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Historias de maternidad. Capítulo 4

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Historias de maternidad. Capítulo 4

 

  • Cariño, este mes no vamos a poder pagar el alquiler del piso...

  • ¡Qué cojones tienes, Pierre! ¿Y ahora me lo dices? ¡Si está a punto de llegar!

 

A los seis meses de casados, me quedé embarazada. La verdad es que lo deseábamos los dos. Y nuestra situación económica nos lo permitía. Pierre se ganaba bien la vida y yo me tomaba el tiempo necesario para encontrar un buen trabajo. Pero todo se torció a los dos meses de embarazo cuando un día llegó a casa y me dijo que su empresa acababa de presentar un expediente de quiebra. Sólo hacía unos meses que habíamos cambiado de residencia y que nos habíamos instalado en un piso, grande, soleado y amueblado. El problema era que el alquiler era muy alto y que además lo pagábamos en metálico, cada primero de mes, al señor Ballesteros, el propietario, un hombre mayor que tenía varios pisos que arrendaba en la ciudad. Y cada dia uno, fuese festivo o laborable, el señor Ballesteros se plantaba en nuestra casa a la misma hora, a las cuatro en punto. Subía hasta el cuarto piso, sin ascensor, le preparábamos un café y le entregábamos un sobre con el dinero del alquiler. Con el dinero del finiquito aun pudimos hacer frente a tres meses más...

 

  • Ya lo sé, cari. Me dijo Pierre, melosamente, acariciándome el bombo de casi seis meses que una servidora lucía orgullosa. - Igual tú...

  • Igual yo..¿Qué? Le repliqué apartando sus manos de mi barriga.

  • Pues... No sé... Ya sabes que te mira con muy buenos ojos...

  • ¿Estás insinuando lo que me imagino que insinuas?

  • Mujer, no te pido que te lo cepilles... Pero igual, si te muestras así como un poco atrevidilla...

  • ¡Aja! Y ¿por qué no te lo montas tú con él?

 

El propietario era un hombre de unos 70 años, no demasiado alto, de complexión delgada y bastante apuesto, por la edad que tenía. Aun lucía una mata de pelo plateado que le daba un cierto aire a lo Richard Gere, salvando las distancias, claro está. Siempre trajeado como si fuera a una boda. Además, nos dijo un día que ni fumaba ni bebía y que se mantenía en forma haciendo footing e incluso que participaba en algunas carreras de fondo. Pero no dejaba de ser a mis ojos un viejo. Un viejo verde.

 

  • No te pongas así, Susie. Hazlo por nosotros, por el bebé. Estamos muy bien en este piso.

  • Ya...

  • Mira, aquí te dejo el sobre. Dentro hay la mitad del importe. Haz lo que puedas para negociar el precio. ¿Vale, cari?

  • ¡Vete a la mierda, cari!

  • ¡Hummm! ¡Cómo te quiero! Concluyó el muy caradura. Y me estampó uno de esos morreos que me dejaban sin aliento.

 

Las seis primeras semanas de embarazo fueron un auténtico horror. Náuseas, vómitos, dolores renales, migrañas. Nada que pudiera presagiar lo que vendría después. Cuando mi cuerpo se acostumbró a ese brutal cambio hormonal, algo en mí se transformó, casi de la noche al dia. Incluso llegué a consultárselo al ginecólogo:

 

  • Doctor, ¿es normal lo que me pasa?

  • Susie... Nos conocemos ya desde hace unos años. ¿Te acuerdas de lo que te dije una de las primeras veces que viniste a mi consulta?

  • Sí, claro que me acuerdo... que yo era una mujer hipersexual y...

  • Y nada más... Te dije que lo disfrutaras, cómo te lo digo ahora.

  • Pero ahora estoy embarazada... No es lo mismo... Siento, uf, siento cada dia más necesidad... Me despierto a medianoche y tengo ganas. A media mañana, tengo ganas. ¡A todas horas!

  • ¡Qué suerte tiene, pues, tu marido!

 

A partir del cuarto mes se me empezó a notar la barriga. Los pechos aumentaron un poco de volumen pero, sobretodo, las aureolas doblaron su diámetro y su coloración se tornó marrón oscuro. Los pezones también se hicieron más grandes, más oscuros y más duros. Pierre disfrutaba como un enano cuando venía sobre él, me sentaba sobre él, me clavaba en él, ofreciéndole mis senos para su deleite y el mio. Yo le rogaba que me chupara, que me mordiera los pezones; que me los pellizcara, que me los retorciera hasta arrancarme alaridos de dolor que eran inmediatamente correspondidos por espasmos de placer.

 

Por aquel entonces empecé a depilarme integralmente el sexo. Me gustaba mirármelo con un espejo que ponía sobre un taburete y a horcajadas iba observando como éste también se transformaba: mi vulva estaba cada día más abultada, los labios menores sobresalían hinchados, rojizos, el clítoris apuntaba su cabecita reluciente bajo los pliegues de su capuchón. Mi vagina era una auténtica fuente termal. Mientras me observaba, prácticamente sin tocarme, podía ver como gotitas de flujo iban derramándose de su interior, cayendo cual lágrimas de perfume sobre el cristal del espejo. Una hembra en celo. Una sex-machine, como me llamaba mi Pierre.

 

Cuando el señor Ballesteros llamó a la puerta, la puesta en escena estaba pensada y repensada. Pierre se había marchado, dejándome sola ante el peligro. Me duché y en lugar de secarme y vestirme, me quedé con la toalla enroscada sobre mi pecho, con otra, a la manera de un turbante, envolviendo mi cabellera:

 

  • Buenas tardes, señor Ballesteros. Perdone que le reciba así. Me ha cogido desprevenida – mentí ominosamente.

  • Oh, soy yo quien debe disculparse. Si quiere vuelvo más tarde...

  • Nada de eso. Pase, por favor.

 

Teníamos la costumbre de hacerle entrar e instalarlo en una habitación que hacía las veces de despacho y que daba a una gran galeria en la que se encontraba tras una puerta el aseo y en el otro extremo, la ducha. Unas grandes cortinas nos daban intimidad cuando nos duchábamos y muchísima luz cuando no las corríamos.

 

  • Siéntese aquí, por favor. Ahora le traigo el café. Le dije y me fui para la cocina.

  • Su marido, ¿no está, hoy? Por el tono en que lo dijo, casi como si se alegrara, pensé para mis adentros que ya tenía un punto ganado.

  • No, tenia un compromiso – me acerqué con el café y me incliné casi rozándole la espalda para dejarlo sobre la mesa, con unas galletas, como siempre. - Profesional, ya sabe...

  • Gracias – levantó la cabeza hacía mí y ésta se quedó a pocos centrimetros de la toalla, a la altura de mis pechos. - Espero que se arregle pronto la situación para ustedes.

  • Es muy amable, señor Ballesteros – le dije con zalamería.

  • Puede llamarme Miguel, si no le importa.

  • Y usted a mí, Susie... Voy un momento a ponerme las cremas, que con el embarazo se me seca mucho la piel y enseguida vuelvo con usted.

  • No se preocupe. De aquí no me muevo.

 

Le había hecho sentarse en un punto estratégico. Justo delante de él, un gran armario de puertas acristaladas le ofrecían el ángulo de visión ideal para no perderse detalle de lo que yo iba a hacer. El punto dos del plan. Entré en la galería en lugar de hacerlo en mi habitación y tras sacarme la toalla, de espaldas a él, un poco de lado, empecé a aplicarme la leche hidratante. Primero por los pies, piernas y muslos, lentamente. Por las nalgas, también. Después por la barriga, acariciándola con todo el amor del mundo. Los brazos, las manos y para terminar, los senos. Joder, Susie, pensé, tú solita te estás poniendo cómo una moto. Al terminar me puse una batita, tipo kimono, que con la tripa todavía se quedaba más corta de lo que ya era. Me giré y dirigí la mirada hacia el armario. Y allí estaban sus ojos, su mirada clavada en mí. Ay, Susie, volví a decirme, pero que puta eres.

 

  • ¡Ya estoy! Fresca como una rosa...

  • ¡Y guapísima!

  • Gracias, señor... Ay, no. Gracias Miguel. Me saqué la toalla del pelo, moviendo la cabeza a un lado y a otro, haciendo que la bata se me abriera de nuevo. -¡Uy, qué tonta! Y volví a abrocharla.

 

Me senté en el borde de la mesa, delante de él. Me incliné a un lado y cogí el sobre con el dinero. Se lo acerqué:

 

  • Aquí tiene el alquiler, Miguel.

 

Vi un brillo particular en sus ojos. Como si estuviera decepcionado de que yo pasara ya a la parte pecunaria. Le sostuve la mirada mientras lo abría.

 

  • Aquí... -dijo como atragantándose. - Aquí falta dinero...

  • No puede ser, le dije con toda la inocencia de la que fui capaz, acercándome a casi tocar de su cara. -Pierre no me ha dicho nada.

  • Pues falta la mitad, señorita... Así no vamos bien, se lo advierto.

 

El propietario se levantó y se quedó delante de mí, tieso y serio como un palo. La estrategia se estaba yendo al garete. Había que actuar raudamente. Y ¿que es lo mejor que sabemos hacer en momentos como éste? Llorar. Me senté y me llevé las manos a la cara. Empecé a sollozar ruidosamente. La bata se me abrió de nuevo.

 

  • Angelito, no llore. Se me acercó, me tomó la cara entre sus manos, me acarició las mejillas.

  • Y qué voy a hacer ahora... Todo el dinero que tengo está en este sobre.

 

Me tomó de las manos y me hizo levantar. Con la bata abierta, mis senos, mi vientre, todo estaba a su vista. No hice nada para volver a atarla. Me lo jugaba a todo o nada. Entonces, él cambió el tono:

 

  • Mira, chiquilla. - ya no me hablaba de usted, como es frecuente en Francia, a pesar de la diferencia de edad. - No me creo ni una palabra de lo que me estás diciendo. Es más, creo que sabías perfectamente que en el sobre faltaba la mitad del dinero y que por eso has montado este numerito para que me quedara contento...

  • No le digo ni que sí ni que no. - Dicen que la mejor defensa es el ataque. - Pero bien que se lo ha pasado usted con lo que ha visto... ¿O no?

 

Llegábamos al punto crucial. Plantados uno delante del otro, yo casi desnuda, él con el sobre en la mano. Y en ese momento, soltó una sonora carcajada:

 

  • ¡Ja,ja,ja! No hay duda de que estás para mojar pan, Susie. Pero lo que he visto no vale todo el dinero que falta en el sobre.

  • ¿Ah, no? Y... ¿Qué más quiere de mí?

 

Dejó el sobre encima de la mesa. Se sacó la americana. Se desabrochó la corbata. Todo ello sin dejar de mirarme a los ojos.

 

  • Mira, voy a ser muy clarito. Mi mujer tiene unos cuantos años más que yo y aunque me la quiero mucho, lo que es follar, no follamos... - me dijo a la vez que me sacaba la bata y me sobaba los pechos. - Entonces, sabes, Susie, yo voy de putas... - prosiguió acariciando mi barriga. - Dos o tres veces al mes... - deslizando un dedo entre los labios de mi vulva. - Me sale un poco caro porque tengo, digamos, un pene algo especial.

  • ¡Oooaaammm! Gemí al sentir sus dedos dentro de mí.

  • Pero nunca me he tirado a una puta preñada, me soltó sacando los dedos de mi coño, llevándoselos a la nariz mientras con el pulgar frotaba el líquido vaginal que los impregnaba.

  • ¡Yo no soy una puta!

  • No, cierto... Tu eres peor que ellas.

  • ¡Lárguese de aquí!

  • ¡Uy, uy, uy! No te sulfures. Te diré lo que vamos a hacer... Tú vas a darte la vuelta, vas a apoyar tus manitas encima de la mesa, vas a abrirte de piernas, yo me voy a bajar los pantalones y te voy a follar.

  • Ni lo sueñe...

 

Creo que le repliqué algo similar. Pero los dados ya estaban echados. El mismo me cogió por los hombros, me hizo girar, inclinarme sobre la mesa y ponerme en posición:

 

  • Y si te portas bien...¡igual os sale el alquiler gratis!

 

Ladeé la cabeza para ver con qué me iba a follar. Casi hubiera sido mejor no verlo. Lo primero que me hizo estremecer fueron sus testículos, colgando en su bolsa, gordos como puños. Y su verga. La sostenía en su mano como un bate de béisbol. Jamás había visto nada similar. Era grande y gruesa como mi antebrazo.

 

  • ¿Te gusta, eh? Macrofalosomía, se llama a mi “pequeño” problema.

 

Escupió saliva sobre la palma de la mano y con ella se frotó el glande. Ya no quise mirar más. Pocos segundos después sentí como su verga se abria paso en mi coño, muy lentamente:

 

  • Ya verás como te va a encantar, Susie.

  • ¡Auuuh! Me duele... Me duele mucho.

  • Relájate, mi niña... Poco a poco. Ya está casi toda dentro.

 

En ese momento odié a mi marido. Y me odié a mi misma por pensar que podía manipular a cualquier hombre. Me estaba dejando follar como una vulgar prostituta por un viejo verde y perverso que me perforaba con una broca de dimensiones extraterrestres. Y empezó a gustarme. Comencé a notar como mi vagina se dilataba y contraía, como mis flujos se hacían cada vez más copiosos, como mi pelvis temblaba en espasmos cada vez más regulares, cada vez más fuertes.

 

  • ¡Dios! ¡Qué coño tienes, zorra! ¿Aun te duele?

  • ¡Aaahhh! Un... ¡Mmm! Poquitooo.

 

Mi reacción lo envalentonó y su polla se convirtió en un martillo pilón. Temí que me partiera el útero, de tan profunda que la sentía.

 

  • ¡Miguel! ¡Me mataaaaa! ¡Me muerooo!

  • ¡Toma, toma, tomaaa!

 

No fue el polvo más largo de mi currículum pero sí el más brutal. Al menos, el señor Ballesteros tuvo la delicadeza, si así se la puede llamar, de utilizar únicamente su polla, sin apoyarse contra mí, pues temía que eso hubiera podido dañar al bebé. De vez en cuando me asía las nalgas con fuerza, como para agarrarse y no perder el equilibrio en sus vaivenes cada vez más frenéticos.

 

  • ¡Voy a regarte, so putaaaaaaaaaa! Gritó al correrse.

  • ¡Diooooooos! ¡Me corrooooooo! Grité al correrme.

 

Dicen que lo que vive una madre durante su periodo de gestación marca de alguna manera la personalidad de la criatura que va a nacer. No me extraña nada, pues, que mis hijos hayan salido unos pendejos de primera categoría. Los pobres no disfrutaron de la placidez que la mayoría de madres les ofrecen. Pero no nos desviemos del tema de hoy.

 

Cuando salió de mí, no tardé en darme cuenta que mi coño escupía grandes cantidades de flujo y semen. El propietario recomponía su atuendo, dejando de interesarse por mí. Me incorporé como pude. Me flaqueaban las piernas y sentía un terrible escozor en la vagina.

 

  • Te has portado muy bien, Susie. Aquí te dejo esta targeta...

  • ¿Para qué?

  • ¿Ves esta dirección? La semana que viene, mismo dia, misma hora, te quiero ver allí.

  • No lo entiendo... Es una targeta de un fotógrafo...

 

No respondió nada. Se fue hacia la puerta de salida. Eché un rápido vistazo a la mesa del despacho y vi que allí seguía el sobre abierto y los billetes que asomaban de él.

 

  • ¿Y el dinero? Le pregunté antes de que cruzara el umbral.

  • Hoy te has ganado la mitad. La semana que viene, la otra. Y cerró suavemente la puerta tras de sí.

 

Dos horas más tarde, Pierre regresó a casa. Me encontró estirada en la cama. Enseguida me preguntó cómo había ido. Le respondí que el propietario había aceptado de mala gana la mitad del alquiler pero que la otra mitad se la había cobrado en especies. Pero le conté una versión bastante más edulcorada que la real. Le dije que le había dejado tocarme y que al final lo había masturbado. Me pidió todo lujo de detalles y, como no me faltaba imaginación, se los di. Se puso palote pero cuando quiso pasar a la acción lo corté por lo sano, diciéndole que tenía una jaqueca impresionante. Lo que tenía en realidad era una colosal inflamación de la vulva.

 

  • Hazme una mamada, cari, porfa. Va muy bien para el dolor de cabeza, je, je, je.

  • La que tiene la jaqueca soy yo, no tú. ¡Pero qué jeta tienes!

  • Mmm... Porfi, porfi. Me suplicaba con su polla erguida en la mano.

  • ¡Valeee! Pero yo no me muevo.

 

Se puso de rodillas sobre mi pecho y me ofreció su verga, que chupé como a él le gustaba, a lo Linda Lovelace, metiéndole un dedito en el ano. Su semen no tardó en brotar, en llenarme las papilas gustativas, en recorrer mi esófago y depositarse dulcemente en mi estómago.

 

En un cajón de la cocina, bajo un montón de servilletas, reposaba el sobre con el dinero y la targeta que el señor Ballesteros me había entregado.

Continuará... Si os sigue pareciendo que vale la pena;)

 

Susie