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Los riesgos insospechados de la ambición (12)

en No Consentido

El origen de la degradación de Marta

 

 

 

1

Después de marcharse Claudia de su despacho, ella no pudo dejar de advertir que había sido una presa fácil para todos los que no dudaron de aprovecharse de su comprometida situación, y no pudo evitar recordar su propia historia, en la que sucedían los que se habían aprovechada de ella sin compasión. Y todo se originó en el preciso momento en que había alcanzado la cima del éxito, aunque nunca pudo imaginarse que tras alcanzarla, caería en picado, y en solo unos meses.

Justo al cumplir los treinta y cinco años, apenas unas semanas después, había conseguido la casa de sus sueños, en la urbanización más lujosa y elitista de la ciudad. Su gran sueño, que la situaba sin duda en la cima del éxito, y todo era mérito suyo. Se lo había ganado a pulso.  Pero para alcanzar ese gran sueño no tuvo demasiados escrúpulos morales en utilizar cualquier medio que le posibilitara conseguir el objetivo, cegada por la ambición y la codicia. Y esa obsesión por el éxito hizo que se olvidara de sus orígenes, que solo pensara en acumular dinero para conseguir esa casa que la obsesionaba.  Y lo pagó muy caro, demasiado caro, arrastrada por un cúmulo de circunstancias imprevisibles, pura mala suerte, como si los dioses se hubieran conjurado contra ella y quisieran castigarla severamente por su desmedida ambición. Y vaya si la castigaron.

Hasta ese nefasto día, cuando comprendió repentinamente, y horrorizada la dimensión de su tragedia, su vida había sido un ejemplo de lucha y sacrificio, de esfuerzo, de un absoluto inconformismo con el destino que le esperaba, el destino al que se había entregado su hermana, que se conformó con ser camarera, y luego se conformó con el primer hombre que se cruzó en su camino, también sin ambición, también entregado a su destino, mecánico en un taller.  Pero ella no, ella tuvo siempre claro que quería triunfar, y por sus propios méritos. 

Y ya con quince años tuvo claro que uno de esos méritos tenía que ser su propio cuerpo, con el que no podía estar más descontenta, pues aunque desde pequeña sus rasgos eran agraciados, por la combinación de sus ojos azules, su pelo rubio, su boca bien delineada y  una nariz recta y proporcionada, el cuerpo no acompañaba, tendía a la expansión, siempre con kilos de sobra.  Y consciente de que era un elemento fundamental en su futuro, que no podía conformarse con el primer hombre que se cruzase en su destino, tuvo muy claro que debería conseguir un cuerpo competitivo, que le permitiera elegir, y también seducir. Y ya desde los quince años tuvo la suficiente fuerza de voluntad para controlar la tendencia expansiva de su cuerpo, empezando por controlar su régimen de alimentación, absolutamente desordenado, y con tendencia a la abundancia, renunciando casi de un día para otro a los pasteles, a los dulces, a casi todo lo que le gustaba, y sobre todo, obligándose a una rutina de ejercicios físicos, durante muchos años en su casa, hasta que pudo costearse un gimnasio.  Y gracias a ello, cuando empezó la Universidad ya lucía un cuerpo espléndido, robusto pero a la vez ágil y femenino, esculpido realmente por ella misma.  Su cabellera rubia, sus ojos azules, sus rasgos delicados, proporcionados, ya no distorsionaban con el resto del cuerpo, con lo cual pasó de ser la “gordita” de la pandilla a ser la más atractiva de todas ellas. Y todo lo consiguió por su determinación y esfuerzo, que por supuesto en ningún momento abandonó, llegando a los treinta y cuatro años con un cuerpo admirable, aunque desde luego, cuidado hasta el más mínimo detalle.

Y por supuesto, tuvo claro que quería ser independiente económicamente, pero también con el mayor dinero posible, para lo cual no tuvo duda de que necesitaba un título universitario, no podía conformarse con ser camarera, o dependienta, o cualquier otra cosa similar. En su niñez recordaba momentos de apuro económico, y sobre todo, recordaba a una madre dedicada al cuidado de sus hijos y de su marido como única y exclusiva ocupación.  Y tenía además el ejemplo de su hermana mayor, que enseguida dejó de estudiar, conformándose con trabajos de camarera. Ella nunca caería en una situación tan degradante, tan injusta.  Estudió siempre con dedicación (aunque sin brillantez) y decidió, por razones prácticas, porque sabía que no era muy difícil, que sería abogada, una abogada con un gran despacho y mucho dinero.  Con 34 años ya tenía su propio despacho, un número estable y creciente de clientes, y una merecida fama de eficacia, pues se había especializado lo suficiente en las materias que se le daban mejor, separaciones, divorcios, y en accidentes.  Eso sí, aprendió también todas las malas artes de la profesión, todas las argucias para conseguir siempre el máximo dinero posible en cada asunto, a costa de lo que fuera.

Finalmente, había sabido elegir al hombre adecuado, atractivo, sí, pero también de familia adinerada, y con todos esos complementos que le habían proporcionado sus ancestros, su educación y la posición social de su familia: elegancia natural, buen gusto, una innata caballerosidad, mucha simpatía, y unas muy amplias y convenientes relaciones sociales.  No es que se hubiera enamorado perdidamente de él, siempre pensó que tal cosa no le convenía, que solo le podría traer problemas, pero desde luego siempre la atrajo y en ningún momento tuvo motivos para arrepentirse de su elección.  Pero eso sí, fue ella la que consiguió conquistarle, muy sutilmente, pero con insistencia, y desde luego utilizando sus armas de mujer, hasta con cierta desvergüenza, sin importarle abusar de la minifalda, y de una gama de escotes que la incomodaban, pues sólo iban dirigidos a un hombre concreto, pero los atraía a todos, hasta que por fin consiguió apartarle de su “amada” (en las guerras siempre hay víctimas), atraparle en sus redes y, finalmente, casarse con él.   A los 34 años (él tenía nueve más que ella), seguía sintiéndose atraída por él, por su estupendo físico (también muy cuidado), por sus modales siempre atentos, por su inagotable iniciativa.  Y por supuesto, él había triunfado casi sin esfuerzo, como algo normal y natural, disponiendo de un cargo “envidiable”, verdaderamente importante, pues dirigía una empresa pública de gran relevancia, éxito conseguido  sin duda gracias a sus muchas relaciones sociales, muchas de ellas políticas.  Pero quizá lo que más le orgullecía era haber callado a la familia de él, haberles demostrado que ella no le necesitaba, que ganaba tanto dinero como él con su despacho profesional. Y aunque no podía decir que la admirasen por eso, al menos la respetaban, sin dejar de mirarla por encima del hombro.

La suma de todo ello era que, a los 34 años, gozaba de una posición envidiable: económicamente, podía permitirse lujos que ella nunca había imaginado: una chalet en primera línea de playa; un coche deportivo; un piso de lujo en todo el centro de la ciudad, de doscientos metros cuadrados, y por supuesto, se podían permitir viajar con todas las comodidades posibles. Y por supuesto, sin privarse tampoco de los lujos más cotidianos: comprar todos los vestidos que deseaba o se encaprichaba; ropa interior de seda y de todas las clases; todo tipo de pinturas, cremas, y demás aditamentos necesarios para mantenerse en el límite de lo atractivo, y todos los complementos que se le ocurrieran. Una vida de ensueño.   Y habían decidido de común acuerdo retrasar el momento de tener hijos, para disfrutar al máximo mientras fueran jóvenes.  Aunque ya les tocaba, ella no quería tener el primero después de los treinta y cinco años.

Pero ella se encontraba ya en una espiral en la que siempre quería algo más, nunca le parecía suficiente con lo que tenía.  Y el hecho es que se había encaprichado por una casa verdaderamente espectacular, en la urbanización más elitista de la ciudad, que disponía de un completo club con campo de golf, con un sistema privado de seguridad, y desde luego, con una impresionante gama de verdaderas mansiones de todas las clases y colores.

La que ella quería era de tres pisos, con todos los lujos posibles: una piscina enorme climatizada, un jardín delicioso, yacuzzi, sala de billar y de juegos, dos salones, y un largo etcétera. Pertenecía a un conocido empresario que tenía necesidad de desprenderse de ella por problemas económicos, y que por ello lo ofrecía a un “módico” precio, dadas las circunstancias.  ¡Era una oportunidad que no podían desaprovechar!  Ya no necesitarían más para el resto de sus vidas: una casa en la playa, para los veranos; otra a las afueras de la ciudad, para los fines de semana; y un piso en el centro de la ciudad, para su uso diario.  ¿Qué más podían desear? 

Pero su marido dudaba, todavía no tenía pagada la casa de la playa, ni los coches, ni en realidad el piso.  Iban a estar en el límite.  Pero qué límite más impresionante. Y entonces se presentaron en su despacho una pareja ya mayor, agricultores de toda la vida, que habían perdido a un hijo en un accidente de tráfico y querían que les llevase el caso. Y ella, con su habitual perspicacia, no tardó en comprender que era la oportunidad que estaba esperando para conseguir su sueño, bueno, su más reciente sueño, el maldito chalet. Y se cegó, era tan fuerte su deseo que no tuvo reparo alguno en utilizar todas las malas artes posibles, las que fueron necesarias para conseguir su objetivo, sin importarle los riesgos, absolutamente convencida de que, gracias a su demostrada sagacidad, esos riesgos eran mínimos, casi inexistentes.

No era un caso fácil, había dudas de quién era el culpable, versiones contradictorias, pero mucho dinero en juego, en el mejor de los casos podría conseguir trescientos de los grandes, quizá algo más, aunque también con riesgo de no conseguir nada si al final le echaban la culpa al hijo de los agricultores, o solo la mitad, si se decidía que había culpa de los dos, pues fue un desgraciado accidente en un cruce de avenidas, a las cinco de la madrugada, siendo evidente que uno de los coches se saltó un semáforo, pero sin que estuviera claro cuál de ellos, falleciendo en el acto los dos conductores, que además iban solos.  Pero ella tuvo claro desde el principio que tenía que ganar ese juicio, fuera como fuera, aunque tuviera que utilizar un testigo falso, que no sería la primera vez que lo hacía, pues en la batalla todo está permitido, menos perder. Y enseguida se dio cuenta que sería fácil engañarles, convencerles que sería una suerte conseguir ciento veinte mientras ella perseguía conseguir el máximo. Y se daba la circunstancia, aunque muy conveniente para ella, que se trataba de su único hijo, y además soltero, por lo que no tenían nietos, se habían quedado solos, y para ellos casi más importante que el dinero era que se demostrase que la culpa no había sido de su hijo, que su hijo no era el culpable de la muerte del otro. Así que no le fue difícil convencerles que sería un éxito conseguir esos ciento veinte, y demostrar su hijo era la víctima inocente.

Y como era mucho dinero el que conseguiría, si finalmente ganaba el juicio (casi doscientos de golpe), dinero que se ingresaría en la cuenta que tenía para el despacho, también ideó cómo sacarlo rápidamente de esa cuenta para no levantar sospechas a los del fisco.  Se lo transferiría a su cuñado, el cual se lo devolvería con cheques al portador.  A su hermana le explicó que era un favor que le pedía un cliente, porque si le ingresaba el dinero en su cuenta, el banco se lo quedaría por sus muchas deudas. Y su hermana, que la admiraba, que confiaba ciegamente en ella, no puso inconveniente, ni su cuñado, pues en definitiva también conseguirían una propina, para ellos muy sustancial. Y todo arreglado, un plan perfecto, sin flecos.

Tan perfecto que todo salió como lo había planeado, sin ningún margen de error.  La única inesperada dificultad fue el deseo de sus clientes de disponer de la sentencia, para poder mostrársela a sus amigos y vecinos, y demostrarles que su hijo no había sido el culpable, que no había sido responsable de una muerte. Pero ella lo resolvió sin problemas, una amiga le enseñó hacía unos años el truco, cómo había conseguida una fotocopia perfecta de su carnet de identidad pero con un año de nacimiento distinto, imposible de detectar.  Y ahora había más medios, así que le fue fácil facilitarles su “sentencia”, variando únicamente las cantidades que figuraban en la original.  Obviamente, estos agricultores, felices y contentos por lo conseguido, no iban a sospechar nunca nada sobre la sentencia que celosamente guardarían, así que simplemente no había riesgo. La compañía de seguros pagó al Juzgado, el Juzgado se lo ingresó en su cuenta del despacho, y ella les dio lo que esperaban, y todos contentos.

A su marido ya le había anticipado que si ganaba el pleito que estaba  llevando (no tenía que darle detalles, del trabajo solo hablaban generalidades) tendría unos sustanciosos ingresos que les serviría para conseguir el sueño de sus vidas, aunque siguieran necesitando la hipoteca. Y su marido había aceptado, confiando también plenamente en ella, pues la admiraba, estaba orgulloso de ella y de sus éxitos. Así que en cuanto supo que había ganado el pleito, ya no tuvieron dudas y formalizaron la compra del chalet, que afortunadamente, el empresario todavía no había conseguido vender.

Y así empezó una nueva vida para Marta, situada ya en la cúspide social de la ciudad. Lo que nunca pudo imaginar es que, en cuestión de meses terminaría desnuda en el patio trasero de un bar, fingiendo ser una prostituta, dejándose toquetear por un simple camarero mientras esperaba que la poseyera allí mismo el dueño del bar.  Y menos aún que, antes de exponerse desnuda en el patio trasero de un bar, a pleno luz del día, entregaría su cuerpo sucesivamente a hombres depravados que no dudaron en forzarla sin miramientos aprovechándose de su debilidad, de su desesperado deseo de proteger lo que siempre había soñado.  Y todavía menos aún pudo imaginar que fuera capaz incluso de seducir a una mujer, obligada por las circunstancias. No, cuando firmó la escritura de la casa de sus sueños estaba feliz y dichosa, convencida de que le esperaba un futuro espléndido, lleno de lujos y de felicidad. Pero nada más lejos de la realidad.

2

El despacho de Marta se encontraba en el centro de la ciudad, en la primera planta de un edificio antiguo, pero con solera. El portal ya era espectacular, con mármol y una alfombra roja que conducía a los ascensores, y con una gran cristalera a la derecha de la entrada.  A la izquierda se encontraba la recepción, similar a la de un hotel, con el portero siempre presente.

Ella era la única profesional que tenía allí despacho, el resto eran viviendas.  Quizá por eso, o quizá por alguna frustración interior, o sabe dios porqué, el caso es que el portero nunca congració con ella, de forma notoria y ostensible, aunque manteniendo las formas.  Ella era consciente de que en su carácter se había producido un cambio, que sin duda nunca había pisado tan firme como desde el momento en que empezó a comprender su propio éxito en la profesión, desde el momento en que su autoestima se disparó por causas objetivas.  Y ya antes supo que tenía que mostrar una gran seguridad en su profesión, dar una apariencia permanente de seriedad, mantener las distancias, mostrarse fría aunque cortés, intimidar en los juicios, intimidar a sus compañeros, y aún a los clientes, porque para ella la fachada era tan importante casi como los conocimientos. Y siendo mujer, y sin duda alguna atractiva, debía poner especial empeño en ofrecer una imagen de seriedad, que nadie pudiera pensar que utilizaba su atractivo para suplir su falta de conocimientos.  Y modulando su carácter, mostrándose en todo momento fría y distante, aunque amable y por supuesto, dedicándole horas y horas al despacho, para lo cual nunca le flaqueó el espíritu, había conseguido el respeto de sus clientes y, por fin, el éxito profesional.

Pues bien, esa modulación de su carácter había originado que convivieran en un mismo cuerpo dos “Martas” muy distintas: la familiar, la que se entregaba a  diario a su marido,  la que disfrutaba con sus amistades, y la profesional, en la que preponderaba un carácter seco y frío, aunque desplegando una cuidada y medida amabilidad cuando la situación lo requería, sobre todo con sus clientes.  Y ese carácter que utilizaba durante el trabajo, no atraía la simpatía de los “porteros”, ni de sus “vecinos” de edificio, que no gozaban de la cualidad de “clientes”.  Desde luego, ella se daba cuenta de que causaba antipatía en todos ellos, pues las miradas que se cruzaban y los fríos saludos que intercambiaban no dejaban lugar a dudas.  Pero el portero se permitía mirarle incluso con un cierto desprecio apenas disimulado, como si considerara que ella no era digna de pertenecer al “edificio”. 

De alguna forma, ella misma tenía esa maldita sensación de inferioridad cuando se cruzaba con sus vecinos, pues sentía que, pese a sus afeites y arreglos, pese al cuidado que ponía en sus vestidos, en todos los complementos; pese a todo ello, no podía ocultar su origen humilde, muy humilde, quizá tan humilde o más que el del propio portero, lo cual la malhumoraba siempre, y la predisponía contra todos ellos.  De hecho, era seguro que el portero había sido el primero en “reconocerla”, como a una de su mismo nivel, de su misma clase social, y por ello él nunca la dispensó el trato casi cariñoso con el que obsequiaba al resto de vecinos, especialmente a las señoras, con las que se mostraba con una exquisita amabilidad, lo cual chocaba con el trato escasamente cortés que mantenía con ella, dentro de la más absoluta frialdad.

Y por ello no pudo sorprenderle más que, de repente, un buen día, sin motivo alguno que explicara el cambio, al pasar delante de la portería y saludarle, como todas las mañanas, él respondiera diciéndole que “estaba muy guapa”, a lo que ella se limitó a contestar con un seco gracias, sin detenerse ni mirarle un segundo. Al día siguiente, otro piropo, y al siguiente, un comentario sobre su falda (¡le sienta estupendamente esa falda, Señora!) que todavía le sorprendió más. Pero su sorpresa derivó en furia cuando, ese mismo día, cuando bajó para ir al Juzgado, ya le hizo un comentario de lo más grosero, inadmisible, que no pudo dejar pasar:  

-       ¡Qué buena estás, abogada¡ ¡Menudo polvo te echaba!

Se paró en seco, se dirigió hacia él furiosa y le propinó una sonora bofetada.

-       ¡Pero qué te has creído, imbécil! ¡Esto no va a quedar así!. ¡Hablaré con el Presidente de la Comunidad para que te echen! ¡Esto es  intolerable¡

-       Menuda hostia, joder (se pasaba la mano por la mejilla dolorida), espero que seas igual de fiera en la cama, no espero otra cosa de ti.

-       ¡Es que te has vuelto loco! ¡Ahora mismo me voy a hablar con el Presidente¡

Y se giró para salir rápidamente a la calle, decidida a hablar con el Presidente, que  era director de la oficina de un banco que estaba muy cerca de allí. Pero no dio dos pasos cuando no tuvo más remedio que frenar en seco, horrorizada por lo que acaba de oír.

           

-       Vale, pues yo mientras hablaré con los abueletes, y les cuento lo zorra que eres.

Era evidente que se refería a ellos, a sus clientes, no tuvo ninguna duda, y desde ese mismo instante supo que él sabía que los había engañado, no tenía otra explicación su comportamiento descarado y grosero, y su mención de que hablaría con ellos. Lo sabía, él lo sabía, solo que no podía creérselo, era imposible que lo supiera, imposible. Pero lo sabía. Y aunque intentó mantener la calma, era indudable que el hecho mismo de que se parara en seco al oír el comentario la delataba. Si no tuviera nada que ocultar habría seguido su camino, y no se habría parado para regresar junto a él.

-       Oye, ni se te ocurra molestarlos, esos abueletes como los llamas no pueden estar más contentos conmigo, han pasado un calvario con lo de su hijo y ahora por fin han conseguido lo que querían, que se limpiara el buen nombre de su hijo, de su único hijo, y se lo he conseguido yo, así que será mejor que los dejes en paz.  Pero lo que sí te digo es que como no te excuses ahora mismo hablo con el Presidente (pretendió hablar con firmeza, intentando aparentar que no le preocupaba esa llamada, que lo único que quería era que los dejase en paz, pero era evidente que la mención de los abueletes la había frenado en seco, y por algo sería)..

-       ¿Disculparme? No me jodas, la que tienes que disculparte eres tú, zorra. Y puedes dar las gracias a ese cuerpazo que tienes, estás para comerte enterita, sino ya habría hablado con ellos, y sabes muy bien de qué.  

Marta no salía de su asombro, era evidente que la había descubierto, aunque no podía imaginar cómo, pues todo lo había hecho ella sola, nadie podía saber nada. Pero el hecho es que, si los llamaba, estaba perdida, completamente perdida, pues entonces sería muy fácil descubrir el engaño, tan fácil como llamar al Juzgado. No podía permitirlo, pero tampoco podía mostrarle su miedo, tenía que intentar mostrar indiferencia por esa llamada, por más que ya se había delatado.

-       Pedro, hablemos claro de una vez, no sé qué puñetas se te ha metido en la cabeza, no sé quién te ha podido contar tonterías, pero puedes estar seguro de que yo no tengo nada que ocultar ni en relación con los “abueletes”, como tú los llamas, ni con nadie. Claro que me jodería mucho que los llamases (no pudo evitar el exabrupto, su educación no era exquisita, y en esos momentos no estaba para controlar su vocabulario), que le calientes la cabeza con tonterías, los abogados vivimos de la confianza de nuestros clientes, y de sus recomendaciones, y desde luego prefiero que no los llames. Así que, estoy dispuesta a olvidarlo todo, pero siempre que me asegures que nos los vas a molestar. No me parece justo que los molestes después de lo que han pasado.

-       Bueno, quizá tengas razón, sí, tienes mucha razón, no los llamaré (por un momento ella se hizo la ilusión de que lo había convencido, pero por su expresión era evidente que aquello no podía ser tan fácil, su sonrisa hiriente y su mirada desafiante lo delataba)

-       Pues… me alegro que entres en razón… yo me olvidaré también de lo sucedido, ¿vale?

-       Olvidar no te vas a olvidar. Lo que haré será llamar a un amigo poli que tengo, le será muy fácil averiguar lo que has hecho con esos pobres abueletes.

Quedó petrificada, casi con la boca abierta. Si ya estaba horrorizada pensando en que podía hablar con sus clientes, semejante amenaza la terminó de hundir. ¡A la policía! Ni por un segundo había pensado en eso, la idea de que lo que estaba haciendo tenía pena de cárcel ni se le pasó por la cabeza, estuvo siempre convencida de que era imposible que la descubrieran.

-       Pedro, no me hagas esto, si me denuncias me metes en un lío, como comprenderás es lo peor que me puede pasar.  Pero te aseguro que tú también te vas a meter en un lio, la denuncia falsa es un delito.  Creo que deberíamos hablar de esto tranquilamente, si quieres al mediodía nos vemos en mi despacho y lo aclaramos todo. Al final los dos perderemos.

Era su última bala, quizá el solo tenía sospechas, alguien le habría contado algo, no podía creer que lo supiera todo.  Pero desgraciadamente no se hacía ya ninguna ilusión. Estaba en sus manos.

-       Mira, no perdamos el tiempo, sabes muy bien de qué estamos hablando. Si quieres arreglar esto, vente mañana bien sexy, con uno de esos trajes sastre que tienes, con la falda cortita, una blusa blanca, y sin sostén. Bien sexy. Y te quiero aquí a las diez en punto. Si cumples con todo lo dicho, iremos a tu despacho, hablaremos de lo que quieras mientras me haces un striptease espectacular, estoy deseando verte en bolas, y luego echamos un polvo, allí mismo. Que no quieres eso, pues ya sabes, llamo a mi amigo el poli y le cuento todos tus tejemanejes, y por supuesto, el dinero que le has birlado.

Era difícil encajar eso, era difícil responder, y era difícil disimular el miedo intenso que la iba invadiendo.  Se sentía acorralada, al borde de un precipicio, y no veía solución.  Hizo un último intento de aparentar una cierta firmeza, pero ya no podía pretender ser convincente.

-       Pedro, yo no he birlado dinero a los abueletes, y desde luego tampoco me conviene que hables con la policía, al final mi reputación se pondría en duda y eso me hace daño. Estoy dispuesta a darte algo de dinero si quieres, seguramente en el despacho tendré diez o quince, siempre tengo dinero en la caja fuerte. Lo arreglamos ahora mismo si quieres.

Era su última esperanza, si el olor del dinero no lo convencía no tenía ya nada que hacer, más que resignarse a su destino.

-       No te quieres enterar, joder. Ven mañana a la hora que te he dicho y con la ropa que te he dicho, y sin sostén. Si no apareces a esa hora, o si no apareces con esa ropa, hablaré con mi amigo. Y ya le explicarás a la policía ese rollo. Y no hay más que hablar.

El portero se dio la vuelta y entró en la habitación que tenía detrás de la portería. Así que ella se quedó allí, incrédula por lo sucedido, asustada, sabiendo que ya que su vida, su futuro, dependía de aquel hombre cruel y despiadado que le acaba de dar la espalda. Y todavía tardó unos segundos en darse cuenta que estaba sola en el portal, mirando como una boba la puerta por la que había desaparecido aquel hombre, y entonces salió por fin de allí.   Al mediodía no se atrevió a ir a su casa, comió sola en un restaurante de un centro comercial, aturdida por los acontecimientos.  Era evidente que sabía lo que había hecho, sabía que los había engañado, aunque seguía sin imaginar cómo lo había averiguado. Y lo de menos es que tuviera las dos sentencias, (¿cómo iba a tenerlas? era imposible), porque sería muy fácil comprobar el engaño. Ella dio por hecho que nunca nadie se enteraría, pero a la más mínima sospecha la investigación no podía ser más fácil. 

¿Y qué podía hacer ella? Lo que él pretendía era evidente, sexo y dinero (seguro que no se conformaría con sexo, de eso estaba segura). Pero la sola idea de tener que mantener relaciones sexuales con aquel hombre la repugnaba, no podía imaginarlo. Ciertamente, ella no era ninguna mojigata, nunca la había asustado o avergonzado el sexo.  De hecho, había explotado su físico cuando había sido necesario, y en alguna ocasión había mantenido relaciones sexuales por conveniencia, sin desearlo realmente, aunque de forma voluntaria. Con su marido fue muy distinto, lo había atrapado desplegando todas sus artes amatorias, toda su sensualidad, pero en ese caso lo había deseado desde el primer momento, la conveniencia y el deseo fueron de la mano. Y lo seguía deseando.

Pero ahora no se trataba de mantener una esporádica relación sexual buscada por ella misma para conseguir un resultado positivo en una asignatura aburrida o incordiante, o para facilitarse el camino de acceso a una pandilla de amigos de alto nivel adquisitivo, que además, se contaban con los dedos de una mano, sino someterse a los caprichos sexuales del portero del edificio en el que tenía su despacho, un ser ruin y miserable, pero que ahora manejaba sus hilos, disponía de su futuro.  No dejaba de ser algo parecido, sí, porque ahora ese hombrecillo insignificante era para ella un ser poderoso, nada menos que con el poder de decidir sobre su libertad o su prisión, pues ella era consciente que cualquier mínima investigación que se realizase por la policía, o por un juez, pondría en evidencia absolutamente la estafa que había hecho a esos agricultores, aunque para ella no lo era, seguía convencida de que ningún mal les había hecho, todo lo contrario, consiguieron gracias a ello lo que más anhelaban, que no era el dinero. Y verdaderamente no podía imaginar lo que había fallado, cuál había sido su error.  

Y lo peor era que no podía desahogarse con nadie, no podía pedir opinión a nadie, ni con su hermana, ni por supuesto con su madre, ni menos aún con su marido. No encontraba solución, y era muy consciente de que no podía arriesgarse a que él la denunciara a la policía. Y aunque le resultase humillante, no tuvo otra opción que seguir sus instrucciones. Así que, al día siguiente, se vistió según lo ordenado por el portero, con un traje sastre color gris claro, con una camisa blanca, una falda corta, aunque sin llegar a ser minifalda, y medias transparentes. Y lo peor fue tener que prescindir del sostén, aunque sus pechos no eran especialmente voluminosos, eran lo suficientemente llamativos para destacar cuando se movían con libertad.  La chaqueta la protegía mientras la tuviera abrochada, pero no podía estar todo el día con la chaqueta abrochada.   Mientras se miraba al espejo, orgullosa de su cuerpo, sintiéndose atractiva (y para ella sentirse atractiva era tan fundamental como respirar), no quería ni imaginar que, quizá en cuestión de horas, tuviera que quitarse toda la ropa que se acababa de poner, y delante de ese miserable.