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Escalón 04: La cochina Cristina

en Autosatisfacción

Escalón 04: La cochina Cristina (Satisfacción manufacturada)

Aunque ya ha surgido un pájaro loco que me anda buscando antepasados a las primeras de cambio, quiero insistir que, como decía Mari Trini, yo no soy ésa que tú te imaginas ni tampoco, que diría Raphael, yo soy aquél; solo sé que soy y convengamos que soy más bien eso o aquello, sin más connotaciones, pues ello me permitirá adoptar la personalidad que mejor me convenga en cada caso por exigencias del guión. Así, por ejemplo, hoy me apetece ser Cristina y aclaro, para las mentes malpensantes, que nomellamocris.

En este mundo de engreídos y sabelotodos, a mí no me importa reconocer que siempre fui bastante tonta e ignorante en todos los temas en general y en lo relativo al sexo en particular, aunque menos, pues es bien sabido que a la generalidad de las tontas nos da por lo mismo y de aquí que, desde bien pequeñita, me llamara mucho la atención el hecho de que los niños tuvieran un colgajo de carne donde las niñas tenemos nuestro rico coñito.

Cuando escuché decir que la naturaleza es sabia, mi curiosidad se hizo aún mayor y traté de indagar por mi cuenta en esa diferencia tan ostentosa, aunque no obtuve respuesta convincente alguna, pues mi grado de tontura tenía sus límites y había cosas que hasta para mi subdesarrollado cerebro resultaban de todo punto inadmisibles.

Pero lo que ahora quiero referir es cómo llegué a procurarme mi primer orgasmo, cuando ni siquiera sabía yo lo que era un orgasmo y creía que eso de la autosatisfacción tenía algo que ver con hacer guarrerías en el asiento trasero de un coche.

En realidad esto tuvo lugar bastante antes de que alcanzara la mayoría de edad, pero como no quiero que me pase lo que a esa niña Lucía, a la que el censor hizo mayor jodiéndole el relato a su autor, pondré que ya había cumplido los veinticinco para tener un margen suficiente de seguridad.

Como decía, el que los niños tuvieran un pitorrín en lugar del hoyito que teníamos las niñas era cuestión que me intrigó desde el mismo momento en que lo descubrí. A mis amigas no las hice participe de mi intriga, porque me parecía que sabían lo mismo que yo; pero pregunté a mi madre y también a mi maestra.

Mi madre se limitó a decirme que eso era así porque de otra forma, al nacer, sería imposible saber quién era varón y quién era hembra. Mi maestra, que se las daba de progre, me explicó que ello tenía por objeto facilitar el adecuado acoplamiento de la pareja para perpetuar la especie; y como no entendí nada, al pedirle que me lo aclarara un poco más, me tachó de cochina y luego lo dejó en desvergonzada solamente cuando vio que las lágrimas se me saltaban de los ojos.

Tanta reserva en desvelarme el misterio no hizo sino acrecentar todavía más mi interés por el asunto. Para avivar aún más la cosa, resultó que por entonces mi madre tuvo a bien considerar que ya era lo suficientemente mayorcita para que me bañara sola y la primera vez que me cedió esa iniciativa pronunció una frase que se me quedó grabada para siempre: «Sobre todo, límpiate bien la rajita»

Y yo, que era una hija muy obediente, puse todo mi esmero en dejar mi conchita lo más reluciente posible, enjabonándola a conciencia y restregándola bien con la esponja, notando que mientras más la restregaba más placentero me resultaba el baño, de forma que acababa con el chumino más colorado que un tomate.

Al principio eran sensaciones difusas y esporádicas y me resultó un poco complicado el saber dónde se hallaba exactamente el lugar que más agrado me causaba frotar, porque por aquellos entonces lo del clítoris yo no lo conocía ni de oídas. E impulsada por la duda, sustituí la esponja por los dedos y comencé a experimentar por mi cuenta y riesgo en aquella reservada parte de mi anatomía. Hubo noches que, una vez acostada, me pasé más de una hora manipulando acá y allá sin conseguir grandes progresos. Meter el dedo en la llaga no me causaba mayor satisfacción porque enseguida tocaba fondo. Y es que si del clítoris nada sabía, ya podéis imaginaros lo al corriente que podía estar yo de la existencia del himen. ¿Por qué leches, me preguntaba, si es tan sabia como afirman, la naturaleza nos ha hecho tan complicadas?

Pero ya lo indica el refrán: cuando un tonto coge una linde, la linde se acaba y el tonto sigue. También se suele decir que a todos los tontos les da por lo mismo, pero eso lo comprendí algo más tarde.

Debo reconocer que, así y todo, el clítoris lo descubrí por la misma casualidad que Colón descubrió América. Él se creyó que había llegado a las Indias y yo me creí que se trataba de un grano que me había salido en semejante parte. Al principio me asusté, pensando que lo mismo me lo había provocado yo con tanto toquetearme y que la cosa era grave. En mi bendita ignorancia, lo apretaba con toda mis fuerzas intentando reventarlo, pero no había forma y ya podéis imaginaros lo doloroso que aquello me resultaba. Con decir que se me saltaban hasta las lágrimas...

Viendo que aquel procedimiento no me llevaba a ninguna parte, recordé que mi madre compró en una ocasión cierta pomada para los barrillos y tal como supuse, dado que ella jamás tiraba medicamento alguno, la encontré en la caja metálica de galletas que utilizaba como botiquín.

Entre que el ungüento era aceitoso y lubricante y el mimo que yo puse en rociar bien el dichoso granito, pasando suavemente las yemas de mis dedos para acá y para allá, lo que yo creí una cura fue más bien una locura. ¡Mama mía, qué cosa más maravillosa! ¡Qué sensaciones más ricas! El grano se hizo granote de grande y granito de tieso que se puso, y cada pasada de mis dedos era una gozada mayor que la precedente y menor que la subsecuente. No podía parar, y como el cuerpo me lo pedía, cada vez frotaba con mayor velocidad hasta que me entró una especie de soponcio y empecé a estremecerme toda lo mismo que un bordón de guitarra, quedándome después como aturdida, sin saber muy bien qué era lo que me había pasado.

El caso es que aquello me gustó, y creyendo en mi tontura que era la pomada la causante de todo, volví a repetir el experimento en días sucesivos hasta que se me agotó el potingue. Pero no resignándome a pasar el resto de mi vida sin tan placenteras sensaciones, probé con los dedos a secas y terminé comprobando que untándomelos con saliva venía a obtener los mismos estupendos resultados; y hasta descubrí que era supermultiorgásmica.

Le cogí tal afición al juego que había veces que hasta se me acalambraban las manos y los dedos se me quedaban como agarrotados, lo que llevó a pensar en otro tipo de soluciones para tales casos. Y aquí es donde entró en juego mi gato Sinforoso, de cuya historia quizá os hable otro día.

Lo cierto es que a Sinforoso le encantaba la leche y poco a poco lo fui acostumbrando a que la asociara con mi coñito. Algo parecido a la campanilla del perro de Pavlov. En vez de ponerle la leche en el recipiente de costumbre, la iba derramando poco a poco sobre mi rajita, él empezaba lame que te lame y no sabéis el gustito que me producía el sentir su rasposa lengua pasando una y otra vez por el mágico botoncito, porque ya para entonces había desechado la teoría del grano. Al final, Sinforoso no necesitaba de leche ni de nada. Bastaba con sentarme abierta de piernas y en cuanto avistaba mi almejita empezaba a chupar como loco... Pero será mejor que corte aquí, pues de seguir voy a terminar contando la historia completa.

En fin. Como supongo que este relato no os habrá excitado lo más mínimo, porque es más para vivirlo que para leerlo, a fin de compensaros en lo posible he decidido que a los primeros cien lectores que me dejen un comentario les enviaré libre de gastos un envase con diez comprimidos de Viagra 100, aunque debéis absteneros los que tengáis el corazón un poco pachucho y estéis tomando medicamentos, pues la mezcla puede resultar mortal. Dado que el producto está destinado a los machos, las lectoras podéis emplearlo con vuestras parejas, siempre que sean del sexo opuesto, por supuesto.

Y dado que, como bien dice Cripseride (¿de dónde has sacado tal nombrecito con reminiscencias de mitología griega?), los consejos todavía son gratuitos, permitidme que termine con otro de ellos.

Cuando caminéis por la calle, fijaos bien dónde ponéis los pies y evitad por todos los medios pisar una caca de perro. Los excrementos de estos simpáticos animalitos poseen tan alto poder adhesivo que una vez que se pegan a la suela del zapato no hay forma humana de eliminarlos por completo, a menos que cortéis la parte afectada o mandéis el zapato a hacer puñetas. Y es que otra de las características de las susodichas heces es que apestan como la madre que las parió.

Ciao a todos... y a todas.