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A Mabel la heredé

en Lésbicos

A Mabel la heredé -por decirlo de alguna manera- cuando compré la casa hace cinco años. Sus anteriores dueños dejaban el país cuando yo tenía apuro por adquirir una propiedad. Por esas cosas del destino, cuando dispone ser benigno, me enteré de que estaba en venta. De esto a poseer el título de propiedad no pasó gran tiempo, además de que las cuestiones financieras se resolvieron para ambas partes convenientemente.

En oportunidad en que fui a conocerla, sus propietarios me recibieron como se recibe a quien les solucionaría un problema, sin contar con la carga afectiva que suma el hecho de desprenderse de una casa. El matrimonio se esforzó por mostrarme cada rincón de la casa, referir cada particularidad del funcionamiento y también contar más de una anécdota ocurrida sin poca emoción.

La recorrida terminó en el living donde, ya más relajados: ellos de la tensión que ocurre en estos casos y yo de soportarlo, conversamos hasta bien entrada la noche. Fue entonces cuando la mujer me interrogó sobre la posibilidad de mantener a Mabel sirviéndome, desplegando a su vez las virtudes y buena calificación de la mucama. No me demoré en asentir que Mabel mantendría su puesto en la casa.

Así como importantes detalles puedan pasar inadvertidos para mí, no me ocurre ser indiferente a la sensualidad de las personas. Mabel arremetía gran porción de ella con unas delanteras llamativas, inquietas, gratas aún cuando era imposible no ponerse nervioso con su observación.

Saber llevar un buen par de globos puede más que otras cualidades más ecuménicas, lo se en cuanto es de las que mejor esgrimo.

Sin dar lugar a razonamientos, ni considerar ventajas o sus opuestas, decidí que Mabel se quedaría, su sensualidad era más que suficiente para la labor.

De eso ya pasaron tres años, no me equivoqué con obedecer al instinto en la decisión de entonces. Mabel sigue sorprendiéndome día a día.

Desde el principio sentí que con sus modales y actitudes estaba siempre como que cortejándome. Su costumbre en usar vestimenta estrecha (daba la impresión de esa ropa regalada que por necesidad -seguramente no era el caso de Mabel, no sólo porque su sueldo no era despreciable sino porque no tenía gastos fijos que atender- se usa pese a que no calce adecuadamente en nuestro cuerpo); las medias de nylon eran una constante fuera cual fuere la temperatura; los tacones, igual; el cabello peinado con cierto exotismo, renegrido, largo, trenzado hacia el costado cayéndole sobre el busto; el rostro rebosante de cosmética y una fragancia a jazmines que lo inundaba todo.

Pese a que esta descripción pudiera resultar en una imagen burda, no lo era pues se sumaba a ella sus modales educados, su discreción y un encanto especial, único en su carácter que evidenciaba lealtad absoluta, una mujer con mayúsculas.

Por esas cuestiones de prejuicios, ubicación en los roles y respeto, yo trataba de disimular la atracción que ejercía sobre mí. Sabiéndome heterosexual y que mi opción es hombre, no podía evitar que su ángel me subyugara. Mezcla de ternura y deseo, admiración también, me tenía muy desconcertada.

Me había levantado más tarde de lo habitual, no tenía trabajo ese día y me dedicaría a mi persona. De esos días que nos tomamos las mujeres para ponernos a punto: arreglarnos el cabello, las manos y los pies, depilarnos, darnos masajes, dormir, terminar el libro empezado.

Bajé a preparar el desayuno y me sorprendió ver a Mabel, era su franco y aún no se había retirado de la casa. Me dijo que no se iría, que no tenía ganas de visitar sobrinos y que preferiría quedarse. Preparé café y me senté en la cocina a conversar con ella. Le comenté que necesitaba depilarme y me contestó que ella lo haría por mí.

Estaba hermosa, en esta oportunidad llevaba un jean; cosa extraña en ella- y una camiseta muy liviana. No pude entonces contener decirle lo hermosa que estaba y que fantásticos globos tenía, envidiables según se veían tras la blusa. Mabel reía al tiempo que me confesaba que sabía cuanto agradaban sus senos. Le confesé cuan excitantes eran ellos para mi y que me gustaría verlos, conocer sus formas libres de telas y saber como eran sus pezones.

Sin más preámbulo se quitó la blusa, al momento saltaron ante mí dos globos inmensos, preciosos, de aureolas grandísimas y pezones erectos. Me contuve por acariciarlos y hasta besarlos. Ella radiante reía seguramente al notar mi incomodidad. Para salvar el momento, inconmovible, me anunció que prepararía, en la sala del gimnasio, todo para depilarme, que la esperara allí. Obediente, subí hasta el salón muy perturbada, los pezones me ardían como el deseo de restregarme a su cuerpo, y mi vagina humedecía mis piernas abundantemente. Me di una ducha y cubierta con la robe me desplomé sobre la camilla en el gimnasio.

No tardó en aparecer, cargando recipientes y toallas. Seguía sin su blusa, temeraria, deliciosa, bamboleando sus salientes.

Prendió las lámparas, el equipo de música con una melodía suave, me sujetó el cabello para que no estorbara sobre el rostro y me ayudó a quitarme la robe. Mientras limpiaba mi cutis con ungüentos y lociones, esperé hiciera algún comentario al respecto de mi cuerpo desnudo. No sentí más que su respiración y su calor el tiempo que duró la sesión.

Colocó compresas con emolientes sobre mis ojos y comenzó la depilación. Después de haber terminado con axilas y piernas yo no terminaba de relajarme totalmente: percibía el movimiento de sus globos alrededor mío, imaginaba que observaría mis lugares íntimos y esperaba ansiosa que comenzara con la entrepierna. Fue entonces cuando, firme pero delicadamente, separó mis piernas desde la ingle, ya no pude contenerme y abrí la vulva empujando un poco la pelvis hacia arriba.

La sentía hinchada, como el deseo la pone; el clítoris dilatado prolongándose fuera de los labios y una humedad persistente corría por mis grietas. Las manos de Mabel entendieron ese estado, ambas, con sus palmas tomaron desde los costados mi vulva presionándola en su base para que se saliera.

Sosteniéndola así, protegió mi clítoris hacia un costado con un paño de la cera que delicadamente aplicaba en el interior de los labios. Deliciosamente abierta como pistilos y pétalos, yo hinchaba aún más mi clítoris insuflándole el deseo que ya no podía dominar.

Terminada la depilación, sin soltar mi vulva seguramente enrojecida a esta altura, la aceitó limpiándola de restos cera con sabrosas maniobras. Con una mano renovaba la presión para que se saliera, no la liberó un instante, sino que apretaba en un punto justo y delicioso; con la otra acariciaba a lo largo mi botón agrandado surtiéndolo de alternos golpeteos con sus dedos. Pensaba en ella, en que también estaría empapada por sus fluidos y en que en ese instante, sus inmensas aureolas se contorneaban sobre mí. Fue cuando ya no contuve un chorro de jugos en una explosión maravillosa.

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