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Los riesgos insospechados de la ambición (7)

en No Consentido

La nueva clienta de Marta

1

Recuperada su libertad, sintió con verdadero vértigo la rapidez con la que se sucedían los acontecimientos que la estaban hundiendo sin remisión.  Aquella mañana se había citado con el delincuente a las nueve, en el Parque, que le sobó los pechos en público; se había visto obligada a realizarle una felación a un desconocido a las diez, para que aceptara darle dinero a cambio de droga; a la una había entregado el dinero de la droga al delincuente, todo un hito, que le informó de que el fulano del bar era un chivato; a la una y media estaba atada en el interior del almacén, bajo la amenaza de una buena paliza, o algo peor, si no confesaba no se sabe qué; y a las dos estaba desnuda y enjabonada por otro desconocido, que le extendió el jabón por todos los recovecos de su cuerpo, tocándola todo lo que quiso, y arrancándole una felación y, para rematar la faena, entregándose a él sobre una silla.  Todo en seis horas.

Y pensando en su propio hundimiento, recordó la historia de la amiga de Alexia, que le había contado su propio hundimiento también fruto de acontecimientos imprevistos, impensables, que enseguida escaparon a su control, obligándole a mantener sexo en condiciones impensables, y con personas con las que nunca habría tenido ni la menor relación en condiciones normales. Y recordó su confesión de que, al igual que le había pasado a ella aquella misma mañana, y también muchas veces en los últimos meses, disfrutó de forma inexplicable y vergonzante, que la tenía desconcertada, como si de repente se descubriese distinta a la que había sido siempre.  Una rápida sucesión de acontecimientos que le fue imposible controlar y que la expusieron ante las desconocidas necesidades de su cuerpo.

Había recibido una llamada de Alexia, comunicándole la visita de una buena amiga suya, que tenía algún problema que quería comentarle.  Y ese mismo día, apenas una hora después, apareció esa mujer, de aspecto imponente, más alta incluso que Alexia, pero también con un cuerpo ligero, liviano, sinuoso, que se adivinaba a través de  un sencillo vestido de tirantes de color marfil que perfilaba y destacaba su figura. Tenía el pelo castaño claro, y unos ojos rasgados deslumbrantes.  Quizá sus labios seguían una delgada línea demasiado recta para considerar que su rostro rozaba la perfección, pero su belleza era indudable, contundente. Cuando se sentó ante ella, y cruzó sus largas y estilizadas piernas, Marta sintió por un instante la atronadora llamada del deseo, y tuvo que reconocerse que, definitivamente, a ella le gustaban las mujeres, simple y llanamente. Y la historia que le contó la dejó perpleja, no parecía posible que otra mujer estuviera pasando por una situación parecida a la de ella, y eso que en aquel momento todavía no había sufrido la vorágine de acontecimientos de esa misma mañana, aunque ya acumulaba muchas situaciones endemoniadas que la habían arrastrado al fango. 

Y aunque le parecía increíble que esa mujer estuviera pasando casi por lo mismo,  no parecía que ella estuviera inventando aquella historia, aunque por un momento pensó incluso en que, quizá, aquella mujer era una prostituta de lujo (el vestido que llevaba no era precisamente de los que se compran en cualquier tienda) que se la enviaba Alexia para excitarla, contándole una historia decididamente erótica si se dejaba de lado el drama que encerraba, y además, de las que Alexia podía imaginar que le iban a encantar.  Y desde luego, esa historia erótica sólo podía tener por finalidad ofrecérsela como regalo.  Lo llegó a pensar, hasta que se quitó las gafas y vio que sus ojos estaban al borde de las lágrimas, y no podía ser tan buena actora como para conseguir enrojecer sus ojos por una historieta que no fuera real.

Lo primero que le dijo fue que quería el máximo secreto, y desde luego que no se enterase Alexia, porque nadie de su entorno conocía la historia, absolutamente nadie.  Luego le contó que estaba casada, y hasta hacía casi un año, felizmente casada.  Aunque era joven (no tuvo pudor en decirle la edad, treinta y seis años), tenía ya dos hijos de doce y catorce años, pues se había casado con veintiún años, y tuvo su primer hijo enseguida. Su familia tenía dinero, mucho dinero, y su marido, aunque procedía de una familia normal de clase media, tenía ya una brillante carrera como arquitecto cuando se casó con él, cuando todavía no había cumplido los treinta años.  Su vida había sido feliz y despreocupada, una vida que podía imaginarse ella porque era la que siempre había deseada, rodeada de lujo, con todas las comodidades posibles y sin ninguna otra preocupación que cuidarse su propio cuerpo, vestirse con la mayor elegancia posible, y disfrutar de todos los placeres que podía proporcionar el dinero (disponer de un piso de lujo en el centro de la ciudad, de un chalet espectacular en la playa, de un yate modesto pero suficiente en el puerto deportivo más cercano, de un club donde podía practicar todos los deportes imaginables, y una largo etcétera).  Ni siquiera había tenido que sacrificarse por sus hijos, pues siempre tuvo a su disposición todo tipo de ayudas (canguros, profesores particulares, y una tata absolutamente fiel que quería a sus hijos casi tanto como ella).  Claro que el hecho de no haber necesitado sacrificarse no disminuía el amor que sentía por ellos. 

Y sin demasiado pudor, se extendió en detalles sobre su vida sexual de pareja.  Ella no se había considerado nunca una mujer fogosa, pues su educación religiosa le impedía tener una visión natural y placentera del placer sexual, al que no dejaba de considerar muy próximo al pecado, produciéndole una cierta mala conciencia que le impedía disfrutar con toda intensidad de sus relaciones sexuales con su marido.  Pero a él le ocurría lo mismo, y quizá con más intensidad.  Pues él sí era muy religioso (ella no se consideraba en absoluto religiosa, sino más bien, temerosa de Dios, temerosa de todo lo que le habían enseñado sobre tan tremendo personaje), y llevaba hasta sus últimas consecuencias las enseñanzas de su religión.  Quizá no hasta las últimas, pues su religión no le habría permitido adoptar ningún método anticonceptivo, y lo cierto es que eso lo admitía.  Pero en la relación sexual también se mostraba temeroso de Dios, no permitiéndose ningún exceso.  Ella, lo reconocía, se sintió decepcionada con su pareja porque tenía la secreta esperanza de que fuera él el que consiguiera desinhibirla por completo, o al menos, el que la iría enseñando el camino del placer.  Sabía que era religioso cuando se casó con él, y que había mantenido las distancias físicas durante el noviazgo con el mayor escrúpulo. Pero pensaba que los hombres siempre veían una relación sexual con mayor naturalidad que una mujer, y por tanto, no tenía dudas de que la iría enseñando la forma de hacerlo, la forma de obtener placer, siempre dentro de los límites, quizá estrechos, de la decencia que le imponía a ambos su educación.  Por eso, no podía decir que su vida sexual fuera la adecuada, no podía decir que se sintiese totalmente satisfecha, y de alguna forma se había habituado a que sus relaciones fueran más o menos esporádicas, pues  su marido estaba volcado con su estudio de arquitectura, que crecía y crecía con más y más proyectos, y por tanto, su aspecto cansado cuando llegaba a casa era ya suficientemente expresivo de su poco ánimo para la prácticas sexuales habituales; y su vida social intensa durante los fines de semana les proporcionaba nuevas excusas para posponer su intimidad sexual, que por tanto siempre tenía carácter esporádico).  Su marido conseguía placer, sin duda, en mayor o menor medida, pero no se preocupaba de ella lo suficiente como para acompañarla también hacia ese destino.

Ahora bien, su vida sexual poco intensa no la hacía infeliz, no la predisponía en contra de su marido, al que admiraba desde todos los puntos de vista.  Era muy atento con sus hijos, se preocupaba mucho por ellos, y también lo era con ella, sin que se olvidase nunca de un santo o un cumpleaños, por mi ocupado que estuviera.  La cubría de regalos, y siempre se mostraba cariñosa con ella.  Y a ella le gustaba su carácter jovial y alegre, su tenacidad, su brillantez, su fuerza.  Realmente, ella no daba importancia a su vida sexual, consideraba incluso normal que no consiguiera sentir placer más que en muy escasas ocasiones, y no dejaba nunca de sentirse ligeramente apurada, avergonzada, cuando su marido la veía semidesnuda, o en ropa interior, no digamos ya desnuda, y a él también parecía avergonzarle su desnudez, evitaba mirarla, no digamos ya regodearse con la mirada.

Aunque tantos detalles le impacientaban, también le resultaba excitante que aquella atractiva mujer, a la que nunca había visto, se empeñara en contarle todos los detalles de su vida sexual, sin el menor pudor.  Y claro, siendo ella abogada, estaba atónita ante tanto detalle sexual, y hasta podía pensarse que aquella mujer la tomaba por una sexóloga, aunque también aquella historia encajaba con la idea que empezaba a tener de que era una simple prostituta de lujo inventándose una historia que, probablemente, habría urdido con Alexia.  Pero cuando finalizó su extensa exposición sobre su vida sexual (interrumpida con varias llamadas de teléfono que tuvo que atender), le hizo una pregunta desconcertante, que podía explicar esa explicación detallada, o también podía confirmar que se trataba de una historieta.

-          ¿Es un delito mantener relaciones sexuales entre mujeres?

Curiosa pregunta, viniendo de esa mujer.  Sí, desde hacía dos, o tres años, un gobierno extremadamente conservador, había realizado una feroz campaña contra la homosexualidad, con la ayuda impagable de los prebostes de la religión que la demonizaba con absoluta radicalidad, y considerándola un vicio insoportable, contrario a la naturaleza humana, y siempre fruto de una voluntad torcida digna de castigo, voluntad que se acreditaba con innumerables estudios científicos (de escaso o nulo rigor, pero abundantes) que ponían de relieve que sólo un espíritu vicioso, y por tanto pernicioso, podía inclinarse por esas prácticas.  Y una vez conseguido inclinar a su favor la opinión pública, le fue fácil introducir como un nuevo delito las relaciones homosexuales.  En realidad, no se había dado mucha publicidad a ese nuevo delito, pues seguramente hasta al propio gobierno le había parecido excesivo la medida, y por ello, sin duda el portero no tenía conocimiento de su existencia, pues nunca le había amenazado con denunciarla por su relación sexual con Alexia, aunque ciertamente él sabía que había sido precisamente su inductor, y quizá por eso nunca había utilizado esa amenaza, aunque también es verdad que no la necesitaba.

-          Verá, es curioso, en realidad sí es un delito, y tiene una pena severa, sencillamente porque se exige su cumplimiento íntegro. La pena máxima son tres años de cárcel, pero aunque te condenen a tres meses tienes que cumplirlos.  Pero a los jueces no les gusta, exigen que exista “vicio”, que se trate de una relación o una práctica habitual, y que no exista por medio una verdadera pasión amorosa semejante a la que pueda existir entre parejas heterosexuales, pues lo considerarían en tal caso como una eximente, y no condenan (esta observación la hizo palidecer de forma ostensible, sin que en esos momentos ella pudiera comprender porqué).  Y la realidad es que tampoco es un delito que se persiga, no hay “unidades” de la policía dedicadas a ello, nadie quiere saber nada  sobre su persecución.

-          ¿Y sí alguien denuncia un caso de estos? (lo preguntó con verdadera angustia, y aunque por su aspecto nadie lo diría, ella supuso que ahora le contaría alguna historia de ese tipo).

-          En tal caso, estarían obligados a realizar una mínima investigación, y probablemente se iría a juicio si realmente existen evidencias en su contra.

-          ¿Y una carta? ¿una carta de puño y letra? ¿una carta en la que se confiesan y… se describen…. esas… relaciones?

Sí, ya parecía evidente o que es mujer mantenía relaciones con alguna amiga, con la que se carteaba eróticamente, o se estaba inventando esa relación para excitarla, pero la angustia con la que iba desgranando sus preguntas hacían cada vez más creíble la primera hipótesis.

-          Bueno, no sabría qué decirte sin leer la carta…. (la maldita curiosidad la consumía desde que tuvo conocimiento de esa carta de contenido sexual, y quizá fue demasiado explícita al insinuarle que se la enseñara, así que rectificó enseguida), pero desde luego sería una prueba importante, si se demuestra su veracidad.

Después de esas preguntas, continuó su relato.  Al parecer, ella tenía varias amigas a las que consideraba íntimas.  La mayoría eran compañeras de colegio, o de pandilla.  Pero después de casada hizo nuevas amistades, aunque la mayoría de ellas más bien superficiales.  Sin embargo, precisamente una de las que había conocido a través de su marido se había convertido con el paso del tiempo en su amiga más íntima.  Era una mujer alegre y extravertida, y para ella muy audaz, muy atrevida, muy descarada.  No era del gusto de su marido, que la impacientaba, y de hecho siempre le recriminaba que hiciera tantas migas con ella, porque en definitiva no era más que la mujer de un buen cliente, muy bien cliente, pero no un amigo suyo.  Pero habían congeniado desde el principio.  Era una mujer de formas sensuales, una morena de ojos negros y profundos, era un espíritu libre.  Su espontaneidad al contarle sus propios episodios sexuales con su marido la atrajo inexplicablemente, y aunque ella no le correspondía contándole los propios, ni su amiga se lo exigía, siempre sentía deseos de oír esas intimidades.  Y por alguna razón, la enorgullecía que fuera sólo a ella a la que se los contaba, según le decía con vehemencia.  Y en realidad no tenía demasiadas amigas, y en su círculo no se hablaba bien de ella, pues a su espíritu desenfadado se unía una forma de vestir provocativa, con abundantes minifaldas y prendas transparentes.  Pero ella sentía que le infundía verdadera energía su relación con ella, y se impacientaban si no la llamaba durante toda una semana.

A esa altura del relato ya era fácil adivinar que, de alguna forma, aquella mujer sensual la había conquistado, pese a estar ambas casadas.  Y Marta no podía estar más excitada, anticipándose con la imaginación al final de la historia, aunque el final no resultó ser tan erótico como estaba pensando, pues en esos momentos ella pensó que todo el problema de su nueva clienta es que había tenido un desliz con esa mujer, y que probablemente le había escrito una carta apasionada, y estaba preocupada por las consecuencias.  El relató continuó avanzando.

Esa relación se fue estrechando, pese a las quejas de su marido, que al fin y al cabo estaba siempre muy ocupado y no sabía hasta qué punto habían intimado.  Iban al club a menudo (a ese famoso club sólo al alcance de una élite, el mismo al que iba Alexia), coincidían en fiestas, veraneaban muy cerca la una de la otra, iban juntas de compra, parecía que no podían vivir la una sin la otra.  De hecho, se alejó un tanto del trato con sus otras amigas. Y después de dos o tres años en los que su amistad se había consolidado y hasta intensificado, ocurrió el suceso que Marta esperaba con impaciencia. 

Ocurrió un sábado, coincidiendo que estaban solas, pues sus maridos estaban jugando un torneo de golf en el club que les ocuparía todo el día, y los hijos de ella en un campamento. Su amiga era más joven y no tenía hijos. Jugaron al tenis hasta la extenuación, porque a las dos les gustaba mucho, y la amiga le propuso comer a su casa, y esperar allí a sus maridos. Comieron y bebieron, y entonces su amiga le propuso ver películas subidas de tono, bueno, directamente pornográficas.  Estaba ya bastante bebida, y se sentía alegre y feliz con su amiga, y desde luego no había visto nunca ese tipo de películas, y no podía negar que sentía curiosidad, así que aceptó alegremente. Se pusieron cómodas en el sillón, y su amiga le puso whisky con un refresco, o algo así.  Y puso la primera peli, que ya contenía bastantes escenas lésbicas de lo más explícitas.   Y de repente descubrió que su amiga había abierto sus piernas y estaba con una mano sospechosa hurgando en la entrepierna en el interior de su pantaloncito corto. Se quedó atónita, aunque no enfadada, sino sonriente, porque se sentía muy a gusto, muy a gusto, cuando estaba con ella. Y cuando se amiga se dio cuenta de que la miraba asombrada,  paró el vídeo, y le preguntó si se masturbaba. Una pregunta cruda, aunque ya otras veces le había dicho que ella lo hacía habitualmente, y hasta le había  insinuado que debería hacerlo, que le vendría muy bien incluso para el cutis. Pero ahora las dos estaban bebidas, viendo una película porno, y no podía reprocharle la pregunta, contestándole con naturalidad que no le gustaba, que no le veía “natural”, que además era lo que pensaba, aunque le ocultó por vergüenza que lo había hecho en algunas ocasiones, pero siempre incómoda, sintiendo que hacía algo malo y lo evitaba. Le dijo que no sabía lo que se perdía, y volvió a poner en marcha el vídeo, y sin importarle su presencia, continuó con aquella mano moviéndose en su entrepierna.

Y entonces ocurrió, paró de nuevo el vídeo y le dijo directamente, sin ambigüedades, que quería  masturbarla, que tenía que probar esa experiencia,  que le ayudaría a aprender a disfrutar de sexo, ya que no quería tener ningún amante, según le había dicho con rotundidad cuando su amigo le insinuó que debía buscarse uno, que no podía dejar pasar la vida sin sexo. Y no contento con eso, también con la misma claridad le preguntó si estaba excitada con la película, y con tanto alcohol encima no dudó en decirle la verdad, excitada de hecho no ya por la película, sino por la propia conversación. Y su amiga la retó, diciéndole que seguro que se atrevería,  mientras seguían viendo a aquellas mujeres revolcarse en una cama, y entre risas ella aceptó el reto, casi sin creerse que aquello fuera real. Y vaya si su amiga era experta, cuando se quiso dar cuenta sus dedos ya habían despejado todos los obstáculos y se introducían en sus labios verticales.  Y por supuesto, terminaron desnudas en la cama, haciendo las mismas cosas que aquellas mujeres. 

Claro que en los días siguientes ella lo pasó mal, se avergonzó infinitamente de lo que había hecho, la culpó a su amiga, estuvo dos o tres semanas sin querer verla.  Pero le atraía, y desde luego también le atraía ese placer que había sentido tan intenso, ¡y era tan fácil buscar ocasiones con ella!  Entre mujeres no se levantan sospechas con tanta facilidad, así que no tardaron en repetirlo, y siguieron con esa pasión loca durante meses, al principio no sin sentirse mal, confusa, culpable por sentir placer de esa manera, aunque poco a poco fue cambiando,  fue sintiéndose más segura, desapareciendo la culpa y adueñándose de ella el placer. Y de hecho, terminó siendo ella la que perseguía a su amiga, que no tenía su mismo problema, porque disfrutaba también intensamente con su marido.  ¡Pero ella no tenía alternativa!  Y tanto la agobió que al final su amiga quiso dejarlo, no quería seguir haciéndolo con tanta frecuencia, casi diariamente, en los lavabos del club, en los del cine, en los de cualquier bar o restaurante, en sus coches, en su casa. Así que su amiga puso fin a la relación, al resultarle una carga insoportable esa dependencia suya de  sus caricias, de sus besos, de su cuerpo.

Y no pudiendo soportar la ruptura,  después de casi un mes sin poder verla ni hablar con ella, le escribió una carta de su puño y letra, a la vieja usanza, en la que, después de recordarle con todo lujo de detalles los buenos momentos que habían pasado, le rogaba, o más bien le suplicaba que no la abandonara, asegurándole que se verían cuando ella quisiera, donde ella quisiera, como ella quisiera, y para hacer lo que ella quisiera. Y culminó su apasionada carta con una rotunda y sorprendente declaración: que desde ese momento podía considerarla su esclava, dicho con todas sus letras.  Era evidente que aquella carta la había escrito desde el deseo más desaforado, y que la había escrito a mano para reforzar su compromiso, su absoluta entrega.  La escribió, la metió en un sobre, le puso el sello, y se fue a la calle dispuesta a echarla a un buzón, convencida de que su amiga se excitaría al leerla,  que le atraería esa idea de someterla, y que ello le llevaría a reanudar la relación. 

Pero ya en la calle le surgieron las dudas, le dio miedo lo que había escrito, y su propia actitud, su dependencia hacia ella, no podía mandarle semejante declaración, no podía entregarse de esa forma, y sin que ni siquiera estuviera segura de que con ello torcería su voluntad de dejarla. Y después de recorrer varias veces el camino de su casa al buzón y del buzón a su casa, rompió la carta en pedazos, y los tiró en la primera papelera que se encontró. 

En este punto le dijo que aquello fue su perdición, y realmente  Marta se quedó desconcertada, pues si había roto la carta no entendía cuál podía ser el problema, ni su preocupación, y desde luego también se sintió excitada, imaginando por un instante que aquella espléndida mujer pudiera ser también conquistada por ella misma y someterla a sus caprichos. Pero desgraciadamente el relato continuó por un derrotero impensable, inimaginable, que la dejó perpleja. ¡También ella estaba sometida a un hombre, o a varios, por el puro y maldito azar.

Fue en ese momento cuando se quitó las gafas, cuando Marta descubrió sus ojos húmedos, brillantes, al borde de las lágrimas.  Cogió un pañuelo de su bolso, y le pidió que le indicara dónde estaban los aseos. Y Marta se quedó totalmente desconcertada, e impaciente por descubrir en qué podía consistir ese drama.  ¿Su marido, o el de su amiga, habían contratado un detective, para seguirlas? ¿Alguien le hizo fotos comprometidas?. La carta la había roto, no había más cartas, ¿quizá su amiga la delató, se lo contó a alguien, se confesó con su marido? No, por lo que sabía, esa mujer nunca haría eso, sencillamente se había cansado de tanta exigencia, de tanta insistencia.  ¿Qué podía haber pasado?  Lo cierto es que tan enigmática historia la había ayudado a olvidarse por completo de sus propios problemas, que difícilmente serían menos dramáticos que los que ella le contaría.

No tardó en regresar, con los ojos ya secos aunque enrojecidos.  Y la espera mereció la pena, sin duda.