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Denisse La Ama Vampiresa. Parte I

en Sadomaso

Testimonio de un esclavo,

 

Es de mañana, acaba de amanecer. Me he despertado, como todas las noches he dormido desnudo sobre una alfombra extendida en el piso. La cama esta junto a mí. En ella duerma todavía mi Ama.

Su nombre es, Ama Denisse.

Ella nunca me ha permitido acostarme en su cama.

De rodillas me acerco, las sábanas son de seda negra, suaves al tacto. Mi esterilla en el suelo es áspera y rasposa.

Mi Ama se mueve, cambia de posición, pero continúa dormida. Me asomo. Duerme desnuda, medio cubierta por las sabanas negras. Sus pies asoman al descubierto. Los contemplo con deseo, mi Ama tiene unos pies divinos, perfectos. Acerco mi rostro a ellos. Mis labios rozan las suaves y sonrosadas plantas de sus pies, empiezo a tener una erección. Mi mano aprieta mi miembro que crece, a mi Ama le gusta mi miembro, ya me lo ha dicho, porque es muy largo y grueso.

No resisto, tengo prohibido hacerlo, pero no soporto, llevo demasiados días sin eyacular.

Empiezo a masturbarme. Pierdo el control y me pongo a lamerle los pies.

Estoy casi a punto de acabar, cuando recibo una patada en pleno rostro que ella me propina con la planta de su bello pie.

¡Detente! –Ordena furiosa mi Ama.

Quedo paralizado al oír su voz. Me mira enojada, aún esta somnolienta.

¡Cerdo, animal! –Me recrimina, mientras se aparta un mechón de cabello azabache del rostro– te atreves a despertarme, y además te pones a masturbarte cuando sabes bien que te tengo prohibido hacerlo.

Ella se sienta sobre la cama. Parpadea y mueve su cuello inclinando la cabeza hacia un lado.

Se para en el piso sobre sus pies descalzos. Esta desnuda.

–¡Baja la vista, insolente!

Me quedo de rodillas con la mirada en el piso, no merezco contemplar su belleza.

–Hoy te has levantado demasiado rebelde. –Habla mientras camina.

Dirijo subrepticias miradas hacia ella, a sabiendas de estar desobedeciéndola. Pero esta de espaldas frente a su armario de madera oscura.

La luz del día apenas se filtra por las cortinas de tela gruesa y negra que tapa las ventanas. Así, al contraluz, mi Ama me parece una Diosa, la Diosa que en verdad es. Su cuerpo esbelto, sus piernas largas y esbeltas son como columnas de un templo griego.

Mi erección se agiganta. La cabeza del pene se me cubre con gotitas de líquido. Estoy a punto de estallar. Pero si me toco…, no me importa el castigo, pero desobedecerla, no, no puedo.

Veo que saca del armario una bata. Se viste con ella, la bata es corta, apenas le llega un poco debajo de la cintura, dejando al descubierto sus exquisitas piernas desnudas de piel blanca. Esta hecha de seda color negro que se adivina delicada al tacto.

Pasa sus manos por su larga cabellera azabache, brillante y de cabellos lacios. Se arregla el pelo recogiéndolo con una sencilla cola de caballo, mediante un laso de seda negra.

Se vuelve, rápido, gracias al reflejo hecho por la costumbre, bajo mi vista. Ella camina, va y abre un cajón y oigo el remover de objetos.

Se acerca. Tira al suelo frente a mí algunas cosas, un collar de cuero negro con remaches de metal, tiene puntas metálicas por dentro; tira además unas muñequeras de cuero y otras similares para los tobillos, todas tienen unas anillas de metal para engancharlas.

–¡Vístete! –Me grita con sarcasmo. Todo el tiempo debo de estar desnudo frente a ella. Así se le facilita aplicarme cualquier castigo, además de que aumenta mi humillación. Mi cuerpo esta siempre expuesto a mi Diosa, tengo un cuerpo de atleta, como los de campeonato, con todos los músculos desarrollados en exceso. Ello debido a los agotadores e interminables ejercicios con pesas y máquinas que mi Ama me obliga a practicar.

Me pongo primero las cosas para las muñecas, luego las de los tobillos, por último, el collar, siento lástima la piel de mi cuello.

Mi Ama engancha una cadena al cierre corredizo del collar, de forma que cuando ella tira de él aprieta mi cuello hundiéndome las púas internas.

Así a tirones me obliga a seguirla. Debo hacerlo a gatas como un perro.

Pasamos a un corredor. En el castillo del Ama reina lo negro, todas las paredes están fabricadas de piedra negra. Negras son las alfombras que cubren los pisos, los muebles, los techos. Negro es el barniz de la madera. Negro los jarrones y negras las flores dentro de ellos. Negra es el alma de mi Diosa.

Pasamos a un salón sin ventanas, es una sala grande y de planta pentagonal, las paredes pintadas de negro; como el resto de la mansión. La iluminación procede exclusivamente de cinco candelabros de pedestal distribuidos al centro de la habitación, uno en cada punta del pentágono dibujado sobre el piso, los candelabros están fabricados en mármol negro, esculpidos en forma de demonios femeninos, con cuernos retorcidos y alas desplegadas, sobre ellos arden grandes cirios de cera negra. Se bien donde estamos. En el centro del gran pentagrama hay un marco de madera sólida, barnizada en negro, el marco es grande, como de dos metros de altura y uno y medio de ancho. Ella me lleva hasta el marco.

–¡Ponte de pie!

La obedezco de inmediato. Extiendo mis manos a los lados del cuerpo. Ella conecta unas cadenas a las anillas de mis muñecas, las cadenas están unidas a la parte superior del marco.

–¡Abre las piernas, esclavo!

Ahorra engancha sendas cadenas a cada anilla de las tobilleras de cuero. Estas cadenas van conectadas a la parte baja de los maderos laterales.

Ella va hasta una rueda que esta empotrada en una de las columnas del marco. La rueda enrolla una cadena, se trata de un dispositivo que al girar tira de las cadenas del marco de madera.

La Ama toma uno de los asideros de la rueda, semejante a un timón de barco antiguo, y en virtud de un juego de mecanismos multiplica su fuerza.

Mis manos se elevan al cielo, mis piernas se abren separándose.

Ella continúa dando vueltas a la rueda, se oye el chirrido de engranajes y cadenas.

La cruel mujer estira mis miembros en tensión. Suelto un gemido.

–Ni siquiera he comenzado y ya te estas quejando.

Hace girar la rueda de nuevo. Ahora mis miembros están extendidos formando una equis en el marco de madera. Apenas toco el suelo con los pies. Todos mis músculos están en tensión, siento como si fueran a arrancarme las extremidades, como si mis huesos fueran a desencajarse de sus goznes.

–Así esta bien. –dice, pasa un seguro que mantiene a la rueda fija en su posición.

Ahora ella se planta frente a mí, altiva, imponente, las manos en las caderas, las piernas algo separadas, el mentón elevado.

Sus profundos ojos azules me clavan su dura mirada de hielo donde no existe ni un átomo de compasión.

–Espero que estés cómodo. –Comenta con burlona malicia.

Mi pene erecto apunta hacia ella.

Ella observa satisfecha, su bello rostro expresa deleite y lujuria. Admiró sus facciones, tiene un rostro afilado, de nariz aquilina, recta.

Toma la cadena de mi collar y tira de ella haciéndome daño. El collar se cierra asfixiante. Sus chispeantes ojos azules me miran con fijeza. Sus pupilas cual diamantes reflejan las llamas ardientes de los cirios, la luz tenue crea claroscuros macabros en su rostro perfecto, como esculpido en alabastro perfecto.

Por fin afloja la tensión, suelta la cadena de mi collar que cae frente a mí oscilando.

–Ahora, tu castigo.

Va hacia una pared frente a mí, allí, colgados de anillas de metal, pende toda una colección de látigos, flagelos y fustas, de todo tipo y tamaño, muchos de esos objetos causan verdadero terror nada más contemplarlos, la mayoría todavía no los ha usado sobre mí, y espero que nunca lo haga.

Se detiene pensativa, toma su tiempo para elegir el arma con la cual aplicarme la tortura.

Sus ojos azules se detienen en un gato de nueve colas, un espantoso artefacto de nueve cadenas terminado en garfios aguzados de metal, mi angustia crece, acaso tramará desollarme la piel. Luego pasa su mano sobre el mango de un garrote de madera erizado con clavos, vuelve su rostro y contempla unas largas tijeras como las usadas por los jardineros, las toca, parece decidida a usarlas, por suerte cambia de decisión. Extiende su mano y coge un látigo de los de costumbre, largo como de dos metros, muy grueso, hecho de cuero negro, semejante a los que se usan para domar leones.

Látigo en mano se para frente a mí, sus enormes senos, grandes y redondos como tiernos melones que desafían la gravedad, se aprecian bien bajo su entreabierto batín de seda negra, ceñido sólo por un lasito negro anudado a la cintura. Sus pies descalzos descansan sobre la duela de negra madera, deseo con desesperación besárselos, y lamérselos como un perro.

Pasa entonces su látigo alrededor de mi cuello, y tira hacia delante, hacia ella. Mi rostro queda cerca del suyo, casi como si fuera a besarme, imposible. Nunca lo haría.

–Ahora voy a enseñarte a ser un esclavo bueno.

Su voz es sensual, me excita, es especial la forma en que pronuncia la palabra esclavo, estamos tan cerca uno del otro, puedo sentir su olor, es el perfume más delicioso que he gustado en mi vida. El olor de ella es único, una mezcla de madera antigua y crisantemos.

La punta de mi pene erecto apenas roza su corto batín de seda negra.

Una dura bofetada me cruza el rostro.

–vas a recibir una buena paliza por desobediente.

Ella se para tras de mí. Chasquea el látigo haciéndolo restallar sobre la duela de madera.

Siento el doloroso golpe del primer latigazo, el flagelo me cruza las espaldas desnudas. Mi cuerpo tensado se arquea en un espasmo de dolor. Un lastimero aullido surge de mi boca. No esperaba que el golpe me causara tanto daño, pero ella maneja el látigo con perfecta destreza.

–¿Quién te ha dado permiso para gritar? –brama furiosa mi Ama.

El segundo flagelazo cae con igual fuerza sobre mi indefensa espalda. Hago un esfuerzo por permanecer en silencio, pero luego de una tanda el dolor es insoportable y comienzo a gemir

–¡Si gritas te va a ir peor! –me amenaza.

Empieza otra tanda de azotes, lanza un nuevo latigazo. Siento ardor intenso, como si una línea de fuego corriera sobre la piel de mi espalda.

Ama Denisse, si bien es un poco delgada y esbelta, golpea muy duro, mucho más fuerte que un hombre, sus patadas son como las de un caballo, aparte de que ella, desde siglos atrás, había sido aficionada a practicar diversas artes marciales, su técnica es formidable. Azotar con el látigo largo, sin embargo, es su ejercicio favorito.

De nuevo otro azote, igual que una descarga de electricidad.

Continúa azotando con ferocidad, arrancándome alaridos de dolor, lo cual sólo sirve para volver más duro mi castigo.

Mis espaldas están ya surcadas por innumerables rayas rojas, las marcas dejadas por el látigo, suros inflamados al borde de verter sangre. Denisse es una maestra para azotar, una especialista en el uso del látigo largo, sólo cambiando la técnica con su muñeca era capaz tanto de dar azotes que sólo dejaran marcas rojas, a otros que dejasen cicatrices permanentes, variando velocidad y fuerza, u aplicar golpes que hicieran salpicar sangre, incluso desollar vivo a un hombre.

Por fin tira el látigo al suelo. Posa su mano sobre mi espalda, un leve escalofrío recorre mi cuerpo.

Sus largas uñas afiladas se clavan en mi carne. Descienden por mi piel arañándola, pero sin herirla.

–Te lo advertí, no tenías permiso para gritar, ahora te voy a enseñar lo que les pasa a los esclavos desobedientes.

Así que va de nuevo va hacia la pared donde están adosados los flagelos. Yo la veo mientras mi cuerpo tiembla adolorido.

Posa una mano sobre una especie de flagelo largo hecho de alambres trenzados, erizado de finas agujas de metal, no podía ni imaginar lo que me podía hacer si lo usaba conmigo.

Entonces de nuevo cambia de elección y se decide por una fusta corta, forrada de cuero negro, parecida a las que se usan en equitación. Al menos otro instrumento convencional.

Portando la fusta se planta de nuevo frente a mí.

–Te lo dije, que si gritabas te iba a ir peor.

Me toca la cabeza del pene con la punta de la fusta. Luego acaricia con ella mis testículos. Siento mucho miedo de pensar en lo doloroso que sería si me azotase mis indefensos genitales con su fusta.

–¿Quizás debería flagelarte tus huevitos?

Pienso en suplicarle, pero también me tiene prohibido hablar. No obstante, mi mirada ruega piedad. Era otro error pues mi miedo y mis súplicas sólo servían, como había comprobado en tantas ocasiones, para aumentar el extremo sadismo de mi dueña. La cruel Ama vampira podía olfatear mi miedo, eso era un profundo afrodisíaco para ella.

Se coloca de nuevo tras de mí. Dejo escapar un leve suspiro de alivio. Escucho los pasos de sus pies desnudos sobre la duela de madera, me toma del cabello tirando de mi cabeza hacia atrás, luego me tapa la boca con una especie de mordaza, una bola de plástico que entra en mi boca y que se sujeta tras mi cabeza por medio de una tira de cuero sujeta con una hebilla, la mordaza había estado colgando de una anilla del marco de madera.

–Esta mañana quería paz y silencio, y no estar escuchando tus patéticos alaridos.

Una vez me tiene amordazado da inicio al nuevo castigo, ahora me azota las nalgas con la fusta que ha tomado de la pared. Duele tal vez más que la anterior golpiza. Mis glúteos no tardan en quedar marcados por la fusta con trazos rojizos. Me aplica la fusta en las nalgas y en los muslos.

Mis gemidos son ahogados por la mordaza que me ha enrollado alrededor de la boca.

A cada fustazo mi cuerpo se sacude y mi pene erecto oscila. La necesidad de eyacular se acrecienta.

Por fin la flagelación acaba.

Con la fusta aún en la mano va hasta la rueda y suelta la palanca del seguro. Las cadenas se aflojan descorriéndose de golpe, de manera que caigo de rodillas al suelo.

Ella se acerca a mí, blandiendo su fusta negra.

–¡Deja de llorar! –Ordena.– Eres tan fastidioso. ¡Y baja la vista!

Me someto cabizbajo y lloroso. Todo mi cuerpo esta dolorida y magullado, surcado de cardenales y marcas rojizas oscuras, pero al menos no ha derramado mi sangre.

Ella me desencadena las muñecas y los tobillos. Luego me esposa las manos tras la espalda, toma la correa de mi collar y tira con fuerza de ella.

Me arrastra hacia una esquina del pentagrama, donde está uno de los candelabros de velas blancas que iluminan la habitación, es la punta cabecera de la estrella. Me tiende contra el piso, boca abajo. Se sienta sobre mi espalda, un poco arriba de mi cintura, arriba de donde se hallan mis manos esposadas, eso me excita sobremanera, pues ella se encuentra desnuda bajo la bata de seda, siento los labios de su vagina rozando mi piel castigada por el látigo.

Las profundas marcas rojizas de los azotes me cruzan con surcos interminables por la espalda, las nalgas y los muslos, la piel esta levantada a cada lado de los surcos tendrán que pasar varios días para curar, siempre y cuando ella no continúe azotándome, las cicatrices que van a quedarme serán permanentes.

De repente me asalta el ardor de la cera derretida que es derramada sobre mi espalda, ella ha tomado uno de los cirios negros que reposa sobre el candelabro de la estatua de mármol negro.

La cera en estado líquido cae sobre mi piel lastimándome. Despacio, gota tras gota. El castigo se prolonga, lento e inexorable, la cera ardiente cae tras mi cuello, sobre mis hombros, en mis brazos.

Me coge del cabello con una de sus manos y tira hacia atrás, elevando mi cabeza. Percibo su respiración muy cerca de mi oído; esa cercanía entre nosotros dos me resulta excitante y deliciosa. Es una intimidad imposible de lograr de otra manera, pese a que la tortura que tengo que recibir a cambio es apenas soportable debido a los castigos extremos a los que mi Ama me somete.

–El miserable esclavo debe de obedecer a su magnífica dueña.

Su mano se posa sobre mi rostro, es una mano suave y delicada, pero firme. Sus dedos finos y largos tienen una uñas increíblemente largas y afiladas, laqueadas con barniz negro brillante. Con el pulgar y el índice aprieta mi nariz impidiéndome respirar. Trato de permanecer sereno, calculando cuanto tiempo pueda soportar; apenas puedo tomar aire por la boca pues la gran bola de plástico bloquea el paso de aire por mi garganta. La palma de su otra mano se posa sobre mi boca cortándome el aire del todo.

Cierro los ojos, se que no debo forcejear, nada más voy a enfurecerla más. Pero estoy asfixiándome.

Mi cruel Ama posa sus labios sobre mi cuello, siento sus agudos y afilados colmillos apretando contra mi piel, debe estar hambrienta, y va a saciarse conmigo. Ya no soporto la asfixia, No puedo reprimir los espasmos de mi pecho. Retira sus colmillos sin haber roto mi piel.

Por fin me libera. Lleno mis pulmones respirando agitado.

Su sexo perfectamente lampiño se aprieta contra mí. Está húmedo. Siempre se excita con mi sufrimiento. Ahora esta frotándose contra mi espalda.

Sus dedos se cierran de nuevo apresando mi nariz. Mientras lo hace se frota más a prisa. Otra mano se coloca sobre mi boca. No puedo soportarlo, ella se está masturbando mientras me asfixia.

Por fin vuelve a liberarme.

Ahora coloca ambas manos sobre mis hombros.

Con firmeza hace que me vuelva colocándome boca arriba.

Ahora la puedo contemplar en toda su belleza, viéndola frente a frente, sentada sobre mi abdomen, disfruto de su sexo sobre mi piel.

Me da una dura bofetada en el rostro, luego otra y otra.

Ella sonríe, encantadora y malvada.

Ahora se frota contra mi abdomen, mi pene está duro y enhiesto, ella se mueve de atrás a adelante, sus glúteos redondos rozan la punta de mi miembro, siento el tacto de la suave seda negra.

Recibo una nueva bofetada.

Ella lleva una de sus manos hacia atrás, con ella me coge los testículos. Me los apresa con fuerza. Su mano aprieta y afloja de manera repetida.

Mis gemidos lastimeros son sofocados por la mordaza.  

Puedo apreciar como se dibujan sus erectos pezones bajo la seda negra, su bata se halla entreabierta permitiéndome apreciar la división de sus senos.

Su mano se mueve de mis testículos, se cierra sobre el tronco de mi pene. Me invade un placer incontenible. Me masajea el pene, no puedo creer que me este dando placer, mi sádica torturadora que nada más suele darme sufrimiento y dolor. Entonces sucede, ella guía mi miembro hacia su divina vagina de Diosa.

Sus fríos ojos azules se clavan en los míos. La mirada de ella es dura y penetrante, la mía es llorosa y asustadiza. Entonces se empala en mi falo dándome acceso al templo de su cavidad, suave, húmeda, tibia, estrecha, sus paredes aprietan exprimiendo mi miembro, es indescriptible el extremo placer que siento.

–Este es el trato: vas a tener un inmerecido placer ¡Pero como llegues a correrte te corto los huevos!

Mi Diosa comienza a cabalgarme. Inicia despacio, con lentitud. Observó como los labios de su vagina se pliegan sobre el tronco de mi miembro, que es devorado, succionado hacia adentro como por una aspiradora.

Las sensaciones de placer se incrementan. No obstante, estoy advertido.

Mi Ama extiende ambas manos sobre mi pecho. Arquea su espalda hacia delante. Su pelvis se mueve rítmicamente. Sus largas uñas comienzan a enterrarse en mi pecho. Se clavan profundo en mi carne, pero sin llegar a hacer brotar sangre. Los movimientos de ella se aceleran. Sus labios vaginales se deslizan por mi duro palo. Sus copiosos jugos lubrican los rápidos movimientos. 

Sus uñas se clavan como garras de acero. La mirada de sus ojos azules se vuelve frenética.

–¡Ni se te ocurra! –Me amenaza entre jadeos.– ¡Si lo haces te lo corto con todo y huevos!

Sé que no bromea. Sus amenazas siempre van en serio y jamás ha dejado de cumplirlas.

Mi pecho esta surcado de rayas blancas dejadas por sus afiladas uñas. Me araña como una gata salvaje.

Me esfuerzo con desesperación.

Pero es inútil que trate de contenerme, se que, aunque trate de luchar no podré resistir, demasiados días de privaciones, y la sexy y sensual postura de mi Ama montándome de forma salvaje es más de lo que pueda resistir. Su vagina apretada, de paredes suaves y tibias, no puedo contenerme, es inútil, cruzó el punto de no retorno.

Eyaculo dentro de ella. Potentes borbotones de semen espeso y tibio salen disparados en veloces chorros. El profundo orgasmo nubla mi vista, dura una eternidad, me parece que no fuera a acabar nunca. Acabo de eyacular incontables chorros, según he sentido, descargas copiosas de líquido que han ido a quedar dentro de mi Ama.

Pasa un momento que creo que dura una eternidad. Ella sentada sobre mí, ambos descansando después del explosivo orgasmo. Mi miembro aún dentro de ella.

Sus ojos están con los parpados cerrados, despacio afloja la presión de sus uñas que continúan clavadas en mi pecho.

Lentamente ella se pone de pie.

Se planta con ambos pies descalzos sobre mi pecho, descansando sobre mí todo el peso de su escultural cuerpo. Ella pone sus manos en sus caderas, y me dirige una furiosa mirada.

Yo estoy terminado, muerto de miedo, acabado observo a mi Ama consiente del fatal error que he cometido al desobedecerla.

–Te lo advertí. No tienes derecho a tener orgasmos, la única que puede gozar aquí soy yo. Tu única función, la única razón de tu existir, es para recibir dolor y sufrimiento y de esa forma brindarme placer. –Dice con aire de recriminación.– Te dije lo que te iba a ocurrir si me desobedecías.

Tiemblo de miedo ante ella. Sé que va a cumplir sus amenazas, y creo que no podré soportarlo.

Continuará…