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Historias de maternidad. Capítulo 3

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Historias de maternidad.

Capítulo 3

 

En junio de 1994, con 21 años recién cumplidos, me casé con Pierre. Llevábamos viviendo juntos cosa de año y medio. Días, semanas y meses de felicidad absoluta. Para mí, fue como vivir casi en permanencia, en un parque de atracciones monotemático, dedicado al sexo y a todas sus variantes. Fue como un Susie en « Pornoland », en el que cada dos por tres descubría nuevas atracciones.

 

También me fui dando cuenta hasta que punto a Pierre le gustaba llevar la voz cantante. Cómo le gustaba proponorme cosas y cómo le encantaba ver que en la mayoría de los casos yo accedía de buen grado. Era dominante pero no posesivo. Y eso hacía que ambos disfrutaramos más aún si cabe de nuestras experiencias conjuntas.

 

En nuestra ciudad, demasiado pequeña para ser anónimos, nos comportábamos como una parejita enamorada y relativamente clásica. Incluso dejamos de frecuentar la playa de la que os hablé en el capítulo anterior porque una de las veces en las que marraneábamos en las dunas, me pareció reconocer a uno de mis profesores entre los voyeurs. Y bueno, por muy guarrilla que sea una servidora, no era cuestión de echar por la borda tres años de estudios.

 

Pierre dejó de jugar al rugby porque tuvo una lesión de rodilla importante. Me supo mal porque era su pasión y sobretodo porque lo iba a ver jugar y me ponía a mil viendo aquellos hombres fuertes como toros dándose de hostias o metiéndo la cabeza entre las piernas de sus compañeros en aquello que llaman « mêlée ». Y después me los imaginaba en la ducha, sudados, sucios, desnudos... la de veces que Pierre me había follado mientras me decía marranadas relacionadas con lo que en el argot del rugby llaman « el tercer tiempo ».

 

Sólo recordaré dos momentos memorables de estos meses antes de la boda. Más que nada porque sino esto no sería una serie sino un culebrón venezolano. El primero de ellos, ocurrió en París. Fuimos a pasar una semana, en primavera. Durante el día recorríamos la ciudad y los lugares más turísticos. Me sacó un sinfín de fotografías, una de ellas de vivo recuerdo : en el Museo d'Orsay delante del cuadro « El origen del mundo » de Gustave Courbet, me dijo que era como si fuera yo la modelo que le inspiró. Debo tenerla guardada por ahí, por si queréis verla...

 

Por la noche, salíamos de copas, a clubs nocturnos. En general, de música en directo, de jazz (la pasión de mi marido). Pero una de esas noches, paseando por la zona de Pigalle, vimos un cartel luminoso que anunciaba :

 

SEXO EN VIVO

TOTALMENTE AMATEUR E INTERACTIVO

 

  • ¿Qué ? ¿Entramos ? Me preguntó Pierre tocándome el culo, que era su manera de decir que era él quién mandaba.

  • Vale... Pero que quede claro que yo no pienso interactuar con nadie.

  • ¿Ni conmigo, gatita ?

  • Anda, tonto... Entremos a ver...

 

Para empezar, el portero nos abrió la puerta échandome una mirada que me dejó en pelotas de tan explícita que era. Acto seguido, se dirigió a Pierre en un tono cortante :

 

  • La chica... ¿Es mayor de edad ?

  • Por supuesto. Le respondí yo, indignada.

  • ¿Puedo ver su carnet de identidad ?

Una vez se quedó satisfecho de su comprobación, me volvió a mirar como si quisiera verificar si era virgen. Parte de la culpa de ese tipo de miradas la tenía yo, bueno, la tenía Pierre, porque me hacia vestir con unos modelitos que dejaban al descubierto buena parte de mi anatomía. Y a decir verdad, me gustaba. Me sentía mucho más mujer de lo que era. Provocar y sentirme deseada. Era como un mantra para mí. No perdamos el hilo. El portero nos indicó una puerta. La abrimos y bajamos a un sótano escasamente iluminado. Lo que me llamó la atención de entrada fue el humo ; aquella atmósfera estaba cargadísima de tabaco...Eran otros tiempos. También, la escasa luz. Toda iluminación estaba concentrada en dos partes de la sala : la barra y el escenario, de pequeñas dimensiones, ligeramente elevado. Y alrededor de la escena, un montón de mesas redondas, pequeñas, con una vela en el centro y prácticamente todas ocupadas. Una chica, no mucho mayor que yo, en mini-falda y con las tetas al aire vino a nuestro encuentro :

 

  • Bienvenidos. ¿Desean una mesa ?

  • Sí, por favor. Respondió mi novio.

  • Sólo nos queda una libre. Esa de ahí. Nos indicó una mesa a tocar del escenario.

 

Intenté rechistar porque no quería estar tan cerca de « aquello » pero Pierre me dejó claro que a él ya le iba bien. Así que seguimos a la camarera hasta llegar a la mesa. De camino, pude observar que el público era mayoritariamente masculino y no joven, precisamente. También me pareció percibir algunas parejas maduras. En una de las mesas, una mujer le estaba haciendo una paja a su acompañante. Vaya, eso es lo que me pareció. Pensé para mis adentros : ¡en que antro nos hemos metido !

 

El espectáculo ya había empezado y sobre el escenario, una mujer blanca de edad indefinida, maquillada como un ave tropical, vestida unicamente con un négligé, un camisón transparente, espatarrada sobre un sillón de mimbre, como el de la película Emmanuelle, se masturbaba con un consolador enorme, en forma de falo negro.

 

  • ¡Que me traigan al esclavo ! Exigió imperativamente.

 

La camarera llegó con las bebidas y la nota. Pierre la cogió y sacó un fajo de billetes, de francos.

 

  • ¡Vaya clavada ! Le dije. - Total, para ver un numerito ridículo.

  • Bueno, ahora ya estamos aquí. Vamos a disfrutarlo, ¿no ?

 

Apareció sobre el escenario el que debía ser el maestro de ceremonía, como pude comprobar más tarde. Llevaba a su lado, atado de una cadena sujeta al cuello, a un chico negro como el carbón, totalmente desnudo, luciendo un majestuoso pene, en reposo.

 

  • Aquí lo tiene, mi señora.

  • ¿Qué le pasa ? ¿Que no ves que así no puede satisfacer a su ama ? ¡Exijo que se le ponga así ! Exclamó la puta ama blandiendo el consolador gigante ante los ojos del público.

  • ¿Alguna señora del público desea ayudar al esclavo ? Preguntó el animador dirigiéndose al auditorio.

 

Entonces comprendí lo que quería decir el cartel con la palabra « interactivo ». Del fondo de la sala, apareció una mujer, bien entrada en años y carnes, subió al escenario y el animador la recibió con un fuerte aplauso, al que correspondimos todos los asistentes.

 

  • Su nombre, señora.

  • Louise.

  • Bonito nombre. ¿Dispuesta a satisfacer sus instintos más primarios ? Se expresaba en un francés muy aproximativo. Se diría que era alguien que venía de un país del Este.

  • ¡Con mucho gusto !

  • Pues...¡Manos a la obra, Louise !

Los teníamos a un metro de distancia. Primero, la mujer le tocó el miembro, se lo acarició. Se notaba que se moría de ganas de hacerlo. El seudo esclavo seguía impertérrito. Su polla no terminaba de enderezarse. Entonces, el ama desde su sillón, la instó a que se la chupara. La mujer pareció dudar un instante pero enseguida se puso de rodillas y se metió aquel rabo negro en boca. Al esclavo le empezó a cambiar la cara. Y aquel mástil de ébano se volvió duro y reluciente. La burguesa cachonda no quería soltar la presa. Tuvieron que separarla de aquella golosina casi a la fuerza...Por el bien del numerito. Lo que siguió ya os lo podéis imaginar. El ama a cuatro patas y aquel semental negro perforándola hasta las entrañas, en una posición que nos permitía ver con claridad que no era un polvo simulado. Yo diría que incluso los aullidos y berridos que soltaba aquella putona eran reales. Como reales fueron los lechazos del semental sobre la espalda de su ama.

 

  • ¿Te gusta, cielo ? Me preguntó Pierre, levantando la mano para llamar a la camarera.

  • Hombre, el chico está como un tren... Pero es todo bastante ridículo, ¿no te parece ?

 

En un momento dado entró en escena un hombre ataviado como un verdugo, todo de cuero, acompañado por una mujer practicamente desnuda -sólo llevaba unas botas de cuero altas, que le llegaban a medio muslo, pelirroja, de grandes tetas, más bien gruesa. Me pareció reconocer al que hacía de maestro de ceremonias. Debían ir escasos de personal, supuse.

 

El hombre procedió a fijarla por las muñecas y los tobillos a unas argollas sujetas en los extremos de un doble potro vertical en forma de X. La amordazó con una bola que le llenaba la boca. A continuación, se quedó mirando al público. Lentamente fue paseando su mirada por las diferentes mesas hasta fijarse en la nuestra, hasta fijarse en mí. Aquello ya no me daba risa. Y menos cuando el verdugo, tras girarse de nuevo hacia el potro, procedió a golpearla con una especie de pala de ping-pong, en las tetas, en los muslos, en el coño.

 

  • No me gusta esto, Pierre. Vámonos, por favor.

  • Espera un poco, mujer. No ves que es consentido. Forma parte del número. Además, acabo de pedir otra ronda de bebida.

  • No deja de ser una tortura... Y yo ni siquiera me he terminado la mía...

 

El verdugo prosiguió su sádica actividad. Era evidente que los golpes eran reales. La piel lechosa de aquella chica iba tornándose rojiza en aquellas zonas en las que era golpeada. Iba totalmente depilada y su vulva, con unos labios mayores muy prominentes aparecía ante nuestros ojos como un fruto de la pasión, pero enrojecido e hinchado como un melocotón. Cuando ya estaba a punto de levantarme para obligar a Pierre a marcharnos, algo hizo que me parara y me sentara de nuevo. La mujer intentaba gritar, con aquel arnés que le tapaba la boca. Pero no me parecieron gritos ahogados de dolor, sino de placer.

 

  • Lo ves, Susie, la frontera entre el dolor y el placer es muy subjetiva... Quedémonos un poquito más.

 

El hombre ahora le amasaba los senos como si fueran la masa para fabricar un pan de pueblo. Le retorcía los pezones y por el rictus de ella se adivinaba hasta que punto le gustaba. Como a mí. Me volvía loca que me los mordieran, que me los pellizcaran. Acto seguido, le aplicó un par de pinzas en ellos que le arrancaron una serie de gemidos guturales alucinantes. La sala estaba en silencio absoluto. Nosotros, sentados en aquella mesa a tocar de pista, casi podíamos oir el batir de su corazón, su respiración entrecortada, casi podíamos oler su coño rezumante de excitación. Entonces empezó a hurgar en su sexo, abriéndolo, introduciéndole los dedos, uno, dos, tres... Los metía y sacaba con suma violencia. La mujer se retorcía y yo ya no sabía si era por...

 

  • Señorita... El verdugo había cesado su actividad de sádico y se dirigía al público. Yo me lo miré entre sorprendida y asustada.

  • Sí, señorita, usted. Dijo dirigiéndose explicitamente a mí.

 

Me miré a Pierre, confusa, esperando que él me aclarara de qué iba aquello. Pero mi novio alzó los hombros en un gesto que indicaba que eso no iba para él.

 

  • Venga. Acérquese, por favor.

 

Como yo no me movía, el hombre bajó del estrado y se me acercó. Me tendió la mano y me invitó a seguirlo hasta la escena. Le seguí realmente acojonada, si me permitís la expresión. Una vez sobre la escena, se oyeron unos cuantos aplausos. Tuve el valor de mirar hacia el auditorio y me pareció reconocer en las miradas una especie de lascivia que me dejó atónita. Igual ese individuo se pensaba que iba a hacer conmigo algo similar a lo que le hacía a la tiparraca esa. Pero no, andaba yo muy equivocada.

 

  • ¿Cómo se llama, señorita ?

  • Susie. Murmuré. Me hizo un gesto para que lo repitiera más fuerte. Susie, me llamo Susie.

  • Agata, te presentó a Susie. Dijo dirigiéndose a la del potro. Susie, esta es Agata, mi mujer. Se ha portado muy mal y ahora se merece un castigo.

  • ¿Qué... qué ha hecho ? Balbucée como caperucita delante del lobo.

  • A esta zorra le gustan más las mujeres que los hombres y antes de salir a escena me ha dicho que se había fijado en ti...

  • Le gustaría que fueras tú la que la castigaras...

  • ¡Sí, hombre ! ¿Y qué más ? Hice ademán de volverme hacia la mesa pero el verdugo me seguía cogiendo de la mano, con fuerza.

 

Allí se estaba produciendo algo nuevo para mí. Algunos hombres empezaron a corear mi nombre, a rogarme que hiciera lo que me pedían. Pierre me miraba de una manera, cómo decirlo, muy lúbrica. Y una vez más, como tantas otras en mi vida, la excitación venció a los tabúes, a los miedos. Me giré hacia la mujer. Le habían sacado la bola de la boca. Me miraba con deseo. ¿Aquello era real ? Se preguntaba mi joven mente.

 

  • Haz lo que quieras con ella, Susie. Sentenció el verdugo, apartándose a un lado.

 

Lo primero que hice fue sacarle las pinzas que le maltrataban los pezones. Agata me lo agradeció con una sonrisa. Le acaricié los pechos. Notaba su peso, su volumen en las palmas de mis manos. Su piel era extramadamente suave, frágil, casi transparente. Se podían distinguir las venas que como riachuelos recorrían sus mamas. Sus pezones enrojecidos eran del tamaño de un garbanzo, mejor aún, como dos pequeños fresones que pedían a gritos ser comidos. Se oyó un murmullo colectivo de aprobación cuando me los puse en la boca.

 

  • Así, mi niña... ¡Hum ! ¡Cómetelos ! ¡Muérdelos ! La propia Agata me estaba alentando a que fuera yo la que continuara el tratamiento de su marido-verdugo. Lo hacía a viva voz para que todo el mundo se uniera a mí, alentándome con aplausos y silbidos.

No era la primera vez que estaba con una mujer. Tuve una amiga, cuando éramos adolescentes las dos, con la que compartí muchos momentos de intimidad, pero fueron más bien exploraciones placenteras, llenas de ternura lésbica. En ese momento, en aquel escenario, ante aquella gente, era algo muy diferente. Distinto pero terriblemente más excitante. Sentir aquellos apéndices de carne trémula entre mis dientes, lamerlos, succionarlos, mordisquearlos, morderlos, me propulsaron hacia el Olimpo del placer. Y más cuando Agata me rogó entre gémidos que le comiera el coño.

 

Mi amiga adolescente, al igual que yo en aquella época, nos depilábamos lo mínimo y en verano, para que no se nos vieran los pelillos cuando íbamos en bañador. Agata estaba lisa y su pubis y su vulva eran suaves como la piel de un bebé. Me puse en cuclillas, apoyándome en sus poderosos muslos. Acerqué mi boca a su coño. Un fuerte olor a hembra caliente inundó mi olfato. Recorrí su raja con la punta de la lengua. El gusto acidulado, ligeramente salado de sus fluídos, excitó mis sentidos. Su clítoris sobresalía entre sus labios, rojizo, erecto. Lo succioné como si se tratara de un minúsculo pene. Lo lamí, lo chupé. Agata me correspondía con unos sonoros suspiros puntuados de grititos muy agudos. Mis manos podían palpar los espasmos que se apoderaban de su cuerpo, de sus muslos, de su vientre...

 

  • ¡Niñaaaaaaaa ! ¡Yaaaaaaaaa ! ¡Siiiiiii !

 

Apenas tuve tiempo de apartarme. Su coño se abrió como un surtidor. Pequeños chorritos de un líquido incoloro salían propulsados de manera intermitente, con cada contracción orgásmica de su vagina. Yo me había levantado y echado a un lado. Pero no podía apartar la vista de aquella exhibición de eyaculación femenina.

 

Una vez que el manantial hubo parado de brotar, Agata medio inconciente, el verdugo se acercó a nosotros, me cogió de ambas manos y me dijo :

 

  • Creo que tu vales para esto, pequeña.

 

Aquella noche, en el hotel, Pierre me tomó por detrás, sobre la moqueta de la habitación, como a una perrita, sin muchos miramientos, abofeteando mis nalgas con fuerza, llamándome de mil maneras obscenas. Y yo me corrí. Un montón de veces, imaginando múltiples variaciones de todo cuanto había vivido esa noche. Con el sabor de aquel coño todavía en mi boca.

 

El segundo de esos momentos de los que os hablaba al empezar el capítulo iba a ocurrir en Amsterdam. Pero lo dejaré para otra ocasión.

 

Y continuará... Si os sigue pareciendo bien;)