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El maqui: Roland

en Grandes Relatos

EL MAQUI: ROLAND

Pasaron tres días sin saber nada de su liberador, durante ese tiempo recorrió la casa más de cien veces, registró todos los cajones de los escasos muebles sin encontrar nada interesante, comió con desgana las conservas que encontró y curó las heridas que mejoraron sensiblemente.

Al anochecer del tercer día decidió tomar un baño. Calentó varios calderos de agua y llenó la bañera, se desnudó en su habitación, dejó las ropas sobre la cama, se dirigió hacia el baño y se sumergió en la tibieza reconfortante del agua. Frotó el cuerpo con jabón y comprobó como las costras de las heridas se desprendieron dejando apenas unas señales rojizas en la piel, después cerró los ojos y quedó algo adormilada.

Pensó en lo que había sido su vida hasta ese momento mientras acariciaba su cuerpo.

Había nacido en París, su madre hija de un anticuario judío de París quedó embarazada de su novio, un joven teniente combatiente durante la Gran Guerra  en un permiso de este antes de que se reincorporara al ejército para participar en la batalla del Somme donde desapareció en uno de los combates durísimos de aquella campaña de 1916.

Nació en abril de 1917 y fue inscrita en el registro como hija de madre soltera con el nombre de Myriam.

Miriam se crió con el cariño de su madre y de su abuelo y fue una niña feliz durante su infancia, dado que su abuelo era dueño de una importante fortuna gozó de todos los caprichos-

Ahora, mientras e relajaba en aquella bañera, recordaba los principales pasajes de su infancia y adolescencia.

Recordó aquel verano en la finca que su abuelo tenía en Bretaña,  una finca dedicada a la cría de caballos que durante el año estaba regentada por un fiel empleado y a la que su abuelo acudía con no demasiada frecuencia. Allí tuvo su primera experiencia sexual un tanto inocente. Fue cuando contaba catorce años con Roland, el hijo del encargado de la finca.

Roland era el único compañero de juegos que tenía durante las vacaciones que pasaba en Bretaña, desde pequeños pasaban el tiempo en inocentes juegos o acompañando a alguno de los empleados a los campos para ver a los caballos, sobre todo a los potrillos que pastaban en los abundantes prados de la finca.

Aquel verano de 1931 fue el que dejó en ella las más honda impresión en sus recuerdos, sobre todo aquel día en que junto a Roland fue a pasear como otras veces hasta los prados donde estaban los potros recién nacidos.

Era un día de un calor sofocante, la sensación térmica era muy elevada debido al alto grado de humedad que había en el ambiente. Después de una caminata de más de una hora llegaron a donde estaban los potrillos acompañados por las yeguas, era un prado dilatado bordeado por un bosque de robles alternados con tejos. En un extremo, junto a un grupo de árboles, había un aljibe que recogía el agua de un manantial y a través de una canalización llevaba agua hasta los bebederos de los caballos.

Tanto Roland como ella estaba sofocados y sudorosos, se sentaron junto al aljibe y a Roland  se le ocurrió proponerle un baño en aquel agua limpia que prometía un frescor reconfortante.

No tenemos bañadores”, le respondió. Roland le propuso que se bañaran en ropa interior y luego secarse al sol.

Myriam se lo pensó un tanto recatada, pero la tentación de refrescarse en aquellas aguas tan apetecibles terminó de convencerla y sonrojándose un tanto avergonzada por mostrarse en camisa y bragas delante de su amigo se despojó de la falda y de la blusa y se metió dando pequeños grititos en las frías y cristalinas aguas. Roland se quedó sólo con sus calzoncillos y la siguió.

Chapotearon, jugaron y gritaron durante más de media hora, hasta que cansados y tiritando de frío decidieron que ya era el momento de salir y tenderse al sol para secarse.

Por aquel entonces Myriam era una adolescente que ya estaba en pleno desarrollo. Sus caderas se habían ensanchado, sus nalgas se habían convertido en unos promontorios suavemente redondeados, el pubis se había cubierto por una mata de suave vello castaño y sus pechos apuntaban como unos pequeños limoncitos coronados por unos sonrosados pezones.

Cuando salieron del agua las ropas mojadas se pegaron a su cuerpo como una segunda piel transparente; los pezones, erectos y endurecidos por el frescor del agua, insinuaban bajo la tela rodeados por la aureola más oscura y las bragas se adaptaban a la anatomía de su pubis dejando adivinar la mancha oscura del vello que lo adornaba.

Roland la miró sorprendido y cuando Myriam se dio la vuelta para tumbarse sobre la hierba y observó como la tela de las bragas mojadas se introducía entre las nalgas marcando de una forma evidente el angosto valle que las separaba no pudo evitar una erección inmediata que debido a que su calzoncillo de tela blanca también se ceñía su piel le resultaba imposible de ocultar. El pene se proyectaba hacia delante y asomaba la punta por la abertura delantera de la prenda.

Myriam no pudo evitar el fijarse en aquella cosa que algunas veces había imaginado pero que nunca había visto salvo en pinturas y esculturas en imágenes de libros o en la visita a algún museo.

De un primer momento de sorpresa pasó a la risa y señalando con un dedo le dijo: “Se te ha salido el pito”.

Roland se puso rojo de vergüenza y se sintió ofendido por las risas de su amiga, pero enseguida pasó al contraataque y con voz enojada respondió;”Y a ti se te notan las tetas y la raja”. Y se tendió al lado de Myriam dejando que su pito saliera del calzoncillo casi en su totalidad.

Myriam trató de cubrirse con las manos sin apartar la mirada de aquello que asomaba entre las piernas de su amigo:”Deja de mirarme, so guarro y tápate eso”.

Roland rio divertido:”Eso se llama polla y seguramente no has visto otra igual en tu vida”. Y comenzó a acariciarse subiendo y bajando la piel del prepucio dejando asomar la cabeza bermeja y brillante del pene.

Myriam le observaba curiosa y excitada. Por supuesto que sabía que los chicos se masturbaban de aquella manera, en el colegio alguien se lo había explicado con más o menos detalles, pero nunca había visto hacerlo y le resultaba muy, pero que muy excitante, tanto que comenzó a sentir cierto hormigueo nervioso en su bajo vientre y unos deseos casi incontrolables de tocarse ahí, en su palpitante sexo.

Comenzó a acariciarse por encima de las bragas y luego introdujo la mano por el elástico para acceder a aquella carne caliente y cada vez más húmeda y esta vez no precisamente por el agua. Con unza mano acariciaba los labios de la vulva y con la otra presionaba sobre los pechos cuyos pezones erectos casi le dolían por la tensión que le provocaban. De reojo observaba las manipulaciones que Roland desarrollaba en su pene. Observó, curiosa. La gotita transparente que se formó en el orificio, como una perla minúscula irisada al recibir los rayos del sol.

En un momento Roland se despojó del calzoncillo mojado y se sentó frente a ella justo entre sus piernas abiertas y ante su sorpresa agarro las bragas por el elástico y las deslizó por los muslos descubriendo aquel reducto abierto a las caricias y apenas velado por unos finos vellos húmedos que se pegaban  a la piel del monte de Venus y de los labios vaginales.

No está bien que tú veas y yo no. Además deberías enseñarme las tetas”.

No supo por qué lo hizo, pero subió la camisa hasta el cuello y dejó al descubierto esos incipientes pechos duros y coronados por pezones rosados y erguidos.

Se masturbaron en silencio sentados el uno frente a la otra mirándose y excitándose con esas recíprocas visiones, sólo se escuchaban los grillos, el trino de los pájaros y el zumbido de las abejas que revoloteaban entre las florecillas de la pradera. En un momento dado, a estos sonidos se sumó el de los jadeos provocados por las respiraciones agitadas de los dos y Myriam contempló extasiada como del pene de su amigo surgieron hasta tres chorritos de un líquido espeso y blanquecino. Arqueó el cuerpo apretando su dedo corazón de la mano derecha contra aquel bultito que se asomaba a la parte superior de la vulva y que tantas sensaciones sumamente placenteras le estaba proporcionando y se abandonó con los ojos cerrados y la respiración jadeante al orgasmo que tensó sus piernas y su espalda para después dejarla relajada sobre la hierba.

Se vistieron en silencio y en silencio se encaminaron hacia la casa. Ninguno se atrevía a decir nada sobre lo ocurrido, pero los dos pensaban en lo mismo.

Cuando llegaron a la casa se despidieron sin decirse nada. Cuando se habían separado unos pasos Roland se volvió y le preguntó: “¿Mañana nos vemos a la misma hora para ver a los potrillos?”. Miriam se giró hacia el chico, lo miró y se encogió de hombros, aún estaba consternada por lo ocurrido y no sabía muy bien que responderle.

El resto del día anduvo vagando por la casa sin saber muy bien qué hacer, no dejaba de pensar en lo que había ocurrido. No es que se sintiera culpable de haber hecho algo indebido y sintiera remordimientos, simplemente no sabía qué debía hacer ni qué actitud tomar al día siguiente. La verdad era que aquello le había resultado muy placentero y agradable pero el recordarlo le producía un cosquilleo ahí abajo que la ponía muy nerviosa.

Se retiró a su cuarto temprano poniendo como disculpa que se encontraba muy cansada, una vez estuvo en la intimidad del dormitorio se desnudó completamente y se miró en el espejo que había en una de las puertas del armario ropero. Buscó en su cuerpo alguna señal que denunciara lo que aquella mañana había ocurrido en la alberca pero nada en su cuerpo indicaba nada anormal.

 Pasó su mano por los senos y la fue deslizando por el vientre hasta llegar a los vellos que cubrían su más preciado tesoro. Abrió las piernas y separó los labios con sus dedos y observó las delicadas mucosas rosadas que horas antes había acariciado con sumo deleite delante de los ojos de su compañero de juegos. Cerró los ojos rememorando la escena y frotó con el dedo índice de su mano derecha aquella parte y sintió ese cosquilleo que la dejaba excitada y nerviosa al mismo tiempo que aumentaba la humedad de aquella zona.

Se acostó desnuda y siguió acariciando aquella zona de su cuerpo ansiando conseguir un orgasmo que calmase ese nerviosismo que la mantenía inquieta. Cerró los ojos y rememoró lo sucedido aquella mañana, la imagen del pene de Roland eyaculando centró su atención mientras el orgasmo legaba al galope y estremecía todas las fibras de su cuerpo. Rendida por fin se quedó dormida.

Por la mañana atendió las obligaciones que le habían sido encomendadas, tales como el aseo y el orden de su cuarto, esta vez lo hizo con la mayor de las atenciones y esmero tratando de olvidar lo sucedido el día anterior, lo que solo consiguió apenas.

A las once de la mañana aún no sabía qué hacer, si volver con Rloland a la alberca o quedarse en la casa ocupada en quién sabe qué.

Atisbó desde la ventana y vio que Roland estaba ya delante de la casa en actitud de espera. No sabía qué hacer, por un lado deseaba repetir lo ocurrido y por otro sentía cierto pudor de volver a ver a su amigo. Por fin se decidió. Se vistió con una blusa sin nada más debajo, se puso las braguitas más lindas que tenía en su vestuario y una falda de vuelos y salió a la calle.

Roland la recibió con aquella luminosa sonrisa que tanto le gustaba y la saludó con un movimiento de cabeza sin decir una palabra.

Caminando la una junto al otro se encaminaron hacia la alberca. Era un día soleado y a aquella hora el sol ya estaba alto y dejaba caer sus rayos inmisericordemente sobre los dos caminantes.

En un momento Roland la tomó de la mano y ella se dejó hacer. Aquel gesto de  cariño la reconfortó y apartó de ella todas las dudas que hasta aquel momento la habían inquietado.

No se dijeron nada, sólo se miraron a hurtadillas y se sonrieron cada vez que sus miradas se encontraban.

Llegaron hasta la alberca y Roland se apartó como diez pasos se colocó de espaldas a Myriam y sin solución de continuidad se deshizo de toda su ropa quedando totalmente desnudo: “Mejor sin ropa, así no tenemos que esperar a que se seque”. Y se metió dentro del agua.

Fue todo tan rápido que Myriam sólo tuvo tiempo de ver la blancura de las nalgas del muchacho. Se volvió de espaldas a él y se deshizo de la falda y de la blusa quedándose tan solo con las braguitas violeta de algodón que aquella mañana se había puesto. Cubriéndose pudorosamente los senos con sus brazos cruzados se acercó hasta la alberca desde donde el chico acodado sobre el borde de cemento la observaba  con atención:

Quítate también las bragas que si no luego las tendrás mojadas”. Myriam dudó unos instantes, pero pensó: “¡Qué narices, si ya me ha visto desnuda!”, y se quitó las braguitas, con un movimiento rápido escaló el pequeño muro de la alberca y se metió en el agua junto a Roland.

Durante unos veinte minutos jugaron en el agua, Roland intentaba hacerle cosquillas y ella se defendía. Las manos rozaban los cuerpos y los cuerpos se rozaban en aquel juego infantil y a la vez sumamente erótico. En momento Roland la rodeó por la espalda y sus manos se aferraron a sus pequeños senos, sintió entre sus nalgas la erección del chico y con un movimiento brusco se deshizo del abrazo, se dio la vuelta y le agarro por el pene con fuerza.

Entre risas le dijo: “¿Ahora qué?”.

Roland quedó sorprendido, pero enseguida reaccionó y llevó su mano a la entrepierna de la muchacha agarrando como pudo aquel montoncito de carne cubierto por suaves pelitos: “Ya estamos empatados”.

Entre risas Myriam se apartó de él soltando su presa y con un movimiento ágil salió de la alberca y se tendió boca abajo sobre la hierba dejando que los cálidos rayos del sol acariciasen la piel de su espalda y de su trasero respingón.

Roland se quedó asomado al borde de la improvisada piscina contemplando el bello espectáculo que tenía ante sus ojos, desde su posición podía ver perfectamente los glúteos duros de la chica y la raya que se marcaba entre los dos y que se perdía entre los muslos insinuando el comienzo de la vulva. Salió del agua y se tendió al lado de su amiga boca arriba dejando que su pene erecto señalara impúdicamente hacia el cielo.

Cuando notó la mano de él sobre sus glúteos, Myriam dio un respingo e inició un movimiento de rechazo, pero inmediatamente se quedó quieta y aceptó la caricia.

Poco a poco la mano se fue deslizando por el desfiladero que separaba las nalgas y se insinuó en la abertura de la vagina. Myriam, ante aquella invasión a de su intimidad se giró bruscamente, era la primera vez que una mano ajena a la suya propia se adentraba en aquellos parajes de su anatomía. Las sensaciones que bullían en su mente eran confusas y contradictorias; por una parte las caricias eran sumamente placenteras y por otra algo le decía que aquello no estaba bien.

Su voluntad se quebró cuando el chico le tomó una  mano y la condujo hasta su propio pene y comenzó a acompañarla con un movimiento masturbatorio.

La sorprendió la suavidad aterciopelada de la piel que cubría el pene y como al deslizar la mano sobre el mismo con un movimiento de sube y baja el glande brillante y rojo quedaba al descubierto o se ocultaba bajo el prepucio. Cuando Roland soltó su mano ella continuó con los movimientos que él le había iniciado de una forma automática y deseó que la mano del muchacho acariciara su sexo.

Notaba como los labios de la vulva y el clítoris se inflamaban cas hasta dolerle y como sus pechos se endurecían y los pezones se erguían poderosamente alcanzando unas dimensiones que triplicaban a las de su estado natural.

Una mano de Roland se posó en su entrepierna mientras la miraba a los ojos como pidiendo su autorización. La respuesta no fue con palabras, separó los muslos dejando vía libre a aquella mano que soliviantaba su voluntad.

Se masturbaron mutuamente durante cinco minutos. Myriam sintió ente sus dedos como aquella barrita de carne dura y ardiente palpitaba anunciando el inminente orgasmo del chico y se sorprendió cuando del orificio que culminaba el glande surgieron dos chorritos de un líquido viscoso, blanquecino y caliente que resbaló entre sus dedos mientras de la garanta de Roland se escapaban unos gemidos de satisfacción.

La visión de la corrida hizo que su propio orgasmo se desencadenase como un caballo al galope: primero sintió como unos espasmos en todo su vientre que hacían que los músculos se contrajera de forma involuntaria, después, cuando él introdujo profundamente un dedo en la vagina notó como si su más preciada intimidad se derritiera y se deshiciera en una fuente de líquidos balsámicos al tiempo que los músculos vaginales se contraían y se relajaban aprisionando entre ellos aquel dedo intruso como si al mismo tiempo desearan expulsarlo y atraparlo par que no saliera de allí.

Los dos quedaron rendidos por tanta tensión, tendidos de costado cara a cara mirándose a los ojos. Roland sonrió y la abrazó con ternura al tiempo que le llenaba la cara de dulces besos: las mejillas, la nariz, los labios el cuello y por fin en sus pechos deteniéndose en los pezones aún duros , sus manos le acariciaban la espalda y las nalga y ella le dejaba hacer sumida en dulce sopor placentero.

Se vistieron y abrazados por la cintura se dirigieron hasta donde los potrillos brincaban acompañando a sus madres que pastaban tranquilamente en la pradera.

Durante aquel verano las salidas a la pradera de los potros y las visitas a la alberca se repitieron casi a diario, disfrutaron de las caricias y mutuas masturbaciones, mas no pasaron de esos tocamientos. El final del verano llegó y Myriam regresó a Paris, no volvió a ver a Roland, pues su familia abandonó la hacienda y Myriam nunca supo a donde fueron, pero la imagen del chico y su primera experiencia sexual con un ser de diferente sexo quedaron grabadas en sus recuerdos como algo trascendente para su vida y ahora lo rememoraba con sumo agrado.

Aquellos recuerdos sirvieron para excitarla y casi de forma involuntaria se estaba acariciando los senos, ahora mucho más desarrollados que en aquel verano de 1931, y aunque aún conservaban los rastros de la violencia que apenas unos días antes habían sufrido durante los interrogatorios de las SS, los sentía vivos y sensibles a las caricias de las yemas de sus dedos que, con los ojos cerrados, le parecían los dedos de aquel tierno muchacho que por primera vez los habían acariciado.

                                                                                  (Continuará)