miprimita.com

Mi primera regla

en Transexuales

MI PRIMERA REGLA

Llevaba ya varios años probándome las bragas, sostenes y otras prendas de mi hermana a escondidas, me encantaba sentirlas en mi cuerpo y mirármelas puestas frente al espejo, haciendo todo tipo de poses insinuantes y fantaseando con ser nena, si bien el paquete que tenía entre las piernas no ayudara mucho al cuadro, pues no sólo era difícil esconderlo por completo sino que apenas me vestía me excitaba, se paraba y arruinaba la figura, y no se volvía a aplacar hasta que acababa masturbándome.

Me daba un miedo enorme que me pescaran, que alguien se diera cuenta pero no podía parar, y así, con el tiempo, con el paso de los años, fui incluso acumulando varias prendas, que le tomaba a mi mamá o a mi hermana, a veces a mis primas y tías, y de cuando en cuando les robaba también algunas toallas femeninas, que me encantaba usar con las bragas, por más que no tuviera nada con que mancharlas.

Aunque eso cambió un día en que, al descubrir una toalla recién desechada por mi hermana, sin pensármelo demasiado, y pese a lo grotesco que hubiera podido parecer al principio, la recogí del cesto y rápido me fui a mi cuarto, donde, tras lograr controlar la excitación, bajé mis pantalones y mis pantis (que casi siempre usaba) y, con cuidado de no mancharme, coloqué la toalla con aquella sangre menstrual aún fresca.

Por desgracia, la excitación fue demasiada como para contenerme y tuve que masturbarme, luego de lo cual se me pasó bastante el entusiasmo, la cosa ya no me pareció tan excitante y pensé en deshacerme de aquella cosa, pero, al final, tras pensármelo dos veces, acabé diciéndome que tampoco para las chicas debía ser precisamente cómodo andar con esas cosas durante su regla así que, doblando muy bien mi pija y escondiéndola como siempre, me subí el panti con la toalla.

Al poco rato, cuando el menstruo aquel se aparejó con la temperatura de mi cuerpo, ya no se sintió tan raro, comencé a acostumbrarme y hasta a dejar de pensar en ello por largo rato, de modo que no volví a pajearme sino hasta por la noche antes de dormir, cuando, pese a no quererlo, tuve que quitármela.

Lo bueno fue que la regla de mi hermana duró un par de días más, durante los cuales desechó alrededor de cinco toallas, que yo sustraje apenas tuve oportunidad y me las puse, incluso al irme a la escuela, no obstante el miedo que me daba y sin importarme tampoco lo que pudiera decir Enrique.

No lo podía evitar.

Por fortuna nada pasó, la semana transcurrió como de costumbre, y tanto me acostumbré a llevar mi toalla manchada bajo el uniforme que, por momentos, casi se me olvidó. Casi. Porque no podía confiarme demasiado: un día apenas salir de la escuela descubrí que un poquito, apenas una gota de la sangre se había filtrado y manchado mi pantalón, obligándome a usar una toalla limpia debajo de la manchada para evitar más ‘accidentes’... lo que curiosamente me hizo sentir más femenina, pues pude vislumbrar en cierto modo lo que cualquier otra chica debía pasar para evitar esos derrames.

Llegó al fin el viernes, y como hacíamos desde hacía varios meses, me fui a casa de Enrique al salir de la escuela, pues ese día de la semana no había nadie, sus papás llegaban ambos tarde, y como siempre nos subimos derecho a su habitación, tras tomar unos refrescos y frituras de la cocina.

Como de costumbre, yo encendí la tele, busqué sin prestar demasiada atención algo que ver y fingí no darme cuenta cuando él se me vino encima buscando mi boca.

—¿Qué? —me preguntó, contrariado, extrañado de que no saltara como siempre encima de su polla.

—Quizá no deberíamos —le dije, mirándolo con cuidado a los ojos.

—¿Por qué?

—Tengo mi regla.

—¿Tu qué?

—Mi regla, tengo la regla.

Él se rió, luego me miró, se rió de nuevo y, al no encontrar una risa en respuesta, se enserió y me preguntó qué carajos quería decir.

—Eso, que tengo mi regla, ¿no me crees?

—Ah, mierda, ¿si no querías cojer para qué viniste?

—Sí quiero cojer, sólo te digo que tengo mi regla... si a ti no te importa... —le dije, y al fin le sonreí.

—Pinche loca, qué pinche regla ni qué nada, anda ven, te traigo unas ganas...

Nos besamos, nos revolcamos en su cama, y con el ruido de la tele al fondo nos manoseamos como de costumbre, hasta que, al cabo, él me tocó ahí y sintió cierta humedad extraña.

—¿Ya te veniste? —me preguntó, apartándose un poco.

—No, es mi regla, ya te dije.

Él volvió a mirarme extrañado, empezando a enfadarse de verdad, así que me medio incorporé en la cama, me bajé los pantalones, y le mostré.

—A veces sangro un poco —le dije, bajándome también las bragas, que ya él había visto muchas veces, aunque nunca con una toalla manchada.

—No mames... ¿y sangras de dónde?

—Pues de aquí —le indiqué, señalando con un dedo por debajo de los testículos— tengo una, digamos, rajita...

Él ahora sí que se turbó, y dudó, me escudriñó, quizá intentó reírse un poco, pero no lo hizo, y, en cambio, me miró fijamente.

—¿O sea que... tienes... como panocha?

—Pues algo así, pero es chiquitita, como un hoyito nomás —seguí yo diciéndole chorradas, tan convencida yo misma de lo que decía que también empecé a creérmelo.

—O sea... que eres como un poco... mujer... o sea... eres, ¿cómo se dice?, ¿herma... eso?

—Sepa, igual y sí. ¿Lo quieres sentir?

—¿Qué cosa?

—Pues mi... cosa esta.

Él volvió a mirarme extrañado, ahora incluso un poco espantado, pero, al cabo de un par de segundos, tras escudriñar cuidadoso mi mirada, dijo:

—A ver —y se acercó a mí.

Yo le tomé la mano y, dirigiéndolo, lo hice que tocara con un dedo justo donde le decía que estaba mi micro-raja.

Y supongo que fue mi actuación, la seriedad con que dije e hice todo aquello, además del hecho de que no supiéramos en realidad gran cosa de anatomía o de sexualidad ni de ninguna otra maldita cosa, sin mencionar que siempre tuve yo justo ahí un pequeño pliegue, que en verdad parecía una mini-panocha según se la mirara, pero que bien sabía yo que no era más que un pliegue detrás del escroto, pero el punto es que me dijo que en verdad la sentía.

—No mames... ¿y cómo nunca me dijiste... y cómo no la sentí?

—No importa, yo casi nunca me acuerdo, sólo cuando sangro un poco cada mes... anda, ya, ven —le dije, extendiendo mi mano y acariciando su pija, que ya se le había desinflado.

—Mmhhh...

—¿Qué, ya no me vas a querer cojer así?

—No sé... es raro... —dijo él, un poco enfurruñado, pensando quién sabe qué cosas.

—Seguro que no es tan raro, a lo mejor por eso me encanta tanto tu verga —le dije, acariciándole la pija, que poco a poco comenzaba a endurecerse.

—Pues igual y sí... —dijo al fin, cada vez más convencido, y tras un momento se volvió hacia mí y me preguntó:

—No me estás cuenteando, ¿verdad... perra?

—¡Ji, ji, nooo! Es en serio, perro, qué importa, mi panocha de verdad la tengo acá atrás de todos modos —le dije, y volví a abalanzarme sobre su boca.

—Perra golosa —me susurró, respondiendo a mis besos y manoseándome de nuevo el trasero, con la pija ya bien parada.

—Perro sarnoso...

Con él encima de mí me abrí de piernas, me quité como pude las bragas con la toalla y sentí todo su peso, el calor y la suave dureza de su pija apuntando a la entrada de mi orto.

Ya tan excitado como yo, y preciso, seguro, acostumbrado a tenerme de esa forma, sin piedad me la enterró.

—¡Aayyyy! —gemí yo maricona, un poco adolorida al sentir ese primer arrimón.

—¡Aahhhh...! —gimió él también, aliviado tras toda esa semana, empezando a hacer presión.

—¡Ayyy... ayyy! —seguí gimiendo yo, abrazándome a su cuello, con algo de dolor y más bien excitación, al sentir su miembro duro abrirse paso en mí.

Por más que mi recto se hubiera ido acostumbrando a la penetración, siempre era un poco doloroso al inicio, antes de que el esfínter se relajara y se dejara sodomizar.

Llevábamos ya casi un año cojiendo, luego de aquella primera vez durante el campamento de verano, cuando, al quedarnos a solas en la tienda de campaña ya por la noche, la cercanía e intimidad llevaron a las confesiones, a un mayor entendimiento y, al final, a mí respondiendo con entusiasmo a su erección. Nos entendimos. Nos besamos. Cojimos en silencio y también miedo, pendientes a los ruidos pero también con gran satisfacción, a él le encantó entrarme y a mí que me entrara. Cuando al final me preguntó si quería ser su perra, yo le dije que sí... por supuesto que sí.

Su verga ahora estaba ya bien dentro, dura, firme, y entraba y salía rítmicamente, me clavaba y salía un poco, me clavaba y salía un poco, mientras seguíamos besándonos en la boca, acariciándonos, mis piernas y mis nalgas bien abiertas, mi pija igual despierta y tan firme como la suya.

—¿Quién es mi perra? —decía, sin dejar de penetrarme, mis pies descansando sobre sus hombros.

—Yo, mi amor, yo soy tu perra.

Ya mi ano le daba entrada libre, todo el tronco se me entraba y por momentos la cabeza acariciaba el fondo, haciéndome gemir de placer.

—¡Aay, sí, sí... qué rica vergaaa!!

—Golosa... aahhh... aahh...

Nunca antes había tenido novio, y a veces apenas me lo creía, me encantaba ser su novia, así fuera sólo de clóset, pues en la escuela ni siquiera nos tocábamos, no podía tomarlo de la mano ni besarlo como hacían las otras chicas con sus novios, y por eso era tan rico cada vez, hacer de hembra y complacerlo como macho.

Tras un rato se detuvo, me la sacó, y me ordenó que me volteara.

Yo me puse en posición, en cuatro ofreciéndole las nalgas, y, tras echarle una mirada coqueta invitándolo a gozarme, sentí sus manos sujetarme de las caderas, y una vez más su rica verga entrándome por atrás.

—¡Ayy, sí, sí, cójeme, cójeme... perro, cójeme...!

—Perrita loca...

—Ji, ji, ji... tu perrita loca...

—Ahhh... ahhh...

—¡Rico, rico, rico! —gritaba yo contenta, feliz de ser su hembra.

Siguió penetrándome duro y sabroso largo rato, cada vez durábamos más, y como no había peligro de que alguien llegara y nos interrumpiera, yo me entregaba a él con toda mi alma: de verdad que lo adoraba.

A veces él se cansaba, entendiblemente, así que tenía yo que enterrármela solita, echándole las nalgas para atrás, haciendo trabajar mi abdomen, mis muslos y caderas, comiéndomela golosa, saboreándola tan grande y gorda como era, hasta que también yo me cansaba, pero entonces él ya restaurado continuaba y así nos la podíamos llevar por mucho tiempo.

Tanto nos comenzamos a entender que sabía ya, por sus jadeos, sus movimientos, sus estremecimientos, el momento en que estaba a punto de venirse, y gemía con más ganas, jadeaba yo también, lista y deseosa de recibir mi premio semanal: una pequeña explosión caliente bañó mis entrañas, preñándome, y tan rica sensación tuve entonces que acabé por venirme yo también.

—¡Aayyy, siiií, siiií! ¡Vente, mi amor, vente!

—¡Aahhh... aahhh...! ¡Perra!

—¡Ayy, perro, sí, sí...!

Siguió empalándome deseoso hasta deslecharse por completo, dejando en mi interior toda la leche que acumulara en la semana, y yo lo exprimí lo más posible entre las paredes de mi recto, no queriendo que escapara ni una gota fuera de mí, pues fantaseaba que mi perro me dejaba embarazada... de verdad que me habría encantado tener un hijito suyo.

Caímos rendidos en la cama, resoplamos, y al cabo de un rato nos sonreímos y nos besamos. Realmente valía la pena esperar toda la semana por aquello.

—Me encanta que seas mi perra —me susurró abrazado a mí, dándome de besitos tras la oreja.

—Ji, ji... me encanta ser tu perra —le susurré yo también, sonriéndole enamorada, sintiéndome protegida entre sus brazos.

Solita y ya flácida, su pija resbaló y salió de mí.

—Tengo hambre.

—Yo también, ¿vemos una película?

—Va.

Poco antes de las diez, cuando más o menos calculamos que regresarían sus papás, al fin pedimos un taxi y nos despedimos. En mi casa nadie sabía, claro, que mi ‘amigo’ Enrique era en realidad mi novio Enrique, nadie más que nosotros dos sabíamos que éramos novios, y eso me frustraba un poco a veces, me enfadaba, pero no había de otra, pues de todas formas a mí misma me daba un miedo enorme todavía siquiera imaginar salir del clóset.

En todo caso, cada mes a partir de entonces, la regla de mi hermana se coordinó con la mía, y cada mes sin falta, al ver Enrique la toalla manchada, me preguntaba entre rudo y cariñoso si tenía ganas de cojer... porque a veces, tan creyéndome yo misma todo el cuento e incapaz ya de confesarle la verdad, en serio llegaba a sentir cólicos, dolores de cabeza y me ponía de mal humor... pero igual casi siempre acabábamos cojiendo.

Aquéllos sí que fueron buenos años.