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En sus manos

en Hetero: General

    Hacía ya unos meses que Lucía me había regalado un bono para un masaje tántrico. Atónita me quedé escuchándola cuando me contaba su experiencia. Reconozco que su relato despertó mi curiosidad y por qué no decirlo, una gran excitación. Aun así, me resistía a la idea de que un desconocido sobara mi cuerpo. Después de varios días, me decidí a usar el bono.

     Fue una tarde de febrero. Tenía cita a las 6 y llegué a las 6:15 alteradísima y muerta de vergüenza; no sólo iba a dejarme sobar por un desconocido, sino que encima llegaba tarde!

      Una chica de unos 30 años me recibió amablemente. Me disculpé por el retraso y se dispuso a acompañarme al tiempo que me decía:

-Hugo te espera ya; puedes pasar directamente a su gabinete.

      Llamé a la puerta; “adelante” oí por toda respuesta. Entré en una pequeña salita que olía a sándalo; una suave música de fondo y una tenue luz, me invitaron a seguir a la sala contigua, más grande pero con el mismo aroma, la misma luz, la misma música, ahora más audible.

Lo vi acercarse tendiendo su mano:

-Hola, bienvenida; soy Hugo, tu masajista y estaré encantado de compartir una hora de sensaciones contigo.

-Hola, soy María, siento haber llegado tarde y soy novata en estas lides, dije sonriendo, intentando ocultar mi estado de nerviosismo.

-Tranquila, siempre hay una primera vez para todo; no te preocupes, tan sólo intenta relajarte y disfrutar. Ah, estarás más cómoda si te quitas la ropa, dijo al tiempo que dejaba caer el batín negro que cubría su cuerpo.

      Al verlo así, casi desnudo, atiné a decir

-Hugo, yo…yo no quiero…

      No me dejó terminar la frase. Selló mi boca con sus dedos y dijo: Confía en mí, no va a pasar nada que tú no desees. Confía en mí.

      Un escalofrío recorría mi cuerpo cuando empecé a desnudarme.

-Tiéndete en el futón, cierra los ojos y respira hondo; necesito que recobres algo de calma antes de empezar.

      Se colocó a mis pies y tras frotar sus manos con aceite empezó a masajear mis pies, mis muslos, mi trasero y mi espalda. Después de un rato así, noté sus duros pectorales en mi espalda, sus dedos que buscaban los míos entrelazándolos y su boca recorriendo mi cuello. Mi reacción: un tremendo estado de excitación mientras él seguía masajeando mis hombros, mis brazos, mi cuello; a ratos, colocaba una de sus piernas entre las mías, ejerciendo una ligera presión contra mi sexo. Me moría de vergüenza, sabiendo que estaba mojada y él lo estaba notando.

      En un susurro, me pidió que me diera la vuelta. Me moría, sentí que me moría de purita vergüenza, pero lo hice y me encontré con sus hermosos ojos verdes, picarones y sonrientes. Colocó un almohadón debajo de mi cabeza y un cojín debajo de mis caderas al tiempo que separaba mis piernas sin dejar de masajearlas.

      Se quitó entonces el slip y su miembro ya erecto quedó ante mis ojos. Empezó así a acariciar mis pechos; sus labios rozaban los míos, sin ser beso. Sus muslos se entrelazaban con los míos y dejaba caer su cuerpo sobre el mío rozándome con su sexo; Se incorporó para coger el bote de aceite y hacerlo caer en mi Monte de Venus yendo a parar a los labios mayores que eran masajeados lentamente por su pulgar y su índice deslizándose hacia arriba y hacia abajo. Preguntaba si la presión era la adecuada o si necesitaba más. Seguía masajeando sin dejar de mirarme y pasó a los labios internos, tomándose su tiempo, contemplando como mi cuerpo iba perdiendo tensión y relajándose; alcanzó el clítoris y con mucha calma comenzó a acariciarlo en sentido de las agujas del reloj y al contrario después, apretándolo suavemente entre el pulgar y el índice. Multitud de sensaciones recorrían mi cuerpo ya estremecido, a punto de estallar; al percibirlo, retrocedió un poco y me invitó a respirar profundamente y a recuperar el control de mi cuerpo; volvieron sus dedos a atrapar el clítoris y retomó el masaje, acompañado esta vez por su dedo corazón que entró dentro de mí para empezar el masaje interno. Con la palma de la mano vuelta hacia arriba y el dedo enterrado en mi sexo, empezó a doblar el dedo hacia la palma de la mano alcanzando así el punto G que masajeaba suavemente describiendo círculos, hacia delante y hacia atrás, de lado a lado. Mete otro dedo, le pedí cuando sentí que no podía más; insertó también el anular a la vez que seguía rodeando y estimulando mi clítoris con el pulgar. Ya su mano izquierda acariciaba mis pechos con fuerza cuando empecé a retorcerme de placer totalmente entregada a sus hábiles manos.

      Perdida la noción del tiempo y del espacio, envuelta en una nebulosa de la que ni podía ni quería salir, los ojos aún cerrados, volví a sentir sus manos recorriendo todo mi cuerpo. Masajeaba mis hombros, mi cuello, mis pechos. Sus manos descendían lentamente por mi tripa para llegar a la cadera que agarraba con ambas manos pidiéndome que separara bien las piernas; extasiada, las separaba para recibir sus manos surcando la cara interna de mis muslos hasta llegar a los pies.

Parecían tener alas sus manos deslizándose rápidamente hacia arriba y hacia abajo.

Su voz me sacó del éxtasis e hizo que abriera los ojos para encontrarme con su polla delante de mi cara. Estaba endiabladamente dura, mojada, brillante. Sentí deseos de metérmela en la boca y comérsela hasta hacerlo explotar.

      Adivinando lo que en esos momentos pasaba por mi cabeza acercó sus dedos a mis labios y los metió en mi boca; se los lamía lujuriosamente y no tardó en cambiar los dedos por la polla a la que rendí honores.

      Volvía a estar muy excitada; bien abierta, mostrando mi coño empapado y comiendo lascivamente aquella polla me sentía puta, muy puta y deseé que me follara; imperiosa la necesidad de sentirme taladrada por aquella tremenda dureza.

      No dejaba de mirarme; sus ojos brillaban como brillan los ojos cuando el deseo los alcanza y se hacen palabra no pronunciada, eco en el sexo que desata el estremecimiento, complicidad de los cuerpos hambrientos, animales en celo prolongando el quejido.

      Si sus ojos hablaban, su respiración era ya jadeo, su cuerpo se tensaba y su cabeza empezaba a inclinarse hacia atrás acompasada con las entradas y salidas de mi boca.

-¿Quieres seguir María?, preguntaba con la voz entrecortada.

-No puedo parar, respondía yo, sin dejar de comérsela.

-Quiero que vayas a la camilla, dijo tendiendo su mano para levantarme.

    Las piernas me temblaban al ponerme en pie; aprisionó mi cuerpo contra el suyo y beso tras beso me fue llevando a la camilla.

     Se separó de mí para alcanzar un almohadón triangular que colocó a la altura de mi cintura; situándome sobre él, boca abajo, mi cuerpo quedó doblado en dos con el culo bien en pompa. Se puso aceite en las manos y empezó a masajear mis nalgas; las amasaba, las retorcía; las abría y las cerraba y aquellos movimientos me encendían sobremanera.

      Lo sabía, me sabía deseosa de su boca, de su lengua, y me la dio; su lengua recorriendo las nalgas se acercó a la entrada, acariciada ya por uno de sus dedos; su lengua lamía alrededor del dedo que acababa de colarse y se removía dentro provocando dilatadas olas de placer.

      No fui consciente de la cercanía de su polla en mi culo, hasta que la sentí dentro, toda dentro. Empezó entonces un lento bombeo que hacía que notara cada centímetro entrando en mí, provocando un estremecimiento tras otro, jadeos ya incontrolados, palabras que se escapaban de mi boca pidiéndole que no dejara de follarme.

      El ritmo iba en aumento; agarraba mis caderas arremetiendo contra mi cuerpo. Paraba y me besaba, boca, cuello, espalda y volvía a darme con fuerza; se deshacía en gemidos y las embestidas eran cada vez más fuertes, más profundas. Pendiente de mis sacudidas, sintiendo mis contracciones en su polla, dejó de follarme. Quitó el almohadón, arrastró mi cuerpo al borde de la camilla, levantó mis piernas y abriéndolas hundió su boca en mi coño provocando olas que hacían que mi cuerpo se retorciera y que agarrara su cabeza para apretarla más contra mí. Gritando, entregada a la lujuria, le tiraba del pelo y le pedía que me mordiera, que me follara con su lengua.

      Se incorporó; colocado entre mis piernas que ya descansaban sobre sus hombros, arremetió contra mi empapado agujero. La fuerza de las embestidas era tal que hacía saltar mis tetas. Sin descanso, a un ritmo bestial, entraba y salía.

     Apoyada en los codos, podía ver como toda su polla entraba en mí y aquella visión junto con sus bestiales embestidas, ya sus huevos entraban en mí, estuvieron a punto de hacerme estallar.

     Sabía que me tenía a punto y no quería que me fuera ya; dejó de follarme para metérmela en la boca; yo mamaba con desesperación aquella polla que tanto placer me estaba dando; agarraba mi cabeza y empujaba contra mi boca, encabritado; sacaba la polla para meterme los huevos que yo mordisqueaba hasta hacerlo gritar; era placer y era dolor.

     Mis piernas abrazaban su cintura cuando volvió a comerme el culo para follarlo nuevamente; los dos estábamos tremendamente excitados, a punto. Me pidió entonces que le apretara fuertemente los huevos; sus manos se agarraban a mis tetas, amasaban mis caderas y me follaba sin pausa haciendo que cada arremetida fuera un quejido, un espasmo continuo. La presión que ejercía en sus huevos hacía ya que gritara de purito dolor cuando inició la frenética cabalgada que me llevó al orgasmo. 

      Desencajado, salió de mí; acariciando mis tetas y mi coño y llevando mi cabeza al borde de la camilla, me la metió en la boca para recuperar la dureza perdida tras el apretón de huevos. Empujaba enfebrecido llevándome a la náusea; sentía que me ahogaba. Dándose cuenta, hizo que me pusiera a cuatro patas en la camilla; se colocó detrás de mí embistiendo desde atrás; chocaba contra mis nalgas violentamente, con furia. Y ya nuestros cuerpos eran quejido, ya nuestros gritos anunciaban el estallido. Y ya nuestros cuerpos caían exhaustos sobre la camilla; y ya todo era agua; y ya el placer era cálido, líquido.

      Una semana más tarde, tras haber pasado toda la semana pensando en lo ocurrido y deseando ardientemente volver, pedí cita con Hugo y volví.

      Esta vez no llegué tarde. Nada más llegar me hicieron pasar al gabinete de masajes. Me desnudé y me tumbé en la camilla boca abajo.

      Al momento, se abrió la puerta; era Hugo. Giré la cabeza para que no viera mi cara. Avanzaba lentamente hacia mí y quedándose parado dijo:

-¿María?

-Sí, fue toda mi respuesta volviendo la cabeza.

      El primer día no me había dado cuenta o quizá fue el hecho de haberlo sentido en mi interior; el caso es que, al mirarlo, como si lo viera por primera vez, caí en la cuenta del enorme magnetismo sexual que emanaba de su cuerpo. Alto, musculoso, con una sonrisa cautivadora que no evitó que mis ojos fueran a su entrepierna al tiempo que mi vagina se humedecía al comprobar que ya estaba abultada.

     Se acercó a la camilla sonriendo; con total naturalidad, a pesar de su nada despreciable erección.  Sin decir palabra, retiró mi pelo del cuello recogiéndolo con una goma. Un escalofrío de deseo recorrió todo mi cuerpo. Cerré los ojos y suspiré profundamente cuando las primeras gotas de aceite cayeron sobre mi espalda. Empezaron sus manos suavemente a extender el aceite a lo largo y ancho de mi cuerpo empezando por mis hombros para seguir con brazos y cuello.

-Relájate, estás muy tensa. Ya nos conocemos y ya sabes lo que puedes esperar, dijo.

    La presión de los dedos iba en aumento conforme bajaban recorriendo mi columna vertebral. Subían y bajaban ágiles. Al llegar a la altura de los omóplatos se detenían y abriendo las palmas de las manos, acariciaba ambos volviendo a cerrarlas y siguiendo la ascensión por la columna. No sé el tiempo que estuvo así subiendo y bajando de la nuca al final de la espalda. Pero sí puedo describir el intenso placer que sentí en esos momentos, tan intenso que pensé que me iba a correr si seguía tocándome así; prueba de ello era el abundante flujo que no dejaba de salir de mi vagina y mojaba ya la sábana que cubría la camilla.

  Se dirigió hacia mis pies masajeándolos. Yo gemía débilmente recibiendo la presión de sus dedos subiendo a través de mis piernas; la rotación de sus manos sobre mi piel. Dejó caer sobre mis nalgas aceite y comenzó a extenderlo con aplicados movimientos circulares. Se agachó acercándose a mi oreja y susurró:

-Tienes unas nalgas preciosas.

   Mientras masajeaba mis nalgas, de vez en cuando, pasaba los dedos por mi ano y mi clítoris provocando leves sacudidas en mi cuerpo. Me tenía en sus manos, entregada, y lo sabía. Sabía que podría hacer conmigo lo que quisiera. Y lo hizo.

    Agachándose buscó mi ano con su boca y dedicó unos minutos a lamerlo, introduciendo, una vez sí y otra también, su lengua dentro arrancando mis primeros y placenteros gemidos. Tras la lengua, llegaron los dedos; primero el índice, abriendo camino, desatando más y más gemidos y luego, ya el ano acomodado, el corazón. Sus dedos sabían buscar los puntos más placenteros y cómo. Sin dejar de moverlos hizo que alcanzara el primer orgasmo.

    Liberada ya la tensión inicial, me pidió que me diera la vuelta. Al hacerlo, mis pechos y pubis quedaron expuestos a su lasciva mirada. Mis piernas habían quedado ligeramente entreabiertas y sus ojos se perdían en la visión de mis humedades.

Con los ojos entrecerrados pude ver que se desnudaba. Abrí los ojos, su mirada detenida en mi sexo, la mía en el suyo que presentaba ya una erección considerable.

-Tómame, le pedí

-Te deseo desde que supe que eras tú. Te deseo desde el mismo momento en el que saliste por la puerta. Deseé llamarte esa misma noche, volver a tenerte, volver a sentirte entregada y deseosa. En toda la semana se ha ido de mi cabeza ese deseo, pero aún no te penetraré; quiero darte más placer, quiero hacer de cada sesión algo único e inolvidable para que vuelvas a mí, para que me necesites.

    Sin pensarlo, llevó su boca a mi entrepierna y empezó a succionar mi vulva bebiendo el flujo que salía de mi interior; yo gemía suavemente. Volvió a incorporarse y poniendo aceite en sus manos, las llevó a mis pechos. El roce de las yemas de sus dedos sobre mis pezones, ya duros, hizo que éstos se erizaran aún más. Acercó sus labios y los chupó con fruición. Los chupaba, los golpeaba con la punta de su lengua, los mordía. El fuerte estímulo provocado hizo que agarrara su cabeza apretándola con fuerza contra mi pecho para que no dejara de hacer lo que estaba haciendo. Sintiendo que se ahogaba, paró. 

      Rápidamente sus manos descendieron por mi vientre y rodeando mi pubis se dirigían a las ingles evitando cualquier roce con el sexo. A pesar de lo empapada que estaba, notaba perfectamente como el flujo que resbalaba de mi sexo humedecía el recorrido entre éste y el ano. Sus manos se acercaban cada vez más a mi sexo y el deseo que sentía era cada vez mayor. Ansiaba vehementemente la penetración. Cómo lo deseaba! Cómo deseaba que me penetrara!

-Me acercaré lentamente a tu sexo. Sé que estás muy excitada y deseando que te penetre. No es menor mi deseo; me duelen los testículos de todo lo que se está acumulando dentro de ellos, de todo lo que se ha ido acumulando a lo largo de la semana. Probablemente cuando lo roce sentirás la imperiosa necesidad de correrte, pero no lo harás. Cuando sientas que te llega, quiero que respires profundamente y pienses en otra cosa. Si ves que no puedes contenerte pídeme que te ayude a contenerlo aunque te haga daño, pero por favor no te corras.

    Dos de sus dedos acariciaron mi clítoris y grité de placer sintiendo que se me venía todo encima. Respiré hondo una y otra vez mientras me masturbaba alternando sus dedos con su boca. No podía más. Mi cuerpo convulsionaba, se retorcía. Ya no eran gemidos lo que salía de mi boca sino aullidos.

-Ayúdame que no puedo más, chillé.

Pellizcó con fuerza mi clítoris, estirándolo y retorciéndolo hasta hacerme gritar en una mezcla de placer y dolor que hizo que la inminente erupción se detuviera.

-Respira, respira, decía al tiempo que se colocaba ante mi cara mostrándome su magnífica, descomunal y desafiante erección. Alargué la mano y acaricié su sexo con suavidad. No tardó en metérmelo en la boca. Su glande golpeaba con fuerza mi garganta produciéndome arcadas, por lo que a ratos tenía que empujarlo hacia atrás para que lo sacara de mi boca. Lamía entonces sus testículos y oía con claridad sus fuertes gemidos, su respiración agitada. Oírlo me hizo enloquecer. Agarrando su sexo con la mano, volví a chuparlo con rapidez, sin parar de mover mi mano masturbándolo. Estaba a punto cuando agarré sus nalgas con ambas manos tragando su sexo entero y moviendo mi boca sobre él hasta conseguir que se corriera en ella. No permití que saliera hasta que me lo hube tragado todo.

     Lo que siguió, fue tremendamente excitante. Estiró la mano hacia la mesa cercana y abriendo el cajón, sacó una caja precintada en la que había una cadena alargada con nueve bolas de diferentes tamaños. Desprecintó la caja, sacó la cadena de bolas y la colocó entre mis nalgas acariciando mi ano.

-El otro día leyendo un artículo descubrí esta cadena; además de sus propiedades terapéuticas, dicen que estimula el deseo. Las compré pensando en ti y contigo quiero usarlas.

   Lamió con su lengua mi ano durante un rato e hizo que entrara la primera de las bolas. Lentamente, las hizo entrar una por una dándome placer, un placer hasta ahora desconocido por mí. Cada bola era un gemido, un estremecimiento y verme así le provocó una nueva erección. En realidad, aún no se le había bajado del todo la provocada por la felación de la que acababa de ser objeto. Sus ojos hablaban de deseo, de lujuria, su sexo pedía a gritos entrar en mí. Supe que había llegado el momento. Me levanté de la camilla contrayendo con fuerza mis músculos para sujetar las bolas que llevaba introducidas en el ano.

      Era ya tarde; hacía un rato que había oído a Verónica, la recepcionista despedirse. Allí ya sólo quedábamos nosotros.

-Túmbate, dije; ha llegado el momento.

Me coloqué con las piernas abiertas encima de él y sin darle tiempo a respirar besé sus labios. Su cara empapada, brillante, llena de mis jugos; olía a sexo, a hembra.

    Un fuerte grito escapó de mi boca cuando de un solo golpe me dejé caer sobre su sexo. Engullido por mi vagina empecé a cabalgar. Se dejaba hacer, agarrando mis caderas y recibiendo cada embestida de mi sexo con un grito. Cabalgué sobre su sexo sin descanso; agarraba mis pechos retorciéndolos, mi cabeza caía hacia atrás, mi cuerpo se arqueaba buscando que su sexo entrara más, cada vez más. Cuando agarrando el cordón de las bolas empezó a jugar con ellas fue tal el estímulo que oleadas de placer recorrían mi cuerpo que se sacudía con más violencia aún contra su durísimo sexo. Presentí su orgasmo cuando en un grito ahogado clavó sus uñas en mi culo, y al ritmo de una brutal cabalgada nos corrimos al tiempo.

  Tras aquel polvo salvaje y tras recuperar ambos el resuello, hizo mi cuerpo a un lado y se sentó al borde de la camilla.

-No había vuelto a follar desde que lo hice contigo, dijo atrayéndome hacia él y besándome.

-Necesito ducharme, tengo los muslos llenos de flujos y semen, fue toda mi respuesta.

-Te deseo así, llena de mí. Quiero que huelas a mí, me excita que huelas a mí decía mientras me abrazaba. Quiero que ese olor mantenga tus sentidos despiertos, tu deseo vivo, que te lleve a desear entregarte sin condiciones al placer que estoy dispuesto a darte. Al escuchar sus palabras mi cuerpo vibró nuevamente de deseo.

      Separé mis piernas y me senté encima de él pasándolas por detrás de su cintura. Al quedar bien abierta, podía ver mi sexo empapado por su semen, desbordado por la cantidad que había vertido en mi interior. Lo recogía con una de sus manos y acto seguido llevaba la mano a nuestras bocas que se besuqueaban.

Así estábamos cuando oímos abrirse la puerta que comunicaba con el gabinete que estaba al lado.

-Qué haces aquí Jorge, preguntó

-Bueno, no he podido evitar oír los aullidos de esa perrita que te acabas de tirar. Los dos sabemos que cuando una perrita aúlla así está pidiendo guerra y he pensado que quizá harían falta mis servicios. Hace tiempo que no compartimos sesión y a decir verdad, estoy muy cachondo.

   Estaba aturdida a la par que muy excitada. Giré la cabeza y lo vi; un moreno alto y musculado que desnudo meneaba una gran verga y se acercaba despacio a nosotros.

Hugo estaba otra vez armado, duro y ya dentro de mí cuando Jorge agarró con una mano uno de mis pechos amasándolo con fuerza; con la otra, movía la cadena de bolas dentro de mi ano. Mi cabeza cayó hacia atrás, sobre su torso y Hugo me besó.

-Has estado alguna vez con dos hombres a la vez? preguntó Hugo.

   La pregunta disparó mis alertas.

-Nunca he follado con dos hombres a la vez.

-Pero sí has experimentado el placer de tener llenos los dos agujeros, y has gozado.

-Sí.

   Sentía como su sexo crecía dentro de mí, cada vez con más fuerza; sin dejar de acariciarme, de hablarme.

- Ahora quiero que confíes en mí, que te relajes y te dejes llevar. Será suave y placentero y si no te gusta o te incomoda, lo dejamos; te doy mi palabra.

Al mismo tiempo, Jorge seguía moviendo la cadena e iba introduciendo lentamente un dedo en mi ano; yo me removía.       

Nunca había probado las mieles de dos machos al mismo tiempo y sabía que aquellos dos sementales me iban a destrozar con sus endiabladas vergas, si la de Hugo era grande, la de Jorge no lo era menos.

De pronto, de un tirón, Jorge sacó la cadena de bolas de mi ano y apoyó la cabeza de su verga en la entrada apretando poco a poco para que la apertura fuese haciéndose al grosor del glande.

-Prepárate zorrita, voy a follar ese ano tan dilatado que tienes.

Tensioné mi cuerpo lanzándome hacia delante y lancé un grito desgarrador en el momento en que su verga atravesó mi ano sin ningún tipo de miramiento. Se quedó quieto en mi interior. Pasado medio minuto se movió acompasadamente en mi agujero alcanzando cada vez una velocidad mayor.

Los dos arietes que me atravesaban no me daban respiro; entraban y salían horadando mi cuerpo; gemía y chillaba como una loca.

-Clavádmela hasta el fondo cabrones, y no paréis de moveros hasta que nos corramos, gritaba enloquecida retorciéndome con cada embestida.

Sudábamos y bufábamos buscando aire cuando podíamos.

Ambas vergas golpeándome al unísono, con fuerza, tanta que notaba como se tocaban a través de mis agujeros. Sus testículos golpeaban mi pubis y mis nalgas a una velocidad vertiginosa y ya los tres gritábamos de placer.

-Seguid así cabrones, no paréis. Las vergas me están quemando pero necesito más. Necesito que os corráis conmigo, no lo soporto más.

Hugo se vino conmigo y volví a sentir su poderoso chorro llenándome. Jorge, taladraba y taladraba, su respiración era cada vez más dificultosa, y no llegaba a correrse. Llevé mis manos a sus testículos acariciándolos hasta que se quedó parado, clavó sus uñas en mis nalgas y descargó toda leche que se había almacenado en sus testículos.

      Sentir su semen dentro, llenándome por delante y por detrás, el latido de sus sexos dando los últimos coletazos, me provocó un segundo orgasmo.

-¿Cómo te encuentras?¿Te ha gustado? preguntó Hugo.

-Si nadie lo mejora, ha sido un buen polvo, respondí. Pero tengo la seguridad de que lo vamos a mejorar.

-Te gustaría repetirlo? Preguntó Jorge.

Mi mirada lujuriosa creo que lo dijo todo.

-Volveremos a encontrarnos, pero la próxima vez vendré acompañada, dije dirigiéndome a las duchas.

Cuando salí, no quedaba nadie en el gabinete. Me vestí y salí a la calle; necesitaba aire.