miprimita.com

Mi pequeña Maira

en Jovencit@s

La lluvia era más que torrencial. Alguien llamó a la puerta justo cuando salía de ducharme. Me puse la bata sobre el cuerpo mojado y abrí. Era Maira, la hija de Roberto, un amigo de toda la vida, que vivía a unas seis o siete calles de mi casa. Desde que mi mujer se hartó de mí y desapareció, tanto R como el resto de su familia me visitaban con frecuencia, como compadeciéndose de mi supuesta desgracia. Desde muy pequeña, M pasaba muchas tardes en casa. Leíamos cuentos de príncipes y princesas o pintábamos en los libritos que yo le compraba para estas ocasiones

- Hola. La lluvia me sorprendió cerca de acá y pensé que me podría quedar un rato hasta que pase.

- ¡Claro, chiquita! Entra que te estas mojando mucho

Sus cabellos con bucles negros y esa sonrisa tan límpida y espontánea le daban ese aire de inocencia angelical, ingenua, de la que cualquiera con un poco de calle se podría aprovechar fácilmente. El sólo pensar que algún degenerado la pudiera tocar me ponía como loco. Fácilmente mataría al que le hiciera daño a mi pequeña Mairy.

Sin embargo, ella había crecido. De la noche a la mañana estaba casi tan alta como yo. Y desde hacía ya algún tiempo no podía evitar que la fantasía me carcomiera la mente lenta e inexorablemente.

Con sus trece añitos, Mairita tenía un cuerpo ya bastante desarrollado, sólo que ella parecía no darse cuenta. Sus falditas de jean eran infantilmente cortas, permitiendo el deleite de ver esas piernas tan perfectas casi en su totalidad. Y su remera sin mangas - ahora mojada- era lo único que cubría unos pechos no muy grandes, pero de perfectas curvaturas y con una firmeza que sólo pueden tener a los trece. La lluvia fría había endurecido sus pezones que parecían querer escapar de esa prisión de algodón húmedo. Esa visión hizo que mi entrepierna revelara mis pensamientos. Me puse rojo de vergüenza ante le imposibilidad de disimular esa terrible erección.

Ella perdió su sonrisa y cruzo los brazos para ocultar sus pechitos tan erectos.

-Mejor me voy...- dijo nerviosa al ver mi incomodidad, más que por temor a alguna clase de problema, ya que desde pequeñita confiaba en mí ciegamente y se sentía tan segura conmigo como con su papá. Pero no hizo ningún movimiento que indicara su intención de irse. Sólo se quedó allí parada, con los brazos cruzados, tomándose los pechos, apretando las piernas una contra otra y sin sacar los grandes ojos negros del bulto que formaba la bata entre mis piernas.

-Ni lo pienses. Esta lloviendo muchísimo y te podes enfermar- dije mientras cerraba la puerta tras ella.

-Ya sé, pero es que me acordé que...

- ¿Qué pasa? ¿Te preocupa algo?

- ¡¡N... no!! Para nada...

-Pasa, sentate. Mejor te presto una camisa para que te cambies esa ropa mojada.

-Tenes razón, seria una locura irme ahora. Entonces sí, prestame algo hasta que se me seque esto- Su sonrisa regresó.Y la ingenuidad también.

Le dije que buscara algo en mi ropero, así que entró en mi habitación cerrando descuidadamente la puerta que quedó entreabierta, permitiéndome observar sin ser observado todos sus movimientos a través del reflejo del espejo grande. Se quitó la remera y la faldita con movimientos lentos. Su ropa interior constaba sólo de una tanguita blanca súper cavada que, realmente, no se veía entre sus nalguitas pequeñas pero redondas y paraditas. Antes de buscar la ropa seca, se miró al espejo, girando el cuerpo para verse desde diferentes ángulos. Se tocaba los glúteos, se levantaba aún más los pechitos con las manos. Incluso corrió hacia un lado la tanga de modo que pudiera verse también la conchita. Para mi sorpresa y excitación, apoyó un pié en el borde de la cama y, con las piernas muy separadas, empezó a tocarse. Extrañamente, no había lujuria en ese acto, ya que la suavidad y lentitud con que se acariciaba, revelaba que era sólo eso, el placer de una simple caricia en un lugar especialmente sensible del cuerpo. La inocencia estaba intacta.

La escena duró no más de cinco minutos. De sobra para partirme la cabeza en mil pedazos. Es que ver a una nena desnuda masturbándose en tu propia habitación no es algo que a uno le pase todos los días.

Sacó una de mis camisas blancas y se la puso. Salió de la habitación mientras abrochaba un único botón a la altura de los pechos, dejando a la vista todo ese maravilloso vientre y esas piernas de perfecta armonía. De nuevo puedo asegurar que no había verdadera intención sexual en esa actitud, ya que infinidad de veces la había visto así desde pequeñita. Claro que esta vez – hay que reconocerlo- también estaba coqueteando un poquito conmigo, sin conciencia de que también lo hacia con el peligro. Creo que tal vez estaba tratando de saber por sí misma lo que, seguramente, sus amigas más experimentadas le habrían contado acerca de las reacciones masculinas ante un cuerpo de mujer. No podía imaginar mi chiquita cuántas cosas iba a descubrir en esa lluviosa tarde.

Al rato estábamos sentados en el sofá, yo todavía en bata (y nada más) y ella con mi camisa sobre su blancura frente a mí, abrazándose las piernas, con su mentón apoyado en las rodillas, sin percatarse, en su inocencia, de cuánta de la gloria de su sexo podía yo percibir, aun sin mirar directamente allí. (La tanguita blanca seguía metida entre sus nalguitas y además dejaba entrever uno de sus labios.)

Bebíamos café con dos gotas de coñac para que se le pase el frío. Bueno, tal vez eran más de dos. (Bastante más, en realidad.) Y estaban empezando a hacerle efecto. Su mirada empezó a brillar más que de costumbre, hasta que se animó a preguntar:

-¿Porqué te ponés así?

Y señaló con los ojos el bulto que había crecido mucho entre mis piernas. Otra vez ese calor en mi cara, pero ya estaba jugado. O se escandalizaba y se iba o... se quedaba y que pase lo que tenga que pasar.

- Por vos

- ¿Cómo? ¿Por qué? Si yo no...

Y entonces se dio cuenta de que su casi desnudez ante mi ya no era lo mismo que hace unos años.

- Pero vos sos mi amigo- continuó- y amigo de mi papá desde siempre...

Estaba entre sorprendida y triste, como si algo de repente ya no fuera lo lindo y puro que había sido hasta ahora. Bebió un largo sorbo del café mágico y recobró la serenidad. Aproveché para tratar de recuperar su confianza antes de que ésta se terminase de derrumbar.

- Nosotros seguimos siendo amigos, Mairy. Lo que pasa es que vos creciste, y cuando uno va creciendo, la amistad va cambiando un poco, o sea, cambia la forma en que uno la expresa, ¿entendés?".

Por supuesto que no entendía mucho de mi filosofía barata, y a ninguno de los dos nos importaba en absoluto. De pronto, nada de toda aquella estupidez de la amistad importaba un carajo. Además, ahora su sonrisa era diferente. La ingenuidad y la inocencia estaban haciendo impacto directo contra sus deseos, deseos que tampoco entendía bien, aunque el instinto se los iba explicando rápidamente.

- ¿Me dejas... ver? preguntó sin quitar la vista de mi entrepierna y mientras se acariciaba uno de sus pezones de diamante.

- No creo que sea lo mejor- dije sin sonar tranquilo para nada y, mucho menos, convincente. -¿Tenés idea de lo que puede pasar?

- Tengo idea de lo que está pasando ahora, y me siento igual que cuando tengo esos sueños.

- ¿Qué sueños?

- Sueños en los que un hombre me toca y me besa. Entonces me toco yo misma, y cuando estoy muy mojada... es como una explosión en mi sexo y en mi cabeza...

Eso fue demasiado. Ya no era posible en absoluto contenerme más. Cuando desaté la bata y asomó lo que ella quería ver, sus ojos se abrieron mucho.

-¡Que grande!- dijo para sí misma, haciendo que me sienta halagado. Extendió la mano y lo tocó suavemente, con la punta de los dedos primero, y luego cerrando toda su manito alrededor. Yo se la tomé con la mía y le mostré cuál es el movimiento correcto. Lo hizo perfecto y se mojó un poco entre los dedos, pero pareció no importarle, al contrario, pues se llevó la mano a la boca y empezó a limpiársela con la lengua

- Yo también quiero acariciarte- atiné a decir.

Y sin decir palabra se puso de rodillas sobre el sofá, rozando mi boca con sus pechos. Desprendió la camisa y la descorrió despacio para ofrecérmelos por completo. Y los besé, y los recorrí con mi lengua lentamente, y los mamé con la avidez propia de un cuarentón en esa situación, mientras mi mano comenzó a masajear su conchita que estaba completamente mojada. Metí la mano por debajo de la tanga y la pasé desde atrás hacia delante varias veces, tocando a pleno sus lugares de penetración, hasta que, en un momento, mi dedo pulgar entró en la conchita y la punta del índice por la cola. Jamás había escuchado un suspiro como ese. Se quedó inmóvil por un instante, la espalda arqueada hacia atrás, con los ojos cerrados y mordiéndose el labio inferior, probablemente superando el aguijonazo de dolor.

Retiré lentamente mis dedos de allí. Estaban mojados de rojo. Mis manos comenzaron a viajar por su espalda, subiendo y bajando desde su cuello hasta los perfectísimos y firmes glúteos. La besé por completo, bajando desde los pechos hasta el vientre, el pubis, las piernas, pero sin llegarle aun a la conchita herida. Estábamos completamente agitados, respirando entrecortado y sudando. Ella me mordisqueaba la boca y el cuello. Sus manos exploraban todos los detalles de mí mientras entre gemidos me decía:

-¡Tocame! ¡Tocame como en mis sueños!-

Yo estaba a punto de acabar en medio de ese caos, las bolas me dolían y necesitaba penetrarla de inmediato.

-¡Sí, chiquita, te voy tocar mucho! Pero ahora va a ser mejor que con las manos.

Hice que pusiera una rodilla a cada lado de mis caderas. Tomé mi pene y lo pasé suavemente entre sus labios vaginales varias veces. Estaba tan mojada que la penetración fue casi involuntaria.

-¡No!- dijo -¡Así no! Es muy grande y me va... a... doler... mucho...

Para cuando terminó la frase, tenía la mitad adentro. Esa imagen de mi pija manchada de sangre virgen, abriéndola lento me hizo explotar. Se la terminé de clavar de un solo movimiento bruto. Su chillido de dolor fue largo y agudo, al tiempo que yo descargaba todo lo que tenía. Fueron cuatro o cinco chorros, completamente adentro, con la pija puesta hasta el final. Se quedó muy quieta, mirándome directo a los ojos. Tenía lágrimas y su mirada parecía decirme "¿qué me hiciste, hijo de puta?". Sin embargo, la escuché decir en un murmullo:

-Quiero más-

Yo estaba muy aturdido, un poco por no poder creer lo que me estaba pasando, y mucho por el terrible polvo que me acababa de echar.

-¿Qué dijiste?

- ¡¡Quiero más, quiero otra vez!!

.

La llevé a la habitación y nos paramos frente al espejo. La abracé desde atrás, acariciando sus pezones duros y, mientras besaba su largo cuello, fui bajando las manos hasta su sexo. Lo sentía pequeño, suave, el terciopelo mojado de su pubis me enloquecía. Le masajeaba fuerte el clítoris al tiempo que con mi pene la acariciaba entre las nalguitas. Cada uno de sus suspiros era mas profundo que el anterior.

-¡¡Entrame, por favor!!- murmuraba de continuo, de modo que la puse en la cama boca abajo, y en su desesperación, mientras elevaba sus caderas, separaba las piernas ofreciéndome esa conchita perfectamente rosada y mojada mientras se masturbaba frenéticamente. Y empezó a susurrar:

-¡Cojeme toda, por favor!-

. Esa no era la pequeña Maira que yo conocia. Era una pendeja absolutamente fuerte y caliente pidiendo que le llenen la conchita de leche. Por esos pensamientos fue que la clave, otra vez de un solo movimiento hasta el fondo... Quedo inmóvil por un momento ahogando con la almohada un quejido que era mezcla de dolor y placer, pero luego empezó a moverse de adelante para atrás haciendo la penetración más y más profunda a medida que, evidentemente, disminuía el dolor y aumentaba el gozo, mientras un hilo rojo le recorría las piernas.

En un momento se arqueo hacia atrás en inequívoca señal de orgasmo. Eso fue lo que me hizo explotar a mí también. Le eyaculé bien adentro, mientras Mairy me regalaba gemiditos entrecortados de esa vocecita de nena chiquita que me ponía más al palo todavía.

De pronto se detuvo en un último gran suspiro; con algún esfuerzo se incorporó y quedamos de rodillas uno frente a otro. Me rodeó el cuello con sus brazos y me besó en la boca, larga y profundamente. Yo crucé mis brazos por su espalda tomándola de los glúteos y apretándola fuerte contra mí. Después de unos momentos de verdadero amor, y con una nueva erección, me tendí de espalda y la recosté sobre mi pecho.

Inmóvil, como dormida en esa posición, se dejó penetrar otra vez. Ahora despacio, muy tranquilo, le entré y salí infinitas veces. Mis testículos ya estaban casi vacíos, y por eso mi orgasmo ahora se demoraba. El de ella, no. Ya no gemía, pero dos veces suspiró y se le tensó la espalda con cada acabada. Hasta que por fin, empecé a sentir que me venía; la pija se me puso aún más dura y ella lo percibió, lo que volvió a excitarla al punto de un último gran polvo.

-¡Sí! ¡Sí! ¡Dame uno más, amor! – ordenó mientras se incorporaba apoyando las manos en mi estómago y moviendo su pelvis frenéticamente para acelerar el estallido Y allí nos fuimos casi juntos, en un polvo largo y agitado, casi violento que se llevó nuestras últimas fuerzas.

Volvió a besarme con esa dulzura erótica de antes, con esa tan perturbadora mezcla de niña y puta.Y se dejó caer sobre mi pecho agitada y sudorosa.

Sus bucles negros ensortijados sobre el rostro, dejaban asomar una sonrisa que no voy a olvidar mientras viva. Seguía siendo la sonrisa ingenua y pura de mi chiquita.

Porque era mía, más mía que nunca. Y no importaba cuántos la tocaran en el futuro, desde hoy era mía para siempre...