Siento tus labios apretarse a los míos y la textura de tu lengua es excitante al contacto; muerdo tus labios, los chupo y me deleito. Me acerco aun más a ti, mis manos se aproximan a tu rostro, acarician tu nuca y recorren tus oídos. Tus manos sucumben a mi cuerpo y de igual manera que la primera vez que rozaste mi piel, cautelosamente lo vas descubriendo; recorres mi espalda, me encierras entre tus brazos oprimiéndome, tratando de sacar de mí todo el calor que habías soñado y que hasta entonces tienes a tu alcance.
Como un bálsamo afrodisíaco te reanimo íntegramente. Tu boca se acerco a mis labios, llena de una lujuria devastadora y tu lengua, cual serpiente enfurecida, recorrió cada pliegue, cada escondrijo, dejando a su paso un camino húmedo y delirante. Chupeteabas, succionabas, mamabas mi sexo erecto, mientras mis manos impacientes acariciaban mis propios senos y entre mis dedos, mis pezones endurecían.
Entre en la habitación, te encontrabas de espaldas, secando las pequeñas gotas de agua en ti, disfrute observando tu cuerpo varonil, tu enorme espalda, tus nalgas duras y apretadas, sentiste mi mirada y giraste suavemente para dedicarme una sonrisa, tenias algo de prisa te esperaba un día de arduo trabajo en la oficina, pero yo no estaba dispuesta a que te fueras tan pronto.
Esa primera llamada fue una locura, que hizo crecer enormemente el deseo. El susurro de tu voz fue para mí un baño cálido, hubiera jurado sentir tu aliento en mi oído. Tus palabras me excitaban, mis labios se hinchaban y palpitaban, sentía una corriente eléctrica recorrer todo mi cuerpo y mi mano desesperada buscaba satisfacerse, adentrarse en lo mas profundo, regodearse del calor húmedo, sentir la hinchazón y acariciar ese botón erecto.
Todos los días me sentaba en la misma banca, a la sombra de un gran árbol, ya se había echo una costumbre, sentarme ahí esperando, deseosa verte llegar, observar tus movimientos, tu forma de mover los brazos al caminar, de cómo tus manos alisan tu cabello, la forma en que te sientas, tan confiado, tan alegre y la hermosa sonrisa en tu boca que te hace irresistible.
En ese momento me sentí algo turbada; me encontraba desnuda en medio de ese florido campo sin saber si cubrirme o reírme. Tomaste el cobertor del suelo, sacudiéndolo, y pasándolo por encima de mí, me cubriste. Allá a lo lejos, el cielo pintaba colores y entre el azul y gris alumbraba el rojizo sol y jirones de nubes cubrían el firmamento.
Me acomode en la silla y puse mi bebida en la mesa, mi vista fue directamente a ti y observe ese rostro varonil, que denotaba madurez. Te pregunte tu nombre y tan solo pronunciaste Jesús. Me quede callada, ¡tu no tenías deseos de hablar!; así que jugué con mi copa. Mis dedos la recorrían suavemente mientras pasaban los minutos, más de repente...