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El espiritu del río

en Jovencit@s

EL ESPIRITU DEL RIO

El fuego se apagaba inexorable en el hogar de la sala y las penumbras, lentamente, iban tragándose su silueta recostada en el diván. Se acercaba la hora y el miedo crecía. También la excitación ante la perspectiva de ese placer antinatural que sin querer había conocido, pero del que ya no podía librarse. Él vendría sin duda, puntual, como siempre. Sí, como siempre desde hacía ya mucho tiempo, pero aun así el miedo persistía.

Es cierto que al principio lo había aceptado en su casa un par de veces, pero nunca fue su idea llegar a esto. No quería pensar mucho en lo que estaba ocurriendo, sencillamente porque no lo entendía. Pero él la había seducido de una manera tan... extraña, por llamarla de algún modo.

Los recuerdos irrumpieron para arrastrarla por la fuerza hasta la noche de su cumpleaños número catorce. Domingo, 2 de Noviembre, Día de todos los Muertos. La tía María aseguraba que este debía ser indefectiblemente el momento para que su iniciación fuera exitosa. Hacía un año que estaba dedicada casi por completo a aprender las artes milenarias de sus ancestros y ya estaba lista para el gran paso. No debía preocuparse, la tía estaría con ella en todo momento por si se complicaba.

Pero no se complicó. Frente a la Tabla, con solo la luz de la vela parpadeando tenue sobre las letras, cerró los ojos y lo llamó.

Él se presentó de inmediato puesto que ya se conocían, la diferencia radicaba en que esta era la primera vez que ella lo invocaba personalmente, sin la mediación de Doña María, la más famosa y vieja curandera manosanta del pueblo, quien ya estaba sobre el final de su camino. Por eso la urgencia de que Amalia comenzara temprano a aplicar su conocimiento esotérico.

Amalia... También ella era famosa en el pueblo, no sólo por su don de ver el futuro, sino porque además, no había ninguna niña, ni joven casadera, ni mujer desposada de tan fresca hermosura: Su cabellera rojiza recordaba los amaneceres estivales y las esmeraldas de sus ojos hechizaban a hombres y mujeres por igual. Pero sin dudas era la espiga de su cuerpo, siempre desnudo bajo el fino lino blanco, lo que detenía los corazones y despertaba los instintos machos. Todos la amaban pero ninguno la poseyó jamás, excepto Juan José, su dueño, al que ya casi nadie recordaba, y que no permitía que nadie la toque, especialmente desde aquella tarde.

Y este nuevo recuerdo le hizo llevar en un acto reflejo, la mano hacia el húmedo rincón entre sus muslos.

Es que Juanjo tenía las espaldas y los brazos forjados a fuerza de hacha contra el roble. Su carne era firme y dura como la corteza de sus víctimas. Ella lo sabía pues estuvo entre esos brazos una única vez, hacia justo un año, el 2 de Noviembre cuando cumplió trece, bajo la lluvia de besos, en medio de la estampida de manos sobre cada centímetro de su piel virgen. Todo ocurrió sin haber sido planeado por nadie, excepto tal vez por el destino. O tal vez los espíritus manejaron el destino para que se cumplieran sus profecías.

Él salía del agua en el preciso momento en que ella estaba allí, observándolo desde su improvisado escondite. La visión de ese dios la alteró de inmediato: la piel morena era lo único que lo diferenciaba de esas estatuas de mármol que había visto en los libros.

Los músculos perfectamente marcados de sus hombros y brazos, las fibras del torso y el vientre, las piernas como columnas y, entre ellas, el misterio se develaba por fin: Los grandes testículos tras ese pene, enorme a pesar de la flacidez, se movían a cada paso capturando toda su atención. Se ocultó mejor tras los arbustos para seguir mirando, (en secreto, claro), un rato más.

Por toda la eternidad si fuera posible. El roce de las hojas le hizo notar que sus pezones estaban muy duros, por lo que comenzó a acariciárselos, intensificando la reacción.

En ese momento, el joven leñador se recostó sobre pasto y comenzó el ritual del inefable placer que era masturbarse al calor del sol. Amalia contemplaba, -sumamente turbada-, cómo crecía rápidamente ese miembro, y oía los gemidos a medida que él se lo recorría de arriba abajo en toda su longitud, cada vez más rápido, hasta que una agitación violenta tensó todos sus músculos, salpicándose el vientre y pecho con su propio semen.

Mientras Juanjo regresaba al agua para refrescarse y limpiarse, Amalia se descubrió a sí misma respirando agitadamente, de pie con la espalda recostada contra el árbol, y con las piernas muy separadas. Por una de ellas se deslizaba una gota del mismo líquido que mojaba su mano

. Se bajó las braguitas hasta mitad de los muslos y tres dedos ingresaron a socorrerla en esa desesperación por el orgasmo, que llegó con ímpetu inusitado. Dos o tres convulsiones se llevaron la fuerza de sus piernas y terminó sentada en la hierba con la respiración entrecortada y sin poder abrir los ojos.

La niña nunca había vivido una experiencia como esta ni siquiera en sus mejores sueños eróticos. Y no era raro que así fuera, ya que con sólo trece años y bajo la estrictísima mirada de la Tía, no eran muchos los varones que habían podido acercarse a ella. Sin embargo, siempre se las arreglaba para mirar secretamente pero en detalle a alguno que otro. Un buen par de brazos, pechos anchos, alguna nalga firme y, sobre todo, una abultada entrepierna, eran causa para una pajita a la siesta entre los pastizales del río. Hoy era una de esas tardes, pero Juanjo resultó ser un inesperado regalo de los dioses que le suministraría imágenes para muchas siestas y muchas noches de amor en solitario. Sin embargo, lo que no sabía, era que ya nunca más estaría sola.

A pesar de la distancia, Juan escuchó el profundo suspiro-gemido. Se acercó rápidamente para confirmar que sus oídos no lo habían engañado. Allí estaba la brujita del pueblo, sentada entre la hierba, las tetitas al aire y la mano mojada todavía frotando el clítoris. Sudaba con los cabellos pegados al rostro y los ojos cerrados, mas cuando los abrió, el macho que, aun sin tocarla, le había provocado semejante orgasmo estaba allí, parado frente a ella mirándola, verga en mano, gozando de antemano de esos pechitos infantiles, pero grandes para su edad. Los duros y rosados pezones habían logrado escapar del escote gracias a la agitación previa al estallido y ahora apuntaban al cielo, como suplicando que una mano masculina los mimara.

Su mirada fue una mezcla de vergüenza y excitación, un ruego ante la certeza de lo que estaba a punto de sucederle.

La gigante voz de Juan quebrantó el silencio con un tono entre furioso y agradecido por esta oportunidad.

- ¿Me espiabas, bruja? ¿Cuánto hace que estas aquí?

-¿Me vas a lastimar?- Lágrimas de miedo florecieron haciendo que el verde de sus ojos se hiciera aún más brillante.

-¿Qué estabas mirando, qué viste?- insistió él, como si de la respuesta dependiera la decisión de castigarla o no.

-Vi lo que pasó cuando te... tocaste. ¡Por favor, no me lastimes!- imploró mientras con una mano ocultaba sus pechos y con la otra luchaba inútilmente por subirse los diminutos calzones. Fue en ese momento cuando Juan comprendió la magnitud de lo que había causado su propia autosatisfacción en la jovencita.

-Prometo no lastimarte- dijo calmándose y suavizando el tono para ahuyentar el miedo de la pequeña. Era absolutamente imprescindible que se cogiera esta beba hoy mismo. Pero debía ir con sumo cuidado, pues también era muy importante que ella se entregara voluntariamente. No le atraía para nada la idea de violarla, porque realmente odiaba la violencia. Aunque llegado el caso...

Los testículos empezaron a dolerle ante la vista de esta virgencita suplicante de piedad y pasión, por eso se recostó junto a ella, la besó en la comisura de los labios y también en los ojos. La sal de sus lágrimas le anticipaba el sabor que muy pronto encontraría entre sus piernitas.

Mientras sus lenguas se amaban y los pechos se amoldaban gozosamente a las hambrientas manos, él le terminó de quitar las braguitas para poder separarle les rodillas y acariciar la pequeña vagina por dentro. Entre sudor y agitación, Amalia encontró el pene ardiente de Juan. Soltándose de su boca, dirigió la mirada al enorme falo que su manito apenas podía contener. Sus ojos ahora se clavaron en los de él, con la misma expresión de miedo del principio.

-¡Prometiste no lastimarme!

Tomando la carita de muñeca entre sus manos y acercando mucho su boca a la de ella, tiernamente volvió a jurar:

-Tranquila, brujita. Yo me encargo de que no te lastime, pero tienes que dejarme hacer, ¿está bien?-

Mirando profundamente en esa noche misteriosa que eran los ojos de Juan, ella asintió con la cabeza mientras recibía nuevamente un beso de amor sobre sus labios. El trataba de tranquilizarla como sea, aunque en realidad no sabía cómo hacer para no dañarla demasiado, puesto que esa conchita era realmente pequeña. Pero la idea seguía siendo que ella le pidiera la penetración, de modo que poniendo las piernas de Amalia sobre sus hombros, su lengua buscó entre los labiecitos vaginales el néctar de los dioses. Sin esfuerzo logró que ella lo produjera en abundancia, y lo bebió hasta que ambos se embriagaron de placer. El sabor infantil sin duda se debía a que la pequeña no había menstruado jamás y el bello púbico era aún una suave e incipiente pelusita dorada que lo excitaba hasta la demencia.

Pero el orgasmo no era una sensación nueva para ella, por eso comenzó a arquear la espalda, mientras en un hilo de voz decía:

-¡Tócame...! Quiero llegar... Ponemelo todo... ahora... ¡AHORA!

El momento había llegado. Afortunadamente no sería necesario violarla. La excitación y la lubricación que había logrado eran perfectas. Comenzó a ponerla en posición para penetrarla lo más suavemente posible, pero dudaba seriamente que pudiera meterle todo antes de acabar.

Ubicándola de espaldas sobre el césped, separó las piernas de la niña apoyo la punta entre sus pequeños labios vaginales y empujó levemente. Amalia dio un respingo a causa del dolor repentino.

-Juan, por favor, mejor no... –

Demasiado tarde. Abrió los ojos muy grandes cuando la cabeza la dilató. Su boca se abrió para gritar, pero ningún sonido salió a pesar del dolor. Juan entró un poco más y la finísima seda que separaba a la niña de la mujer se desgarró. Ahora sí, el chillido de Amalia espantó algunos gorriones que observaban desde la copa, del roble mientras la hierba bajo ella lentamente se teñía de rojo.

El cuerpo enorme de Juanjo la cubría por completo y su estaca no terminaba jamás de entrarle mientras le acariciaba las nalgas.

Como lo temía, antes de poder llegarle al fondo, el pene le estalló en una eyaculación que rebalsó la pequeña cavidad de la jovencita, empapando incluso su ano.

A pesar de haber acabado por segunda vez en media hora, la verga del hachero se negaba a morir. El dolor de los testículos era intenso y necesitaba vaciarlos por completo de una vez. De modo que siguió bombeando con más fuerza y velocidad, clavando a la nena tan profundamente que a ella le pareció que le estaba tocando el ombligo por dentro. En unos minutos el llanto de dolor se convirtió en gemidos de placer hasta que, finalmente, una corriente eléctrica le recorrió el cuerpo desde la conchita hasta la nuca y estalló soltando un grito largo y profundo que sobreexcitó a la bestia que la atravesaba, haciéndolo acabar por última vez en su corta vida.

Así fue como la desnudez de Juanjo y la suya fueron una a orillas del río que se llevó su infancia.

El mismo río que horas después se llevó también la vida del joven leñador que la hizo mujer cuando aún era niña. Sin embargo esta muerte extraña e inexplicable no marcaría el final de una historia, sino el principio. ¡Que loca paradoja! Juan muere el Día de los Muertos, pero ella se siente como si recién comenzara a vivir, como si su verdadera existencia comenzara hoy gracias a él.

El recuerdo de aquella tarde le causaba excitación, pero su memoria quiso traerla de nuevo hasta la noche de su cumpleaños catorce, el momento perfecto para su iniciación. Los mensajes a través de la Ouija, le provocaban escalofríos en la espalda:

Comenzaron la conversación como siempre: el saludo amistoso, preguntarle cómo estaba hoy y si deseaba ayudar una vez más a aliviar la pena o la enfermedad de algún vecino que confió en ella. Invariablemente la respuesta era sí, sin embargo esa noche la copa escribió:

- "Ayudarte a vos"

-¿Porqué necesito ayuda?- preguntó Amalia sorprendida

- "Tu cuerpo desea"

¿Cómo podía saber eso? Ella nunca le comentó a nadie de sus sueños, de sus noches de calor, de las palpitaciones entre sus piernas que la obligaban a tocarse mientras la imagen de la desnudez de Juanjo en el río, embarullaba su mente y mojaba su sexo hasta que explotaba, tratando en vano de que la tía Maria no escuche su gemido de placer.

Con el rabillo del ojo vio la sonrisa maliciosa de su tía, quien se retiró presta para que la niña pudiera continuar su conversación en privado:

-"Tu cuerpo desea más de lo que te di en el río".

- ¿Pero cómo podrías si ahora estás... allá?

- "No, estoy aquí. Porque te amo estoy aquí y te daré todo lo que desees y más"

Amalia no tuvo que pensar demasiado para saber qué es lo que deseaba. Su cuerpo pensaba por ella:

- Quisiera lo del río... una vez más.- De sólo recordarlo se humedeció.

- "Lo tendrás para toda la vida"- marcó la copa con rapidez.

La brisa fresca que agitó las cortinas la trajo bruscamente al hoy. Había llegado puntualmente, como siempre desde hacía varios años.

Percibió el movimiento invisible atravesando la sala,. Se detuvo frente a ella y se sintió observada.

La piel de Amalia se tensó como la primera vez, sus uñas se clavaban en el tapizado del diván. Sus ojos fijos en el infinito y las muelas apretadas, como aquella primera vez.

Él tenía esa sobrenatural capacidad de hacerla sentir siempre como si fuese la primera vez, todo igual: el miedo, el sudor, el deseo. Todo igual excepto el coito en sí mismo. Eso era siempre diferente. Nunca una penetración era igual a otra, a menos que ella la hubiese gozado de una manera particularmente intensa.

La seda de su bata se descorrió lentamente. Manos conocidas se posaron en su vientre y pubis. Sus pezones reaccionaron instantáneamente y labios húmedos descansaron sobre ellos.

Las manos ahora la tomaron por los tobillos separando sus piernas y exponiendo su vulva. El bálsamo vaginal la había inundado en la urgente solicitud de aquello que ya comenzaba a obtener.

Cerró los ojos para poder regresar a aquella tarde en el río. Vio las copas de los árboles encima suyo y el rostro de Juanjo desencajado de placer a medida que su gran falo se abría paso hacia las entrañas de ella. Lo sentía todo igual: la brisa fresca, el sonido del río, el aroma del viento, el sudor de Juan sobre su cuerpo... y la verga deslizándose entre sus piernas más y más profundo...

Amalia estalló al mismo tiempo que sentía el semen golpearla por dentro. Esa era la virtud del espíritu: conocía el momento exacto en que debía "eyacular", para compartir el orgasmo.

Lo otro, es que no se conformaba con poco, gracias a los dioses. Por eso ahora la llevó hasta la alfombra poniéndola en cuatro. Sintió un tremendo pene erecto y mojado recorrer su espalda, todo a lo larga hasta pasar entre sus nalgas. El clítoris se le inflamó casi con dolor ante la promesa de una gran penetración anal.

Juanjo no se hizo esperar. Amalia gimió profundamente sólo de placer (ya no dolía desde hacía tiempo). El tremendo falo exploraba su recto entrando y saliendo rítmicamente

Por momentos se lo sacaba del todo sólo para clavarla violentamente desde afuera hasta lo más profundo en una sola embestida. Dedos hábiles recorrían y entraban en su vagina pajeandola frenéticamente, haciéndola rugir de placer en un orgasmo casi permanente. De nuevo las convulsiones agitaron su cuerpo de manera incontrolable por varios minutos hasta el estallido final, que llegó en el preciso instante en que sentía a Juanjo llenarla de semen hasta el intestino.

Tendida boca abajo sobre la alfombra, agotada, mojada, en la semi-inconciencia pensó: "Todo igual". Se durmió creyendo firmemente en que este era su cumpleaños numero catorce, aunque cumplía dieciséis.

Desde aquella noche de su iniciación, el espíritu del río la visita cada 2 de Noviembre para amarla como sólo él puede hacerlo, dejándole sobre y bajo la piel sensaciones y recuerdos... imágenes para muchas siestas y muchas noches, hasta su regreso.