miprimita.com

Mis días siendo forzado: Capítulo 8 (3 de 6)

en Dominación

La serie de relatos comienza en el «Prólogo»:

<https://www.todorelatos.com/relato/134553/>

Si queréis echar un vistazo a otras cosas mías, consultad mis dos fichas de autor:

<https://www.todorelatos.com/perfil/1426841/> [PeterSolomon, ¿bloqueada por inactividad?]

<https://www.todorelatos.com/perfil/1456704/> [PeterSolomon2, mi cuenta actual]

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

CAPÍTULO 8: Rules of engagement (3 de 6)

La sutileza nunca había sido el punto fuerte de la teniente Duncan, ni tampoco la paciencia. No había dudado en más de una ocasión en transgredir los protocolos para llegar al fondo de un crimen que se le resistiera. Sólo su alto índice de casos resueltos le había salvado de los castigos disciplinarios. Y sabía que por ello jamás avanzaría su carrera profesional más allá.

Se hallaba demasiado a gusto resolviendo puzzles de pruebas, destapando coartadas infalibles y hallando al culpable del crimen. Sus inmediatos superiores se valían de ello: Cualquier caso que tuviera el tufo de irresoluble acababa casualmente en su bandeja, para ver si daba un resbalón al fin.

—¿Vas a hacerlo? ¿O no? —replicó, con la mandíbula tensa y agarrotada, casi rechinando los dientes unos contra otros.

Paul Fergusson alzó ambas manos en un gesto conciliador, como pidiéndole tiempo muerto en ese partido de baloncesto que estaba viendo sin sonido.

—¿Seguro que es la única pista que tienes? —Señaló con la mirada el papel que le había traído y que se encontraba entre los dos—. ¿Has comprobado la dirección que viene?

—Sí, se corresponde con la oficina de la ATF de la ciudad de Las Vegas… ¡Ya, ya sé lo que vas a decirme! —le frenó antes de que pudiera despegar los labios—. No voy a llamarles, para escuchar la perorata de siempre que sueltan: Es una investigación federal en curso y no podemos… blablablá ¡Un rollo!

Duncan estaba en el filo de un precipicio, a punto de dar el traspié que podía suponer su expulsión del cuerpo de policía y no quería escuchar sus consejos bienintencionados. Intuía que estaba detrás de algo misterioso desde que le había hincado el diente al caso. Algo mucho más grande que un cadáver más.

Técnicamente el caso ya estaba cerrado, había dado con un sospechoso: Un socio de la víctima que había discutido con el interfecto tres semanas antes delante de varios testigos.

En su apartamento se encontró varias cajas de munición de nueve milímetros parabellum (junto con las huellas de Manuel Vázquez) que se correspondía con el mismo el lote utilizado en los asesinatos de Clovis, a pesar de que no poseía ninguna arma registrada a su nombre de ese mismo calibre. Además, no pudo dar una coartada para la noche de autos. La Santísima Trinidad de los detective de homicidios: Móvil, medios y oportunidad.

Su sentido común le decía que lo empapelara y no siguiera escarbando. Había convertido un caso sin testigos, ni arma del crimen, en algo potable para el juzgado y el fiscal del distrito. Aunque todo fuera circunstancial, por menos habían mordido el polvo muchos criminales.

Un éxito indiscutible más de la teniente Cheryl Duncan.

Pero todo cambió cuando le llegó el expediente del arma y vio un cúmulo de incongruencias: La Glock parecía haber sido vendida una y otra vez, llegando incluso a cruzar la frontera en una ocasión en Tijuana. Pero no siguió el habitual rumbo al sur del resto de las armas sucias que hacía que se perdiera el rastro de manera irreversible en los países inmersos en el narcotráfico. En lugar de ello, la semiautomática reapareció como por arte de magia tres meses después en Houston, en un atraco malogrado.

Era la clase de pista que hacía saltar las alarmas de un buen investigador. Al revisar las declaraciones de los inculpados en los casos, para poder esclarecer la procedencia de la Glock, se llevó una sorpresa que encendió su curiosidad.

—Déjame leer el testimonio de ese tipo —pidió Fergusson, todavía algo renuente a echarle una mano pero tan intrigado como ella en el misterio del arma que «saltaba a la conga» la frontera del país y de un estado a otro.

«Aunque desearía que me echase una mano en-dónde-yo-me-sé», pensó la teniente, mientras observaba con interés cómo él leía el expediente de Texas. Llevaba lanzándole indirectas desde hacía un año, pero se oponía con terquedad a sus tanteos.

Definitivamente la teniente no era dada a las sutilezas.

Paul Fergusson se decidió finalmente, al mismo tiempo que se abría paso entre aquel enredo de papeles, antes de hablar:

—Vale, está bien, lo haré. Cierra los ojos y date la vuelta.

«¡¿Pero qué co…?!», Duncan tenía la cabeza en otra parte y tardó unos instantes (en los que sus latidos se dispararon por ver las expectativas cumplidas) en notar de que Fergusson se situaba delante de su ordenador dispuesto a teclear su clave.

—Toma, aquí tienes el número del caso —dijo pasándole el post-it en el que lo había apuntado, con un bufido resignado. Aunque ambos poseían el mismo rango, gracias a las reformas que se habían realizado en la última administración (incluido un nuevo cuartel general en el centro de la ciudad, delante del mismo ayuntamiento), la división de narcóticos y la división de bandas y operaciones se habían unido en una sola, debido a que ambas terminaban compartiendo casos. Convirtiéndose en una oficina a cargo de la DEA, para la lucha contra el nar­cotráfico y los cárteles, junto con San Diego y San Francisco.

Gracias a esa colaboración tan íntima, Fergusson poseía un acceso federal a los expedientes de los casos, mientras que ella no. Y dado que ese papel en blanco con el que se había topado había sido censurado (obviamente alguien de la ATF se había olvidado de incluir el pie de página, en el que aparecía la direc­ción de su oficina, a la restricción), él podía acceder al docu­mento completo y descubrir todo lo que se ocultaba.

«¿Por qué en Las Vegas?», Era la pregunta más apremiante que la teniente Duncan quería descubrir, pues ninguno de los casos de asesinato, en los que había intervenido aquella Glock, había sido en la capital del pecado y del juego legalizado.

—Así que crees que el arma fue alquilada y no revendida —comentó Paul mientras se ponía sus gafas para ver de cerca y comenzaba a mecanografiar con dos exasperantes índices.

—Es lo único que tiene sentido —alegó Cheryl mordiéndose seguidamente el labio inferior debido a los nervios—. En la declaración preliminar del culpable de Houston, comentó que había devuelto el arma… pero no surgió en el juicio, porque no estaba en presencia de su abogado y no se investigó más de lo necesario —Hizo una breve pausa, al darse cuenta de la ironía de su situación—. Creo que debe ser como en un Blockbuster Video, siempre te pedían devolver las cintas rebobinadas.

Paul Fergusson le devolvió una somera mirada por encima de las gafas y enarcó una ceja, sorprendido por aquella alusión tan anticuada, después de pulsar la tecla de Intro. Pero ella no pudo verlo porque seguía con los ojos cerrados, a la espera.

Era una teoría muy vaga, casi pegada con alfileres, algo que nunca había oído que sucediera. No había querido comentarla con su superior, porque le habría parecido disparatada, pero la ATF debía de considerarla importante si estaba investigando… Un pitido del ordenador le centró en su sitio y abrió los ojos.

—¡Mala suerte, Duncan! —proclamó el teniente, cuando se acercó para examinar la pantalla por encima de su hombro, y aprovechó para oler su aftershave—. Lo mismo que antes.

La página censurada seguía luciendo de inmaculado blanco.

Cheryl no pudo disimular su abatimiento ante el fiasco que se había llevado y se hundió de hombros, derrengada. Tendría que meter en chirona a su presunto culpable, aunque estaba casi segura de que no era el verdadero asesino.

—Supongo que los federales estarán cerca de cerrar el caso, así que es posible que nos enteremos de que va, pronto —dijo Fergusson, intentando animarla un poco. Ella le dio las gracias por las molestias que le había ocasionado y empezó a recoger el desastre de papeles con el que había tapizado su escritorio.

—Si acaso te interrogan sobre qué es lo que hacíamos hoy aquí, tú diles que nos estábamos dando el lote en el cuarto de la fotocopiadora —comentó Duncan, suspirando.

—¿Es eso una invitación o una broma pesada? —pensó en voz alta Fergusson.

«Quizás demasiado alta», observó la teniente, al percibir el rubor que coloreaba su cogote repentinamente.

—Las dos, siempre, las dos —soltó Duncan con una sonrisa de oreja a oreja, dándole una palmadita en la espalda antes de darse la vuelta y marcharse, dejándole con el partido otra vez.

—●—●—

Fergusson contó los pasos, a medida que se iban amortiguando con la distancia, de la investigadora de homicidios y volvió a sacar el post-it que había escondido de debajo del teclado.

Aún no podía creer que hubiera resultado tan fácil aquella pantomima. Ciertamente, no había introducido su contraseña federal para acceder al informe de la Glock.

Podía meterse en un terreno espinoso por indagar en casos que no le concernían, ya estaban los investigadores de asuntos internos con la mosca detrás de la oreja. Un paso en falso que diera y servirían su placa como desayuno.

Pero llevaba un año estirando los límites de lo que era legal y lo que no. Y ya puestos, de perdidos al río.

«Lo siento, Duncan, necesito saberlo más que tú», se excusó de manera hipócrita, al volver a hacer la misma búsqueda.

En la mayoría de los casos de asesinato, encontrar el arma era esencial y una de las maneras más habituales de deshacerse de ellas era revendiéndolas de estraperlo. Sólo los imbéciles se quedaban con una pipa con la que habían matado. Pero las bandas ganaban tanto dinero con la droga, que solían usar las armas de fuego como si fueran servilletas de usar-y-tirar.

Las armas sucias eran como el juego de la «patata caliente», nadie quería quedarse con ellas mucho tiempo.

Las arrojaban descuidadamente a los cubos de basura, a las alcantarillas atiborradas, a los canales de agua que circulaban bajo las autopistas e incluso a los jardines de los particulares. Era habitual que las armas usadas en una ejecución acabaran reapareciendo de las formas más raras y trágicas. Como (en un ejemplo que investigó a la primera semana de su traslado) con unos hermanos jugando inocentemente a indios y vaqueros y finalizando abruptamente cuando el hijo menor le voló la tapa de los sesos a su padre con un calibre .22 por accidente.

Pero si la sospecha de Duncan era cierta, el tipo que estaba alquilando armas, no era el típico palurdo pueblerino de Texas en una furgoneta repleta de fusiles de asalto, amparado con la segunda enmienda de la constitución y un carnét de la NRA, que se ponía a vender en la cuneta de la autopista I-10.

Sin una orden de un juez era casi imposible revisar el arma de un particular. Lo que salía en las películas de oler el cañón en busca de pólvora, por si había sido utilizada recientemente, era del todo improcedente en un juicio.

Demasiado astuto o increíblemente loco.

Después de una breve espera, la lenta base de datos federal vomitó al final el archivo de la ATF, que estaba disponible sólo para sus ojos: Era un listado de quince páginas de números de serie y modelos de muchas pistolas semiautomáticas, algunas escopetas y media docena de sub-ametralladoras, junto con el informe de un robo en Las Vegas. Al parecer, todas esas armas habían sido recolectadas a ciudadanos, como parte de un pro­grama para la concienciación y el desarme civil de la administración Clinton, a cambio de dinero, que aun funcionaba a allá por los finales del 2002. Las armas ya estaban de camino a una trituradora industrial para su eliminación. Cuando, durante el trayecto desde el depósito de pruebas, el camión que trasportaba la carga fue asaltado en plan pelí de Hollywood, por unos encapuchados que creían que contenía un alijo de drogas.

El informe terminaba con el arresto de los ladrones, pero la mayor parte del cargamento seguía en paradero desconocido, incluida la Glock que los hombres de Ricardo Ramírez, habían utilizado para eliminar al que pensaban que era un soplón. La ATF había echado tierra en el asunto para ocultar su patinazo en la custodia y sortear la mala prensa, sellando parte del caso.

—A nadie le gusta la mala publicidad —musitó Fergusson apático, poniendo los ojos en blanco fugazmente y volviéndolos hacia el partido que estaba terminando, con un implacable triple de Kobe Bryant desde más allá de la mitad del campo y un lamentable 89-102 en el marcador.

Mientras imprimía el listado de números de serie, tuvo una breve corazonada de investigador y buscó una de las Glock al azar en la base de datos de la policía. Estaba limpia de delitos.

Volvió a mirar la lista con otro numero de serie y otro más, hasta que terminó de revisarlas todas dos veces, con el mismo resultado.

Nada, de hecho, menos que nada. No existía.

A veces odiaba tener razón en sus corazonadas. Accedió al expediente del IBIS de una de las armas, un revólver Smith & Wesson, a través del link del documento censurado de la ATF y apareció en pantalla un sumario de proyectiles coincidentes en tres escenas de asesinatos.

Por una pirueta del sistema informático (y quizás un error humano), esas armas robadas y desaparecidas, eran invisibles e ilocalizables ahora. Nadie podía conectar los casos unos con otros, ni descubrir el origen de las armas, porque los federales habían dado carpetazo y ningún policía había hallado aquellos números de serie en un caso e introducido en el sistema…

Damn it! —cayó el cuenta el teniente Paul Fergusson, de que probablemente algún agente al cargo en Washington D.C. acababa de recibir múltiples avisos de su intromisión.

En ese preciso instante, de aterradora y diáfana claridad, el móvil del teniente empezó a zumbar al ritmo de una melodía que había hecho alzar las cejas a más de uno en la división.

Maybe I need some rehab ♫

♯ Or maybe just need some sleep

I got a sick obsession ♪

♫ I'm seein it in my dreams…

Se había quedado helado, como un ciervo ante unos faros en la carretera, pero volvió en sí y abrió la tapa del móvil para notar que aparecía el número del detective Ike Mills y no el de un federal atrabiliario dispuesto a darle el sermón esa noche.

—¡Me debes veinte pavos! —declaró con énfasis su victoria, antes de que siquiera pudiera objetar. Posteriormente, le pidió que llamara a los demás detectives, por orden de su capitán: El fumadero de crack no había sido el escenario de un accidente, todos los cadáveres presentaban pequeños agujeros de bala en la nuca, antes de ser asados a la barbacoa.

«Va a ser otra noche larga», Fergusson apartó de su mente la lista de armas robadas en Las Vegas y su posible implicación con la banda de Ramírez, ante la tarea que se avecinaba.

Opinaba que transcurrirían varios meses hasta que surgiera una nueva pista de la Glock, si el patrón se repetía como había supuesto Duncan. Pero el teniente de narcóticos nunca habría podido imaginar que la próxima vez que la hallara, su cañón estaría apuntándole justo antes de abrir fuego.

—●—●—

«¡Y yo que creía saber lo que era la tortura!», se quejó para sus adentros Bledsoe, al advertir cómo el minutero de su carísimo reloj de oro volvía a dar un giro a la esfera de cristal, atrapada sin un taxi en la terminal del aeropuerto de Los Ángeles.

Casi echaba de menos los viejos tiempos en los que viajaba a bordo de un Gulfstream, aterrizando en hangares privados y siendo recogida en limusina. Casi… hasta que recordó la vida al lado de su multimillonario marido y prefirió resignarse.

Había terminado de estudiar por enésima vez las campañas de Eric Jenkins buscando los detalles que LaBelle le mencionó, las evidencias de que había plagiado, una y otra vez, el trabajo de sus compañeros en Emmerich & Covington Advertising.

Pero, para Bernice, aquellas nimiedades en las que se había fijado el ex-director creativo, no le parecían relevantes. Ella no tenía su ojo clínico, de tres largas décadas de experiencia, para desentrañar la firma personal de cada redactor de la empresa. Sabía que tendría que delegar el cargo de director creativo en alguien competente, aunque se había quedado sin opciones al descartar al único que parecía idóneo para el puesto.

Le tentaba la idea incluir a Blake Lackey en la junta directiva. No es que Bledsoe quisiera aplicar discriminación positiva por el mero hecho de tener el poder para hacerlo, pero daba la talla profesionalmente y como mujer habría descongestionado el ambiente lleno de testosterona de las reuniones.

Sin embargo, nunca tomarían en serio a la neoyorquina, si como recién llegada a la empresa la ascendiera. Por la tanto, la alternativa que le quedaba era Mike Brewster, un genio según palabras del propio James LaBelle que había sorprendido más de una vez por su capacidad para innovar en un terreno, el de la publicidad, que ya había visto y reinventado casi todo.

Su principal debilidad, era la poca convicción que mostraba ante los clientes. Necesitaba continuamente el apoyo de otros, como Sterling, con el que se había hecho inseparable, para las exposiciones de las campañas. Eran un dúo muy bien avenido y que había recolectado muchos éxitos, pero el futuro director creativo de E&C, debía mostrar autonomía y resolución.

«¡No debe de gustarme, sólo hacer bien su trabajo!», resolvió Bledsoe tachando nuevamente a Brewster del reñido puesto, y dejando volar sus pensamientos al último director de cuentas, el perfecto paradigma de esa doctrina personal.

Victor Sterling era un quebradero de cabeza, no sólo tenía el mal hábito de cagar dónde comía, sino que había convertido la empresa en su retrete particular. Pero Bledsoe lo había elegido por la mera razón de que era eficiente en su trato con los clientes y carecía de la codicia excesivamente maquiavélica de su antecesor. Sí, era algo indolente con su vida privada y un tanto licencioso con su conducta sexual, Bledsoe era la menos indicada para tirar piedras a su tejado.

Pero podía ser peor.

Una hipotética denuncia por acoso sexual debido a una de las múltiples ligerezas de Sterling, salía más económica que un problemático juicio por plagio de Jenkins.

—Hablando de malas elecciones —dijo en voz baja Bernice al fijarse en cómo se aproximaba el galán de tres al cuarto que se había follado en los baños del 747 durante el vuelo, con un paso calculadamente descuidado y evitando el contacto visual como si no le importara su presencia, hasta que se sentó en la butaca contigua de la barra y esbozó una sonrisa comedida.

Aquel joven vestido de corte ejecutivo no le habría llamado la atención normalmente, con sus torpes coqueteos desde que habían despegado del JFK y sus burdas intentonas de entablar una conversación, que Bledsoe había mantenido a raya con su habitual muro de frialdad y desdén. Quizás pensaría que ligar en un avión era tan fácil como pescar en un barril, pero resulta que ella era una piraña que mordía.

A medio recorrido, probablemente cuando sobrevolaban el estado de Oklahoma o el de Missouri, Bledsoe se levantó de su lujoso asiento de primera clase y le hizo una única señal con el dedo índice para que le siguiera por el pasillo. Le tapó la boca cuando echó el pestillo para que dejara de hablar y se quitó las bragas con la otra mano, sin despegar la mirada de él. Después de diez medio-decentes minutos despatarrada en el angosto habitáculo, había conseguido quitarse el estrés que acumulaba desde la reunión con los directivos de Imagine Factory.

«La próxima vez que viaje, me llevó uno de mis consoladores como equipaje de mano», pensó al ver todos los problemas que le había causado.

—Al fin están llegando los taxis —comentó informalmente, apuntando con su dedo pulgar rígido a un grupo de pasajeros VIP de United Airlines que se congregaban alrededor de uno de los empleados de la terminal pidiendo calma—. Hay pocos, así que si quiere que compartamos uno hasta su casa…

Dejó la sugerencia en el aire y apoyó sus manos en la larga barra demasiado próximas a las suyas, mientras se acomodaba en la butaca lo más recto posible.

—Puede que no vayamos en la misma dirección —dijo con una sonrisa cínica que se liberó a la fuerza de sus labios ante el doble sentido subconsciente de la frase.

—No será un problema —declaró con excesivo optimismo el joven—. ¡Oh! Disculpe, no me dijo antes su nombre…

—No, no se lo dije —espetó Bernice, evitando que aludiera a su encuentro y frenando sus manos que se acercaban por la madera de caoba pulida con un leve traqueteo de sus dedos.

Se había presentado y le había dicho en qué trabajaba, en el despegue, mientras la azafata decía las instrucciones para un aterrizaje de emergencia, pero ella había filtrado sus memeces como su bandeja de e-mails hacía con el spam.

—Quizás podríamos conocernos mejor de camino —opinó rozando ligeramente con las yemas de los dedos el dorso de su mano y apartándose como si hubiera sido un pequeño desliz.

«¿En serio?», Bernice Bledsoe se contuvo las ganas de hacer rodar los ojos, por aquella frase tan zafia y tan manida. Cruzó sus piernas para que la falda resaltar sus muslos y lo miró.

—Quizás sí o quizás no —exclamó cansada de sus titubeos. Tomó la iniciativa, como en el avión y llevó su mano a la de él, al mismo tiempo que volteaba encima de la butaca y le miraba a sus ojos abiertos de par en par por el estupor. Él joven sonrió e intentó tomarla de la mano amablemente, al creer erróneamente que se había apuntado un tanto. Pero, con una caricia y una finta, Bledsoe consiguió dar la vuelta a la tortilla y empujó el dorso de su mano firme y suavemente sobre la mesa.

—¿Eh? ¿Qué…? —balbuceó al verse inmovilizado.

Aquello no era por una cuestión de gustos, sino por orgullo personal: Siempre prefería estar encima que debajo, en todo.

Dejó que su sonrisa mordaz se ensanchara gradualmente, a medida que iban rompiéndose las ataduras que impedían que se mostrara tal cual era en realidad y apretó con más firmeza. Liberó sus pensamientos más oscuros, todas las ideas que se le ocurrían mientras estudiaba la figura del joven con avidez. Sus ojos se desviaron hacia las muñecas, imaginándoselas atadas a la espalda con una soga y una venda que le tapara la visión.

Se pasó la lengua por los labios relamiéndose de excitación.

Notó que un escalofrío recorrió la espalda del desconocido, al vislumbrar a través de su mirada un atisbo de las verdaderas intenciones de Bledsoe y dudar de sí mismo.

—Quizás… podrías divertirme un rato —ronroneó después de acercarse un palmo, con los nudillos blancos de la presión que estaba ejerciendo—. Vivo en Malibú, ¿te viene bien?

El joven entró en pánico cuando vio el fondo del abismo:

—¡N-no… no, tomaré otro taxi! —se excusó, desasiéndose a duras penas, de la inesperada fuerza de sus delicados dedos y salió casi despavorido sin echar una mirada atrás.

—Una lástima —susurró Bernice, volviendo a recomponer su rostro en su máscara habitual de sereno desapego antes de bajar al primer piso de la terminal.

Podría haberle enseñado algunas cosas del placer y el dolor.

«Si bien no es para pusilánimes», pensó al recordar con una mezcla nostálgica de regocijo y vergüenza, sus primeros años.

Para su ex-marido, Jason, adentrarse en el BDSM sólo había sido un pasatiempo más entre la hípica y la escalada. Algo que movió su curiosidad y supuso un breve reto a su persona, pero una vez que perdió el interés por los clubes y las mazmorras, lo dejó de lado. Como otras tantas novedades que incentivamente perversamente su inmadura forma de ser: las inversiones de futuros, los viajes en globo, las carreras de coches de Formula 1, la fotografía profesional, la paternidad…

Era como una montaña rusa que no paraba de subir y bajar.

Sin embargo, para Bernice, verse recluida entre mordazas y cuerdas, indujo un cambio más hondo y drástico en su interior. Supuso un eje de inflexión desde el que empezó a reconstruirse pieza a pieza.

«¿Qué es lo que quiero?», todo se redujo a esa cuestión vital, que le sobrevino durante una intensa sesión de spanking en la que ella se había hundido tanto que llegó a perder el sentido de su cuerpo. Siempre se dejaba llevar por la avasalladora personalidad de Jason, o los sueños rotos de su madre, cuando le obligó a presentarse al concurso de Miss Virginia en el que no destacó.

En su vida anterior había pretendido contentar a los demás para ser correspondida y no había tenido más que decepciones.

Tomó su móvil, antes de hacerle una seña al bendito taxista que se presentó para sacarla de ese círculo del infierno y marcó de memoria un número que jamás había anotado sobre papel. Necesitaba un poco de tiempo con ellos dos en el Dominion.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó cuando oyó que daba línea pero un silencio cargado y ronco se instalaba en el auricular.

—Sí —murmuró Chloe en voz baja, después de escuchar el retumbo de una puerta cerrándose. Observó en su reloj de oro la hora que era, en un día entre semana. Tal vez no era un buen momento para los azotes y las cruces de San Andrés.

—¿Sí qué? —replicó con la nota acerada de una campanilla, para proponerle adecuadamente una sesión el sábado noche.

—Sí, Mistress —dijo divertida, ya inmersa en su papel.

Continuará...

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Notas de traducción:

ATF: siglas de Bureau of Alcohol, Tobacco, Firearms and Explosives en inglés, se traduce como Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, es la agencia dedicada a la investigación y prevención de las infracciones federales derivadas del uso ilegal, manufactura y posesión de armas de fuego y explosivos, incendios provocados y atentados con bombas, así como el tráfico ilegal de armas, explosivos, alcohol y tabaco.

DEA: siglas de Drug Enforcement Administration en inglés, se traduce como Administración para el Control de Drogas, es la agencia dedicada a la lucha contra el contrabando y consumo de drogas en los Estados Unidos, además del lavado de activos derivados de dichas actividades.

Blockbuster Video: antigua franquicia estadounidense de videoclubes, especializada en alquiler de cine y videojuegos a través de tiendas físicas.

NRA: siglas de National Rifle Association en inglés, se traduce como Asociación Nacional del Rifle, en un grupo de presión muy influyente en la política de los Estados Unidos.

IBIS: siglas de Integrated Ballistics Identification System en inglés, se traduce como Sistema Integrado de Identificación Balística, es la base de datos nacional de pruebas balísticas de los Estados Unidos.

La melodía del móvil es la canción Your love is my drug de Ke$ha.

Gulfstream Aerospace: compañía que fabrica jets de alta gama.

No cagar dónde se come: en inglés se diría Don't shit where you eat, una expresión cuyo equivalente en español sería Dónde tengas la olla, no metas la polla, que es menos escatológica, y es referida a mantener inadecuadas relaciones sexuales entre compañeros de trabajo.

VIP: siglas de Very Important Person en inglés, se traduce como Persona Muy Importante.

Spanking: azotes eróticos propinados con generalmente con la mano o un objeto.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Disclaimer: Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, marcas registradas, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.

Aviso a los navegantes: No se ha obtenido beneficio (económico o de otros tipos) alguno a través de esta obra, ni se ha hecho publicidad alguna de ninguna editorial. Ésta es una obra amparada por una licencia Creative Commons completamente libre, desinteresada y, por supuesto, gratuita. Si estás pagando por descargarla o leerla deberías denunciarlo como corresponde.

https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/

Licencia Creative Commons – Reconocimiento – NoComercial – NoDerivadas (CC BY-NC-ND): No se permite un uso comercial de la obra original ni la generación de obras derivadas. Se permite la copia y distribución de la obra siempre que se reconozca la autoría. Prohibido su comercialización así como la creación de trabajos derivados de la misma.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

¡Hasta que nos leamos y más allá!