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Mis días siendo forzado: Capítulo 8 (1 de 6)

en No Consentido

La serie de relatos comienza en el «Prólogo»:

<http://www.todorelatos.com/relato/134553/>

Si queréis echar un vistazo a otras cosas mías, consultad mis dos perfiles de autor:

<https://www.todorelatos.com/perfil/1426841/> [PeterSolomon]

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Quisiera agradecer a todos los que han estado comentando (y también con la ayuda de archive.org a aquellos que lo hicieron en las versiones anteriores), espero que vuelvan a continuar haciéndolo. Por estricto orden de número de usuario: Mauro (id: 3967); Ana Karen (id: 4719); Moonlight (id: 4900); Paola (id: 30314); iceman (id: 84590); Malkavian (id: 93554); anferrer (id: 162581); THECROW (id: 170590); iaur (id: 250931); gin79 (id: 264875); crespodga (id: 574465); Myshella (id: 698319); Ikmartinyo (id: 724630); HombreFX (id: 853437); raymundo (id: 878587); mamonaviciosa (id 1011343); Fantasy (id: 1025294); zantana1 (id: 1047770); alfonso (id: 1253007) ¡resulta que sí me comentaste! Ajax21 (id: 1255369); run214 (id: 1364971); karla (id: 1387385); RamboCORAZÓN (id: 1392561); Longino (id: 1407213); El Negro Juan (id: 1415623); ioelmejor69 (id: 1426449); Un lector (id: 1435699); Argo (id: 1438763); Sigrid (id: 1439821); flecter (id: 1447386); agueybana (id: 1452500); Jesuskas (id: 1453808), jlnc (id: 1454009) y TebiJ (id: 1455582). Creo que no me dejado a nadie, ¿no?

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CAPÍTULO 8: Rules of engagement (1 de 6)

Jueves, 3 de junio – Viernes, 4 de junio

Mike no había disfrutado tanto viendo un partido de LosAngelesLakers desde hacía muchísimos años. Durante los dos primeros cuartos mantuvieron a raya la ventaja de puntos que lograron arrebatarles duramente a los Celtics.

Cada vez que el equipo de la Costa Este se acercaba peligrosamente a igualar el marcador, Bryant, Gasol y los demás jugadores, contraatacaban con mucho empeño y ganaban más puntos ya fuera con tiros libres imposibles, rebotes in extremis o lo que hiciera falta. Pero no fue hasta casi el final del segundo cuarto que lograron sacarles una ventaja de 11 tantos sobre el marcador y el entrenador de los Boston Celtics pidió tiempo muerto para reconsiderar seriamente la estrategia a seguir.

Vic abucheó de manera muy ostensible al entrenador de los Lakers cuando sacó de la cancha de juego a Bryant y colocó en su puesto a Walton (si bien fue una decisión que Mike consideró acertada). Gasol y Bryum aún estaban frescos y mantuvieron el vertiginoso ritmo durante los últimos minutos para sostener el marcador con esa ventaja táctica. Pero Rondo les ensombreció un poco la paliza que les estaban dando a los Celtics, clavando un tiro en las últimas décimas de segundo y dejando el final del segundo cuarto con un 41-50 más que merecidamente justo.

La última vez que había asistido a un partido de los Lakers, en vivo y en directo, fue antes del 11-S, junto con su hermano mayor, y para colmo ese día perdieron ante los Sixers. Siempre se había llevado bien con Ian desde pequeños (aunque nunca soportó el modo en que él se plegaba ante la voluntad de su padre) y mantuvieron el contacto todo cuanto pudieron después de que Mike se emancipara y abandonara la casa familiar. Pero, para Mike, el “General” había perdido totalmente su respeto el día que su madre murió. Muy lejanas quedaban ya las escasas ocasiones que habían acudido toda la familia reunida a ver los partidos de Ian del instituto.

Megan nunca había sido una apasionada del baloncesto y se veían muy esporádicamente, en fechas relevantes como Acción de Gracias o Navidades, desde que se había mudado a New York. Ella trabajaba en el mundo de la moda como relaciones públicas en las pasarelas de los grandes diseñadores y no tenía tiempo para Mike. En ocasiones le costaba creer a cualquiera que fueran hermanos, entre que no se parecían en nada físicamente y lo desapegada que Megan se había vuelto de mayor hacia él.

Así pues Mike se conformó, tras la muerte de Ian, con ver los resúmenes de los partidos en los noticieros y, durante un largo tiempo hasta que conoció a Vic, dejó de seguir los resultados de su equipo favorito con tanto afán, como en ese momento.

Mike casi podía olvidar todos los problemas que le habían disgustado durante la semana, incluso llegó a evadirse del hecho de que llevaba puesto ropa interior de mujer y un denigrante tampón alojado todavía en el recto. Pero él no podía saber cuáles otros ojos estaban pendientes de aquel partido, aparte de los de Linda, ni tampoco podía llegar a imaginar lo que se le venía encima por lo que acontecería esa noche.

* * * * *

«Voy a perder veinte pavos». Se dijo el inspector de narcóticos dando otro toquecito a la pantalla de la tele portátil para que la retransmisión se volviera a ver correctamente, aunque no le sucedía nada raro a la imagen. Por mucho que martilleara el costado del aparato, como un pájaro carpintero el tronco de un árbol, no alteraría el resultado del marcador que a cada minuto ensanchaba la diferencia de puntos entre los dos equipos.

Fergusson veía el partido sumido en el silencio y la soledad de la oficina, con el volumen a cero debido a que le había tocado el turno del teléfono de chivatazos. Desde el asesinato de Manuel Vázquez no le habían asignado nada más que tareas burocráticas y ya se estaba hartando de escuchar a sus espaldas cuchicheos o de que cada vez que entraba en un lugar le recibieran con miradas mal disimuladas y súbitos ataques de afonía.

Pero el inspector no estaba realmente molesto por su trivial apuesta deportiva, ni porque la banda de Ramírez hubiera vuelto a actuar brutalmente con esa ejecución. Ni tampoco porque fuera un paria, dado que había dejado patente a sus compañeros que había una fuga de información dentro del cuerpo de policía.

Su verdadera preocupación era otra consecuencia inesperada de ese crimen.

«¿Y si me ha vuelto a mentir esa cara de rata?», pensó vertiendo toda su ira y sus inquietudes contra el diminuto televisor, aporreándolo sin contemplaciones.

¿Otra vez has apostado contra los Lakers, inspector? —oyó de improviso preguntar a sus espaldas a la inspectora Duncan, uno de los escasos policías que todavía le hablaban. El tonillo de su voz, a medias un reproche irreverente, a medias un ocurrente sarcasmo, era el típico acento que añoraba de lo más profundo de New York.

Me pudo el orgullo de la Costa Este —respondió Fergusson girando levemente el rostro a la recién llegada a modo de desabrido saludo de bienvenida. Su carácter, un tanto arisco, solía traer de cabeza a sus políticamente correctos colegas angelinos desde que él había pedido el trasladado. No sucedía así con la inspectora de robos y homicidios Cheryl Duncan, una cara conocida de su carrera en la policía de Queens.

Aunque Paul Fergusson hubiera preferido reencontrarse en este lado del país con cualquier otro rostro. No es que su relación fuera más allá de un par de encuentros fortuitos en reuniones, ceremonias, funerales y demás formalidades anónimas en las cuales solo habían intercambiado unas contadas palabras. Ambos emigraron por diferentes causas y las suyas estaban relacionadas con una joven agente (ambiciosa, hermosa y sin escrúpulos) que le costó su matrimonio y que se daba un cierto aire a la inspectora.

¿Qué te trae por aquí? —inquirió fingiendo indiferencia y dándole la espalda, para no fijarse más de lo necesario en cómo Duncan se despojaba de su blazer (debido a que el aire acondicionado se había escacharrado por enésima vez) y lo dejaba en el respaldo de una de las muchas sillas giratorias desperdigadas, revelando su fibrosa figura moldeada a base de machacarse durante horas en el gimnasio de la central.

Acabo de venir de un incendio en un fumadero de crack, una verdadera ruina de pruebas chamuscadas —explicó con un resoplido de tedio que hizo revolverse los rizos que se le habían pegado a la cara y a continuación, tirándose perezosamente en el asiento que había enfrente del inspector Fergusson, dijo—. Así que, hasta que los analistas del departamento de bomberos dictaminen qué dejó a esos yonquis tan crujientes y asados como un cubo del KFC, tengo unas cuantas horas libres —añadió cerrando los párpados henchidos y reclinándose en el respaldo, como si tuviera intención de echarse una siesta ahí mismo. Era una imagen que podía llegar a considerarse muy sugerente y sensual, pero en la cual Paul procuró no prestar atención.

¿Y has decidido hacer una visita para informarnos en primicia de los detalles truculentos? —exclamó él evitando esbozar una risita y tomárselo a broma.

Nunca se sentía a gusto con el humor negro del departamento de homicidios (y a menudo pensaba que debía de ser un obligación para ingresar en él o acaso la deformación profesional del morboso oficio) pero, por fortuna, la forma de hablar de ella logró disipar sus frustraciones, su libido y de paso todos los demás tipos de apetito.

No, no, Snyder y Alvarado ya están con tu capitán en el lugar de los sucesos, organizándolo todo —Duncan empezó a revolver unos papeles de su abultado portafolios y el ruido hizo que él por fin despegase los ojos de la pantalla con una pizca de curiosidad—. Me preguntaba si no te importaría echarle un vistazo a esto por mí. —Le enseñó una hoja de papel delante suyo, que Fergusson no se molestó en tocar.

El tiempo que empleó en examinarla apenas pudo considerarse como “vistazo”, cuando volvió a observar a la inspectora Duncan a los ojos, puso su más inexpresiva cara de póquer. El documento estaba en blanco, excepto por unas escuetas líneas de texto al final que parecían indicar de manera incompleta una dirección de correo. El código postal no era de California y le bastó saber eso para no hacer más preguntas.

«Esto no puede traer nada bueno». Paul tenía el presentimiento de que siempre se metía en líos cuando se encontraba fuera del horario laboral y sin testigos de alguna conversación comprometedora.

Primero, en New York, con una de sus subordinadas, después en esa misma oficina cuando fichó como soplón a ese cretino antes de que lo metieran en una celda y ahora lo-que-demonios-fuera en lo que quería implicarle Cheryl Duncan.

Te escucho —exclamó de manera completamente neutra, dejando claro que la pelota estaba en su tejado pero que no tenía mucho interés en ir a recogerla.

La inspectora arrugó brevemente el ceño al notar que Fergusson no había picado ante un ardid tan sencillo. Ambos estaban acostumbrados a realizar interrogatorios y aunque sus sospechosos habituales eran de perfiles muy diferentes (traficantes y asesinos podían parecer de la misma calaña, pero se les presionaba de distinta manera), se conocían todas las estrategias del manual.

Lo he encontrado como parte de un informe de balística, cuando revisaba la base de datos, en uno de los casos que tengo abiertos —comenzó a decir Duncan de mala gana tras un tenso minuto—. Al principio creí que podía ser un error de la impresora…

Pero no lo es —atajó él, para que no se dispersara, ni buscara excusas. La inspectora negó apáticamente con la cabeza y luego dejó caer los hombros, capitulando.

¡Ah, vale! ¡Te lo diré! —estalló Duncan al ver que se chocaba contra un muro y no sabía cómo seguir con ese paripé—. Me han asignado el caso de tu asesinato, la rata que recibió un disparo entre ceja y ceja —añadió de prisa y corriendo al ver una breve señal de confusión por el desatinado juego de palabras que había empleado.

Fergusson sufrió una sacudida y sintió como si hubiera resbalado un peldaño de escalera mientras corría a toda velocidad. Su corazón se saltó un latido a destiempo por la súbita irrupción de adrenalina en su torrente sanguíneo al ser consciente de la oportunidad que se le abría inesperada y peligrosamente ante sus ojos.

La duda que le había estado corroyendo durante esos días, era que no sabía nada de la víctima que su verdadero chivato le indicó, sólo la información que había podido escamotear de parte de asuntos internos. Podía tratarse de un desdichado inocente que escogió al azar, un tipo al que le debía mucha pasta o realmente se trataba de un sicario a sueldo con una larga lista de muertos a sus espaldas.

Creo que no deberíamos… —empezó a decir el inspector tras unos tensos segundos en los que dudó entre hacer lo correcto y transgredir aún más las normas.

¡Venga ya, Paul! —protestó impetuosamente, saltándose las formalidades—. No es la primera vez que compartimos información de manera oficiosa de un caso.

Sacó otro documento de la pila compactada de celulosa que llevaba colgada del hombro, antes de que él pudiera llegar a frenarla, y arrimó ágilmente la silla con un empujoncito de los tobillos. A él le golpeó, como un ariete a la carga, la fragancia a Vicks VapoRub, que Duncan se aplicaba en el labio superior de su boca para engañar al olfato cuando visitaba un escenario particularmente pestilente, entremezclada con el tufillo a hollín del incendio y su almizcleña transpiración de la jornada laboral, logrando que esa mezcolanza de notas discordantes le atrapase sin remedio.

Mi investigación del arma ha alcanzado un maldito callejón sin salida y ya no sé a quién más recurrir —comentó desalentada mientras releía el informe del caso en voz alta, como para sí misma. O al menos, en teoría, para sí misma—. No encontramos el casquillo, pero la bala de nueve milímetros parabellum pudo ser extraída en buenas condiciones de la base del cráneo y el examen preliminar de la chaqueta metálica indicaba que había sido disparada por un cañón poligo… blablablá —se impacientó y pasó con rapidez las numerosas páginas, ante tanta palabrería técnica—. En definitiva, parece que se trataba de una de tantas Glock que pululan por ahí.

«¡Como no!», convino Fergusson con ella al ver el gesto de fastidio de su rostro. Era una de las armas más comunes entre pandilleros y criminales, no porque hubiese todavía algunos que creían el falso mito de que no se podía encontrar con los detectores de metales. Sino porque tenía más balas en el cargador que otras pistolas semiautomáticas similares y carecía virtualmente de un seguro de disparo en su diseño.

Por lo que era la elección preferida de aquellos imbéciles que no tenían bastantes neuronas en el cerebro para hacer algo más complicado que apuntar y disparar. Que la policía de Los Ángeles, y los departamentos de otras grandes ciudades, la hubieran añadido a su inventario muy recientemente, era para muchos agentes un síntoma de que los requerimientos de entrenamiento se habían vuelto más laxos y preocupantes.

Lo que hace interesante a esta pistolita es que hace tiempo que perdió la virginidad. —Duncan solía expresarse muy a menudo de ese modo chabacano y sórdido, para hacerse notar estando rodeada de hombres.

¿Se ha usado en otros delitos? —preguntó el inspector, más que nada para frenar un poco su progresiva celeridad que porque no hubiera entendido que se trataba de un arma sucia que había cambiado varias veces de manos.

Doce muertes, sin incluir a Manuel Vázquez, por supuesto —exclamó la inspectora de homicidios con una sonrisa que se extendía de oreja a oreja, al hallar una brecha en su muro y logrado que enunciara una pregunta directa—. Distintas marcas de munición cada vez y distinto modus operandi. A veces no se llevan los casquillos consigo, otras vacían el cargador al completo como si tratase de un tiroteo de las viejas películas de western. También hay actos de violencia fortuita: chapuceros atracos a mano armada que terminan de la peor manera posible. O ejecuciones en plan profesional como el de tu confidente —Al llegar a ese punto de su discurso ella hizo una breve parada para tomar aliento y ver cómo se lo estaba tomando Fergusson—. Lo único que relaciona todos estos casos es el arma y el hecho de que entre cada uno de los delitos hay varios meses de diferencia y muchos kilómetros de distancia.

Se hizo el silencio entre los dos, sin que nada de lo que normalmente lo quebrase pudiera hacerlo, ni la tele portátil, ni el aire acondicionado, ni el timbre del teléfono.

A la espera de que el inspector se pronunciase de una vez por todas.

No sé en qué crees que te puedo ayudar con tu caso —dijo con claridad, aunque ya tenía una ligera idea de qué era el documento casi en blanco y de sus intenciones.

¡Ah, bueno! ¡No esperaba ponerte a punto con tan poca cosa! —respondió la inspectora Duncan con una sonrisa un tanto descarada, volviendo a bucear en la pila que se asemejaba a un listín telefónico.

«¿No hace un poco de calor por aquí?», pensó sofocado Fergusson, sintiendo bochorno a pesar de que ya se había aflojado la corbata y quitado la chaqueta. Quiso decir alguna excusa para dar por acabada la conversación, pero su garganta se resintió, inesperadamente seca, y tuvo que echar mano de los posos al fondo de un vaso de café.

Eso no eran más que los preliminares —exclamó triunfante, arrojándole prácticamente a la cara, un archivador lleno de papeles—. Antes de que digas rotundamente ‘no’, échale un vistazo a este doble asesinato en un pueblecito llamado Clovis. En Nuevo México, no el Clovis que hay al norte del estado.

Fergusson comprobó aliviado que, por deferencia hacia él, extrajo de los clips los duplicados de las fotos de los cadáveres realizadas en el escenario del crimen: Dos coyotes muertos a tiros casi dos semanas antes; múltiples orificios de entrada y salida en cuello, torso y abdomen según se indicaba con una pulcra letra en el croquis del patólogo forense; óbito causado por shock hipovolémico; ausencia de tóxicos, alcohol u otras drogas recientes en su organismo, tal y como indicaba la analítica. Sin embargo, los dos fallecidos eran consumidores habituales de todo lo que conocía el inspector. Era probablemente un ajuste de cuentas venido a menos.

Nada esclarecedor, ni remotamente interesante, siquiera.

Siguió pasando páginas hasta que dio con un retrato robot del sospechoso principal conseguido a través de la declaración de un testigo, y tuvo que arquear las cejas de sorpresa. Duncan había grapado en un borde la fotografía ampliada, obtenida de la licencia de conducir de Puerto Rico, para que no se perdiera detalle de su indiscutible parecido.

Tu rata muerta. Oficialmente el informante HJ377, llamado Manuel Vázquez.

¿Él se cargó a dos tipos en Nuevo México? ¡¿CÓMO COÑO…?! —carraspeó ligeramente y se contuvo al haber alzado excesivamente la voz y el tono. Se restregó la mano por los labios y la barbilla en un gesto nervioso y se incorporó aun más en la silla.

La cabeza parecía que le iba a dar vueltas sin comprender qué estaba pasando.

No te tortures tanto, Fergusson. Las ratas son ratas porque siempre se rodean de mierda —intentó serenarle ella, malinterpretando su desasosiego y creyendo que era la primera noticia que tenía. Pero ese esperpento ya le había dicho que era el nuevo sicario de Ricardo Ramírez—. A todos nos ha pasado alguna vez algo así con un soplón.

«No, ni por asomo. ¡Yo estoy rodeado de mierda!», se lamentó el inspector.

¿Cómo has dado con esto…? ¿Cómo has vinculado a mi fuente, con estos dos muertos de otro estado?

Ya te lo he dicho, siguiendo el hilo del caso a través del arma del crimen.

Fergusson tardó exactamente tres segundos de reloj en conectar los puntos y soltó un ronco gemido de incredulidad antes de poder hablar. Con toda razón Duncan había llegado lejos en su carrera en tan poco tiempo. Cuando se metía a investigar en un caso era como un perro con un hueso, no cejaba hasta que lo dejaba totalmente mondado.

¿Crees que él usó la misma arma? —tanteó, más intrigado que preocupado.

No, no es que lo crea, lo sé —sentenció de manera enérgica Duncan—. El lunes actualizaron la ficha de balística con los datos del doble asesinato porque van un poco lentos con su equipo forense. Las mismas estrías del cañón y del percutor en los casquillos, en unas balas de tipo + P +. Así que envié la foto de tu informador a la oficina del sheriff del condado mediante fax y hablé con ellos por teléfono, al revisar el expediente. Ayer, por fin, recibí la confirmación de su testigo ocular. Caso cerrado.

No el tuyo —bromeó sin cortapisas el inspector. Duncan dejó caer los hombros, derrengada una vez más—. A tu capitán no le debe de entusiasmar que vuelvas a sumar miembros a tu club de fans, mientras desatiendes las obligaciones que te han asignado.

Cheryl cerró compungidamente los labios en una finísima línea (tensa como el corte de una navaja) confiriendo a los rasgos de su rostro una impresión más cuadriculada que de costumbre. Tenía las cejas espesas y rectas, aunque depiladas. Y el mentón, proyectado hacia ambos lados, siempre le había resultado poco femenino. Pero ese gesto, crispado y malhumorado, provocaba la ilusión de que su perfil se podía reconstruir a escuadra y cartabón. A excepción de la maraña de pelo, rizado sin orden ni concierto a su alrededor, que parecía un nido de pájaro en construcción a su alrededor.

Nadie tiene porqué saber todavía que dos ayudantes del sheriff deben estar machacándoselas con mi foto de novata, por darles el caso resuelto y envuelto para regalo.

Paul se dio un sutil toque en el puente de la nariz, como señal de complicidad.

* * * * *

 

Si Bernice Bledsoe hubiera alzado tan sólo un segundo la mirada de su móvil mientras estaba a la espera de un taxi en la planta de United Club de la terminal 7 del aeropuerto, se habría llevado una morrocotuda sorpresa al reconocer en la televisión de plasma del bar a dos de sus empleados como parte del público asistente en el encuentro deportivo.

Sin embargo, la conversación de los comentaristas sobre el partido de baloncesto era para ella un galimatías incomprensible y anodino que no requería su atención. En su lugar, ponía al día las citas de la agenda intentando hacer malabares con las horas y encontrar un hueco para poder asistir a la graduación de su hijo a finales del mes.

El viaje a New York había sido tan previsiblemente frustrante, como forzoso. La cita con los directivos de Imagine Factory en Madison Avenue fue una trampa. Otra vez habían intentando convencerla de que vendiese su empresa, en esta ocasión mediante una supuesta fusión comercial muy provechosa, como casi quince años antes. Si los neoyorquinos perdieron su oportunidad aquella vez, fue por exceso de avaricia y por menospreciarla. Suponiendo que una recién divorciada (cuyo mérito más señalado había sido ganar el cuarto puesto de Miss Virginia) jamás se haría cargo de una agencia, que hacía aguas por todos lados, como Emmerich & Covington Advertising.

Pero después de pasar meses y meses de litigios para conseguir unas migajas de la fortuna de su ex-marido, había comprendido que en adelante no necesitaba dinero, sino una fuente para hacer dinero. Por aquel entonces era lo bastante joven, atractiva y lo suficientemente atrevida para cazar a otro multimillonario, pero remolcar con la custodia de sus hijos a cuestas echaba atrás a cualquier pretendiente. Además de que ya había salido demasiado escaldada de caprichosos ricachones que la querían exponer como una vulgar esposa-trofeo.

Su total desconocimiento del funcionamiento de una empresa, jugó a su favor de manera absurdamente próspera. Gracias a que los socios de su ex-marido retiraron su dinero (y abandonaron sus asientos en el consejo directivo), Bernice pudo tomar todas las decisiones que se le antojasen sin una verdadera oposición.

Así que cuando examinó, como bien pudo, las cuentas de la empresa y preguntó al anterior Director de Contabilidad porqué había una diferencia de salario del 23% entre el personal masculino y el femenino. Y éste le objetó que aquella era la «política convencional en todos los negocios» y que era mejor que confiara esa responsabilidad en alguien más «competente y adecuado, como él». Ella le tomó la palabra, puenteó por encima suyo, y habló directamente con el personal de Departamento de Contabilidad para que estimaran el desgaste que le ocasionaría a E&C echar a patadas al Director (por incumplimiento de contrato), poner a otro en su lugar y el reajuste salarial que tenía en mente para ese ejercicio fiscal.

Su mote de “Reina de Hielo” (que le enorgullecía en secreto) se lo ganó a pulso ese mismo día. Pues bajó de sopetón el buen humor que se respiraba en la oficina con el cambio de situación, cuando en la reunión de toda la plantilla al terminar la jornada, dijo que cualquiera, sin distinción, que no rindiera adecuadamente a sus expectativas o que ninguneara sus decisiones seguiría el mismo camino.

«Tan sólo se necesita una jugosa zanahoria y un palo que dé bien fuerte», pensó con ironía que todo lo aprendido con los juegos de su ex-marido, podía tener muchas aplicaciones fuera de la cama. Que Bledsoe acabase por aquel ridículo rifirrafe con un puesto en la Agrupación de Mujeres Empresarias, de la Cámara de Comercio de Los Ángeles, fue una inesperada y agradable consecuencia.

La financiación que la salvó de la ruina la obtuvo sin tener que recurrir a bajarse las bragas, en ninguno de los sentidos de la frase. Acudió a todos los que habían sido perjudicados, de una manera u otra, debido a su ex-marido con una oferta irresistible: Poder mojarle en la oreja a ese cabrón, a cambio de una pequeña participación.

La lista era larga, pero que muy la…

«Shit!», maldijo para sus adentros cuando terminó de reordenar la agenda.

Miró por el rabillo del ojo y soltó un resoplido al comprobar que seguía sentado en la barra del bar. Bernice no había contado con la posibilidad de que tardaría tanto en salir del aeropuerto. Ya no sabía qué excusas inventarse para ignorarle, abrió una vez más el maletín que había facturado como equipaje de mano en busca de algo que distrajera su atención cinco minutos más.

Continuará...

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Notas de traducción:

Sixers: diminutivo de los Philadelphia 76ers (léase Seventy sixers).

KFC: siglas de Kentucky Fried Chicken, una conocida cadena de freidurías de pollo y restaurantes de comida rápida de Estados Unidos.

Vicks VapoRub: marca comercial de un ungüento a base de mentol y eucalipto creado para aliviar la congestión nasal y demás síntomas de la gripe y el resfriado.

Coyote: en español, se denomina así a los delincuentes que se encargan de llevar a otro país de manera ilegal a personas a cambio de dinero u otros tipos de extorsión.

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Disclaimer: Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, marcas registradas, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.

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¡Hasta que nos leamos y más allá!