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No hay dos sin tres

en Hetero: General

No hay dos sin tres

 

Nos conocimos en el supermercado, haciendo la compra. Me abordó, consultándome algo acerca del jabón para la ropa. Alto y muy delgado, moreno con canas, más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Me taladró con la parte de su cuerpo más inquieta y chispeante: sus ojos. Mientras me hablaba, apenas apartó la vista del escote de mi blusa. Cuando me alejé, vi de reojo cómo saboreaba el contoneo de mis redondas caderas, enfundadas en una estrecha falda negra. Me pareció un viejo verde. Él me etiquetó de hipócrita y consentida (supe después). Pero... volvimos a coincidir. Tras varios encuentros “casuales”, él insistió en ofrecerme su número de teléfono, “para lo que se me ofreciera, a cualquier hora”. Con una sonrisa (y un poco de rubor) lo anoté. Para mi propia sorpresa, me sentí muy intrigada y bastante excitada.

A mis casi cuarenta años, yo había tenido algunas relaciones, pero ninguna que fructificara en algo sólido. La verdad es que me había llevado bastantes decepciones y sinsabores con los hombres. A esas alturas, a menudo satisfacía mis ganas de sexo con la ayuda de un diligente y potente vibrador... Una de esas noches en la que mi sangre caliente ardía estuve masturbándome durante largo rato, pero sin conseguir alcanzar el ansiado y satisfactorio orgasmo. ¿Qué me ocurría?

Encima de la cama, con el camisón transparente arremangado, mi juguetito preferido ronroneaba entre mis piernas. Con su vibrante puntita me acariciaba el clítoris, dando vueltas alrededor de él. Al mismo tiempo, dos de mis dedos se metían entre mis labios comprobando la humedad creciente. En un momento dado, cuando el deseo de ser penetraba se hacía casi insoportable, metía dos dedos en mi vagina, entrando y saliendo cada vez más rápido. Dejándome llevar por la ola del placer, metía otro dedo, y otro... Pero esa noche, me faltaba algo.

Entonces, me acordé de él. Luis. Sentí el calor de su mirada penetrante y el extraño ofrecimiento que me hizo aquel día tomó sentido. Sin meditar mucho lo que hacía, busqué su número. Arrastrada por esa ola de deseo y calentura (aún no culminada), le envié un mensaje de texto: “Estoy en la cama, masturbándome. ¿Me acompañas?” Con la piel encendida esperé su respuesta... No se hizo esperar. Mi móvil zumbó, anunciando un nuevo sms. “Te esperaba... Ahora tengo la polla entre mis manos”, me decía.

Tras leer esas pocas palabras, un infierno se desencadenó en mi interior. Imaginé su miembro, que estaría duro y erecto para mí. Me liberé del camisón; aunque era muy fino, de repente me molestaba. Me estrujé los pezones, ofreciéndoselos. Él seguía enviando sms, provocándome y excitándome más y más... ¡Llegué a sentir su lengua entrando en mi vagina, saboreando mis fluidos!

Loca de deseo, me penetré con el vibrador. Entró hasta el fondo, haciéndome sentir exquisitamente colmada. Solté un grito, desatada por completo. Perlitas de sudor cubrieron mi piel, maravillosos espasmos se desencadenaron en mi interior. Imposible de soportarlo más, exploté entre gemidos. Algún atisbo de sentido común hizo que me cubriera la boca con las manos, para acallar mis jadeos y grititos, ya que dos de mis hermanos dormían en la habitación de al lado.

Otro zumbido en mi móvil: “¿Me la chupas? Ahora quiero sentirla en tu garganta...” Aunque acababa de tener un fenomenal orgasmo, volví a sentirme anhelante. Me metí el vibrador en la boca, saboreando mis propios fluidos. Luego cambié de postura. Permanecí de rodillas, recorriendo con los labios y con la lengua el vibrador/pene mientras con los dedos procedía a estimularme el clítoris. Estaba hinchado y duro de nuevo. Lo presioné y unos relámpagos de placer recorrieron mi pelvis, que empezó a moverse en vaivén. El placer era intenso, exquisito, total.

Otro sms: “Ábre el culo para mí. Quiero follártelo”. Sin dudarlo, me puse a cuatro patas. Empapé mi juguetito con saliva y me acaricié el trasero con él. El sexo anal no era mi preferido, pero enseguida sentí una sensación muy placentera. Mmmmm, deseaba abrírmelo para él. Con una mano, separé una nalga, facilitando el acceso a mi ano. Con la otra, acerqué la puntita del vibrador... empujé. Se me escaparon unos gemidos. La puntita había entrado y la sentía dentro, dura y vibrante. Tomé el móvil y escribí: “Tu polla ya está en mi culo... empújame fuerte.” Y empujó... Fue la primera vez que me follé el vibrador por detrás. ¡Y cómo lo disfruté! Esa noche me corrí tres veces.

La mañana siguiente esperaba encontrármelo en el supermercado. No fue así. Pasé todo el día comprobando el móvil, por si había algún nuevo mensaje... No. Por la noche me sentía tan expectante que apenas pude dormir. Al segundo día, él seguía sin decirme nada, por lo que decidí llamarlo yo. Me saludó satisfecho con un “Te esperaba”. Quedamos esa misma tarde para hablar. Ante una humeante taza de café, me puso al corriente de la situación: él tenía pareja, aunque eran liberales. Si a mí no me importaba, a ellos tampoco. Los tres podríamos ser amigos y disfrutar libremente del sexo.

La verdad es que “la situación” no me agradó demasiado, pero ese hombre me despertaba un inequívoco morbo. Quise seguir experimentando. Tras el café, salimos a pasear. Él vestía vaqueros y camisa. Yo llevaba falda con vuelo y un jersey de tirantes que me realzaba el pecho. Me tomó del brazo y, al andar, nuestras caderas se rozaron. El ligero contacto de su brazo y las ocasionales rozaduras de nuestros cuerpos consiguieron motivarme y reafirmar mi decisión de seguir adelante...

Entramos en el parque. Estaba anocheciendo ya y no se veía un alma. Me condujo hasta un rincón, rodeado de setos. Me abrazó con pasión y, con sus labios, abrió los míos. Más que besar, lo que hizo fue devorar. Su lengua exploró dentro de mí, enardeciendo la mía. Súbitamente sentí sus manos en mis pechos, apretándolos y buscando mi pezón bajo el sujetador.  Me sentí avasallada y a la vez excitada. La cabeza empezó a darme vueltas. ¡Alguien podría vernos! ¡Estábamos en medio del parque! Me susurró junto a la oreja: “Quiero comprobar si estás tan mojada como creo”. Y, en efecto, yo deseé que lo comprobara.

Siguió penetrándome con su juguetona lengua. Mientras, su diestra subió por mi pierna, bajo la falda. Incapaz de resistirme, lo animé. Empecé a responder a sus caricias. Mis manos se metieron bajo su camisa, acariciando la piel con las yemas de mis dedos. Recorrí su espalda. Llegué a la cintura del pantalón. Él, por su parte, había recorrido mi muslo y se detuvo al rozar el borde de las bragas. Sus largos dedos me acariciaron entonces por encima del fino tejido. Me estremecí y respondió acercándome más a él. Sus labios descendieron por mi cuello. “Acaríciame”, susurró. Tomó mi mano y se la llevó a la entrepierna. Sentí su hinchazón, la palpé y, por primera vez, le oí gemir.

Dejó de frotarme y, al fin, sus dedos se metieron bajo el elástico. Acariciaron mi vello, descendiendo hacia los labios. Comprobó que, en efecto, había humedad. Mucha. No satisfecho todavía, uno de esos dedos se abrió camino, acariciándome más íntimamente. Iba a rozar mi palpitante clítoris cuando se apartó. Entonces reparé en que se nos acercaba alguien. Me miré los pies, muy avergonzada. Era el guardia. Lanzándonos una significativa mirada, nos hizo saber que iba a cerrar las puertas del parque.

Más tarde, mientras estaba cenando con mi hermano, escuché el zumbido del móvil. “El día que vengas a mi casa, ven bien rasurada... Quiero comerte entera”, decía.

Unos días después, me llevó a su casa. Me presentó a su pareja, Ana. Era una chica de veinte y pocos, pero muy madura para su edad. Yo me sentía incómoda, pues nunca había hecho nada semejante. Sin embargo, fueron muy agradables. En un momento dado, me quedé observando a Ana. Era menuda, de caderas estrechas, pero con grandes pechos. A juzgar por su conversación, era avispada y tenía carácter. Su belleza tenía algo de salvaje e indómito: piel morena, larga melena azabache, labios carnosos y hermosos ojos verdes. En cambio, yo era lo contrario: piel blanca y sonrosada, cabellos y ojos castaños.

Ana fue a la cocina y Luis y yo quedamos solos en el sofá. Mi mirada estaba perdida, viendo sin ver la pantalla del televisor, quizá preguntándome qué estaba haciendo allí. Entonces, Luis se arrimó, reclinándome más hacia atrás. Me besó, con esa ávida boca suya que devoraba. Sus manos se metieron bajo mi falda. Se detuvieron por un momento, sorprendidas. No habían encontrado las bragas. No me las había puesto, pues él me había confesado antes que eso le excitaba. Así que, sin barrera alguna, hundió sus dedos en mi interior. ¡Cuánto deseaba sentirlo dentro! En ese momento reapareció Ana. Me envaré, muy nerviosa, aunque ella no se molestó en absoluto. Tomó asiento a mi otro lado.

Luis siguió devorándome la boca y acariciándome el clítoris. Yo arqueé la espalda, dispuesta y gustosa. Entonces sentí otra mano levantándome la blusa y buscando el cierre de mi sujetador. Era Ana. Lo abrió con sorprendente rapidez y mis pechos quedaron libres. Con un dedo dibujó el contorno de un pezón, luego el del otro. Era un cosquilleo muy agradable, sentí que empezaban a ponerse duros. Luego acercó su rostro, acariciándome los pezones con su lengua húmeda. Comencé a gemir, pues los dedos de Luis se introducían en mi vagina mientras Ana me estimulaba los pechos. Después, se intercambiaron. Fueron los dedos de Ana los que me penetraron mientras Luis me torturaba los pezones. Y Ana me besó. Me sorprendió mucho comprobar que el beso de una mujer era tan distinto... Sus labios eran muy suaves, se movían con más delicadeza, rozando apenas... Recorrió mis labios con los suyos, lenta, hipnótica y seductoramente. ¡Me encantó! Mi espalda se arqueó más, jadeé, me convulsioné... y me corrí entre los dos.

—Podéis ir a la cama, luego vendré yo... —nos dijo Ana, muy natural.

Luis me acompañó hasta la habitación, sin sacarme las manos de encima. En ese momento, la blusa y el sujetador colgaban de mi brazo. Él cogió las prendas y las lanzó sobre una silla. Yo iba a cruzar el umbral de la habitación, pero él me detuvo. Miró al final del corredor. Ana continuaba sentada en el sofá y, desde esa posición, aún nos veía. Luis se bajó la cremallera del pantalón y el slip. Su pene estaba henchido, palpitante, muy excitado. No era demasiado grueso, pero sí largo. Me lo ofreció, dirigiéndome una de sus pícaras miradas.

—Yo también estoy mojado, ¿ves?  —me agaché, acercando mi boca a ese miembro tan bien dispuesto para mí. Lo recorrí de arriba abajo con mi lengua y con mis labios, sentí cómo se movía y aún crecía más entre mis manos... Eso me enardeció más, mucho más. Me lo metí en la boca y lo escuché gemir. Empezó a mover las caderas, entrando más en mí. Entonces le miré. Él seguía follándome, pero no apartaba sus ojos de Ana. Ella, en el sofá, se estaba acariciando entre las piernas.

De repente, Luis se detuvo. Me dijo que aún no..., que ya habría tiempo más adelante. Me llevó dentro de la habitación y me libró de la falda, la última prenda que me quedaba puesta. Una vez desnudos, me tumbó sobre la cama y me abrió de piernas. Me mostró un enorme vibrador que había sobre la cómoda. No era liso, sino de superficie rugosa. Me acarició el clítoris con él y me estremecí de placer. Después, se colocó de forma que su cabeza quedó entre mis piernas. Me estimuló el clítoris con su lengua, dando vueltas a su alrededor y, a ratos, también presionándolo con saña. Empecé a gemir sin control, dejándome llevar. Le pedía que siguiera, hasta casi sollozar... Mi pelvis no paraba de moverse, exigiendo ser complacida, hasta que, sin aviso, Luis me penetró con varios de sus dedos, a la vez que su lengua no cejaba en su empeño. Y, a continuación, metió un dedo en mi ano, abriéndolo con cuidado. Pasados unos instantes, metió otro. Al sentirme penetrada por ambos lados, grité y me desbordé de nuevo.

Fue entonces cuando entró Ana. Apenas la cubría un conjunto de encaje negro. Sus pechos, tan generosos, desbordaban de las copas. Tomó asiento en el borde de la cama y, sonriendo, se liberó de la ropa interior. Tomó el vibrador y empezó a pasárselo por los pechos. Al entrar ella, yo me sentí muy cortada. No lo pude evitar. Sin embargo, Luis se esforzó en hacer desaparecer la tensión. Él se tumbó en mitad de la cama, reclamando nuestra atención. Las dos, obedientes, nos dispusimos a atenderlo. Ana le besó en los labios y enseguida recordé su beso... ¡Qué bien besaba aquella chica! Yo me apliqué en las tetillas de Luis, ya que, mientras ellos se besaban, Ana lo pajeaba. Lamí, pellizqué, chupé y hasta se las mordí, pues él me lo pidió, muy excitado.

—Ahora quiero sentir vuestros labios en la polla, mmmmm —pidió. Las dos nos aplicamos a la vez. Con nuestras bocas recorríamos su miembro y, a veces, nuestros labios se encontraban en la punta. Entonces nos besábamos, sin dejar de acariciarlo. Así seguimos durante unos minutos, hasta que nos pidió que nos acariciásemos los pechos. A partir de entonces, nosotras ocupamos el centro de la cama. Ana se tumbó y yo me adentré en territorio desconocido. Nunca había acariciado antes a una mujer, pero improvisé, y resultó agradable. Tomé esos grandes pechos entre mis manos, sentí su textura, su suavidad, la cadencia de sus vaivenes... Recorrí con la lengua esos duros pezones, más oscuros y grandes que los míos, y los apresé entre mis labios. Fue una experiencia muy morbosa.

Mientras yo estaba centrada en Ana, Luis tomó el vibrador y se dedicó a estimularme desde atrás. Me separó más las piernas y comenzó a penetrarme con él. A causa de los avances de Luis con el juguetito, empecé a gemir sobre los pechos de Ana. Ésta, más excitada ya, separó sus piernas y guió mi cabeza entre ellas. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, lo hice. Con los dedos separé sus labios y busqué su clítoris con la lengua... A juzgar por sus gemidos, supe que no lo estaba haciendo del todo mal. Mientras, Luis ya había introducido el vibrador en mi empapada vagina. Me llenaba por completo y me satisfacía enormemente sentir su textura rugosa. Con las acometidas del vibrador, aún me avoqué más sobre Ana y su sexo húmedo y palpitante. Las dos gemíamos al unísono y Luis nos animaba, más excitado que nunca.

Tras unos minutos, sentí que la vagina de Ana se convulsionaba. Seguí libando sus fluidos, sujetándola durante el orgasmo. Me embargó una sensación pletórica, como de triunfo personal, pues yo había sido capaz de hacerla disfrutar... Fue algo que, de antemano, no me había esperado. ¡No sabía que sería capaz de ello! Para mí fue una especie de descubrimiento. Y me gustó la sensación, sin duda.

Esa vez me quedé con las ganas de que Luis me penetrara, pues se excitó tanto viendo a Ana en pleno éxtasis que se derramó entre espasmos encima de mi trasero.