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Denisse La Ama Vampiresa. Parte II

en Sadomaso

Diario secreto de una Diosa,

 

Estoy frente al tocador. He descansado y saciado mi sed, estoy relajada. Todo gracias a mis esclavos. Veo al espejo, estoy pasando el delineador por mis labios, les he dado un color negro. He aplicado una sombra oscura, gruesa alrededor de mis perfectos ojos azules, todo mi maquillaje confiere a mi rostro un bello toque maligno, hasta yo misma me asusto de lo malvada que parezco.

He arreglado mi cabello negro suelto, estilizándolo con laca, se ve muy hermoso, lacio y sedoso, tiene un brillo especial que hace juego con mis ojos negros.

Me excita verme atractiva, así gozo más, porque sé que también así los hago sufrir más, combinando el dolor físico con la excitación sexual, cruzando esa línea indistinta que separa el placer del dolor.

Desnuda voy a la habitación contigua que alberga mi guardarropa, todo es cuero y látex todo de color negro, y botas y sandalias con agudos y altísimos tacones de afilado acero. Mis pies descalzos pisan la mullida alfombra negra mientras voy en busca de un calzado cómodo. Me he decidido por unas sandalias planas, del tipo flip flop, de color negro, las cuales se hallan junto a un albornoz de algodón, también de color negro, ambas prendas son mi salida de baño, cojo el albornoz y me lo pongo, es de falda corta, arriba de las rodillas, por lo que hace luz las piernas de forma estupenda. Salgo del guardarropa así. Este día deseo andar cómoda, nada de trajes elaborados ni tacones. Mi cabello, color azabache, brillante como plumaje de cuervo, va recogido en una sencilla cola alta.

Ya voy para afuera de la habitación, nada más me hace falta un accesorio indispensable, así que tomó mi larga fusta negra que descansa sobre la mesita de noche, y armada con ella me dirijo a una de las salas de tortura de mi castillo.

…El infeliz perro lleva horas allí, ya ni recuerdo desde cuándo, ni por qué, y no me importa. No tengo la más mínima compasión hacia ninguno de ellos…

Entró a la sala y le observó, continúa como le deje. Encadenado de las muñecas y tobillos, los brazos elevados al techo, de pie en el centro de la sala circular, con las piernas bien abiertas. Tiene los ojos vendados, y un aparato de metal en la boca que le obliga a mantenerla abierta, el artefacto hecho de alambres de acero se sujeta con correas de cuero tras de su cabeza.

Frente a él se encuentra una mesita circular, pequeña y alta, sobre la que se halla una jarra de cristal llena de agua.

Junto a las paredes sin ventanas, hay muchos cirios encendidos, largos y gruesos, hechos de cera de color negro, forman un macabro círculo alrededor de la sala iluminándola.

El cuerpo de mi esclavo, encadenado en el centro de la habitación, se estremece ante el leve murmullo de mis sandalias al avanzar sobre la madera negra del suelo.

Puedo percibir como su maltratado cuerpo experimenta un escalofrío de terror.

Observo su trasero que es una verdadera ruina, todo rojo como tomate destripado, surcado de grueso cardenales rojizos, algunos manchados de sangre seca.

Mi sexo se humedece de excitación al contemplar todo el daño que le he hecho.

En su pecho un par de pinzas metálicas se cierran mordiendo cada uno de sus rojizos pezones, es encantador, están unidas entre sí por una cadenilla de acero.

Pero lo mejor de todo son sus testículos, se hallan amarrados con una soga áspera, la cuerda cuelga tensa hacia abajo, con el extremo amarrado a la asidera de un recipiente de metal con agua, una especie de cubo de acero.

De forma que el peso del recipiente más el agua tensa la cuerda, la cual tira de los genitales estrangulándoles.

Me gusta, tiene los testículos hinchados, y de un color malsano, entre azul amoratado.

-Esto es para que aprendas a obedecer. –Le dijo, dando a mi voz un tono duro y autoritario.- Y no vuelvas a hacerlo.

Y yo ya ni recuerdo por cual falta es que le estoy castigando, ha de haber sido alguna tontería.

Deslizo una de mis manos tras su espalda, clavándole mis largas uñas levemente.

Nada me excita más que tener el control de la situación, tener al sumiso de mi esclavo indefenso y expuesto para poder lastimarle y abusar de él a mi antojo.

-Yo soy la encargada de convertirte en un chico bueno, pero para eso tengo que ser muy dura contigo y castigarte sin ninguna compasión. Debes de entenderlo.

Con la punta de la fusta recorro una de las marcas rojizas de su trasero.

-Todo esto es por tu bien. –Le susurró al oído.

Apretó mis pechos contra los fuertes músculos de su espalda. Nada más la tela de algodón del albornoz negro se interpone entre nuestras pieles.

Cojo la cadenilla que une las pinzas de sus pezones y tiró de ella.

Mi esclavo emite un sonido sordo desde lo profundo de su garganta, un vehemente gemido de sufrimiento.

Con delicada suavidad poso mis labios sobre uno de sus hombros desnudos, deslizo despacio mi lengua sobre su piel.

Su pene, aprisionado en la base del tronco con una anilla de acero, comienza a despertar, ganando tamaño.

Mis blancos y afilados colmillos se clavan en la piel de su hombro, mordiendo, hincándose profundo en la carne.

El cuerpo de mi prisionero se estremece tratando en vano de liberarse.

Le tomó de su corto cabello y tiro de su cabeza hacia atrás, sin aflojar la presa de mis dientes.

No existe nada que me deleite más que aplicarle esa alternancia entre placer y dolor, una superposición de sensaciones en las que se disuelven los límites y se mezclan y confunden unas con otras.

Lo suelto y me dirijo a la mesita redonda donde se halla el jarrón de cristal con agua, marco mis pasos con mis sandalias para que resuenen en la habitación.

Camino con movimientos sensuales, felinos, me encanta hacerlo; sé bien que a mi perro le gusta verme mientras lo torturo, pero con los ojos vendados como está, se limita a oír y oler mi divina presencia.

No tiene derecho a contemplar mi sublime belleza.

Sus sentidos han de servir nada más para registrar dolor. Dolor del cual yo soy la causante.

Dejo la fusta sobre la mesa y tomó entre mis manos la gran jarra llena de agua. Me paro frente a mi prisionero. Ahora viene a mi memoria lo que este idiota había hecho, ayer le había encontrado masturbándose sin permiso.

-¿Recuerdas lo que te dije ayer por la mañana? Cuando soltaste tu leche sin el permiso de tu Ama, como el sucio y estúpido perro que eres.

Inclino un tanto la jarra, de manera que un delgado chorro de agua fresca cae dentro del recipiente de metal que cuelga por el asa de la tensa soga, cuyo extremo soportan sus testículos amarrados.

El peso del recipiente se incrementa a medida que voy añadiendo líquido, y a igual ritmo aumenta la tensión de la cuerda.

El infeliz aúlla, emitiendo sonidos de animal lastimado con su garganta. Lucha contra los grilletes y cadenas que le aprisionan.

-Ves lo que les pasa a los perritos malos que eyaculan sin permiso de su Ama. ¡Se les deben de arrancar los huevitos!

Me detengo cuando ya he vaciado la mitad del contenido de la jarra.

Se le veía el escroto estirado de manera sorprendente, el miembro rígido y mojado en la punta.

Devuelvo el jarro de nuevo a la mesa.

Conozco a la perfección la resistencia física del cuerpo de mis esclavos, gracias a una ya más que extensa práctica ensayando sobre la fisiología humana.

En cuanto a romper los límites de su resistencia psicológica, eso es algo que me tiene encanta y en lo que también soy más que experta.

Con la punta de mi sandalia doy un ligero toque al cubo de agua. El recipiente oscila, mi esclavo emite unos aullidos de animal, en un patético tono lastimero, que emite con la garganta, pues el instrumento de metal que le impide cerrar la boca no le deja articular sonidos claros.

Ahora doy una patada al cubo que oscila adelante y atrás. El infeliz se estremece y aúlla de manera increíble.

Me plantó frente a él y preparó la fusta negra de cuero. La sostengo con una mano y apunto al sitio preciso donde ha de causar daño.

Un silbido veloz se escucha cuando la fusta corta el aire, luego el sonido del cuero estrellándose contra los testículos de mi esclavo.

Es increíble ver como se retuerce contra sus amarras y gime.

Le doy un nuevo fustazo en los huevos, esté va seguido de otro más, y de otro, y de otro. La bestia aprisionada brama.

Es un castigo inhumano, pero estoy tan excitada, tan fuera de mí, así, torturándolo tan terriblemente que no puedo detenerme, continuo el castigo sin interrupción, sin hacer pausa, sin un ínfimo corpúsculo de compasión. Me dejo llevar por mis fuertes instintos sádicos.

Por fin me detengo. Estoy temblando de placer, presa de un terrible orgasmo. Hay líquido tibio deslizándose lentamente por las caras internos de mis muslos.

Me detengo a contemplar el resultado de mi perversa obra.

Los testículos están tan inflamados, ambas pelotas se ven enormes. Están cubiertos de sangre. El endurecido cuero de la fusta a causado verdugones azules y cardenales, en varias partes la piel se ha rasgado y la sangre brota como pequeños rubíes.

Le arrancó la venda que cubre sus ojos.

Sus ojos rojizos me lanzan una mirada lastimera, luego descienden y contemplan sus malheridos genitales. Por sus mejillas se deslizan abundantes ríos de lágrimas.

Me suelto a reír con malignidad. Su aspecto patético me causa gracia. Mi perversa risa resuena en la habitación circular.

Continuará…