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Los riesgos insospechados de la ambición (16)

en No Consentido

6

Ella respiró aliviada cuando se dirigieron por fin hacia el despacho, pero le duró poco la alegría, pues de nuevo el portero la detuvo cuando estaban ya en una calle próxima, concurrida, una calle peatonal plagada de comercios, de bares, pensiones, e incluso un par de hoteles; una calle en la que era fácil que pudiera encontrarse con conocidos. 

-          Espera, no sigamos por aquí.  Todavía tenemos que hacer algo que me has prometido, ya sabes, y por aquí no creo que encontremos un sitio adecuado (ella pensó por un momento que al portero se le había olvidado la promesa que le había hecho a la desesperada, cuando lo vio todo perdido, y una cosa era prometer, y otra cumplir.  Si él se lo hubiera exigido en aquel momento, allí mismo, ella lo habría hecho, sin importarle nada; era una cuestión de vida o muerte.  Pero ahora ella ya se había exhibido ante él, ¡incluso ante el borracho! había satisfecho todos sus caprichos sin protestar, intentando complacerle en todo, mostrándose todo lo sensual que las circunstancias le permitían, tocándose en todo su cuerpo, y creía que ya estaba satisfecho, que había dado por finalizada la sesión.  Así que de nuevo titubeó, lo cual no pasó desapercibido al portero).  Bueno, salvo que hayas cambiado de opinión, en cuyo caso....

No le dejó terminar la frase, él se lo había dicho muy claro: no se trataba de cumplir sus deseos durante un tiempo, había que hacer lo que él quisiera cuándo y dónde él quisiera, y todo lo que había hecho hasta ahora, incluidas esas fotos que se había hecho y le había hecho en la calle, no serviría de nada si no seguía obedeciéndole. Y además, para colmo, ella mismo se había ofrecido por escrito, se lo había casi suplicado. 

-          No, no, lo haré, lo haré (no podía permitirse ni siquiera que él frunciera el entrecejo, porque sus exigencias aumentaban cada vez que se enfadaba, eso era evidente).

-          Bien, pues vamos por aquí, tenemos que alejarnos del centro.  Y voy a ser generoso, te dejo que tú misma elijas el sitio donde te encuentres segura.  Bueno, ya sabes, siempre que sea en la calle.

¡Cómo que ella iba a sentirse segura en algún sitio, si era en la calle!  Pero aquello mínimamente la tranquilizaba, aunque también aumentaba todavía un grado más su humillación, porque no era lo mismo ser arrastrada a algún lugar inmundo y ser obligada a hacerlo, que ser ella quién tuviera que arrastrar al portero.  Había una sutil diferencia, pero ella comprendió que era la primera interesada en elegir, dentro de las circunstancias, el sitio más apropiado, y por supuesto, no tenía opción.

Marta tuvo entonces que decidir la ruta.  Cogió la primera calle que cruzaron hacia la derecha, una calle que ella conocía muy bien, bastante larga, que serpenteaba hasta llegar a una de las grandes avenidas que rodeaban toda esa zona.  Y enseguida cambió otra vez de calle, ahora a la izquierda, y otra vez a la derecha.  Todavía era una zona concurrida, con comercios y bares, aunque menos que por las calles adyacentes a la plaza y la catedral. Y de hecho, se encontraban con turistas, porque por allí existían auténticos palacetes con unos patios engalanados y preparados para ser visitados, como atracción turística.  Sin tener claro todavía hacía dónde iba, doblaron la enésima esquina y se encontró en un callejón estrecho, que estaba cubierto de andamios empleados en la restauración de un edificio, obligando a los transeúntes a pasar por debajo de ellos, al no dejar espacio libre. En ese callejón había uno de esos palacetes que tenían el portal abierto para poder visitar el suntuoso patio, verdaderamente espectacular, rodeado de columnas, con una fuente en el centro, y lleno de inmensas macetas de piedra con todo tipo de flores. Una verja impedía el acceso a su interior.   

Ella conocía ese patio, lo había visitado alguna vez con su marido, y desde luego no se le ocurrió ni remotamente que fuera un lugar seguro, pues era visitado habitualmente por turistas, aunque ciertamente los días de trabajo no lo visitaría nadie que no fuera turista. Además, la callejuela tenía su tránsito al ser un atajo hacia la catedral para los que venían desde la avenida, desde la parte más moderna de la ciudad.  Por eso se asustó cuando el portero la sorprendió obligándola a entrar en el portal, si bien no se sentía con fuerzas para protestar de nuevo, al menos no de forma airada.  La cogió por detrás, por la cintura, y la empujó hasta la verja.  Luego le cogió las manos y se las elevó, obligándola a agarrarse a los barrotes por encima de su cabeza.  Verdaderamente sintió miedo, por el callejón pasarían transeúntes con cierta frecuencia, y estaría expuesta a sus miradas, eso sin contar que algún turista podría entrar. Tenía que protestar, allí no era el sitio, no era un buen sitio.  Pero no quería enfadarle, ahora tendría que aprender a tratarlo como a un superior, como a un jefe, con deferencia, con cuidado, con cariño.

-          Pedro, me dijiste que yo elegiría, aquí nos puede ver cualquiera, por aquí pasa mucha gente (no quiso ni moverse del sitio, ni volverse, hablaba sin dejar de mirar el patio).

-          No te preocupes, que vas a elegir tú, pero quiero magrearte un poco, si no te importa.  Para quien nos vea desde el callejón, seremos una pareja muy caliente, muy agarradita, y no creo que eso extrañe a nadie en los tiempos que corren, porque ahora se ven por todos sitios parejas que se meten mano.  Y si entra alguien, lo oiremos, aunque estemos de espalda.  Tú solo tienes que mirar el patio.

Sí, sólo mirar el patio, pero por allí sí podía pasar alguien que la reconociera, aunque ciertamente, sólo los turistas, al ver el hermoso patio al fondo, podían tener la tentación de entrar para admirarlo de cerca, pues los que habitualmente pasaban por allí ya lo conocían y no tenían por qué perder su tiempo entrando en el portal, ni les podía llamar la atención ver a una pareja junto a la verja, pues no era raro que allí hubiera turistas contemplándolo. Claro que era una extraña pareja, él con su traje de faena, y ella muy bien vestida, con su pelo rubio destacando por encima de él, que era más bajo, y no digamos ya con las manos en la verja. Eso sí, era mucho suponer que alguien que pasara por allí pudiera reconocerla al mirar distraídamente en su interior,  estando de espaldas, y menos si el portero se colocaba justo detrás de ella.

Evidentemente, el portero no tenía prisa, porque empezó sencillamente a cogerle por la cintura, colocándose justo detrás de ella, y también quiso de nuevo hablarle, quizá para detener un instante el frenesí de acontecimientos que se habían sucedido en la última hora, y poder paladear su éxito, para saborearlo sin prisas.

-          Sabes, no creas que me has convencido.  Han estado bien esos mensajitos,  eso de que pueda utilizar tu boca, tu coño, tu culo, todos tus agujeritos, Y ha estado muy bien que me enseñes tus tetas, tu coño, tu culo, que te hayas acariciado para mí, y puedes imaginar lo caliente que me pondré cuando veas esas fotos que me has mandado, o las que yo te he hecho.  Sí, estás buenísima, y eres un manjar de lo más apetitoso. Pero, ¿sabes?, yo no soy un pervertido, ni un mal hombre, y realmente sé que no debo ceder a tus insinuaciones, a tus propuestas, aunque me ofrezcas mucho dinero, aunque me ofrezcas tu cuerpo, porque yo estoy casado, y además, no me olvido de esos pobres ancianos a los que has robado su dinero, una buena pasta. ¿Por qué no les devuelves el dinero, y te entregas a la policía, seguro que te lo tendrían en cuenta, quizá incluso te libres de la cárcel, sabe Dios?

Otra vez insistía en lo mismo, y después del espectáculo que le acababa de dar, sabía  que el portero no hablaba en serio, sabía que él la deseaba ardientemente, y que también le atraía el dinero del que ella disponía en abundancia, y que sencillamente disfrutaba provocando su miedo, alardeando de su poder, apretándole las tuercas con pasmosa lentitud y precisión. Pero aunque no creyese firmemente en su amenaza, tampoco podía actuar como si le fuera indiferente, estaba claro que quería seguir escuchándole cómo se ofrecía, quería oír de sus labios una y otra vez que era suya, que le pertenecía. Sin embargo, no podía entender que no aprovechase de una vez la ocasión, porque sus manos no invadían ya su cuerpo, no la manoseaba a su antojo, ahora que ella se había humillado, ahora que ella se había rendido casi sin condiciones, ahora que estaba dispuesta a ejecutar sus órdenes sin rechistar.  Podía poseerla allí, incluso, o en el despacho, o en cualquier pensión que se encontrasen, o donde él quisiese.  Pero lejos de mostrar impaciencia por hacerlo de una vez, de nuevo se entretenía con una palabrería estúpida cuya finalidad no podía ser ora que seguir humillándola, como si no le bastara todo lo que había pasado desde que salieron del edificio. Ella sólo podía ignorar sus palabras, acuciarle para que terminara lo que tuviera pensado hacerle en aquel lugar.

-          Pedro (ella no giró ni siquiera la cabeza; esas manos grandes y regordetas seguían cogiéndola por la cintura, y sentía en la espalda su barriga cada vez más aplastada contra ella, lo que no era precisamente agradable ni excitante), aquí se paran turistas cada dos por tres, será mejor que te des prisa, porque en cualquier momento te van a interrumpir (ella sabía que él no se sentiría cómodo para lo que pretendía hacerle si allí entraba un grupo de turistas, por mucho que quisiera humillarla).

-          Bueno, quería convencerte para que seas tú la que se entregue a la policía, porque es mejor para ti (para mayor verosimilitud, él apartó las manos de su cintura, y se alejó ligeramente de ella).  Yo ya he saciado mi curiosidad, te he visto las tetas, el coño, el culo, hasta te he metido mano, y la verdad es que ya no estoy dispuesto a continuar con esto. Confieso que estás muy buena, que eres una tentación, que estoy deseando follarte por delante y por detrás, estoy deseando metértela por todos tus orificios, y por qué negarlo, también es una tentación tu dinero, pero no quiero dejarme arrastrar por ti, no quiero engañar a mi mujer, no quiero perjudicar a esos abueletes.  Lo mejor es que te entregues, en serio.

Aunque seguía convencida de que aquel era otro juego, ella no podía dejar de sentir miedo por aquella diabólica amenaza.  Sabía que él no iba a delatarla si podía poseerla, y exprimirle para sacarle todo el dinero que pudiera, pero tenía que entrar en su juego, porque suponía que de nuevo amagaría con denunciarla, y ciertamente ella no podía ni remotamente arriesgarse a perderlo todo en un instante, y menos cuando ya había cedido mucho más de lo que nunca pensó que podría ceder con ningún hombre, ni siquiera con su marido.

-          Oye, no juegues conmigo, por favor, no me tengas en vilo, sé que no te conformas con lo que has visto…  (era difícil contenerse las ganas de girarse y abofetearle, pegarle, darle patadas, reventarlo), estoy aquí, a tu disposición, obedeciéndote en todo lo que me pides… yo no voy a delatarme, ya te lo he dicho, no te lo he enseñado todo y te he enviado esos mensajes  para ahora delatarme, lo sabes muy bien, sabes perfectamente que no quiero ir a la cárcel ni un minuto, ni jugármela para ver si consigo librarme.  No sé qué quieres más de mí.

Mientras hablaba, empezó a comprender lo que él quería. Sin duda pretendía obligarla a ser ella la que lo convenciese una vez más de las ventajas de guardar su secreto, sin duda quería otra vez escucharla decir ese mensaje intensamente erótico que ya se lo había enviado por escrito.  Ciertamente, mientras estuvieran solos en el portal no le preocupaba mucho que la pudieran oír, porque conocía la historia de ese palacete, sabía que no estaba habitado, que los dueños lo alquilaban para celebraciones, y recibían subvenciones por mantener el patio cuidado y disponible para que pudiera ser visitado desde allí. Por ello, sólo entraban en él el personal que cuidaba de su mantenimiento, que además, accedía por otra puerta, y siempre cuando el portal permanecía cerrado. Nadie le oiría, salvo los que pudieran entrar.  Pero aún así, le parecía más fácil subirse la falda que utilizar el lenguaje soez y provocativo propio de mujeres públicas.  Claro que todavía tenía la esperanza de que el portero se dejase llevar de una maldita vez por sus deseos más primitivos, teniendo su cuerpo a su disposición y al alcance de sus manos.

-          Sí, lo has hecho muy bien, tienes unas tetas dignas de un buen magreo.  Pero no quiero dar el siguiente paso, no quiero que me arrastres al adulterio, yo respeto a mi mujer. Y te lo repito, esos pobres abueletes se han quedado sin su dinero.  Si no quieres confesar, tendré yo que denunciarte, pero creo que es mejor para ti que lo hagas tú.

Ella empezaba a impacientarse, por un momento tuvo dudas sobre sus verdaderas intenciones, aunque no se creía que realmente le preocupase ser infiel a su mujer, ni le importasen en lo más mínimo esos agricultores.  Estaba haciendo teatro, sí, pero lo hacía con tal grado de tranquilidad y firmeza que resultaba convincente, y sólo esa serie interminable de humillaciones que había tenido que soportar desmentían esa voluntad que ahora manifestaba con insistencia de denunciarla por “amor” a su mujer, y por su cariño hacia los “abueletes”.  Se giró, y pudo observar con espanto que el portero ya se había girado también, y se dirigía hacia la puerta.  Tuvo que hablar más alto de lo que hubiera deseado.

-          Pedro, ya sabes que haré lo que me pidas, soy tuya, te lo he demostrado, y seguro que llegamos a un acuerdo sobre el dinero.  Venga, acércate de nuevo, ¿no querías magrearme aquí? Vamos, estoy dispuesta, cógeme las tetas de una vez, sabes que estás deseando hacerlo. Y la verdad, yo también lo estoy deseando, me tienes caliente con tanta historia.

El hombre se giró, cruzándose de brazos, mirándola con absoluta indiferencia, sin mostrar el deseo que hasta ahora se desbordaba por todos sus poros. Aquella mirada distante, desvaída, casi inerte, la asustó más que toda su anterior palabrería. Y entonces ella sintió por primera vez la imperiosa necesidad de mostrarse sensual con él, de provocarle con su cuerpo, ante aquella mirada que parecía confirmar ese repentino cambio de actitud que hasta entonces le había parecido absolutamente fingido, ese deseo tan firme de denunciarla que ahora mostraba, y lo cierto era que aquellos agricultores sin duda le agradecerían con dinero su denuncia, y en definitiva, no era descabellado pensar que él podía temer ser denunciado por chantaje, o incluso por violación, si seguía con sus intenciones. Hasta ahora no había mostrado mucho temor, y había sido implacable con ella, pero el siguiente paso era ya definitivo, un paso que quizá a él mismo le asustara.  En definitiva, aquello iba a ser una violación, un chantaje sexual vil y rastrero, y quizá resultase que aquel ser despreciable disponía de algún tipo de complicada moral, que le ponía límites a sus deseos más fervientes. Así que retrocedió hasta apoyar la espalda en la verja, agarrándose a los barrotes con los brazos alzados, ofreciéndole explícitamente su cuerpo para que hiciera el uso que le apeteciese.  Y ni en tan sensual postura pudo conseguir que aquellos ojos se posaran en su cuerpo devorándola, pues se limitaban a mirarla sin verla.

-          Ya sé que te crees irresistible, pero aunque debo reconocer que he estado a punto de rendirme a tus encantos, me temo que he sabido reaccionar a tiempo.  Decídete de una vez, y no hagas más el payaso (ahora pretendía humillarla de otra forma más sutil, menospreciando su cuerpo, su sensualidad, su poder de seducción; y era desesperante reconocer que de nuevo había logrado humillarla; era un hombre diabólico).  Si no vas tú a la policía, iré yo.

No podía ser, no era posible que ese hombre estuviera verdaderamente despreciándola.  No era posible que estuviera hablando en serio.  Aquello tenía que ser otro de sus juegos, pero no conseguía averiguar que es lo que pretendía, y desde luego el miedo ya se había vuelto a apoderar de ella, que ya estaba sumida en el mayor de los desconciertos.  Se acercó a él, cruzándose de brazos, abandonando de momento aquella postura sensual que tan poco resultado le había dado.

-          Pedro, por favor, déjate de historias.  Ya te he dicho que te daré mucho dinero, ahora podría conseguirte quince mil, y más adelante, otros quince, o veinte más.  Ellos no te darían tanto dinero, y tú lo sabes.  Y desde luego… (sabía que no bastaría con mencionar el dinero, sabía que él la deseaba intensamente, y sabía que ya no tenía sentido buscar palabras asépticas para ofrecerse, aunque le seguía resultando difícil decidirse a prestarse a pronunciar palabras soeces) … follaré contigo siempre que me lo pidas, donde quieras, como quieras.  Si te apetece, podemos follar aquí dentro, podemos hacerlo.  Venga, volvamos al principio.  Cógeme, cógeme como antes.

Lo miró con la mayor intensidad, buscando de nuevo esa mirada lúbrica, lujuriosa, que rezumaba deseo y sexo.  Y ahora buscaba también un rastro de codicia, un deseo no menos físico que el sexual por poseer cientos de billetes de quinientos.  Pero aquel hombre no iba a rendirse tan pronto.

-          Escucha, creo que no me estás tomando en serio.  Me convertiría en cómplice tuyo si no te denuncio, y no me gustaría arriesgarme a ir al talego por echarte un polvo, y por unos cuantos billetes de los grandes.

-          ¡Pedro, joder, nadie va a ir a la cárcel! Nadie sabe lo que hice, nadie se tiene que enterar.  Y si resulta que alguien lo descubriese, como comprenderás no se me ocurriría denunciarte, pues lo último que quisiera es que mi marido se enterase el mismo día que he estafado a unos clientes y que me he tirado al portero para evitar que me delate.  Vamos, nadie se va a enterar.

¿Estaba por fin cambiando de actitud el portero, al dejar de una vez la excusa de su esposa y de los abueletes?

-          Vale, quizá nadie se entere, y quizá tú nunca me denunciarías si te pillan.  Pero en cualquier caso, te lo vuelvo a repetir: no quiero engañar a mi esposa, y los abuelos no se merecían que los engañaras de esa forma, eran unas buenas personas. 

-          ¿No querías que te la chupara? Ahora lo podemos hacer, y te aseguro que te correrás de gusto, yo la chupo de maravilla (nunca hubiera creído que pudiera hablar de aquella forma, en un lugar público, en la calle, y a un simple portero.  Y ahora hablaba con la mayor naturalidad, asustada todavía ante la impertérrita mirada que él depositaba en ella.).  Venga, acércate y te demostraré de lo que soy capaz.

-          Sabes, es difícil resistirse a tus encantos, para qué nos vamos a engañar.  Te daré una oportunidad, ya que insistes. Pero no te aseguro nada.  Yo nunca he engañado a mi mujer, y no tengo nada claro que quiera hacerlo, aunque me lo estás poniendo muy fácil. Y me ofreces mucho dinero, debo reconocerlo.  Dejaré que lo intentes, si quieres, pero no te prometo nada.

Sí, ahora ya sabía cuál era su juego, y ahora se daba cuenta de que aquel hombre era un rival de cuidado, un enemigo temible.  La tendría siempre amenazada con denunciarla, y nunca quedaría satisfecho con lo que ella le hiciese.  Pero, ¿qué podía hacer? ¿Podía realmente arriesgarse a dejarlo allí con sus amenazas?  No, desde luego ahora no podía hacerlo.  Por primera vez en su vida, tenía que satisfacer a un hombre que no deseaba y en un lugar público, y tenía que hacerlo con pasión, tenía que conseguir que aquel hombre quedase plenamente satisfecho.

-          Volvamos a la verja, y cógeme por detrás, quiero que me acaricies los pechos… (él la siguió hasta la verja, y ella extendió de nuevo sus brazos para agarrarse a los barrotes, sólo que ahora de espaldas a él)  Vamos… cógeme los pechos (con verdadero alivio sintió por fin sus rugosas manos posándose en sus pechos, a través de la camisa, aunque no eran unas manos apasionadas, todavía él pretendía fingir que se resistía a sucumbir a sus encantos).

Le apartó las manos y se volvió, pero colocándose otra vez en la misma postura, con los brazos extendidos.  Pero él no la acompañó, no puso de nuevo las manos en sus pechos, no lo intentó siquiera.  Tuvo que cogerle ella las manos y llevárselos al pecho, y de nuevo extender sus brazos agarrándose a la verja.  Ahora ella veía la calle, y en cierto modo, aquello le intranquilizaba más, podían reconocerla fácilmente, pero tenía que provocarlo, estaba claro que eso era lo que él quería.

-          ¿Te gustan mis tetas? ¿te gustan?  Pues son tuyas, tócalas a tu gusto, no te prives (ella necesitaba excitarse, pero le sorprendía la facilidad con la que lo estaba consiguiendo, una facilidad que le asustaba).  Vamos, soy tuya, puedes hacerme lo que quieras, venga, sírvete.

Él todavía permanecía en actitud pasiva, sin apenas mover sus manos, limitándose a palparla sin mostrar su deseo abiertamente, retirándolas enseguida. Era un hombre difícil, endiabladamente difícil. Al menos no se alejó, se limitó a cruzarse de brazos.

-          No sé Marta, esto no está bien.  En mi vida he hecho nada que fuera contra  mi conciencia, ya te he dicho que nunca he engañado a mi mujer.  Soy un pobre hombre inculto, sin estudios ni conocimientos, pero sé que no está nada bien lo que has hecho, y que mi deber como ciudadano es decírselo a esa pobre gente a la que has estafado (era inaudito, ella se estaba ofreciendo de todas las maneras, y realmente ya no sabía qué hacer, estando como estaban en un lugar público; y cualquiera que pasara ahora sí que miraría, pues su postura no era precisamente normal, no podía mantenerla mucho tiempo más).

-          Vamos, Pedro, cógeme los pechos otra vez, podemos hablar mientras me los coges, soy una mujer muy caliente, y ya me has puesto a cien con tanto negarte; nadie se tiene que enterar, tú mujer no se tiene que enterar, vamos (ella le cogió de nuevo las manos deshaciendo su abrazo y otra vez se los llevó a los pechos, y una vez más volvió a extender sus brazos; y él volvió a dejarlas allí sin realizar ningún movimiento); acarícialos, me estás poniendo cachonda, venga, aquí nadie nos ve (realmente, a ella misma le estaba sorprendiendo la facilidad con la que se había hecho con su papel, el portero no podría quejarse, aunque ella debía reconocer que mostraba un endiablado control de si mismo, le resultaba imposible comprender que aquel hombre no se hubiera ya abalanzado sobre ella, arrancado los botones de la camisa, después de todo lo que ella había hecho antes, y después de todo lo que le estaba diciendo).

-          Marta, no estoy seguro (y otra vez retiró sus manos).

Estaba claro que el portero era muy capaz de controlar su excitación, cualquier otro hombre no creía ella que hubiera aguantado tanto tiempo, pudiendo llevarla a su despacho y poseerla en todas las posturas, en cualquier postura; ella volvía a sentirse excitada, malditamente pero irremediablemente excitaba, y tenía que abandonarse a la excitación, porque en definitiva le facilitaba su trabajo, su ardua tarea de satisfacer a ese hombre impasible, y ahora realmente se felicitó por haberse tomado las cervezas en el bar, que ayudaban enormemente en esos comprometidos momentos.  Esta vez le cogió una mano, se la llevó a la boca, besó sus dedos, y aunque aquello le hubiera resultado repugnante sólo de pensarlo cinco minutos antes, ahora no dudó en introducir su dedo gordo en la boca, lamiéndolo con la lengua, deslizando sus labios por él; y luego se desabrochó tres botones, introduciéndose la mano regordeta dentro de la camisa, para que él le acariciara el pecho, sintiendo por primera vez el tacto de esa piel gruesa y áspera sobre su delicado seno, y volviendo ella a agarrase a los barrotes, con los brazos extendidos.

-          Vamos, no pienses en tu mujer, levántame la falda, tócame el coño con la otra mano, verás lo caliente que estoy.

-          Eres una zorra, me lo pides aquí, que puede entrar cualquiera, nos van a ver (él era capaz de resistir cualquier provocación, al parecer).

Si antes lo decía, antes aparecía por la puerta una pareja de turistas, de mediana edad, extremadamente rubios y jóvenes, él con una espectacular cámara de fotos dispuesta para ser utilizada en cualquier momento, y ella con un gran bolso negro rectangular colgado sobre el hombro, que debía estar destinado a guardar la cámara.  Ella los vio acercarse mirando directamente al patio, sin fijarse en ellos, dirigiéndose en el hueco que habían dejado a su derecha.  Quizá por ser jóvenes de aspecto saludable, y desde luego por su inconfundible aspecto de turistas trotamundos (ropa cómoda, zapatos cómodos, sonrisa siempre a flor de piel, y hablando en un idioma extranjero) a ella no le asustaron, los observó mientras se acercaban sin precipitarse para retirar aquella comprometida mano, aunque estaba seguro que él la retiraría en cuanto oyera a sus espaldas sus voces, o sus pisadas.  Habían entrado con decisión, no se habían fijado en el patio al pasar, no habían dudado, y se habían dirigido directamente el hueco.  Pero el portero, para su sorpresa no modificó un ápice su postura, cuando los vio a su lado, él disparando una serie interminable de fotos como si fuera un fotógrafo profesional, y ella a su lado con su sonrisa jovial.  Y claro, fue ella, la que los vio en aquella postura, ella todavía con los brazos extendidos, con media camisa desabrochada, y él con su mano dentro de la camisa, sosteniéndole un pecho, y ahora animado incluso por la presencia de testigos, haciendo ostensible la caricia.  La joven, que lucía unos magníficos ojos azules, los posó en aquella mano que se introducía en la camisa, y durante unos interminables segundos ella sintió con toda claridad que aquella mirada la excitaba, que ser observaba por aquella turista la excitaba enormemente, y desde luego también al portero.  Y después de esos segundos, ella pudo notar cómo la joven tironeaba de la camisa a su acompañante, hasta que éste se volvió para mirarla, descubriendo enseguida la razón de esos tirones, perdiendo también él la mirada en aquella mano que se introducía en la camisa, y ahora, durante otros segundos, con aquellos bellísimos ojos fijos en ellos, ella sintió todavía un grado superior de excitación, si es que ello era posible, sin sentirse avergonzada ni en lo más mínimo por la situación.  Los dos jóvenes esbozaron una sonrisa forzada, mostrando con candidez su desconcierto.  Ella aprovechó la ocasión para acompañar con su propia mano la de él, de forma ostentosa, y el movimiento inundó de vergüenza a los jóvenes, que fueron conscientes de la provocación y huyeron despavoridos, aunque el joven no desaprovechó la ocasión para fotografiarles, recibiendo lo que parecía una reprimenda de su pareja.  Por fin salieron a toda prisa.

-          ¿Te gustan que te miren, eh, zorra?

-          Tú tampoco te has cortado un pelo.  Y por cierto, ¿por qué no cierras esas puertas, y nos evitamos más visitas? Los turistas no verán el patio, y los que pasen por la calle pensarán que está cerrada por obras, a nadie extrañará.

-          ¿Y a los de aquí? ¿es que aquí no vive nadie?

-          Entran por la otra calle, esto lo tienen para los turistas, el Ayuntamiento les paga un dinero a los dueños para que tengan esto siempre arreglado (ella se dio cuenta de que, realmente, sólo tenían que cerrar las puertas para quedarse solos; las puertas se abrían por la mañana y se cerraban por la noche, o cuando tenían que limpiar el patio; realmente, quizá ese era el sitio ideal para terminar de una vez con aquello, y además, sorprendería al portero).

-          No sé, voy a ver cómo se cierran.

En cuanto él se alejó ella se dio la vuelta, porque de nuevo quedaba expuesta a miradas indiscretas, aunque ya se había expuesto bastante.  Realmente, mientras oía el ruido de aquellas puertas cerrándose pensó que había tenido una magnífica idea, y contemplando el patio, sabía que no había fisgones por allí; a esas horas no se regaban las plantas, no tenía que aparecer nadie por allí; además, como el patio estaba cubierto con un toldo, en cuanto las puertas se cerraron quedaron en penumbra.

Él se acercó de nuevo, y ella sabía que iba a continuar el juego, que él no haría como cualquier otro maldito hombre, abrirle la camisa de un tirón, quitarle la falda, poseerla inmediatamente, seguro que seguía resistiendo, pero ella tenía que acelerar todos los pasos, porque tampoco podían estar allí todo el tiempo que quisieran. 

-          Pedro, espera un poco vaya a ser que se haya oído el ruido ahí dentro, aunque no creo que haya nadie a estas horas (las dos pesadas hojas de la puerta de la entrada hicieron un pequeño estruendo cuando se juntaron).

-          Te aseguro que no tengo prisa, estoy harto de decirte que no me convences.

Ella se quedó escudriñando el patio, en el que no se observó ningún movimiento.  Y entonces se giró, comprobando que, efectivamente, Pedro estaba a su lado, pero manteniendo una prudente distancia.  Volvió a desabrocharse la camisa, ahora casi todos los botones, retirándola para que sus pechos quedarán libres, volviendo luego a agarrarse a los barrotes, con los brazos extendidos.

-          Vamos, levántame la falda, ya sabes que no llevo bragas, tócame el coño, es tuyo, todo tuyo, vamos.

-          Oye, no estoy acostumbrado a esto, yo soy una persona honrada.  No voy a poder hacerlo (era increíble la capacidad de resistencia del portero, sencillamente increíble).

Ella le agarró la mano, y sin preámbulos se la dirigió hacia su sexo, dejando que se levantase la falda.  Realmente ahora sí estaba excitada, el maldito portero lo comprobaría, pero ella sólo quería terminar, y realmente aquella situación endiablada se apoderaba de ella, y agarrarse a los barrotes no hacía sino aumentar su excitación, era ofrecerse abiertamente, era dejarle todo el camino libre, dejarle que la poseyera en aquel sitio, con aquella penumbra tan apropiada para ella. Ahora él empezó realmente a hacer usos de sus manos, dirigiendo la otra a sus pechos, que empezó a agarrarlos con más cuidado y delicadeza de la esperada, sin hacerle daño, suavemente, haciendo que pronto olvidara su piel rugosa.  Pero él seguía protestando, sin dejar de acariciarla.

-          Esto no está bien, esto no está bien.  Eres una maldita zorra, pero no vas a conseguir lo que pretendes, no puedo hacerlo.

Él volvió a retirar las manos, realmente representaba su papel a la perfección, y si no fuera porque ella sabía que era parte del juego, sin duda se habría alarmado.

-          Espera, déjame que te haga una mamadita, te lo prometí, verás que bien lo hago.

Ella se arrodilló ante él,  le bajó la cremallera del pantalón, le bajó la cinta del calzoncillo y extrajo con cuidado su pene, que sorprendente, no estaba ni siquiera en plena erección, aunque ya tenía un buen tamaño.  Ella recordó las escenas de las películas pornográficas que había visto en su juventud, que desde luego, para ella fueron como un curso de sexualidad a distancia, y sin sentir la repugnancia que hubiera esperado, empezó a lamerle el miembro mientras lo acogía en sus manos con esmero, cuidando además de acariciarlo también con la mano, deseando que aquello se endureciese como era debido, sintiendo un inconfundible placer cuando comprobó que por fin aquello se extendía hasta sus últimos límites, volviéndose definitivamente duro, y adquiriendo ese calor tan apetecible, impulsándola a introducírselo en la boca con verdadero deseo, lo que sólo en casos muy contados le había sucedido con su marido, que realmente no se terminaba nunca de relajar en esos momentos, transmitiéndole su inquietud y haciendo que siempre se precipitase en terminar antes de tiempo; ahora ella realmente movía la cabeza con el ritmo adecuado (ella lo sentía así, viendo los resultados conseguidos en aquel instrumento ya tensado), deslizándose aquello entre los labios, lamiéndolo cuando estaba dentro, lamiéndolo con la lengua cuando se lo sacaba,  disfrutando insospechadamente del momento, y el hecho de sentir de repente su fuerte mano cogiéndole la nuca, guiando sus movimientos, obligando a moverla rítmicamente, elevaron todavía más su excitación,  y todavía aumentó más, cuando él empezó a mover lentamente su miembro dentro de su boca a la vez que le sujetaba la cabeza para que no la moviera, con exquisito cuidado para lo que ella podía esperar de un hombre así.  De hecho, de esa forma nunca lo había hecho con su marido.  Y aunque ella esperaba ya que aquello reventara, que se viera inundada por ese líquido caliente que realmente nunca había llegado a probar, él se retiró.

-          ¿No quieres correrte en mi boca? (por primera vez en su vida realmente ella había deseado probar ese líquido enigmático del que tanto había oído hablar, y aquella ocasión parecía apropiada, pues estaba llegando al paroxismo arrastrada por los insólitos acontecimientos de esa mañana, y se sentía capaz de cualquier cosa con el alcohol que llevaba encima).

-          Eres una zorra, y no creas que me has convencido.  No me gusta esto, reconozco que me has puesto caliente, que me has hecho una buena mamada, pero esto tiene que acabar.

Ella se levantó, sabiendo cómo seguía el guion, cómo quería él que siguiera el guion, pues aunque se había apartado, seguía con su pene erecto apuntando hacia ella.  Volvió a apoyarse en la verja, se abrió ya por completo la camisa, sacándose los faldones, extendió de nuevo los brazos, elevó una rodilla todo lo que pudo, hasta apoyarla en uno de los barrotes horizontales, y se abrió lo que pudo, pues la postura era algo incómoda; lo miró a los ojos, esos ojos negros que le devolvían la mirada desafiantes, una mirada acerada que contribuyó a aumentar su tensión, su deseo.

-          ¡Fóllame!

-          No, no me voy a follar una zorra como tú, no me gustan las zorras (aquellas palabras lejos de ofenderla no hacían sino aumentar, inexplicablemente, su excitación, y no la detenían).

-          ¡Métemela por donde quieras! ¿quieres que me de vuelta, quieres metérmela por el culo?

-          Joder, no me provoques más, parece mentira que llegues a estos extremos, Marta, nunca me imaginé que las abogadas fueseis tan putas.  Y tan ladronas.

Tampoco le ofendió aquello, que ya llovía sobre mojado, pero que en realidad, aumentaba nuevamente su excitación.  Ella ya lo deseaba abiertamente, lo deseaba inexplicablemente, y aunque no sabía cómo podría explicarse la situación ni siquiera a ella misma cuando todo pasara, en aquellos momentos realmente deseaba ser poseída por ese animal allí, en la penumbra, junto a un patio umbroso, en un portal que era público.  Se acercó a él, le cogió el miembro y lo fue empujando suavemente para que lo siguiera hasta que ella sintió de nuevo los barrotes de la  verja, levantó una rodilla sin soltar el miembro erecto pero huidizo, y con la mano libre se la sostuvo, abriéndose todo lo que pudo y llevándose el miembro a su sexo, buscando ayudarlo para encontrar el camino, para lo cual tuvo que soportar el peso de su barriga, aunque en aquellos momentos parecía haber encogido, y entonces aquello entró con un sólo certero golpe de riñón del hombre, que la volvió a sacar por entero mientras se miraban intensamente a los ojos, con una intensidad sexual que nunca había sentido con su marido, con el que nunca solía intercambiar miradas cuando lo hacían, por un estúpido pudor que, de alguna forma, y ahora se ponía en evidencia con toda claridad, nunca les abandonaba del todo.  Y el volvió a penetrarla sin dejar de mirarla, y ella no podía sino abrir la boca buscando aire, manteniéndose en tan incómoda postura, sosteniendo ella misma su pierna mientras él se limitaba a penetrarla con las manos sencillamente apoyadas en la cadera, penetrándola para inmediatamente después volver a sacarla, esperando unos interminables y deliciosos segundos para volver a embestirla, siempre mirándola, siempre amenazándola con dejarle con el deseo a flor de piel.  Y en cuanto ella veía que el hombre se demoraba un instante más de la cuenta, ella no tardaba en pedírselo, siempre mirándose a los ojos, sintiéndose más que nunca poseída por un hombre, sintiéndose más que nunca esclava de un hombre.

- Sigue, sigue…. Métemela, por favor… otra vez, sigue… fóllame… (cada vez se abandonaba más al placer, cada vez se excitaba más y más diciendo esas expresiones que en innumerables ocasiones había deseado decirle a su marido, pero que la mayoría de las veces no se las decía, y cuando se atrevía, sentía siempre una cierta incomodidad de él, y de ella misma; no podía creer que ella pudiera haber llegado a ese extremo precisamente con ese bastardo, al que se estaba sometiendo de forma plena y absoluta, y disfrutando con ello, lo que parecía más intolerable para ella misma).

Y en cuanto el hombre aumentó la frecuencia y el vigor de sus embestidas ella se asustó por el ruido que hacía la verja al empujarla con su cuerpo apretujado contra los hierros, y quiso cambiar de postura.

-          Contra la pared, contra la pared, fóllame contra la pared.

Y aquel hombre por fin le agarró con las dos manos por debajo del trasero, y con facilidad pasmosa la elevó, enroscando ella sus piernas a las de él, y agarrándose fuertemente de su cuello, sin que en ningún momento aquel miembro poderoso la abandonara.  Y como sea que él se limitó a sostenerla así, sin llevarla hacia la pared, ella misma utilizó su fuerte cuello de apoyo para deslizarse sobre el pene, sintiéndose sólidamente cogida por aquel hombre, que aprovechaba la ocasión para lamerle los senos, facilitándole ella el camino, echándose para atrás para sentir su lengua y sus labios sobre los pezones, y luego vuelta a empezar el movimiento deslizante.  Sencillamente, nunca lo había hecho de esa forma, sin más apoyo que el de él, cuya insólita fortaleza la sorprendió, pues la manejaba como si para él fuera un peso ligero.  Y cuando se cansó, la arrastró hasta la pared. Pero ahora fue él el que le sostuvo la pierna, abriéndosela todavía más, mientras ella posaba la otra en el suelo; y el hombre empezó un frenético movimiento ayudándose con la mano que había colocado en su trasero, moviéndole el cuerpo a su antojo, apretándole con fuerza las nalgas,  sintiéndose ella inundada de placer, jadeando, incapaz de controlarse, en las proximidades del puro éxtasis, y en apenas segundos, él la giró casi en el aire, le obligó a inclinarse para apoyarse en la pared, y buscó y encontró con toda facilidad el camino de regreso a  su interior a través de sus nalgas, moviéndole el trasero hasta golpearse una y otra vez sus muslos, sintiendo ella que ya no podía contenerse más, consiguiendo un placer de intensidad inusitada, bárbaro, salvaje, que le invadía todo el cuerpo, que la dejaba exhausta, totalmente exhausta, llenando aquello de gemidos difícilmente contenidos, y sintiendo además aquel líquido que se derramaba en su interior, que se vaciaba en ella, quedando por fin ambos aniquilados, incapaces de otra cosa que no fuese apoyarse en la pared y buscar aire.

-          Joder, joder, qué fuerte, no me esperaba yo tanto.  Joder, cómo coño te voy a denunciar después de semejante polvo.  Qué buena puta serias, Marta, tienes que pensártelo.

En esos momentos, aquellas palabras le resultaron sorprendentemente halagadoras y tranquilizadoras, y comprendió que eso es lo que él le había estado intentando decirle durante toda la maldita mañana: que era ella la primera interesada en dejarlo satisfecho, porque mientras fuera capaz de satisfacerle, de llenarle de placer, era obvio que no tenía ni el menor sentido para él denunciarla, privándose de un placer fácil que podía conseguir a su antojo.  No dijo nada, todavía respirando y jadeando, todavía con la camisa abierta, todavía sin poder recuperarse. 

Por fin se recompuso, todo lo que pudo, volvió a contemplar el patio para comprobar que no habían existido mirones ocasionales mientras el portero volvía a abrir las puertas, y ella quiso esperar un poco más, para que no les sorprendieran saliendo mientras las abrían.  Aunque no hubo mirones, ni nadie pasó por el callejón cuando ella salió.

Lo que no pudo ni imaginar cuando salía por fin del portal es que, ese mismo día, se vería obligada a entregarse a otro hombre.  Empezaba una nueva vida para ella, pero fuera de todo control.