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Jugando con fuego (Libro 2, Capítulo 48)

en Hetero: Infidelidad

CAPÍTULO 48

El ascensor descendía y yo cerraba los ojos y aun me sentía en aquel dormitorio, y no sabía si aquellas imágenes que se cruzaban en mi mente las quería grabadas o no. El crujir de aquel habitáculo me hizo recordar cuando, horas antes, bajaba con María, nos íbamos, y yo sentía cierta decepción. Ahora había pasado, había pasado todo. La pregunta era si había pasado demasiado.

El frío, la resaca y el resplandor del amanecer golpearon mi cara al salir a la calle. Caminaba, deshaciendo el camino que había hecho con María aquella noche; todo era diferente, por fuera y por dentro. No entendía qué había pasado, como todo se había descontrolado, en qué momento se pasó de la nada, al algo, después del algo al todo, y después del todo al demasiado.

Cuando entraba en el aparcamiento subterráneo para coger el coche, pensaba en María cogiendo un taxi de vuelta a nuestra casa y extrañamente sentí pena. ¿Pero pena de qué? ¿De ella? ¿De mí? También pensé si era justo, si yo era justo al culparla, pues la estaba culpando, la estaba culpando de haberse excedido; ¿Tanto tenía dentro? ¿tan contenida vivía conmigo? ¿Tantas ganas de sexo duro tenía como para montarse en aquella locura con aquellos niñatos?

El camino a casa, la llegada, mi último intento de vomitar, ya en nuestro cuarto de baño; durante todo ese tiempo me hacía esas mismas preguntas. No quería culparla, pero no podía evitarlo. Y la última imagen, con Álvaro en cuclillas penetrándola analmente… ¿de verdad ella quería eso? ¿De verdad había esa otra María?

Me metí en la cama y miraba el reloj compulsivamente. No entendía que no volviera ya. Y más preguntas: ¿De verdad era necesario follar durante cinco o seis horas o las que llevasen? ¿De verdad no iba a recuperar nunca la cordura? ¿Ningún orgasmo le haría darse por satisfecha?

Estaba más afectado que cuando había pasado lo de la boda. Lo de Edu podría ser un calentón, de borrachera, después de meses y meses de juegos y de intentos… con un hombre realmente muy atractivo… pero esto, esto era otra cosa. De hecho me hacía pensar que lo de Edu había sido por Edu, pero lo de estos críos no había sido por ellos, si no por no ser conmigo. Me quedaba dormido con aquella dolorosísima idea en la cabeza, con la idea de que María seguía follando porque se decía a sí misma que a saber cuándo sería la próxima vez que realmente volvería a follar.

Pero si había algo que hacía que mi enfado fuera menor era que yo en ningún momento había perdido la excitación. Desde el primer beso con Álvaro no había dejado de estar extasiado, excitado y prendado de lo que María fuera a hacer. Cómo podía yo culparla si mientras intentaba dormir seguía sintiendo aquella erección, mi miembro lagrimear, y seguía recordando imágenes en las que ella chupaba la polla de Álvaro o era penetrada analmente por él, o era empalada desde atrás por Guille y todo aquello me mataba del morbo. Me preguntaba si acaso era justo que yo le pidiera que disfrutara, para yo verlo, pero que disfrutara lo justo, lo justo para que a mí no me doliera.

No podía ser justo ni dejar de serlo. Solo podía sentir. Sentir morbo, sentir celos, sentir humillación, sentir dolor… hasta sentía traición por cuando ella había dejado de incluirme. Y, mientras intentaba recordar a partir de qué momento María me había marginado en aquella casa… me quedé dormido.

Cada ruido en el edificio, cada paso de la vecina de arriba, cada chasquido de cualquier material; todo eran mini despertadores que no solo me desvelaban, si no que me recordaban que estaba solo, que María no había llegado. Y eso era dolorosísimo.

Habiendo dormido, pero no descansado, no pude retrasarlo más, miré el reloj y pasaban de las once. Pensé en llamarla, pero en seguida lo descarté. No me atreví. Visualicé su móvil sonando y Álvaro cogiéndolo, respondiéndome, con su endémica mueca de chulería y triunfo, diciéndome que aun se la estaba follando, que aun no había acabado con ella… era demasiado doloroso… y yo era demasiado cobarde.

Cómo se levanta uno un sábado por la mañana. Cómo, en pijama, te haces el café y desayunas… cómo haces todo eso mientras sabes que a tu novia, a tu prometida, un niñato se la está follando… Es insoportable. Y lo peor es que mientras lo haces te duele, por enfermo, porque mientras desayunas, sientes esos nervios… y al imaginar qué está haciendo ella, te excita y te duele, te duele por enfermizo. Y te culpas.

Escuché el ascensor abrirse cuando ya estaba sentado en el sofá. Cuando localicé que los pasos eran los de María e introducía la llave en la puerta sentí el mayor de los alivios. Y descubrí que la paz, que el estar a salvo, no era yo en casa, si no los dos en casa.

Tantas horas pensando en mí mismo que no había elucubrado cómo estaría ella. Tan seguro estaba de que yo había cambiado tras lo vivido, que no me había detenido a pensar en si lo de aquella noche la cambiaría a ella, ni en cuánto, ni en qué dirección.

Entró en el salón. De negro, como en la cena, pero ya no tan elegante, si no desgastada, fatigada, usada… ¿saciada por fin? Esas frases que brotaban de mi mente me hacían corroborar que mi acusación era latente. La vi y ella me sintió, pero no me miró. Se quitó el abrigo y el bolso y los dejó caer sobre el otro sofá. Y seguía sin mirarme. Su cara no denotaba nada. Cansancio, nada más.

Me puse en pie, pero ella bordeó la mesa de centro por el otro lado, con paso firme, como si tal cosa. Sin mirarme. Quería abandonar el salón. Ignorándome.

La abordé por detrás, cuando ya me había sobre pasado. La detuve. Se paró. La abracé. Mi pecho en su espalda, mis brazos abarcándola. Quise sentirla. La apreté un poco más fuerte en aquel abrazo. Inhalé y sentí amor, de golpe, un amor inabarcable. Y, paranoia, o no, sentí el sexo, su sexo… por aquel olor… aquel olor a hombre, a sudor, a látex… de aquel dormitorio, que no se iba, que no dejaba de envolverme. Me parecía que toda ella olía a sexo, me parecía que si había coincidido con algún vecino en el ascensor éste habría sabido que se había pasado la noche follando.

—Déjame… quiero ducharme… —dijo ella, en un lamento, sin fuerza.

De mi mente brotaban un sinfín de frases, cada cual más acusadora: “Te habrás quedado a gusto...”, “¿has dormido algo o has estado follando hasta ahora?”, ¿te cupo su pollón en el culo al final?”, “sí, dúchate… será lo mejor...”. Todas las pensaba, casi a la vez, pero guardaba un mínimo de cordura para no decirlas. Sin embargo, solo por pensarlas me excitaba.

Ella no hacía por soltarse y yo no quería que se fuera. Cerré los ojos y a mi mente vino la imagen de Guille penetrándola desde atrás mientras Álvaro le metía la polla en la boca… y mis manos subieron, por instinto, y aquel abrazo dejó de ser casto, y descubrí que no llevaba sujetador, y es que mis manos comenzaron a palpar, sobre su camisa negra de seda, aquellos pezones desnudos, aquellas tetas chupadas y manchadas por Álvaro… y quién sabe si también por Guille.

Acaricié aquellas tetas sobre la seda y besé su cuello. Desde atrás. Y ella no protestaba. Yo, en mi dolor, comenzaba a excitarme. Yo, sin eyacular, sin orgasmo, mientras la sobaba y casi le mordía el cuello, entendía que, en aquel festín de sexo, el único que no me había liberado había sido yo, y aquello no era justo. Entendía, de golpe, que me lo merecía, que me tocaba a mí.

Hice porque María se girase. Frente a frente. Ella, seria, parecía que no quería mostrar ninguna emoción. Los ojos enrojecidos. Pero la vi sorpresivamente compungida. ¿Solo cansancio? Sentí una desazón, un instinto protector, un ramalazo de amparo. Pegué mi cara a la suya, sentí su cara fría, besé su mejilla, y le susurré.

—¿Estás bien?

María no respondió de palabra, pero sus brazos rodearon mi cuello, abrazándome.

Con nuestras caras pegadas, sin verla, pude sentir un sollozo, un lamento.

Mi novia, con aquel abrazo, me pedía refugio, pero mi cuerpo solo me pedía una cosa: que fuera egoísta. Un egoísmo que mi mente recordó que había mandado en ella, por lo que deshacía el empate, así que, en seguida, mi boca fue a su mejilla, e inmediatamente después fue a sus labios. A besar unos labios fríos y usados… y quise un beso mayor, un beso sexual, pues yo también creía merecer sexo, y quise sentir su lengua y ella permitió que yo la sintiera, y, paranoia o no, pude vivir el olor a polla en su boca… y, mientras abría su camisa, me enfrascaba en un beso que yo quería hacer guarro, para sentir mejor la polla, o pollas, que aquella boca había devorado, y ella me daba el beso, me daba su lengua, quizás entendiendo que sí, que me tocaba, que era mi momento.

Seguramente por eso María no protestó cuando, tras abrirle la camisa, mis manos fueron a sus muslos. Y permitió que descubriera que no llevaba ya el liguero, y permitió que descubriera que había vuelto de aquella casa sin bragas.

Con su camisa abierta, la falda en la cintura y mi boca en su oído, le susurré:

—Aquí faltan cosas…

Ella no respondió y yo, con mi cara pegada a la suya, acariciaba una de sus descomunales tetas con una mano y recorría el vello púbico de su coño con la otra. Ella no replicaba, no se defendía. Le pedí que se sentara en el sofá y no se opuso, sin duda ella entendía que después de sus incontables horas follando con aquellos niños pijos, ahora me tocaba a mí. Me tocaba a mi paladear, degustar el torrente de olores y fluidos que aun estaban en su mancillado cuerpo. Caí un poco sobre ella en aquel sofá, subí un poco más su falda y, mientras de nuevo la besaba y de nuevo sentía la polla de Álvaro en su boca, acariciaba sus medias, a la altura de sus muslos… y le separaba las piernas. Me arrodillé entonces delante de ella y quise deleitarme, quise, totalmente empalmado, ver aquella belleza, mía, desgastada por aquella noche. Quise guardar seguro aquella imagen, la de María, con su melena revuelta, con sus ojos llorosos, con su camisa abierta, con sus tetas enormes, con su falda en la cintura, con sus medias, con sus zapatos de tacón… mostrándome un coño destrozado, enrojecido… maltratado, humillado…

Cómo no oler aquello, cómo no llevar mi nariz y mi boca allí al ver aquellos labios abiertos, separados, maltrechos… Podía oler a polla y a látex aun sin acercarme… Llevé mi cara allí y un hedor me invadió… y alargué mi lengua y recorrí uno de aquellos labios apartados y lo sentí blandísimo, superlativamente maleable… Parecía que se la había estado follando hasta el último momento, que no la había desaprovechado, que la había exprimido, usado hasta el último segundo.

Enterré mi boca allí, sabiendo que ella ya no sentiría nada, que lo sentiría yo todo, pero me tocaba a mí.

No quise ni mirarla. No quise conectar con ella, igual que ella no lo había hecho conmigo. Y ella ni se dignó a respirar agitadamente, ni a jadear, ni siquiera a llevar su mano a mi pelo, a mi cabeza, para marcarme el ritmo de aquella comida de coño que yo disfrutaba a la vez que se me hacía dolorosa. Enterraba mi lengua y surcaba en su interior buscando zonas más húmedas y calientes, separaba sus labios ya abiertos y mancillaba todo aquello ya infinitamente más mancillado. Degustaba aquel olor a sexo, a polla, y me preguntaba si la habían penetrado sin condón, pero no se lo preguntaba.

En un momento, con mi lengua completamente dentro, en su interior, moví un poco la cabeza, para mirarla. Y, mirando hacia arriba, vi a María, a mi novia, a mi prometida, con su cara ladeada, y con los ojos abiertos. Con la mente en otra parte. Con las piernas abiertas, con sus medias de guarra, con sus bragas que a saber dónde estarían, y con su mente en otra parte.

Retiré mi lengua y mi boca de allí, me bajé un poco el pantalón de mi pijama, y la quise penetrar. María seguía sin decirme que no a nada, aunque yo sabía que su mente no estaba conmigo, y que se moría de ganas por ducharse y meterse en la cama.

Tiré un poco de ella para que su cuerpo quedara más en el borde del sofá y ella se dejó hacer. La busqué con la mirada, más con la intención de que sus ojos me mostrasen qué quería expresar que de conectar, pero no la encontré. Y, por mí, para mí, llevé mi miembro a la entrada de su coño, aparté con delicadeza aquellos marchitados labios con dos dedos… posé el glande en la entrada… y comencé a deslizarme lentamente en su interior. Cerraba los ojos mientras la penetraba… mientras sentía un calor inmenso abrazarme, rodear mi miembro… y, como era esperado, no sentí nada, no sentimos nada, María ni se inmutó y yo me excité por no sentir casi aquellas paredes, aquellas paredes dilatadas, abiertísimas, por haberse metido no una, si no dos pollas, una enorme y la otra aun desconocida para mí.

Comencé un mete saca lento, buscando penetrarla a veces un poco en diagonal, para sentir al menos algo. Abría o cerraba los ojos, y veía sus tetas bailar al ritmo de la follada, su camisa abierta, su torso desnudo, sus tacones clavados en el suelo, como si nada, y su cara ladeada, como si nada.

Tras unos minutos de polvo silencioso, en los que solo se escuchaba mi respiración, acabé por salirme de ella, y comenzar a masturbarme allí mismo, arrodillado. María entonces sí me miró, y dijo:

—¿Dónde te quieres correr?

Su tono fue tremendamente frío, e iba a culparla por su frialdad cuando vi que casi brotaban lágrimas de sus ojos.

—Me da igual —respondí, por un lado impactado por su semblante, pero por otro tremendamente excitado, sin dejar de pajearme, y desesperado por eyacular, por correrme, por liberarme de una vez.

—Córrete encima, si quieres, pero ten cuidado de no manchar, ni la camisa ni el sofá.

Dijo ella en aquel tono, gélido, que yo no entendía cómo podía ser neutro pero a la vez tan desgarrador.

Durante unos segundos me estuve masturbando, como para eyacular en su vientre, hasta que ella vio peligrar su camisa de seda, y acabó por incorporarse un poco, y quitársela.

Durante los siguientes segundos yo me masturbaba sobre su cuerpo, pero no era capaz. No era capaz de correrme así, sobre ella… Mi cuerpo me pedía explotar allí… pero el contexto era tan extraño… tan lastimoso…

María, entonces, con la excusa de que no manchara el sofá, me acabó pidiendo que me pusiera de pie. Me retiré, sin saber muy bien sus intenciones, y ella se incorporó y se arrodilló, allí, en el medio de nuestro salón, se metió toda mi polla en la boca… me agarró los huevos con delicadeza… posteriormente retiró su boca de mi miembro, llevó dos de sus dedos a la punta de aquella polla que la apuntaba y comenzó a chupármela rápidamente… Su mano vertiginosa, su boca ávida, dura, implacable… chupándomela de forma brutal… Cerré los ojos… de golpe me mataba, de golpe acababa con todo. En apenas medio minuto chupándomela me hacía explotar… quizás por no ver su cara compungida, quizás por la humedad de su boca en contacto con mi polla casi seca… pero comenzaba a explotar en su boca… a sentir un placer indescriptible… a jadear… a gemir… y no pensaba en nada… no pensaba en como me la chupaba, ni en como se la había chupado a Álvaro, ni en cómo se la habían follado… no… solo sentía como explotaba dentro de su boca… como chorros y chorros calientes estallaban en su boca, liberándome, extasiándome y haciéndome perder casi la conciencia…

Tras un “Ohh… dios… ” emitido sin filtro previo, ella no cesó… Ni siquiera cuando tuvo que notar que yo había dejado de eyacular… ella seguía… exprimiendo hasta la última gota… hasta que le tuve que decir que parara.

María, con el trabajo hecho, se puso en pie y abandonó el salón. Yo me dejé caer sobre uno de los sofás mientras la escuchaba desfilar con sus perennes tacones por nuestro pasillo. Después la escuché escupir en el lavabo… y la escuché también abrir el grifo de la ducha.

Tumbado en aquel sofá acabé por recomponerme, subirme el pantalón del pijama, y una segunda o tercera resaca me asaltó. Y si pensaba que, con mi orgasmo, volvería mi lucidez, me equivocaba.

Escuchaba a María abandonar el cuarto de baño e ir a nuestro dormitorio. Seguramente ella estaba pidiendo a gritos que yo fuera allí, quizás no que lo hablásemos, pues era pronto, pero sí sentirme cerca, saber que no la culpaba, pero no fue eso lo que hice, ni mucho menos.

Cuando pude suponer que María estaba en la cama, si no durmiendo, a punto de dormir, hurgué en su bolso, cogí su móvil, pero estaba bloqueado. Hurgué entonces en los bolsillos de su abrigo y descubrí su liguero maltrecho, su sujetador partido en dos piezas… y sus bragas…

María pedía a gritos que yo fuera a la cama y la abrazase por detrás, que le dijera que todo estaba bien, que era solo sexo, y que aquello no afectaba en nada a nuestra relación, si no que quizás hasta la hacía más fuerte, que me moría, más que nunca, de ganas de casarme con ella. Sin embargo, lo que hice, fue coger sus bragas, buscar el punto más húmedo, que no era ya una mancha oscura, si no un epicentro reseco, me las llevé a la cara, y comencé a masturbarme, recordando cómo se la habían follado.

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