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Cenicienta

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CENICIENTA

***

—¡Carajo, este café está bien frío! —gritó, haciendo enfadado la taza a un lado.

Bien sabía yo que había estado trabajando sin parar desde hacía dos semanas, que el tiempo de la entrega se iba acercando y que el ayudante no le ayudaba en realidad mucho, así que, sin darme por enterada de su enfado, retiré la taza.

—Perdona, ahora te preparo otro.

—Y a ver si le pones más sal a estos frijoles, no me saben a nada.

—Sí, perdona.

Mientras el agua se calentaba él siguió comiéndose el desayuno refunfuñando, meditabundo, pensando de seguro en todo lo que tendría que hacer esa mañana, sin prestarme atención.

Una vez que el café estuvo listo le serví y me puse a lavar los trastes.

—Espero unas visitas más tarde, a ver si limpias un poco —dijo después, y yo refrené mis ganas de decirle que siempre le tenía bien limpio y no hacía falta que me dijera nada.

En lugar de eso, me serené, tomé aire, y me fui derecho a donde estaba sentado.

—¿Qué? —exclamó.

Sin agregar palabra yo me arrodillé, pasé las manos por su entrepierna y le desabroché el cinturón.

—Bueno, bueno... ahora no hay tiempo para...

—Shh, shh —exclamé, y sin hacerle caso bajé los pantalones, el calzón y, como tantas veces había hecho, me metí su pija en la boca, que no tardó en ponerse bien erecta.

—Aahh... mujer... te digo que no... ahhh... —siguió replicando él, gruñón como de costumbre, sin ninguna intención en realidad de que le hiciera caso.

Chupé y lamí la gruesa cabeza, apreté el gordo tronco con los labios, succioné, succioné, jugueteando con la lengua, apretándolo de cuando en cuando, yendo de arriba abajo, tal como sabía que le gustaba.

—Aahh... aaahh... —gemía él, apoyando ya sus manos sobre mi cabeza.

Y yo seguí mama que mama, chupando y succionando muy bien toda su polla, intentando relajarlo, apaciguarlo, para que no se la pasara todo el día rezongando y pudiera trabajar bien.

Era cansado, con todo y la mucha práctica que había tenido en esos años, pero era necesario y, tomando apenas algunas breves pausas para respirar profundo y descansar un poco los labios, se la seguí mamando un buen rato.

—Ahh... sí... ahí vienen... aahhh —exclamó él, sintiendo cómo se venía, y yo, chupando aún con más ganas, comencé a ordeñarlo—. Eso... eso... trágatelos... trágatelos... aahh...

Su leche tenía un sabor muy fuerte, amargo, pero ya me había acostumbrado y me la pasaba sin ascos. Lo exprimí tanto como pude, sacando hasta la última gota, y su pija sólo salió de mi boca cuando ya estuvo bien flácida de nuevo.

—Aahh... bueno, bueno, ya estuvo bien... gracias... —me dijo, y me ayudó a levantarme.

—¿Quieres que te prepare otra cosa?

—No, no, estuvo muy bien... —dijo, y, antes de que me diera media vuelta, me atrajo hacia él, me abrazó y me dio unos besitos de disculpa.

Una media hora después llegaron unos hombres, el supervisor de la fábrica y el padre Ignacio.

—Buenos días, señora, ¿está su marido? —preguntó el supervisor, luego de que les abriera la puerta.

—Sí, pasen, está atrás en el taller, ya los está esperando.

Bien sabían los dos, sobre todo el padre Ignacio, que no estábamos casados, pero igual todo mundo me llamaba su esposa, y ni a él ni a mí nos causaba ningún problema.

Estuvieron hablando un buen rato, al parecer se necesitaban nuevas bancas en la iglesia y varias reparaciones, montones de aparejos de madera, y necesitaban llegar a un acuerdo sobre el coste y los tiempos.

Me alegró escucharlo reír cuando fui a llevarles un café, pues no sólo era gruñón con todo mundo sino que tenía fama de intratable, tanto que casi nadie solía venir a vernos ni se quedaba mucho tiempo, aparte de por asuntos de trabajo.

Los dejé tratar sus asuntos y me fui a la cocina, acabé de limpiar y me fui luego al mercado, donde compré todo lo necesario para preparar un buen caldo de res, que a él le encantaba.

Como casi siempre, el ayudante se sentó con nosotros a la hora de la comida, estuvieron platicando sobre algún mueble que les habían encargado y, al terminar, el hombre me agradeció mucho el plato, que al parecer le gustó mucho, y hasta se ofreció a lavar los trastes, pero yo de inmediato me negué y me apresuré a recoger todo, para que ‘mi marido’ no se fuera a enfadar. Era mi trabajo hacer esas cosas.

Un poco antes de que anocheciera me fui a la iglesia, no porque en verdad fuera muy devota ni tuviera muchas ganas, pero había que mantener buenas relaciones con la demás gente del pueblo, intentar llevarse bien con todos en la medida de lo posible, y me entretuve platicando de esto y aquello con las demás mujeres del coro, llegando apenas a tiempo a preparar la cena.

Él se había bañado ya, se veía claramente más relajado, y cenamos tranquilamente escuchando algo de música.

Tras acabar de lavar los trastes me recosté junto a él en el sofá y estuvimos viendo un rato la tele. Como el programa no estaba realmente muy interesante, al poco rato me comencé a adormilar, despertándome sin embargo la sensación de su pija erecta recargada en mi trasero.

Lo miré y le sonreí, pasé mis manos bajo la falda y me bajé las bragas, ayudándolo a dirigir su verga a la entrada de mi cola.

A pesar de ser tan grande ya apenas y me dolía cuando me entraba, me había acostumbrado tanto a sentirlo dentro de mí que mi hoyo le daba entrada sin problemas, lo recibía con gusto y se dejaba poseer sin resistencia.

Cojimos un buen rato, sin prestar atención a la tele, en relativo silencio, gimiendo sólo de cuando en cuando, riendo, y cuando nos cansamos de estar de lado yo me puse en cuatro en el sillón y él, levantándome la falda, volvió a encularme.

Me encantaba el sonido que hacían mis nalgas al chocar contra su cadera, sus manos duras, recias y grandes sujetándome bien, sin dejarme de penetrar una y otra vez, una y otra vez su gran verga me entraba por atrás, me hacía suya, mientras me besuqueaba en la nuca, detrás de las orejas, acariciaba debajo del sostén mis pequeños pechos, y de cuando en cuando acariciaba también mi falo erecto.

—Aahhh... nena......

—Mmhh... mi amor...

—Qué nalgotas que tienes... aahhh...

—Ji, ji... mmmhhh —gemía yo, complacida, recibiendo a mi hombre satisfecha y agradecida.

Cuando al fin el deslechó dentro de mí, la sensación fue demasiada como para poder aguantar y yo también me vine, manchando bastante mi falda.

—Ay, bueno, ya mañana la lavo.

—Je, je.

Nos acurrucamos otro rato, adormilados los dos, y no fue sino ya bien tarde, poco antes de la hora de acostarnos, que me dijo:

—El padre otra vez me dio la lata con lo del matrimonio.

—Oh... y... ¿qué... qué le dijiste? —le pregunté, como intentando no darle demasiada importancia.

—Bueno, ya sabes cómo son por aquí... a mí en realidad me tiene sin cuidado, que se vayan todos a la mierda...

—Sí... claro...

Estuvimos un rato en silencio, lo sentí respirar detrás de mí y luego bostezar.

—En fin... bueno... tú... ¿tú qué piensas...? —me preguntó al fin.

—¿Yo? No sé... lo que tú quieras... yo no...

—Sería raro, ya sabes, y luego ¿a quién vamos a invitar?

—Sí, claro...

—Seguro que, de alguna forma, mi hermano se enteraría y... bueno...

—Sí, tienes razón... mejor no hacer mucho barullo...

Y claro que yo también había pensado muchas veces en eso, y acababa diciéndome que no podría ser, por más que, en la práctica, fuéramos ya desde hacía un par de años marido y mujer.

Sin importar que los tiempos estuvieran cambiando y que hubiera de seguro más de alguno en nuestra misma situación, el pueblo no era muy grande y seguía constituyendo una anomalía que una pareja viviera junta sin casarse.

Por otra parte, estaba el asunto del trabajo, pues, como me había explicado ya David alguna vez, el padre tenía todavía una enorme influencia en todo el pueblo, y a él no le gustaba mucho nuestra situación anómala (¡y menos mal que no tenía ni idea de lo demás!), por lo que podía afectar mucho en el trabajo que él pudiera conseguir.

En todo caso, lo más complicado era de seguro la familia, pues aunque no nos tratábamos de hecho con ninguno, y vivíamos tan lejos de todos modos, una boda llamaría mucho la atención, y todos por allá se acabarían enterando de que el tío David se había al fin casado, sin decirle a nadie... lo que, bien pensado, quizá ni siquiera les extrañaría demasiado... en cambio, lo que sí les haría poner el grito en el cielo sería enterarse de quién era la novia...

Por lo que puedo recordar, siempre había sido huraño y solitario, muy rara vez lo veíamos por la casa, nadie en la familia osaba meterse en sus asuntos, y hasta era posible que se sintieran aliviados de que viviera tan lejos. Por eso mismo debió impresionarme aquel día que, sin que al parecer viniera a cuento, antes de marcharse luego de una breve visita, se acercara a mí y me dijera que, en caso de que tuviera alguna necesidad no dudara en contar con él para lo que fuera.

Quizá era que ya por entonces me notara algo raro, inusual, como de hecho todos lo hacían, pues con el pasar de los años mi amaneramiento y comportamiento tan poco masculino no hizo más que aumentar, hasta que un día, de plano, en casa me dieron un ultimátum: o me enderezaba y empezaba a comportarme ‘como hombre’, o ya me iba buscando otro lugar dónde vivir.

—Yo aquí no quiero jotos —había dicho papá, y eso fue quizá lo último que de él escuché, porque me marché de casa esa misma noche.

Ya sin nada que perder, al fin me vestí como quise, una minifalda de mezclilla vieja que llevaba usando a escondidas durante años, una blusita rosa y zapatos de tacón alto y grueso, y así anduve algunos días vagando de aquí para allá, con la poca ropa que tenía, acabándoseme muy rápido el poco dinero que lograra juntar, y si bien era ya suficientemente ‘pasable’ como para que no se me notara y no me molestaran, llegó un punto en que tuve que decidirme a presentarme ante mi tío, así como estaba, con la esperanza de que su ofrecimiento de ayuda fuera en serio, y que incluso viéndome de esa forma me recibiera.

Llegué a aquel pueblo en un autobús destartalado a última hora de la tarde, ya sin un peso en el bolsillo y sin saber muy bien dónde era la casa, pues nunca había estado ahí, y preguntando por ‘el maestro carpintero’ llegué al fin ante su puerta y toqué.

Se demoró un poco en abrir, y aunque me reconoció en seguida, tardó en abrir la boca o hacer un movimiento, de rechazo o de bienvenida o lo que fuera.

—Perdona, tío... yo... no tenía a dónde ir... y... —empecé a decir yo, sin conseguir soltarle el pequeño discurso que había preparado, y en lugar de eso me puse a lloriquear.

—Sí, sí, pasa, ven, no te quedes ahí —dijo él al fin, y tomando mi pequeña maleta me invitó a entrar.

Luego de sollozar un rato, intenté explicarle todo lo que había pasado, cómo me habían corrido de la casa, los días que anduve por ahí sin siquiera comer, y todo lo demás.

—Sí, bueno... está bien, está bien, ¿por qué no comes algo y descansas? Yo tengo ahorita mucho qué hacer, perdona, pero come, y si quieres duérmete un rato, ya hablaremos en la noche.

—Sí, está bien... gracias —le dije, agradecida en verdad hasta las lágrimas.

Después que me llené el estómago con lo poco que pude encontrar, miré aquel lugar no muy acogedor, sucio, desordenado, una casa de hombre solo, pero estaba tan cansada que me fui a acostar y no me desperté sino hasta la mañana siguiente.

Lo encontré desayunando un pan duro con café hirviendo, y, tras darme los buenos días, me invitó a sentarme.

—No me ha dado tiempo de ir a comprar para comer, pero toma el pan que quieras —me dijo, y yo, un poco turbada todavía por la naturalidad con que me trataba, tomé un trozo e intenté comer. Estaba durísimo, pero no me quejé.

—Bueno, yo tengo que empezar a trabajar, ¿por qué no te bañas y... te cambias de ropa? No creo que a la gente de por aquí le guste como vas vestida —dijo, así, ‘vestida’, lo que un poco me desconcertó, pero se sintió tan bien y fue tan espontáneo que no pude más que sonreírle.

—Casi no tengo ropa, yo...

—No te apures, yo aquí tengo alguna que seguro te sirve.

Temiendo en el fondo que, apenas bañarme, mi tío me obligaría (como en casa) a vestirme ‘como hombrecito’ y me montaría en el primer autobús que saliera del pueblo, me metí a bañar, sentí quitarme un kilo de mugre de encima, me refresqué, me recuperé, todavía tenía hambre pero ya me volvía a sentir con fuerzas, y al volver al cuarto encontré a mi tío con un montón de vestidos en el brazo.

—Bueno, ponte uno de estos, seguro que te quedan muy bien, eran de... de alguien que... vivía aquí —dijo, aturrullándose un poquito, dejándolos sobre la cama.

—Sí, gracias, tío... —le sonreí aliviada, mirando todos esos vestidos tan bonitos.

—También hay zapatos en el clóset, no sé si te quedarán.

—Okey, gracias, ahorita me los pruebo —volví a decir yo, sintiendo que otra vez me venían las lágrimas de puro agradecida.

—Bueno... yo me voy a seguirle... Si quieres limpia el cuarto de enfrente, para que te puedas quedar ahí, hace ya rato que no se usa.

—Muy bien... sí... gracias...

Contenta, en verdad contenta, me probé frente al espejo cada uno de los vestidos, largos y de amplia falda, de colores brillantes y algunos de flores, y me decidí por uno blanco estampado de florecitas rojas; tuve sin embargo que ponerme de nuevo el mismo bra y la mismas bragas, pues no tenía otras, y busqué luego en el ropero los zapatos, que eran varios pares y por fortuna me quedaron, siendo mi pie más bien pequeño.

Había algunos de tacón pero, dado que iba a ponerme a limpiar, mejor me decidí por unos de piso color crema, y así, al fin, emocionada, me fui al cuarto aquel, que en verdad estaba lleno de trastos y de polvo.

Me arrepentí de haberme puesto el vestido blanco, que al poco rato se manchó, pero de igual forma me apliqué con ganas a la tarea, recogí esto y aquello, sacudí, barrí, y para cuando mi tío llegó a decirme que era hora de comer, ya tenía todo casi listo.

Comimos un pollo asado que él fue a comprar al mercado, y sólo entonces fue que, ya con más detalle, sin trabarme por los chillidos, pude contarle todo el cuento.

Él escuchó atento, aunque sin mirarme, sin dejar de comer, asintiendo de cuando en cuando con la cabeza o gruñendo.

—Sí, bueno... no te preocupes, puedes quedarte todo el tiempo que quieras, de verdad, pero... bueno... quizá... no sé... quizá no sea bueno que me andes diciendo ‘tío’... es decir... bueno...

—¿Y cómo le llamo entonces?

—Por mi nombre, supongo... Seguro que ya para estas horas todo mundo sabe que tengo una chica nueva en la casa.

—¿Nueva?

—Sí, sí... bueno, esas son otras historias, no importa... ¿Y... cómo te voy a llamar yo?

—Pues... siempre me ha gustado... Ali... Alicia...

—Sí, bien... Alicia, pues... Sí, te queda... está bien. Si quieres limpia un poco por aquí, yo todavía tengo mucho que hacer —dijo, acabando con la conversación, y se marchó al taller.

Yo seguí limpiando, más contenta todavía pues tenía el estómago bien lleno después de quién sabe cuántos días, y una vez que dejé el cuarto lo suficientemente limpio me seguí con la sala, el comedor, la cocina, todo lo cual era un desastre, y de hecho tardaría varios días en dejarlo en verdad presentable. Por lo pronto, quedó tan limpio como para que dieran ganas de comer ahí.

Acabé sin embargo tan sucia y sudada que tuve que meterme a bañar de nuevo, me puse un vestido verde chillón, de media manga, muy amplio como los otros, y con él puesto me senté a la mesa para la cena.

—Bueno —empezó él, como siempre, después de comer en silencio—. Si vas a quedarte voy a necesitar que me ayudes a llevar la casa, yo no puedo ocuparme de nada de eso con el taller...

—Sí, tío, está bien... perdón, David...

—Vas a ocuparte de la comida, de ir a comprar y esas cosas, yo te doy dinero en la mañana, ¿sabes cocinar?

—Sí, claro, sé hacer muchas cosas.

—Muy bien, muy bien... ya hacía rato que no tenía una mujer por aquí, como te habrás podido dar cuenta, así que... bueno... me ayudarías mucho si te ocuparas de todo eso.

—Sí, claro, como tú digas tí... David.

—Bueno, muy bien... creo que ya es tarde, me voy a acostar, ¿ya quedó listo tu cuarto?

—Sí, ya, limpié lo mejor que pude.

Así que nos despedimos, él se fue a su cuarto y yo me recosté en el que ahora era mío, preguntándome quién sería esa última mujer de mi tío, de quien quizás eran todos esos vestidos y zapatos que me habían quedado tan bien.

Al poco rato me quedé dormida, aunque me desperté varias veces en la noche al sentir algún bicho en la cama.

Temprano al día siguiente le preparé el desayuno por primera vez, huevos con jamón y frijoles, que fui a comprar yo misma al mercado, comimos en silencio y nos pusimos luego cada uno a lo suyo, él a seguir trajinando en su taller y yo a limpiar aquel mugrero de casa.

También me encargué de preparar la comida, no sólo para nosotros dos sino para el ayudante, que me dijo que se sentaría a la mesa con nosotros.

Yo al principio me desconcerté, me turbé, tener a alguien más ahí me parecía muy pronto, no sabía qué iba a decir o cómo comportarme, pero, al final, el ayudante, un hombre ya mayor y achaparrado, amable y bonachón, no hizo el menor comentario, tan sólo me saludó con cortesía, como si fuera la cosa más normal del mundo, me agradeció la comida y se fueron después los dos a seguir trabajando. Iba resultando evidente para mí que mi tío había tenido varias mujeres, de las que yo sería sólo la más reciente.

Pasaron así unos cuantos días, en que me fui acostumbrando a estar en aquella casa, en aquel pueblo tan distintos a mi casa en la ciudad, a ir al mercado por la mañana, preparar la comida y servirles, limpiar, limpiar, limpiar, había tanto por limpiar y arreglar en esa casa, y luego esos bichos en la cama que no me dejaban dormir.

Por la noche se lo hice saber a mi... a David.

—Mañana pongo insecticida. Hacía ya mucho que nadie usaba el cuarto, me hubieras dicho antes.

—Tampoco es tan malo...

—Bueno... si quieres... para que no vuelvas a pasar la noche así... puedes venirte a... mi cuarto... —dijo de pronto, sin mirarme, acabando de comer su último bocado.

—¿Pero tú dónde vas a do...? —empecé a decir yo, antes de darme plena cuenta de lo que me estaba diciendo.

—Si quieres, digo, por mí no hay problema, sólo digo.

—Sí, gracias... —dije yo, turbada otra vez, sonrojándome nerviosa, y me puse a fregar los trastes mientras él encendía la televisión.

Como después se nos iría haciendo rutina, me senté con él a ver cualquier cosa, una película vieja, alguna serie, el noticiero, en silencio, hasta que ya cansados o aburridos empezamos a bostezar.

—Bueno, me voy a la cama... ¿vienes? —dijo él, levantándose y estirándose, y yo lo miré atentamente por primera vez desde mi lugar. Era en verdad fuerte, muy muy fuerte, el trabajo en el taller se le notaba en todo el cuerpo, en especial los brazos, era velludo, la barba tupida y descuidada, y, tragando saliva, también yo me levanté.

—Sí... está bien... sólo me lavo los dientes —le respondí, y nerviosa me metí al baño, sin poder dejar de pensar mientras me cepillaba una y otra vez, mucho más tiempo de lo ordinario, lo que quizá estaba a punto de pasar.

Sin embargo, cuando entré al cuarto, ya David estaba roncando, metido entre las cobijas, y, un poco decepcionada, un poco aliviada, yo me quité el vestido y me acosté junto a él.

Me despertó por la mañana el ruido de la cocina, los gruñidos, y apresurada me levanté a prepararle.

—Duermes mucho, niña —me dijo, poniendo el agua para el café.

—Perdona, no estoy acostumbrada... Deja ya, yo te preparo.

Como todos los días, acabando de desayunar yo me fui al mercado, compré los víveres, jabón, y hasta me detuve en una tienda de ropa a mirar la lencería.

—Tenemos unos modelos nuevos y conjuntos muy lindos que nos llegaron esta semana, señorita —me abordó la empleada, al verme curiosear por ahí.

—Ay, bueno, sólo estoy mirando, no creo que me alcance con el dinero que me dio mi... mi...

—¿Es usted nueva por aquí, no es cierto?

—Sí... bueno, llevo ya varios días...

—Ya, ya —dijo ella, mirándome con curiosidad, quizás algo de sorna, pues bien que sabría (como todos) que era la nueva mujer del maestro carpintero—. Podemos hacerle un descuento, si compra el juego de tanga y bra le saldría casi con treinta por ciento menos.

—Sí, bueno... de verdad es muy bonito, pero... quizá después.

—Ande, linda, seguro que se le vería muy bien.

—Bueno, ya veré luego —dije, y salí sonriente, alegre de que, así como de pronto, todo mundo me viera y me tratara como mujer, sin ningún problema, y hasta me divertía que me vieran con algo de suspicacia, creyéndome la mujer de mi tío, quizá una más de varias otras que había tenido.

El día pasó como de costumbre, la casa ya se veía mucho mejor, tanto que pude recostarme un rato y luego seguir probándome la ropa que iba descubriendo en el cuarto mientras limpiaba, aunque no había ropa interior, lo que me puso a pensar en la linda lencería de la tienda, en mi bra viejo y tan usado, en que no tenía un peso en el bolsillo y en que mi provisión de antiandrógenos y hormonales estaba también por terminarse.

Estuve pensando todo el día siguiente cómo pedirle dinero, pues el tratamiento era algo caro, y además tenía tantas ganas de comprarme algo de aquella ropa tan bonita.

—Sí, claro, ¿como cuánto sería? —me respondió él cuando le dije por la noche, para mi asombro, pues no tuve que explicarle en realidad gran cosa.

—No sé... bueno, es que... bueno, las pastillas son algo caras... o no tanto... pero... y además... no tengo nada de ropa interior, y en el cuarto no hay... o no encontré...

—Sí, claro, creo que puedo dejarte tres mil, ¿está bien?

—Ay, sí, está bien, hasta creo que es mucho...

—¿Pero no dices que no tienes nada? Cómprate lo que ocupes.

—Sí, bueno... gracias, tío... digo, David, está bien.

Acabamos de cenar, lavé los trastes, nos sentamos en el sofá a ver la tele, una película de fantasía bastante tonta pero divertida, y nos reímos y hasta platicamos un poco. Ya tarde empezó a hacer bastante frío, y yo con sólo mi vestido lo resentí mucho, así que él, sin preguntarme ni decir nada, me atrajo hacia él y me abrazó.

—Estás helada, ¿te traigo una cobija?

—No, está bien... es la falta de costumbre, se pone muy frío por aquí a veces.

—Sí —dijo él, y seguimos mirando la película, abrazados, acurrucándome yo sobre él y acomodándome al calor de su cuerpo.

Acabado de bañar, como siempre hacía después del trabajo, olía muy bien, y me gustó tanto estar de esa forma, tan a gusto y descansada que no tardé en quedarme bien dormida.

Me despertó suavemente al acabarse la película.

—Bueno, de veras que eres dormilona, vámonos ya a acostar —me dijo, dándome un golpecito en la mano.

—Sí, okey —le respondí, desperezándome.

Tal como la noche anterior, me metí a cepillarme, me tardé de propósito, y al llegar al cuarto lo encontré ya dormido, roncando a todo pulmón. Así que sólo me desvestí y me metí bajo las cobijas, sentí su cuerpo, su calor, y deseé, en verdad deseé que me hiciera su mujer... aunque no me atreví a pegármele o a despertarlo.

Al día siguiente fue más o menos lo mismo, la misma rutina, aunque esta vez me levanté antes que él, le preparé y me fui a hacer las compras, deteniéndome en la farmacia a comprar mis pastillas y luego a la tienda de ropa a escoger lo que quería. Por primera vez en mi vida me compré un bra, bragas, nuevecitas, que serían sólo para mí, y me alegré de no tener que volverme a poner esa ropa usada de mi hermana.

Apenas llegar a casa me la probé, me miré encantada en el espejo, y todo el día anduve con la sonrisa en los labios al sentirla sobre en mi cuerpo.

Me dio tiempo de lavar su ropa, de arreglar su cuarto, acomodar sus cosas, y varias veces, al sentir el aroma de su cuerpo impregnado en todo eso, sentí no sé qué en el estómago y también en mi colita: una especie de estremecimiento o de vacío que necesitaba llenar.

Comimos con el ayudante, cenamos, pero en lugar de ver la tele, siendo ya fin de semana, él me preguntó si quería salir un rato.

—No sé, a dar la vuelta, por un helado, nomás para no estar aquí.

—Sí, está bien, deja me pongo un suéter.

Así que salimos a la calle, fresca, todas las luces del pueblo encendidas, mucho más llenas de gente que de costumbre.

Y si bien no fue más que una caminata, al mismo tiempo fue para mí en verdad increíble. Todo mundo nos saludaba con un leve movimiento de cabeza, y mi tío respondía, a veces sonreía, sin preocuparse en lo más mínimo de lo que seguramente cuchichearían a nuestras espaldas, llevándome a su lado.

Fuimos por un helado, paseamos por la plaza, escuchamos a unos músicos, comimos luego unos esquites y, ya casi a media noche, con los pies bien cansados, regresamos a la casa.

—Bueno, ahora sí ya me cansé, me voy a acostar, ¿vienes? —me preguntó, ya encaminándose al cuarto.

Esta vez me apresuré a lavarme, ya no pretendí tardarme, y al entrar al cuarto lo encontré desvistiéndose.

Lo vi de cuerpo entero, con apenas calzoncillos, y era puro músculo, de todo aquel trabajo manual que hacía todos los días. Esa extraña sensación, en mi estómago y en mi colita me volvió, me estremecí ligeramente, y, del otro lado de la cama, yo también comencé a desvestirme.

—Vaya... ¿ésa es la ropa que compraste? —me preguntó, al mirar el bra color rosa intenso y las braguitas de encaje que me comprara.

—Sí, está linda, ¿no? —dije yo sin pensar, mirándome hacia abajo.

—Sí... se te ve... muy linda... y... vaya... creí que usabas relleno o algo así...

—No, o bueno, un poquito, las pastillas no hacen milagros —le respondí, sonrojándome, pero un poco vanidosa de mis pequeñas tetas.

—Bueno, sí... en fin... buenas noches —dijo entonces, y se acostó, dándome la espalda.

Un poco decepcionada, confusa, yo apagué la luz, me acomodé entre las cobijas e intenté dormirme, pero esa extraña sensación no se iba, mucho menos sabiendo que él en realidad no dormía... así que, venciendo mi miedo y nervios, me acerqué a él de espaldas, me le pegué lo más que pude, y esperé...

Al poco rato él se volvió, aunque yo no me moví, sólo sentí su respiración en mi cuello, el calor de su cuerpo, e incluso pude ‘intuir’ la erección de su verga.

—Tío... David... —susurré, nerviosa.

—¿Dime?

—Si quieres... digo... me gustaría... no sé si tú quieras... —las palabras no me salían, y respiraba entrecortada, espantada de pronto de que se negara, de que sólo me estuviera imaginando cosas que no había.

—¿Qué cosa?

Yo entonces también me volví, y pude verlo a la tenue luz que llegaba de la calle.

—¿Crees que... bueno... si quieres... puedes hacerme... tu mujer?

—Ya eres mi mujer —dijo él, y levantando una mano despejó un mechón de pelo de mi frente.

—Ji, ji... ¿sí?... pero... quise decir...

—Me encantaría.

—¿Sí?

—Sí, desde que te vi de pie en mi puerta me dieron ganas de hacerte mi mujer.

—¿Y por qué no dijiste nada? Yo hasta creí que no... que no te gustaba...

—No quería forzarte... y cómo carajos no me vas a gustar, eres más linda que cualquiera de las viejas de por aquí.

—Ji, ji... ¿sí?

—Mucho más linda... la más linda que haya visto.

—¿Más que tus otras mujeres?

—Mucho... y no han sido tantas... además...

—¿Qué?

—La última era como tú.

—¿Como yo?

—Una chica como tú.

—Oh.

—Pero para nada tan linda.

—Ji, ji...

—Quizá te duela un poco.

—Sí, ya sé... digo, sé que es difícil la primera vez, pero... no importa... quiero mucho hacerlo...

—¿Nunca te han penetrado?

—No... nunca...

—Vaya...

Se acercó y me besó, y la sensación en mi estómago creció, y mi colita se estremeció, así que lo besé de vuelta y comenzamos a acariciarnos, a tocarnos todo el cuerpo, nerviosa estiré la mano y sentí por primera vez su pija, la acaricié, la froté, y deseé como nunca tenerla adentro de mí.

Jugueteamos otro rato, jadeando, nos quitamos el resto de ropa, él miró mis pequeños pechos hormonados y me los besó, me los chupó, y yo me sentí en las nubes, mi excitación crecía y crecía, al igual que mi erección, que a él no pareció molestarle en lo más mínimo, lo cual me alivió enormemente.

Después de un rato besándonos y acariciándonos, yo no pude más, y jadeando, gimiendo, le pedí que lo hiciera.

—Penétrame, por favor... penétrame...

—Muy bien... voltéate.

Con mano experta, sabiendo muy bien lo que hacía, escupió algo de saliva en mi orto, me masajeó, introdujo a continuación un par de dedos y más saliva, dilatándome y haciéndome gemir de excitación.

—Mmhh... ya hazlo, por favor... quiero que me entres... —le pedía yo mientras me dedeaba, no pudiendo en verdad aguantar más.

—Shh, espera, espera, no te quiero lastimar... necesitas estar bien dilatadita...

Así que aguardé, aguardé una eternidad hasta que él consideró que era suficiente, y sentí entonces, al fin, la punta de su gran verga erecta recargarse sobre mi ano.

—Bueno, va a doler, pero intenta aguantar, ¿vale?

—Sí, sí, dale...

Y él lo hizo, empujó la cabeza y ésta se abrió paso en mi cola, abriéndome por primera vez, y haciéndome gritar de excitación y de dolor.

—¡Aayyy!

—Shh, shhh... ahorita pasa... verás como pasa...

—Aayy... duele mucho...

—Eres virgencita, así debe ser, me voy a quedar quieto en lo que tu colita se acostumbra —dijo, sin salirse ni entrar más, aguardando.

—Okey... okey... sí... ya pasó... creo que ya...

—¿Segura?

—Sí, ya... sigue...

Y él volvió a empujar, y yo volví a gritar al sentir cómo la cabezota entraba entera, y luego el tronco, y me dolía tanto que ni siquiera podía moverme, gritaba, y por un momento incluso deseé que se saliera.

—Ahí vamos, ahí vamos... aguanta... sólo te hace falta abrirte un poco más y verás qué rico...

—Ay, tío... no creí que doliera tanto...

—Cosa de un ratito... intenta no hacerme fuerza, suéltate, ¿lista?

—Sí, creo que sí...

—Aguanta, esta vez no me voy a detener, te va a doler mucho al principio, pero verás cómo se te pasa...

—Okey, sí... —dije yo, excitadísima, adolorida, un tanto espantada, pero intentando resistir como me decía.

Y sí, vaya que volvió a doler, mucho, pero tal como él me dijera, esta vez no se detuvo ante mis gritos, sino que siguió penetrando y penetrando, apoderándose completamente de mi cola, enterrándomela bien a fondo, sacándola luego un poco, enterrando y saliendo, enterrando y saliendo, hasta que, antes de que pudiera darme plena cuenta, ya estaba disfrutando sin dolor alguno la cojida, ya no sentía más que un placer enorme con su hombría dentro de mí, haciéndome al fin mujer, completamente mujer, y ahora gemía y gritaba de puro contenta.

—Ayyy... ayyy... siiií... mmmhh...

—¿Te gusta, nena...?

—Ay sí, sí, me encanta, qué rico... mmhhh...

—Ahh... hermosa...

—Mmmhhh... mmhhh... qué rico... qué rico... —seguí gimiendo yo, encantada de sentir su verga enorme entrarme y salirme por atrás.

—Aahhh... nena hermosa... —decía él, con mi trasero desnudo entre sus manos, descargando toda esa energía viril que seguro hacía ya rato que no podía descargar con nadie.

—Aayyy, ayyy... sí, sí, más, más... dame más duro... mmhh... más duro...

Y él me dio más duro, más y más duro, fuerte, tosco incluso, aunque sin perder cierta ternura, y seguimos cogiendo y cogiendo largo rato...

En algún momento mi excitación fue tanta que me vine, tuve un orgasmo anal que provocó cierto cierre de mi recto, y eso lo estimuló a que endureciera más sus arremetidas, dándome con todo, como a punto de romperme el trasero, hasta que al fin él también se vino, pero dentro de mí.

—Aahhh... ahhhh... —gimió, gozoso, satisfecho, quizá tanto como yo, antes de caer rendido en la cama, y yo junto a él.

Aun después de que su miembro flácido me dejara, seguí sintiendo el empuje de sus arremetidas en mi cola. Un poco de su leche me escurrió por las nalgas, y no pude evitar llevarme la mano hacia atrás y sentirla entre los dedos.

—Bueno... supongo que ahora sí eres oficialmente mi mujer...

—Ji, ji... sí.

—¿Te gustó?

—Mucho, muchísimo... me encantó... gracias...

—Gracias a ti, nena...

Así que ya no volví nunca al otro cuarto, desde entonces dormimos juntos y, sobre todo los primeros tiempos, cojíamos tres o cuatro veces al día, nos fuimos sencillamente acostumbrando uno a otra, yo empecé a conocer sus caprichos, él los míos, muy lentamente aprendí a aguantarle su desplantes de malhumor, me encargué de la casa, y cuando salíamos cada semana él me tomaba de la mano o la cintura, me presentaba como Alicia cuando hacía falta, y dos años ya se habían pasado de esa forma.

Así pues, cuando esa noche él me habló del matrimonio, yo no supe qué decir, pues aunque claro que yo quería, y me habría encantado de hecho ser su mujer en toda regla, sabía que sería complicado y no quería tampoco presionarlo.

Tres días después de aquella charla, sin embargo, él me llevó un vestido nuevo, blanco, amplísimo, lo más cercano a un vestido de novia que pudo conseguir así de pronto, y me dijo que, si se trataba sólo de complacer al padre, bien podríamos casarnos en la iglesia y punto, nada de trámites oficiales y documentos complicados, que no harían más que llamar la atención más de la cuenta.

—Así ya dejarán de molestar.

Yo me le quedé mirando atónita, sin saber qué decir, puede que no entendiendo bien a bien lo que me decía, así que miré el vestido, luego lo volví a mirar a él, y, con un hilo de voz, le pregunté qué quería decir.

—Pues, vamos a casarnos, mujer... si quieres.

—Ohhh —exclamé yo, llevándome una mano al rostro y poniéndome a chillar de pronto, sin poder creerlo todavía.

—Ah, sí, mira, hasta te compré anillo y todo... —dijo, y torpe sacó una cajita con un anillo barato que compraría quién sabe dónde.

—Ay, tío... —se me salió a mí decirle, como hacía ya mucho que no hacía, y emocionada a más no poder estiré mi mano—. Sí, está bien, claro que sí.

Él me colocó la argolla, y al fin, una semana después, vestida de blanco, nos casamos en el templo local, para gran alivio del padre Ignacio.