! ¡¡Bebe, bebe!! Esta bueno, ¿eh?

Cuando la ultima gota de orina hubo caído de la polla de Ángel, y Alberto hubo lamido y relamido el esplendido capullo, la mano enguantada del amo sujetó la cara del esclavo, y con voz que el deseo volvía ronca, susurró entre dientes:

. - Y ahora, perro mío, ya que has bebido, tendrás gana de tragar algo sólido y contundente, ¿verdad?

. - ¡¡Si, mi amo y señor!!  ¡Quiero que me folles si ese es tu gusto!  ¡Que me folles duro y a pelo! ¡¡Reviéntame el ojete, mi amo!! No deseo otra cosa.

. - No, no era eso precisamente lo que estaba pensando.

. - Entonces, amo mío, hazme lo que tú quieras.

. - En eso estamos de acuerdo, ¡hijo de puta! ¡¡Prepárate, que vas a tragarte mi polla, mamarla hasta que se me vuelva a poner dura y me corra en tu boca!!  O sea que ¡venga ya, amorrate a mi bragueta!

. - ¡Si, sí, mi amo- y tras una pequeña pausa de indecisión:             

. - ¿Me das permiso para pajearme, mi amo?

Abrazado a las piernas de Ángel, Alberto aspiraba el olor a cuero de sus pantalones.

. - Eso es ¡Huele, huele, esclavo! ¡¡Huele a macho, perro!! Y ya que me lo has pedido, quiero que mientras me la mamas, te hagas un buen pajote.

. - ¡Si, mi amo! Eso es. ¡Como tu ordenes!

Introduciéndose la verga de Ángel, que no había perdido toda su dureza a pesar de la gloriosa meada en la boca, y agarrándose la polla con la mano, Alberto empezó a menearsela con todo el placer y la excitación que le producía la situación.

La voz dura de Ángel le obligó a volver a dedicar sus pensamientos a él.

. - ¡¡Quiero mi polla en tu boca hasta el fondo, cabrito!!  Y cuando me haya corrido, me vas a lamer las botas, luego me las vas a quitar y te vas a comer mis pies sudaos, ¡¡so perro!!

Enfrascado en su deliciosa doble tarea, Alberto no podía hacer otra cosa que asentir entre gemidos, mientras redoblaba la intensidad de la mamada.

También Ángel “sufría” los efectos de la virtuosa boca y lengua de Alberto. De su boca empezaron a surgir gemidos de placer y frases de aliento para el mamador:

. - ¡¡Sigue, sigue, perrako!! ¡Sigue mamando! ¡¡Y sigue meneándote esa polla de perro que tienes!! ¡¡No pares ahora, que estoy ya a punto!!

. - ¡Mmmmmmm! ¡Si, si, si!! Es lo único que atinó a pronunciar Alberto momentos antes de notar como la polla de su amo se ponía aun más dura y como, entre espasmos, empezó a derramar su tibia lefa en la garganta hambrienta del esclavo.

Aún estaba Ángel escupiéndole leche en la boca, cuando el deseado orgasmo de Alberto explotó en un chorretón de esperma que fue a caer sobre las relucientes botas de Ángel.

Con una sonrisa satisfecha en sus labios, por los que aun chorreaban hilillos de lefa, que su lengua, golosa, recogía con deleite, Alberto echó su cuerpo hacia atrás y levantó el rostro hacia su amo. Pero este no le miraba a él. Sus ojos estaban fijos en sus botas, manchadas de la leche de su esclavo.

. - ¡Está visto que, de todas maneras, vas a tener que lamerme las botas! ¡Arreando, si no quieres que te obligue a hostias!

Y su enguantada mano inició el gesto de abofetear al perro, que murmurando disculpas se abalanzó sobre ellas dispuesto a lamer y sorber su propia (y rica) leche.

. - Si, mi amo. Desde luego, mi amo.

A cuatro patas, Alberto lamia y lamia las botas, dispuesto a contentar a su amo y señor y deseando que este se diese por satisfecho y le ordenase ya que se las quitase. La perspectiva de tener ante su rostro los pies sudados de todo el día, le ponía a mil.

. - ¡Esta bien- oyó que le decía -, puedes quitármelas ahora!

Alberto se aplicó a la tarea y pronto los pies enfundados en unos calcetines blancos, de su amo lucían ante sus ojos, ¡y su nariz!

Rápidamente, el perro, sin indicación alguna por parte de su amo, se tumbó en el suelo y agarrando con ambas manos los pies sudados, los colocó sobre su rostro.

El fuerte aroma a sudor, cuero y macho le invadió las narices, y automáticamente se sintió de nuevo excitado. Su mano volvió hacia su entrepierna e inició el manoseo. Alberto se sentía en el séptimo cielo.

Solo que al amo no estaba demasiado dispuesto a ser espectador solamente:

. - ¡No te aceleres, perrako!, -y un guantazo dado con puntería devolvió a Alberto al mundo real

. - Vas a lamerme y masajearme los pies. ¡Hoy me duelen y quiero que se me relajen!

. - ¡Túmbate en la cama mi amo, y tu esclavo te dejará los pies descansados y relajados!

Alberto empezó a desnudar lentamente a su amo. Le quitó con cuidado, acariciándola con deleite, la cazadora. Sus manos fueron a la hebilla del cinturón y ya desabrochada, se ocuparon de bajar sus pantalones hasta los tobillos. La ausencia de calzoncillos y la visión de la polla y los cojones rodeados de un cockring de acero y, sobre todo, las hasta ahora ocultas piernas de Ángel, musculosas y con el vello justo para hacerlas excitantes, logró que Alberto volviese a estar caliente de nuevo.

La camisa había caído ya en el suelo y Ángel permanecía allí, en medio de la habitación, hermoso como un dios griego, esperando a Alberto, que, de rodillas a sus pies, lo contemplaba como adorándolo.

. - ¿Vas a tenerme mucho rato así? – le dijo con indisimulada ironía.

. - ¡Perdona, perdona, mi amo! ¡Ahora mismo!

Y tomándolo de los hombros lo condujo a la cama.

Ángel se tumbó en ella, boca arriba. Su cuerpo de macho perfecto, en el que la marca del tanga destacaba en su piel bronceada tenía a su esclavo prisionero y sin voluntad.

Se arrodillo al lado de la cama y su cara se acercó a los pies de su amo. Su boca se abrió con deseo y su lengua hambrienta empezó a lamer los dedos uno a uno.

. - ¡Mmmmmm, si, así! Sigue, sigue. ¡No te pares!

Las manos de Alberto acariciaban y masajeaban los pies de Ángel mientras su boca no paraba de lamer y mamar todos y cada uno de los dedos de sus grandes pies.

Mientras estaba ocupado en ello, levantó la vista y pudo ver como la mano de su amo tenia cogida la rígida polla y de nuevo, con parsimonia, le estaba propinando una magnifica paja.

Viendo esto, la pasión que ponía en chupar y lamer los pies de Ángel, creció. De su boca, la saliva chorreaba por entre los dedos y las comisuras de sus labios y sus ojos no podían apartarse del cada vez más frenético meneo de la mano.

El jadeo que surgía de la boca de Ángel era cada vez más rápido, sus gemidos más profundos y Alberto adivinó que el orgasmo estaba ya próximo y se preparo para saltar a recoger el precioso liquido en su boca.

En efecto, en un par de minutos, y precedido de un grito de placer, el chorro de lefa surgió de la enhiesta polla de Angel.

. - ¡Toma, tómala toda, mamamela! ¡Toda para ti, mi perro mamón! ¡No dejes escapar nada! ¡Ni una gota!

No hacia falta que Angel le ordenase eso a su esclavo. Alberto ya había saltado sobre él y, abalanzándose al surtidor que surgía entre las piernas de su amo, engullía con gula y deseo, la deliciosa lefa.

La tarde había caído, la luz que entraba por la ventana había desaparecido dejando en penumbra los cuerpos de los dos machos tendidos en la cama.

Lentamente, arrastrándose sobre las sabanas, Alberto fue acercándose a su amo. Su mirada, en la que se mezclaba la sumisión y el amor, estaba fija en su rostro.

Con ternura y cariño, posó su cabeza en el hombro y su brazo cruzó el poderoso pecho.

. - ¿Sabes quién creo que es, desde hoy, el esclavo de quien, mi niño? – oyó que Angel le susurraba a su oído.

Arrebujándose a su lado, Alberto sonrió feliz.