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Escalón 07: Un virgo de quita y pon

en Textos de risa

Aquí estoy otra vez porque he venido. Soy yo, Cristina, la del grano en la vagina.

Mucho me temo que, si acierta a leer este relato, el señor HombreFX se va a llevar un nuevo sofocón. Y es que ya ha dejado por aquí un par de malhumorados comentarios que me recuerdan al cascarrabias de mi padre en versión porno, y creo que a la hora de valorar es lo más parecido a mi profe de matemáticas, al que costaba sangre, sudor y lágrimas arrancar una nota superior a cuatro. Al principio me preocupó un poco, pues llegué a creer que se trataba de algo personal. Pero no; el señor HombreFX se encuentra hasta en la sopa y después de consultar por curiosidad su "hoja de actividades", vulgarmente llamada perfil, un ligero cálculo me lleva a la conclusión de que este compulsivo lector se mete para el cuerpo una media de treinta relatos por fecha; lo que, entre lectura, valoración y comentario supone ocho horas poco más o menos de dedicación exclusiva a esta ínclita página cada día, por lo que no es de extrañar que acabe con la cabeza como un bombo. ¿Será un asalariado del webmaster? Con las malas pulgas que se gasta, tal vez tenga suerte y no se pare a condenar un relato incluido en la categoría de "Textos de risa", pues lo más seguro es que no esté de humor para ello.

En fin, dejémoslo estar, que a nadie hace daño, y vayamos al meollo de la cuestión.

Hoy os voy a referir lo que me ocurrió en mis tiempos de estudiante de secundaria, cuando atravesaba de lleno eso que llaman "edad del pavo", que en mi caso coincidió con la época en que mi tontura alcanzó sus más elevadas cotas. Estudiaba yo por entonces quinto de primero, o sea que era la quinta vez que repetía el primer curso.

Debo aclarar que, al contrario que mi cerebro, que parecía haberse estancado en los cuatro años, mi cuerpo se fue desarrollando a un ritmo yo diría que superior al normal, lo que me hacía destacar sobre las demás de mi edad; quiero decir que los chicos me miraban y me prestaban más atención que a las otras.

De los varios que me rondaban con mayor insistencia, Celedonio gozaba de mi preferencia y es por eso que era con él con quien más a gusto me encontraba. El gusto parecía ser recíproco, pues él también buscaba con afán mi compañía. Pronto terminé considerándole mi mejor amigo y aunque tampoco era un lumbreras, a mi lado brillaba como si lo fuera.

Una tarde, al salir del Instituto, se me quedó mirando muy serio y con aire de gran preocupación.

—¿Ocurre algo? —le pregunté algo alarmada.

—No sé si decírtelo o no.

—¿Decirme qué?

Celedonio acentuó su expresión de misterio y permaneció tan largo rato en silencio que no pude soportarlo.

—¿Qué es lo que no sabes si decirme o no? —le insistí.

—Es tu aspecto. ¿No te has dado cuenta de que últimamente estás cada vez más pálida?

—¿Pálida yo? Pues no, no me había dado cuenta.

—¿No has tenido fiebre ni has sentido mareos en los últimos días?

—Que yo sepa, no.

También debo aclarar en mi defensa que Celedonio era hijo de don Cosme, el médico del pueblo, lo que me hacía presuponer que estaba más impuesto que los demás en cuestión de enfermedades. A este respecto yo tenía en él una fe absoluta, sobre todo a partir de un día en que, al decirle que me dolía la cabeza, rápidamente se saco del bolsillo una pastilla blanca y me la hizo tomar, resultando que al poco tiempo el dolor me había desaparecido por completo. Cosa de magia.

—De todas formas —continuó diciéndome—, presentas los síntomas de una bajada de tensión oxigenal.

—¿Y eso es grave? —empecé a asustarme y a verme tremendamente pálida.

—Puede serlo si no se trata a tiempo

—¿Quieres decir que debo ir a la consulta de tu padre?

—Si no has tenido fiebre ni mareos, ello significa que el proceso está en sus inicios. Quizá sea suficiente con aplicarte varias sesiones de oxigenación asistida.

—¿Y eso dónde se compra? —pregunté cada vez más inquieta.

—La oxigenación asistida no está en venta.

—Entonces, ¿cómo puedo conseguirla?

—Si quieres, yo mismo puedo practicártela.

—¡Sí, por favor, sí quiero!

Celedonio pareció meditarlo unos instantes y al fin dijo:

—Está bien. Busquemos un sitio discreto donde nadie pueda molestarnos. Se trata de una operación muy delicada que exige el máximo de tranquilidad y concentración.

—¿Es peligrosa?

—En absoluto. No existe el menor riesgo.

Buscando el sitio discreto nos alejamos tanto del pueblo que por poco nos metemos en el de al lado. Menos mal que él parecía conocer muy bien el itinerario, pues de haber ido yo sola lo más probable es que me hubiera perdido.

—Creo que este es un lugar perfecto —dijo Celedonio después que nos hubiéramos metido en toda la espesura de un enorme pinar.

Yo, como no sabía de qué iba la cosa, me limité a dejarme guiar por sus consejos, aceptando como bueno todo lo que él consideraba que lo era.

—Para empezar —me indicó—, deberás quitarte las bragas.

Obedecí sin rechistar, metida de lleno en el papel de paciente que ha de seguir las instrucciones del doctor.

—Ahora túmbate boca arriba en el suelo.

Mientras cumplía su nueva orden, me sorprendió un poco ver cómo él se despojaba de sus pantalones y calzoncillos, esgrimiendo ante mí un formidable nabo que en nada se parecía a los colgajos que yo había visto hasta entonces.

—¡Madre mía, qué polla tan grande tienes! —exclamé sin poderme contener.

—Es para follarte mejor —sonrió él, sin que yo, que aún no conocía el cuento de Caperucita Roja ni había incorporado a mi vocabulario el verbo follar, entendiese el alcance de su broma; y acto seguido, volviendo a ponerse serio, añadió—: Aunque evidentemente se trata de una polla, no debes considerarla como tal. Está así de tiesa y dura porque va a actuar como la jeringuilla que te inyectará el oxígeno que necesitas para que tu salud no se quebrante aún más.

Me levantó el vestido hasta la cintura, me hizo separar las piernas, se colocó de rodillas entre ellas y, con una expresión que no sabría muy cómo calificar, examinó atentamente mi zona más restringida.

—Estás muy seca —dijo, meneando la cabeza en plan desaprobador—. Habrá que solventar el problema.

Yo, que seguía en la inopia, no me atrevía a decir nada por temor a soltar alguna inconveniencia y me limité a mirar y callar, más preocupada del dolor que pudiera causarme la inyección que de otra cosa.

Mis temores se disiparon de momento cuando Celedonio comenzó a chuparme el coño como quien sorbe una ostra. Ayudándose con ambas manos, abría mi rajita cuanto daba de sí para facilitar el acceso de su lengua hasta lugares nunca antes explorados. Yo seguía enmudecida, pero pidiendo para mis adentros que aquel proceso de preparación se prolongara lo más posible, porque entre el mordisqueo y el lameteo me estaba poniendo cachonda perdida.

El no va más llegó cuando, a la vez que hurgaba con sus dedos en las interioridades de mi alborozo, su lengua pasó a actuar sobre el ya desencapuchado clítoris. Nunca creí que pudiera sentir tanto placer al mismo tiempo; sobre todo tratándose, como se trataba, de un tratamiento médico. Mi respiración se hacía cada vez más jadeante y lo achaqué a mi precaria tensión oxigenal, que debía de estar por los suelos.

Al borde me encontraba ya del más maravilloso de los orgasmos cuando Celedonio puso fin a los preliminares.

—Esto ya está listo —dijo. Y cuál no sería mi lividez, que inmediatamente agregó—: Será mejor que te desnudes del todo, pues la cosa es más seria de lo que parece.

Confieso que me dio un poco de vergüenza; pero qué leches, me dije, desnudarse ante un médico es lo más normal del mundo. Y, sobreponiéndome a mi timidez, me despoje del vestido.

—El sujetador también —señaló él, viendo que me hacía la remolona.

—¿Es imprescindible? —traté de resistirme.

—Es muy conveniente.

Pues nada, no se hable más: tetas al aire. Los ojos de Celedonio se abrieron como platos al ver semejantes preciosidades, blanquitas y rellenitas.

No llegó a decir nada, pero enseguida posó sus manos sobre ellas y las acarició con una suavidad que pronto me devolvieron al estado de hipnosis en que me había dejado poco antes. Las abarcaba de lleno y de vez en cuando pellizcaba ligeramente mis pezones, dando pequeños tirones hasta conseguir ponérmelos duros y grandes como almendrucos.

—¿Te sientes mejor? —me consultó.

No sé a que vino la pregunta, pues me sentía mejor que nunca; no obstante, asentí con la cabeza.

—¿Estás relajada?

Nueva afirmación cabecera.

—Pues vamos a culminar el acto —volvió a adoptar el aire circunspecto—. Es fundamental que mantengas la serenidad y no dudes en avisarme a la menor sensación de dolor que puedas experimentar. ¿De acuerdo?

Otra vez que sí con la cabeza.

Y la cabeza, más bien cabezota, que ahora entró en acción fue la de su enorme verga, que aún había crecido y engordado más durante todo aquel preámbulo. La sujetó con su diestra, la acercó a mi chochito hasta dar con el agujerín y empezó poco a poco la penetración.

—Recuérdalo —reiteró mientras su carne se hundía en mi carne—: mantén la calma y, sobre todo, mucha relajación.

Tanta invitación a la calma consiguió que terminara por sentirme nerviosa. Podía advertir cómo mi sexo se dilataba para dar paso al intruso. No era una impresión ni agradable ni desagradable, pero en llegado a un punto empezó a resultar cada vez más molesta y aparecieron los primeros síntomas dolorosos.

—Creo que me duele un poco —advertí, según lo pactado.

—Ya me lo suponía —dijo él, parando en su empuje, sin entrar más y sin sacar nada de lo ya entrado—. Va a ser inevitable que sufras un poco. La falta de oxígeno ya ha afectado al diafragma suprauterino que envuelve las trompas de Falopio y comprime el nervio posterovaginal. La solución pasa por vencer esa opresión y devolver el diafragma a su estado normal.

Aquellas ya me parecían palabras mayores y mi mosqueo se acrecentó cuando Celedonio, retirándolo de su pantalón, dobló el cinturón un par de veces y me lo colocó entre los dientes como a un caballo el bocado.

—A la de tres —explicó sin perder la compostura—, muerde con todas tus fuerzas el cinturón. ¿Entendido?

—¡Hummm! —fue todo lo que pude decir, nerviosita perdida.

—Pues venga... Una... dos... ¡y tres!

La punzada que sentí fue tan tremenda como el mordisco que le arreé al cinturón y, según pude comprobar al instante, la cosa no era para menos: el vergajo de Celedonio se había incrustado de lleno en mi pasarola y el puñetero diafragma debía seguir comprimiendo el nervio, porque el dolor no cesaba por mucho que yo hundiera mis dientes en el cuero.

—Tranquila, cariño, tranquila —me alentaba Celedonio, mientras con su mano secaba el sudor de que repente inundaba mi frente—. Lo peor que tenía que pasar ya pasó. Ahora todo será más y más satisfactorio... Unos momentos de reposo y estarás a punto para recibir el primer inyectable.

—¿Otra vez me vas a meter la jeringa?

—La jeringa ya está metida de lleno. Ahora sólo falta traspasarte el oxigeno, para lo cual mi miembro entrará y saldrá actuando como un émbolo... ¿No has visto esas bombas que se usan para inflar las ruedas de las bicicletas? Pues esto viene a ser igual. El fundamento aerodinámico es el mismo.

Así visto, la cosa me pareció que no carecía de sentido y hasta me sentí más animada. La verdad es que las caricias que Celedonio no cesaba de prodigarme me ayudaron también bastante a superar el trance.

Cuando le hice saber que el dolor iba remitiendo, él empezó su trabajo embolizador y aunque las primeras pasadas las hizo con la mayor delicadeza, había momentos en que aquello no tenía nada de placentero.

—Ten en cuenta, cariño —me susurraba él sin perder comba—, que se trata de una operación y una operación siempre es una operación. Generalmente, el dolor continuo se combate con otro dolor pasajero. Es una ley universal, como la de la gravedad... ¿A que ya te vas sintiendo mejor?

No supe qué contestar, pues tan pronto me parecía que sí como que me parecía que no. El coño lo tenía todo escocido, pero el roce de su chola cada vez tenía menos de desagradable y empezaba a ser hasta agradable y remedio contra la quemazón.

Sin que me diera cuenta cabal, los movimientos que Celedonio imprimía a su aparato se hacían gradualmente más amplios y rápidos y aquello terminó produciendo el mismo efecto que la pastilla para la jaqueca. Yo no sé si es que el dolor desapareció o es que el goce lo superó. A mí acabó encantándome aquel trajín que su polla se traía en mi entrepierna y sucedió lo que menos esperaba que pudiera suceder en tales circunstancias: me corrí como una energúmena y a los pocos segundos me pareció que a Celedonio le ocurría otro tanto, pues rápidamente sacó el fusil de la tronera y empezó a disparar balas blancas de todos los tamaños y calibres.

Terminamos lamentando habernos separado tanto del pueblo, pues Celedonio dejó entrever, y a mí no me pareció mala idea, que hubiera sido bueno repetir una nueva sesión aquella misma tarde; pero el camino de regreso era largo y faltaba poco para el anochecer.

—¿Ya estoy curada?

—Ya le hemos puesto freno al enemigo, pero todavía nos queda vencerlo. Durante dos semanas, seguiremos el tratamiento cada día. Después, según vaya evolucionando el mal, podremos irlo espaciando.

Aquella noche, cuando loca de contenta le relaté a mi madre lo de mi enfermedad y el remedio que me había aplicado Celedonio, me soltó tal bofetón que lo del diafragma me pareció una minucia.

—¡Desgraciada! —me increpó—. ¡Ese sinvergüenza te ha robado la virginidad! Ahora eres una vulgar puta.

Semejantes afirmaciones me llegaron al alma y no me dejaron pegar ojo. Así que, al día siguiente, en cuanto me encontré a Celedonio, lo puse a parir por embustero y ladrón.

—¡Y quiero que me devuelvas la virginidad que me has robado! —terminé exigiéndole.

—Eso no es ningún problema —contestó él con una calma que contrastaba totalmente con mi excitación—. Esta tarde lo dejaremos todo solucionado.

—¡Más te vale! —solté una última amenaza.

Esta vez no nos alejamos tanto del pueblo y Celedonio se conformó con el refugio que nos ofrecía una casona semiderruida y abandonada que se encontraba a las afueras. Durante el trayecto me contó que eso de la virginidad era cosa de viejas y que ya estaba más que pasado de moda.

—Tanto es así —me aseguró— que las jóvenes de hoy que aún permanecen vírgenes, lo niegan porque les da vergüenza admitirlo.

—Me da igual que esté pasado de moda. Quiero que me devuelvas lo que me has robado, porque no tengo ninguna necesidad de que mi madre esté cabreada conmigo por tan poca cosa.

Llegados a la casona, Celedonio no se anduvo con rodeos y a las primeras de cambio abrió la bragueta de su pantalón y sacó a relucir su vigoroso cipote, que parecía no dormir nunca.

—Ayer pudiste ver —me recordó mientras se masajeaba el manubrio para darle aún más consistencia— como descargué un líquido lechoso fuera de tu vagina. Era necesario hacerlo así para no alimentar tu infección y es por eso que hube de quitarte la virginidad. Tu virginidad ahora está en mi pene y lo único que has de hacer para recuperarla, si es que tanto empeño tienes en ello, es chupármelo hasta conseguir que vuelva a expulsar ese mismo líquido, el cual debes tragarte sin desperdiciar una sola gota.

—¿De veras que así volveré a tener mi virginidad?

—¿Qué adelantaría yo con mentirte?

Es el eterno problema de las tontas de capirote. Nos lo terminamos creyendo todo porque no tenemos argumentos para refutar nada. Él hablaba con tanto aplomo y seguridad que intentar contradecirle o dudar de sus palabras se me antojaba parecer más boba de lo que realmente era.

—¿Cómo tengo que chupar? —pregunté, dispuesta a hacer lo que fuera necesario con tal de tranquilizar a mi madre.

—Te lo iré explicando sobre la marcha. De momento, lo importante es que adoptes una postura que te resulte cómoda.

Dado que el suelo estaba muy sucio, convinimos que lo mejor sería que él permaneciera de pie y yo me agachara para acceder fácilmente al objeto. El primer contacto de mis labios con tan desproporcionado chupete me produjo cierto desconcierto. Ni me gustó ni me disgustó; simplemente, me desconcertó. Por una parte me sorprendió favorablemente el tacto suave de aquella piel que yo había imaginado más áspera; pero, por otra, aquella especie de salivilla pegajosa que envolvía su punta me causó una sensación a mitad de camino entre el desagrado y el asco. Sólo fue algo momentáneo y pronto terminé cogiéndole gusto al asunto, espoleada por los gestos de conformidad con que Celedonio premiaba mis cada vez más acertados movimientos.

—Mientras más polla tragues —me iba guiando él—, mayor cantidad de líquido saldrá y tu virginidad quedará mejor que antes de perderla.

No era Celedonio hombre que se rindiera fácilmente y me costó lo mío hacerle soltar de una dichosa vez lo que me había arrebatado; pero otra cosa que tenemos las tontas es que a testarudas no hay quien nos gane y, sobreponiéndome a las ansias y a la fatiga, seguí chupando y lamiendo con decisión creciente hasta barrer los últimos vestigios de resistencia; y engullí aquel líquido empalagoso y candente como si del más delicioso elixir se tratara, poniendo buen cuidado en no dejar que ni una sola gota escapara de mi boca, a pesar de lo abundante de la cosecha.

Ver como Celedonio se retorcía a medida que le arrancaba lo que por ley me pertenecía fue mi mayor satisfacción.

—¿Ya soy virgen de nuevo?

—Yo diría que lo eres más que ayer.

Mientras regresábamos al pueblo, tan amigos ya como antes, Celedonio me recomendó que no dijera nada de lo acontecido a mi madre.

—Las personas mayores no están al corriente de las nuevas técnicas de la medicina y siguen aferradas a sus viejas creencias. Mejor será que le cuentes que nunca dejaste de ser virgen, que todo era una broma que se te ocurrió gastarle para ver cómo reaccionaba y nosotros seguiremos con el tratamiento iniciado.

El tratamiento se alargó mucho más de lo previsto, con el total beneplácito de ambos, barajando un sinfín de variedades. No sé si al final desaparecieron o no mis disfunciones oxigenales, pero mi virginidad quedó siempre a buen recaudo pues los litros que del líquido reparador bebí creo que terminaron procurándome la inmunidad total.

Cuando pensé que ya habíamos agotado todas las posibilidades habidas y por haber, Celedonio me insinuó:

—Otra forma de preservar la virginidad sin necesidad de ingerir tanto antídoto es hacer uso del conducto evacuatorio.

Pero por hoy creo que ya está bien y mejor será dejar lo del conducto evacuatorio para otro día.