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El despertar de la líbido. Cap. 4: bañera de zinc

en Amor filial

La oportunidad del siguiente paso, el del primer contacto físico, llegaría a las tres semanas de la paja en el baño. 

 

Cada tres o cuatro días, se repetía el ritual: yo anunciaba a bombo y platillo que me iba al baño, dejaba la puerta entreabierta y me dedicaba una masturbación lenta, gustosa, haciendo comentarios, sin ser explícitos, dirigidos a mi hermosa madre. Ella, furtiva, espiaba mi quehacer, ignorando que su presencia no pasaba desapercibida. Posteriormente, en la soledad de su dormitorio, ella se castigaba el coño y el culo, unas veces con su amiguito de silicona, otras con sus traviesos dedos, siempre ataviada con lencería muy sexy y zapatos de tacón. Yo, desde mi habitación y gracias a la cámara oculta, disfrutaba de esas sesiones autocomplacientes que mi madre se regalaba.

 

Cierta tarde de hastío, a finales de Agosto, cuando el calor seco suele apretar de forma soporífera, más por estas latitudes del sur peninsular, la oportunidad que esperaba apareció.

 

Mi despampanante madre, aburrida en esas horas muertas del sesteo vespertino, se dedicaba a ordenar viejas fotos olvidadas en algún cajón. Vestía un blusón ancho y abotonado por su parte delantera hasta arriba del todo, de flores de múltiples colores, que le alcanzaba más allá de sus rodillas, sus alpargatas grises de andar por casa y el clásico pañuelo azul marino para el pelo, que siempre usaba para las tareas del hogar; nada que ver con lo que escondían los roperos y cajones de su dormitorio. Miraba aquellas fotos con mirada nostálgica, rememorando un tiempo pasado siempre mejor.

 

- Mira, Juanito, parece que fuera ayer... - comentaba melancólica. - Ojalá pudiéramos volver a aquella época, cuando los dineros sobraban, y tu padre y tu hermano se ausentaban menos.

 

Las personas que viven su vida en soledad gustan de rumiar los recuerdos de un pasado falsamente esplendoroso, más en estas aldeas costeras, donde la emigración a las grandes ciudades y la industrialización de algunas actividades, artesanales en un pretérito no tan lejano, como la pesca, obligaban a los trabajadores a multiplicar las horas de esfuerzo. En el sector pesquero, esto se traducía en largas jornadas de ausencia en el hogar, viviendo literalmente en alta mar durante semanas.

 

Entre aquellas instantáneas, aparecieron algunas de mis primeros baños, siendo yo un pipiolo de año y medio, en la sempiterna bañera de zinc, la misma que aún usábamos en casa; la misma donde, en esas semanas, yo me masturbaba y mi madre espiaba.

 

- ¿Esa bañera siempre ha estado aquí, má? - pregunté, fingiendo inocencia.

 

- Siempre. Tus abuelos, los padres de tu padre, ya hacían uso de ella antes de casarnos nosotros.

 

La soledad y la melancolía a veces debilitan la razón de las personas. Y las llevan a realizar actos inexplicables y absurdos, buscando revivir aquellos años pasados donde la vida daba mejores o, al menos, distintas oportunidades. Era el ejemplo de mi madre: durante el día, mujer abnegada y entregada a sus tareas del hogar; durante la noche, un volcán en ebullición, suplicante por escupir su lava. Decidí tentar la suerte. Lancé la moneda al aire.

 

- Má, me siento mal porque estés así, tan sola, recordando aquellos días. 

 

- Ya, hijo. Daría lo que fuera por revivir aquella felicidad.

 

- Pues hagámoslo.

 

- ¿Hagámoslo?

 

- Mira esas fotos, má. Báñame, como cuando era un bebé. 

 

Mi madre clavó en mí su mirada, sorprendida. Unos rosetones color bermellón colorearon sus mejillas.

 

- Hijo, tienes ya 16 años. 

 

- Má, no seas boba. Será como un juego. Hay confianza. Sólo por subirte esos ánimos.

 

- ¿No te importa que tu madre te vea en cueros?

 

- Me has visto millones de veces. Sigo siendo un crío. Si casi ni tengo vellos.

 

- No sé, hijo mío....

 

- Mira, yo me voy a la bañera. Tú te lo piensas, má. Y haces lo que quieras.

 

Intentando no flaquear ni admitir que aquello en verdad me perturbaba sobremanera, intentando mostrar naturalidad, me levanté dispuesto y me dirigí al baño. Aquel instante era el todo o la nada, el sí o el no, el principio o el fin de mis fantasías.

 

Templé el agua y llené suficientemente la bañera de zinc para que mi cuerpo no quedara cubierto por completo. Me despojé de los harapos y me introduje en el receptáculo. Cerré los ojos. Y esperé.

 

- ¿Sigues con la idea del jueguecito, Juanito, hijo? - su voz fue como una descarga que me recorrió el espinazo. 

 

- ¿Y por qué no? - la miré desde la bañera, apoyada en el quicio de la puerta del baño, aún ataviada con su camisola de flores, el pañuelo azul y las alpargatas. Se descalzó y, con cierta desconfianza, se fue aproximando. Yo permanecía yacente en la bañera de zinc, mostrando falso desinterés.

 

- Esto es muy raro, hijo, - puntualizó - ya no eres un bebé.

 

Mi polla, en estado de semierección, descansaba solícita sobre mi abdomen. Yo luchaba internamente por evitar que el mastil se izara por completo. Mi madre esquivaba dirigir la mirada a mis partes.

 

- Anda ven, toma - la animé, entregándole la esponja- enjabóname la espalda.

 

Me incorporé en la bañera, dándole la espalda. Oculta ahora a sus ojos, mi picha creció libre hasta alcanzar sus 29 centímetros de esplendor.

 

Mi madre colocó unas toallas en el suelo, junto a la bañera de zinc, y se situó, de pie, sobre ellas. El contacto primero me cogió desprevenido; mi madre, esponja en mano, restregaba mi espalda de forma pausada, pero con decisión.

 

- Má, ahora los brazos.

 

Coloqué los brazos en cruz. Ella, sumisa y obediente, se afanó en limpiar mis hombros, axilas, bíceps y antebrazos.

 

- Y las piernas. - la orden era tajante, sin darle opción ni alternativa alguna.

 

Separé ambos muslos y mi madre los restregó por su parte trasera. Bajó hasta las corvas y las pantorrillas.

 

- Queda el trasero - le solicité.

 

Tardó unos segundos en acatar la exigencia. Se entretuvo fregoteando ambos cachetes largo rato.

 

- Limpia bien por en medio, má.

 

Separé más los muslos, y ella accedió a limpiar mi raja trasera y mi ano.

 

- Ahora toca por delante, má....

 

- Sí... - fue su escueta respuesta.

 

Me volteé, mostrando sin pudor mi bestial erección. Ella evitaba mirar directamente a la polla. Su respiración se aceleraba por segundos; la mía le iba a la par. El ambiente era de tensión máxima, podía mascarse. La líbido de ambos nos hacía temblar e hiperventilar.

 

Al estar yo en la tinaja, y estar ésta unos veinte centímetros sobre el nivel del suelo, mi madre, mujerona de 1,76, quedaba a la altura de mi pecho.

 

Empezó restregando las clavículas, mi pecho ralo y los costados. Se entretenía en esas zonas, sin atreverse a descender.

 

- Má, más abajo. - le exigí.

 

Siguió bajando, perdiendo tiempo en el abdomen. Evitaba a toda costa mirar el pollón de 29 centímetros que casi la rozaba.

 

- Más abajo.

 

- Hijo....

 

- Má, más abajo.

 

Ella alzó la mirada y clavó sus ojazos verdes en los míos. Era una mirada suplicando piedad, pero a la vez impaciente por lo que pudiera venir. Por primera vez, bajó la mirada a mi balano. Parecióme no sorprenderse al ver la descomunal erección.

 

- Hijo, esto... mira cómo estás... esto no es  normal.

 

- ¿Y por qué no, má? Ya me has lavado la pilila muchas veces.

 

- Ya, Juanito. Pero te he dicho que ya no eres un bebé. Has crecido y eres todo un hombre. Y, además, mira cómo la tienes, hijo.

 

- Anda, má. No digas tonterías. - y lancé el órdago definitivo - Límpiame bien la polla.

 

Era la primera vez que usaba directamente con ella un lenguaje soez, vulgar, intimidatorio. Ella abrió sus ojos desorbitadamente, ante la orden explícita. Una orden que daba por finiquitado cualquier atisbo de duda por su parte. Una orden que significaba un punto y aparte en nuestra relación. Una orden que enterraba la vida de madre e hijo que hasta ahora habíamos llevado.

 

Sin otra opción, agarró la esponja con su mano derecha, y acarició torpemente la superficie de mi falo. 

 

- Deja la esponja, má, que me araña.

 

Soltó la esponja en el suelo, dudó unos segundos, se embadurnó la mano diestra con jabón, y finalmente empezó a acariciar mi enhiesto pene. 

 

Mi madre tiene unas manos delicadas, de dedos finos, largos y muy cuidados. Suele tener las uñas lacradas, cosa que a mí siempre me ha llamado la atención en ella; mi madre, a pesar de su recatada vestimenta y su estilo de vida hogareño y simplón, cuidaba su imagen, se maquillaba asiduamente, se acicalaba, peinaba sus zaínos cabellos; sobre todo cuando mi padre permanecía temporadas en casa.

 

Empezó tocando solo la parte del tronco, de forma rápida y como queriendo acabar con todo aquello.

 

- Má, despacio. Y límpiamelo todo entero.

 

Ella asintió con la cabeza. Asió el pene por el tronco y fue moviendo sus dedos arriba y abajo, completamente enjabonados, lavando mi nastro en todo su recorrido. El grosor del badajo impedía abarcarlo en todo su diámetro sólo con su mano derecha. El glande seguía oculto por el prepucio, a pesar de la erección.

 

- Así, má. Sácale brillo. La puntita está sucia.

 

- Hijo, por favor. No digas esas guarradas.

 

- Descapúllame la picha, má.

 

- ¡¡HIJO!!.

 

- Venga, má, baja el pellejo.

 

- Eres un pervertido, Juan. - usaba la forma no diminutiva de mi nombre, fingiendo enfadado. 

 

- Saca el capullo, má.

 

Por algún motivo, aquel vocabulario vulgar despertaba en ella más morbo. Se expresaba en sus ligeros gemidos, en la aceleración de sus movimientos respiratorios, en el temblor de sus dedos. Acercó estos a la punta de mi cubierto carajo, y, muy despacio, bajó el prepucio. Ante sus ojos apareció mi glande en forma de champiñón, completamente violáceo de la congestión.

 

- Lávalo bien. 

 

Acataba, sumisa, las órdenes dadas por su propio hijo. Asumía con resignación, aunque también con evidente vicio, el rol que cada uno estábamos representando en este morboso juego.

 

Con la mano derecha, acarició el capullo, provocando en mí el mayor de los placeres. Pero al ser yo pellejoso desde siempre en esa zona, el prepucio subía y volvía a cubrir el cimborrio.

 

- Má, así no puede ser...

 

- No... - confirmó ella.

 

- Sabes lo que debes hacer, ¿verdad, má?

 

- Sí, hijo...

 

- Pues dilo.

 

- ¡¡JUAN, POR FAVOR!!

 

- Dilo, má. Que yo te escuche.

 

- Usar las dos manos - sentenció, como en un susurro.

 

- ¿Qué has dicho?

 

- Limpiarte el pito usando las dos manos, Juanito - esta vez fue contundente y clara. 

 

Aceptaba sin remisión su papel de madre sumisa, de madre que iba a masturbar a su hijo cuantas veces él quisiera, de madre que se convertiría en la puta de su propio vástago.

 

Se volvió a enjabonar, pero esta vez ambas manos. Descapuchó la polla con la mano izquierda, manteniendo el prepucio bajado y el glande expuesto. Acercó su mano derecha y acarició suavemente el morado cabezón. 

 

Masajeaba el capullo, lo acariciaba, manoseaba el frenillo de forma descarada con la yema de sus delicados dedos, abrazaba el champiñón entre el pulgar y el índice, rozaba con la palma de la mano el orificio del pito. Siempre con la mano derecha, mientras la izquierda mantenía el pellejo retirado. Aquello era una masturbación en toda regla. Pero faltaba, para cumplir con mi protocolo preideado, que ambos confirmáramos que aquello había dejado de ser un simple lavado.

 

- Así, má. ¿Sabes lo que estás haciendo?

 

- Sí, hijo.

 

- Dilo.

 

Ya no vaciló. La frontera del pudor y el recato había sido vencida.

 

- Una paja.

 

- ¿Y sabes cómo me gusta que me la hagan?

 

- Sí.

 

- Dilo también.

 

- A dos manos.

 

- ¿Me has oído mientras me masturbaba?

 

- Sí.

 

- ¿Sabes que todas esas pajas eran por ti?

 

- Sí, hijo mío.

 

- Pues afánate, má. 

 

- Juanito, por Dios... ¿por qué me hablas así? Soy tu madre.

 

Ignorando sus fútiles y ficticias súplicas, seguí exigiendo.

 

- Hazme gozar como siempre he soñado.

 

- ¡¡HIJO, POR FAVOR!! 

 

- Hazme una buena paja, má.

 

Ella, que hasta ese momento había permanecido de pie, se arrodilló obediente sobre las toallas, agarró mi polla con las dos manos a la altura del tronco, y empezó a subir y bajar, de forma lenta y morbosa. Yo la observada desde mi posición; ella no perdía detalle de mi balano. La polla quedaba a escasos centímetros de su precioso rostro. Sus gemidos competían con los míos. Disfrutaba con aquello tanto o más que yo, aunque no lo admitiera.

 

- ¡¡AHHHH, MÁ!!.... SIGUE ASÍ.... SI SIGUES HACIENDO ESO... MÁ.... SI SIGUES MENEÁNDO LA PICHA ASÍ ¿SABES QUÉ PASARÁ?

 

- Sí, hijo.

 

- DILO.

 

- Vas a eyacular.

 

- ¿QUIERES VER CÓMO EYACULO?

 

- Por Dios, hijo....

 

- ¿QUIERES VER CÓMO ME CORRO? DILO, MÁ.

 

- Lo deseo con toda mi alma, Juan de mi vida.

 

- YA LO HAS VISTO OTRAS VECES, ¿VERDAD?

 

- Sí

 

- ¿¿Y DISFRUTASTE, MÁ??

 

- Sí, hijo 

 

- ¿¿CUÁNTO??

 

- Mucho.

 

- ¿MUCHO?

 

- Muchísimo. 

 

- ¿TE MASTURBABAS DESPUÉS?

 

- Sí.

 

- ¿Y TENÍAS ORGASMOS?

 

- Claro...

 

- ¿SABES LO QUE ERES, MÁ?

 

- Eso no, hijo mío... eso no.

 

- DILO, MÁ.

 

- No, por favor.... hijo de mi vida... lo que sea, pero eso no me obligues a decirlo.

 

- ¡¡DILO!!

 

Bajó la mirada, con resignación, y apostilló.

 

- U... una puta.

 

Fue sólo un susurro, un leve quejido, un débil lamento.

 

- ¡DILO MÁS FUERTE!

 

- ¡UNA PUTA!

 

- ¡¡QUE SE ENTERE TODO EL VECINDARIO!!

 

- ¡¡LA MAYOR DE LAS ZORRAS, JUANITO!! ¡¡LA PUTA MÁS GUARRA DEL MUNDO!! ¡¡UNA FURCIA QUE SE MUERE POR EL POLLÓN DE SU HIJO, EL PEQUEÑO!!

 

- ¿PENSABAS EN MI POLLA CUANDO TE TOCABAS?

 

- CLARO,  HIJO MÍO.

 

- ¿Y QUÉ PENSABAS?

 

- JUAN, YA ESTÁ, POR FAVOR...NO SEAS CRUEL.

 

- DI QUÉ PENSABAS, MÁ.

 

- DE TODO, HIJO MÍO... DE TODO

 

- ¡¡PUES DILO!!

 

- QUE TE HACÍA PAJAS.

 

- ¿Y QUÉ MÁS, MÁ? ¿QUÉ OTRAS COSAS IMAGINABAS?

 

- ¡¡HIJO!!

 

- DILO, QUE YO ME ENTERE, MÁ.

 

- QUE TE LA CHUPABA.

 

- ¿¿QUÉ??

 

- QUE TE HACÍA MAMADAS, HIJO MÍO.

 

- ¿QUÉ MÁS COSAS, MÁ?

 

- QUE METÍAS EL PITO ENTRE LAS TETAS Y ME LAS FOLLABAS.

 

- ¿TIENES LAS TETAS MUY GRANDES, MÁ?

 

- MUCHO.

 

- ¿SUFICIENTE PARA QUE ME LAS FOLLE CON ESTE POLLÓN?

 

- ¡¡JUAN, POR DIOS, QUÉ COSAS ME HACES DECIR, HIJO MÍO!!

 

- DILO, MÁ.

 

- MÁS QUE SUFICIENTE.

 

- Y ADEMÁS DE  LAS TETAS, ¿QUÉ MÁS IMAGINABA QUE TE FOLLABA, MÁ?

 

- EL COÑO, JUAN. IMAGINABA QUE ME FOLLABAS EL COÑO. 

 

Mi madre hacía uso también de un lenguaje poco ortodoxo y nada recatado, desinhibida como estaba con la tremenda paja que estaba realizando.

 

- ¿ALGO MÁS?

 

- Sí....

 

- ¿CÓMO?

 

- QUE SÍ, JUANITO, AMOR MÍO.... ALGO MÁS.

 

- DILO.

 

- EL CULO...

 

- ¿QUÉ? DILO QUE SE ENTIENDA BIEN, MÁ.

 

- QUE ME FOLLABAS EL CULO, JUANITO. QUE ME DABAS MUY DURO POR DETRÁS, Y YO LLORABA DE GUSTO Y ME VOLVÍA LOCA, HIJO MÍO.

 

- ¡JODER, MÁ! ERES MUY GUARRA

 

- HIJO... YO...

 

- ¿DISFRUTAS CON ESTO?

 

- MUCHO

 

- ¿TE DA MORBO LO QUE ESTÁS HACIÉNDOLE A TU PROPIO HIJO, MÁ?

 

- NO IMAGINAS CUANTO, REY MÍO.

 

- ¿QUIERES QUE ME CORRA YA?

 

- CLARO QUE SÍ, AMOR MÍO...

 

- ¡¡PUES DALE CAÑA, QUE ME VENGO!!

 

Agarró fuerte el pene con ambas manos, y, a una velocidad endiablada, lo masturbó como lo que ella había admitido ser: una puta de tomo y lomo.

 

- AHHHHHHHHH TOMA LECHE. MIRA LA LECHE DE TU HIJO. ME CORROOOOOOOO..JODER, MÁ, QUÉ GUSTAZO.... AGGGGGGGGG

 

Fue la corrida más brutal que había sentido hasta ese momento. Varios espesos chorros fueron a caer en la cara de mi madre, su camisola, sus manos... ella, con los ojos como platos, no dejó de exprimir la picha con ambas manos hasta que ésta quedó flácida. Yo, obnubilado del gustazo, caí sentado en la bañera, recuperando la respiración.

 

- Te quiero, má. - concluí.

 

- Y yo a ti, hijo mío. Te dejo aquí tranquilo. Voy a lavarme al otro aseo.

 

Se levantó y, meneando su culazo, desapareció de mi vista.

 

"He despertado su líbido" pensé, sonriendo de felicidad.