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Escalón 05: El burro de Curro

en Zoofilia

Hola.

Como nadie nunca se tomó la molestia de ponerme un nombre, me presentaré como el burro de Curro, que así es como llaman al que es mi amo desde que me parió mi madre.

No sé porqué, pero me da en el hocico que los animales humanos se creen que los burros no pensamos ni tenemos otros sentimientos que no sean los del dolor que nos producen con sus latigazos, patadas, palos o puñetazos. Y encima se cabrean si, hartos ya de sus excesos, les soltamos alguna coz de vez en cuando. Esto no lo digo por mí, pues sobre este particular me siento un burro sumamente afortunado y no tengo que echarle en cara a mi amo ni tanto así en cuestión de malos tratos. Pero a mi madre, y sobre todo a mi abuela, les he oído referir ciertas cosas que vaya tela.

Si existe algún precedente no tengo noticia de ello, y creo que soy el primer burro del mundo que se decide a romper su mutismo y a cambiar sus rebuznos por las palabras que los animales humanos entienden. Por lo menos, de eso sí que estoy seguro, soy el primer burro que envía un relato a TR. Espero que me lo publiquen, porque visto lo visto he llegado a la conclusión de que en TR lo publican todo, menos las tonterías de los políticos, que ya tienen suficiente repercusión en los medios de comunicación social.

Dada mi condición de mamífero perisodáctilo équido, como podréis suponer la categoría que más me interesa es la de la zoofilia; pero todo lo que he leído hasta ahora está escrito por animales humanos y, ahondando en mi teoría, he podido observar que en ningún caso se refleja lo que sienten los animales no humanos, no sé si por desconocimiento o porque, como yo me pienso, se creen que sólo ellos tienen la capacidad de sentir, sin pararse a pensar que un buen polvo lo disfruta por igual toda criatura viviente sin importar el tamaño ni la especie a que pertenezca.

Mas como no quiero hacerme pesado y además soy consciente que de nada serviría el que yo me explayara aquí tratando de hacer entender mi postura, pues no hay animal más zoquete que el humano, voy a pasar sin más preámbulos a contar mis amores con Rosita, pasando por alto lo profundo y centrándome en lo superficial, que es lo único que realmente parece entender el grueso de los humanos, o por lo menos la mayor parte de los que asoman por aquí, dicho sea esto sin ánimo de ofender a nadie.

Rosita era la hija única de mi señor don Curro y, como su propio nombre indica, era toda una flor. No es que pudiera compararse en nada con mi querida jaca Paca, pero para ser humana debo admitir que poseía unas ancas de lo más sabrosonas, cosa que a los burros nos enciende cosa mala por lo que entre ellas se guarda.

Mi relación con Rosita siempre fue muy especial y bien puede decirse que a ella debo la vida en buena parte, ya que mi madre se quedó muy pachucha cuando me parió y fue Rosita la que amorosa y pacientemente me alimentó a base de generosos biberones, pues lo que mi madre podía proporcionarme no daba ni para un tentempié.

En realidad Rosita era igual de cariñosa y condescendiente con todo el mundo. Y si no, que se lo pregunten a un tal Gumersindo, un fornido zagalón que mi amo tenía contratado a jornada completa, porque él ya estaba demasiado viejo para llevar adelante las faenas del campo, que era de lo que vivía. No sé si es que aquello formaba parte del jornal o era otro de los cometidos que tenía asignado, pero es bien cierto que todas las tardes se pegaba unos revolcones con Rosita de mil pares de cojones. Y a mí no me quedaba más remedio que ser espectador forzado, porque no pudieron elegir mejor sitio para sus retozos que el establo que a mí me servía de morada.

Confieso que al principio yo no sabía muy bien a qué jugaban, porque no me negaréis que los humanos adoptáis unas posturas para follar de lo más extrañas y extravagantes. De hecho, hay algunas que no sé cómo no salís dislocados. De todas formas, no tardé demasiado en barruntar de qué iba el asunto y, quieras que no, entre la gratitud y afecto que yo sentía por mi amita y lo bien que ella se lo pasaba chupándosela al Gumersindo y recibiendo sus embestidas lo mismo por delante que por detrás, aquello terminaba poniéndome de un cachondo que no os podéis ni imaginar; sobre todo porque, viendo la herramienta que se gastaba el mozo, con la mía bien armada consideraba que podía dar a Rosita mucho más y mejor que lo que Gumersindo le daba. En una palabra: me estaba volviendo humanofílico perdido.

Debo reconocer que, desde que el progreso nos fue sustituyendo por los caballos de vapor en todas aquellas labores para las que éramos de utilidad, los burros terminamos convirtiéndonos en objetos casi de lujo; pero ello no justifica que nos mandaran en masa al holocausto hasta hacer de nosotros una especie en peligro de extinción, solo porque no sabemos danzar, saltar o correr tanto como los caballos de verdad, que tienen mejor porvenir por tales habilidades aun siendo de la misma familia.

Quiero con ello decir que yo, siendo uno de los escasos afortunados que han escapado a la masacre general, llevaba una vida de lo más plácida, sin otro oficio que comer y dormir. Supongo que tanta vagancia era la causa de que empezara a pensar cosas raras, pues a la jaca Paca hacía mucho tiempo que ni la olía y el macho tira a la hembra, de igual forma que Gumersindo se tiraba a mi amita cada vez que se producía una ocasión propicia, cosa que cada vez se presentaba con más frecuencia para tormento mío, que tenía que asistir a aquellos polvos descomunales como invitado de piedra. Y yo de piedra no era.

Por suerte para mí, con la llegada del buen tiempo la cosa cambió. Cuando apretaron las calores, Rosita tomó por costumbre irse a dar un baño a una alberca que quedaba a poco menos de una legua de la casa y, para que yo hiciera algún ejercicio y ella se ahorrara la caminata, tuvo la feliz idea de utilizarme como montura.

Los primeros días no pasó gran cosa, salvo mis calenturas internas. Al llegar a la alberca, Rosita se bajaba de mí y se quitaba el vestido, que era la única prenda que llevaba encima aparte de la pamela con que se resguardaba del sol, lanzándose al agua y chapoteando un buen rato. Yo miraba con disimulo su formidable grupa, que ofrecía un aspecto irresistible cuando se ponía a cuatro patas y con el culo en pompa. Me recordaba tanto a mi jaca Paca en persona (quiero decir en animal) que mi vergajo comenzaba irrefrenable su proceso de expansión y, temeroso de que mi amita pudiera adivinar lo que me sucedía, procuraba apartarme de su vista y distraerme comiendo algo de pasto, que por allí siempre era fresco y tierno a causa de la humedad del lugar.

Como lo que es evidente no puede ocultarse indefinidamente, así llegó el día en que Rosita acabó dándose cuenta de la situación en que me ponía y fue a hacerlo en el preciso momento en que mi verga ofrecía una más que vigorosa estampa. Mi gran sorpresa fue que, lejos de enfadarse o sentirse molesta, se vino hacia mí y entre bromas y veras empezó a acariciar mi aparato de una manera tan dulce y delicada que a punto estuvo de desbordarme.

Más que una paja, aquello fue una toma de contacto que no llegó a fructificar del todo, aunque bien cerca le anduvo. Acostumbrada a lo de Gumersindo, lo mío era de mucha mayor envergadura y le inspiraba cierto respeto. Ciertamente, la cosa no era para menos, pues mi cipote siguió creciendo al compás de su manoseo y llegó a adquirir unas proporciones que casi le produjeron espanto. Y eso que me aguanté algún roznido que otro para no asustarla más.

Al contrario que los animales humanos, los burros no creemos más allá de lo que vemos y, por eso, no me forjé ningún tipo de ilusiones. No se me ocurrió ni siquiera pensar que al día siguiente podría volver a suceder nada parecido. Pero no solo se repitió el mismo trance, sino que Rosita, ya más familiarizada con el instrumento y con mayor confianza, pasó de las caricias a los lameteos y acabó chupando formalmente la parte que su reducida cavidad bucal le permitía albergar, poniendo en ello el mismo ímpetu que si de la polla del Gumersindo se tratara. Aquello había dejado de ser una simple toma de contacto para convertirse en un ataque en toda regla. Yo diría que, acuciada por la curiosidad, tenía gran empeño en averiguar si sus mamadas podían surtir el mismo efecto que con Gumersindo y era digno de ver el ahínco con que se dedicó al experimento.

Al principio, quizá temerosa de que yo pudiera empujar y colársela hasta el esófago, utilizaba sus manos para sujetar firmemente mi verga y establecer el tope que era capaz de tragar; pero al final, viendo que mi actitud era de lo más dócil, perdió todo miedo y, al tiempo que chupaba, también empezó a masturbarme a dos manos, recorriendo el tronco de la tranca de principio a fin.

Aquello ya fue demasiado para mí y a los pocos minutos me corrí como un bendito, inundando su boquita y poniéndola perdida de leche de la cabeza a los pies, con lo que no le quedó más remedio que zambullirse de nuevo en la alberca para deshacerse de tan abundante rastro.

A la vista de los hechos, Rosita bien debió comprender que podía sacarme mayor provecho y estoy convencido que aquella noche no hizo sino pensar cómo y en qué manera podía obtenerlo. Después de varios intentos baldíos buscando una postura que le permitiera poner a mi alcance ese lindo agujerito por el que yo tanto suspiraba en silencio, al fin encontró una primera solución que, aun sin ser del todo satisfactoria, sí sirvió para alcanzar el objetivo propuesto.

Metidos ella y yo en la alberca, Rosita se tumbó boca arriba sobre un flotador colocado bajo mi panza. El nivel del agua no era del todo el adecuado, pero mi verga terminó apuntando a su sonrosado chochito y consiguió entrar en él. No era la cuca de mi jaca Paca, pero hasta agradecí aquella inusitada presión con que el rebelde agujero parecía oponerse a ser penetrado. A los primeros enviones que le mandé, Rosita empezó a gritar no sé si de placer o dolor, aunque me inclinó a pensar lo primero porque, dado que el flotador se movía, ella se asió a mis patas delanteras para afianzar su posición y evitar tan inoportunos desplazamientos, lo que a la vez le servía para controlar la cantidad de vergajo que su cuerpo admitía con solo flexionar o estirar los brazos.

Llegamos a tan feliz entendimiento que a sus gritos terminaron uniéndose mis rebuznos, y si ella tuvo cinco orgasmos yo tuve uno que valió por diez.

Desde aquel día, los encuentros de mi amita con Gumersindo empezaron a espaciarse cada vez más; y estaba claro cuál era su elección, porque, de una manera o de otra, cada viaje a la alberca conllevaba el correspondiente polvo heteroespecial. Yo acabé también por olvidarme de la jaca Paca, pues Rosita no dejaba de experimentar cosas nuevas y todo resultaba más divertido.

Otro método que empleó, muy similar al del flotador, consistió en una especie de hamaca o balancín que sujetaba por ambos extremos a mi cuello y mi lomo, con la ventaja de que podía regular la altura para un acoplamiento perfecto. Esto nos permitía hasta joder sobre la marcha y poco a poco fue aumentando el número de centímetros que conseguía meter en su vasija.

Al final, como siempre ocurre, el sistema más sencillo y natural fue el de mayor simplicidad. Rosita se colocaba debajo de mí, encaramada en una banqueta y con el culo en pompa apuntando hacia mí. Yo solo tenía que apuntar hacia ella y el resto no era más que cuestión de meter y sacar hasta que los dos quedábamos satisfechos.

Nuestro grado de penetración y compenetración fue ganando de día en día. Copiando de lo que había visto hacer a Gumersindo, y pareciéndome todo poco para complacer a mi amita, aprendí a lamerle el coño y a chuparle las ubres, acciones que a mí no me excitaban mayormente pero que a ella la ponían al rojo vivo.

Otra cosa que le encantaba era que yo cogiera un ligero trotecillo cuando iba montada sobre mí. Como nunca llevaba bragas, el roce de mi lomo sobre su concha llegaba a estimularla de tal forma que hasta tres o cuatro veces se corría en la escasa legua que mediaba entre la casa y la alberca.

¿Para qué seguir contando? Solo añadiré que al principio apenas si le metía un quinto de mi verga y ya voy por las tres cuartas partes. De aquí a poco es más que seguro que conseguiré el pleno; y es que, si grande es mi deseo de lograrlo, no lo es menos el de ella. Hasta creo que, con un poco de voluntad por ambas partes, le voy a terminar clavando hasta los huevos.

Lo único que me apena de esto es que no puedo dejarla preñada, pues nada me haría mayor ilusión que tener un par de centauritos con ella.