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Empotrada entre dos tíos

en Trios

Pasé la semana como pude. A veces estaba tentada en pegar un telefonazo y volver a mamar de la teta que tanto placer me había dado pero el precio y otras necesidades iban postergando la decisión. Con Carlos ya había desistido. Su teléfono parecía ser sordo a mi angustiosa llamada. Los ecos del recuerdo de aquellas tardes se iban apagando y sin fantasías nuevas que proyectar mis masturbaciones también se convertían en sucesos más mecánicos que placenteros. Recuperé el consolador que yacía olvidado en el fondo del cajón de la mesita de noche. Hacía tanto que no lo usaba que había adquirido cierta patina. Lo olí con aprensión y acabó sufriendo un intenso lavado con lejía y jabón. Tras el quirúrgico tratamiento lo unté de lubricante y me penetré con la urgencia del necesitado mientras con la otra mano me acariciaba suavemente el orificio anal. Yo soy una de esas mujeres que precisa ser rellenada con un buen trozo de carne, aunque sea de vez en cuando. Y me gustan los olores, la imprecisiones, el roce. Todo aquello que un dildo no es capaz de reproducir.

Por mucho que me empeñara ese “relleno” no era capaz de proporcionármelo mi ama de leche, ni aparentemente tampoco el artista de Carlos, así que recuerdo haber pasado una mañana de domingo desnuda frente al ordenador leyendo anuncios de tipos con supuestas pollas largas y cuerpo six pack que se ofrecían como escorts tanto a hombres como a mujeres. Al cabo de un rato arrugué la nariz un poco harta. Todos ellos ofrecían sexo convencional que no me apetecía en absoluto hasta el punto que había olvidado que estaba desnuda y mi vagina tan seca como el desierto del Sahara. Iba a cerrar el aparato cuando un anuncio llamó mi atención. En la foto se mostraban los cuerpos desnudos, uno al lado del otro, de dos jóvenes bien musculados con pollas que de haberme penetrado, y según el orificio elegido, habrían puesto en peligro mi integridad física. Se ofrecían a parejas o mujeres y hombres solos, no parecían hacer ascos a nada, y además daban un plus por el morbo de verlos follar entre ellos mientras les tocabas. Imaginar a aquel par de hombretones revolcándose sobre mi cama a la vez que los dirigía según mi fantasía más calenturienta colocando el pene de uno en el ano del otro pidiendo que lo hundiera hasta el fondo sin sufrir por el dolor ajeno, fue suficiente para que un chorro potente de jugo vaginal me recordara que ahora sí estaba desnuda y mis dedos, agrupados, podían reproducir en cierta manera la sensación que me provocaría tal cantidad de carne dentro de mí.

No tenía intención de solicitar sus servicios. Costaban una pequeña fortuna que no me podía permitir, además de que tener un par de hombres de esas dimensiones en casa – no disponían de sitio propio, decían – me tenía un poco acojonada. Por otro lado, no menos importante, el hecho de que follaran indiscriminadamente con otros hombres y mujeres les hacía sospechosos de ser portadores de innumerables enfermedades venéreas ante las que no pensaba arriesgarme. Así que les escribí un mensaje que estaba segura que nunca responderían explicando que era una mujer de pequeño tamaño, sin grandes posibilidades económicas pero con una líbido insaciable. Recalqué además que no disponía del dinero solicitado -lo repetí tantas veces para que no les cupiera duda alguna - pero que me prestaba a ser empotrada y usada a su antojo, por si algún día ellos se sentían generosos y deseaban follar por el simple placer de follar. Sexo por caridad, para hablar en plata.

Apreté el botón de enviar, con mi dedo índice aún untado de mi flujo, sonriendo como una boba. Sabía que no me iban a contestar. No hacía falta ser muy lista para darse cuenta que las fantasías eran caras y el sexo convencional barato.

Para mi sorpresa me contestaron casi de inmediato. Tan rápido que pensé que se trataba de una respuesta automática del servicio de correo activada en su ausencia. Me equivocaba. Alguien llamado “Robert” me decía que le había divertido mucho mi correo (!?) y que aquella tarde estaban libres. Que si vivía lejos y que no me preocupara, que ellos también follaban por placer de vez en cuando. La misiva estaba tan plagada de errores ortográficos que ningún sistema computerizado de respuesta automática lo habría podido generar. Eso me casaba bastante bien con lo que debía ser el expediente académico de unos tipos que se pasaban los días en el gimnasio. O bien con alguien que debía desviar gran parte de la sangre de su cerebro hacia el pene para mantener la erección de tan considerable trozo de solomillo.

Tardé unos minutos en responder cuando en realidad mi primera intención fue ignorar su respuesta. Mis manos temblaban y mi respiración era entrecortada. Hasta mi desnudez me incomodaba. En lugar de decir que no, les iba a proponer otro día cualquiera para evitar las decisiones tomadas sin pensar en las consecuencias. Y en lugar de ignorar o no responder, les di tontamente la dirección de mi casa pidiéndoles discreción en la llegada. El tal Robert me contestó con un eufórico “¡pero si estás a dos calles de donde estamos ! “ que me hizo tragar saliva. Les pedí una hora para preparme. Enviado el correo me quedé sentada unos minutos, tratando de evaluar la locura cometida. Imaginé por un momento el peor escenario. Que se trataba de un par de criminales que se aprovechaban de mi para robarme o secuestrarme. O de un tipo gordo y fofo que usando fotos ajenas trataba de aprovecharse de mujeres necesitadas de sexo. Cualquier cosa fea e imaginable pasó por mi cabeza en esos instantes. Y el miedo a coger alguna enfermedad rara me hizo buscar y recolectar por toda la casa decenas de condones que se habían dejado mis amantes o yo misma había adquirido. Descartados los envases caducados quedaba tal montón que ni Mesalina hubiera sido capaz de agotar. Me duché, me vestí con unos pantalones vaqueros ajustados que eran difíciles de poner y aún más de retirar, una camiseta blanca de algodón y ropa interior de lo más recatada. Mientras recorría el comedor arriba y abajo retorciéndome las manos mientras decidía no abrirles, o hacerme la loca por el telefonillo y no darles paso por no saber de qué me hablaban, me llamó mi madre al móvil y del salto casi me caigo por la ventana. La mujer quería hablar pero yo no estaba por la labor, así que la despedí de forma atropellada un minuto antes de la hora acordada con los dos maromos. Su última frase fue un “pórtate bien” que nunca hasta la fecha me había soltado. O sólo cuando era una niña pequeña. Balbucí que claro, que ella ya sabía quién era yo, que siempre me portaba bien. El problema era que yo ya no me reconocía en mis actos.

Fue colgar el teléfono y sonar el timbre de la puerta. Entonces recordé que la puerta de la calle a menudo estaba abierta por no sabía qué problema con la cerradura y el muelle hidráulico que catorce juntas de vecinos consecutivas no habían sido capaces de solventar. Mi corazón se aceleró. Me asomé a la mirilla y allí estaban los dos muchachos. Las fotografías que habían publicado no engañaban. Más bien al contrario. Uno de ellos era moreno y muy bien parecido mientras que el otro, algo más alto, era entre castaño y rubio. Tuve un movimiento agradable en la vagina y como me muevo gracias a ella les franqueé la puerta.

La cruzaron dos jóvenes que casi alcanzaban el metro noventa y los cuales parecían tan cohibidos como yo. A su lado parecía una muñeca. El moreno, un poco más lanzado, me dio dos besos y el otro, todavía más tímido, hizo lo mismo apretándome suavemente el brazo. Me di cuenta que eran jóvenes, mucho más de lo que había imaginado. Un poco horrorizada les pregunté la edad y me confesaron que tenían 19 años. Suspiré aliviada. Nos quedamos unos segundos en la entrada hasta que despertando de la sorpresa les hice entrar al comedor. Miraron alrededor y luego, sonriéndome con nerviosismo, me preguntaron dónde “iba a ser”. Les hice sentarse en el sofá para hablar un poquito. Necesito un poco de charla para romper el hielo. Aunque le vaya a chupar la polla a mi interlocutor. O precisamente por eso.

Fui a la cocina y saqué tres cervezas de la nevera. Se las tendí pero me las rechazaron. Ellos no bebían alcohol, solo bebidas hechas a base de proteínas. Apuré la mía casi de inmediato. Me preguntaron la edad y no les mentí. Se miraron con complicidad. Parecía que mis 36 añitos entraban dentro de sus objetivos. Por suerte no pronunciaron aquello de “mujer madura” o lo que es peor, “milf”. Les pregunté si eran pareja y lo negaron rotundamente. Lo más curioso fue que negaran también que fueran homosexuales. Ni siquiera bisexuales. Ellos practicaban sexo entre ellos por puro placer pero su objetivo principal eran las mujeres. Por desgracia había pocas que requirieran sus servicios y la mayoría de las veces eran hombres maduros los que les contrataban. Sentados al borde del sofá, tan tímidos, no parecían responder al prototipo – real o imaginado – de gigoló musculado. Me trataban con tanto respeto y educación que temía que no lo perdieran en la cama. Un poco más sueltos me explicaron que lo hacían porque querían reunir dinero para montar su propio gimnasio. Esa confesión me intranquilizó. Les recordé que no tenía dinero para pagarles e hicieron con las manos un gesto de rechazar cualquier pago explicando que les apetecía hacerlo con una mujer. Que estaban allí para cumplir cualquier fantasía que tuviera. No quisieron ser malinterpretados.

Cuando la cerveza me hizo efecto me acomodé entre ellos en el sofá. Me sentí diminuta rodeada de sus musculados brazos. Medio en broma les pedí palpar sus cuerpos y ellos no tuvieron reparo en tensar los bíceps y otros músculos cuyo nombre desconocía – ni siquiera sabía que existieran – para que les hiciera un chequeo. Excitada me preguntaba si por debajo de la cintura también había tal derroche de proteínas. Acerqué mi cabeza ladeada a la boca del rubio y me besó con tanta lengua que a punto estuvo de ahogarme. Luego giré a la derecha e hice lo mismo con el moreno. Mi mano se deslizó hasta su entrepierna y el muchacho cerró instintivamente las piernas ante el inesperado acoso. Me levanté y les conduje hasta el dormitorio. No fue un paseo largo porque mi piso es diminuto pero nos dimos tantos besos y nos tocamos por tantos sitios que se hizo eterno. Cuando alcanzamos la cama ya estaba medio desnuda. La camiseta de blanco algodón había desaparecido y mi sujetador también. Los tejanos se mantenían en su sitio – eran mis tejanos anti violación – pero mis bragas estaban tan mojadas que de no haber recibido polla en breve habría estallado un revolución en mi vagina. Ellos en cambio seguían vestidos y si acaso algo acalorados y un poco despeinados.

Me quité el pantalón con dificultades y las bragas bajaron pegadas al mismo. Los dos culturistas se desnudaron hasta quedarse en sus boxers. La luz que entraba por la ventana resaltaba sus musculados cuerpos. Bañados por el sudor, sin un vello en su cuerpo, parecían venidos de un remoto pasado de héroes griegos y sexo mitológico. Me coloqué de rodillas sobre la cama y les conminé a hacer los mismo. Nos apretamos los tres en el centro y nos besamos. Por primera vez noté sus enormes manos acariciando mi culo y rozando mi conejito. Hicieron ademán de desnudarse por completo pero se lo impedí. Quería ser yo quien descubriera sus vergas que ya apuntaban rompedoras tras los calzoncillos. Bajé la prenda al rubio y su enorme polla, liberada de la ropa, giró hacia mi cuerpo hasta pegarse a mi cadera con la fuerza de un resorte. Sintiéndome poderosa, bajé los boxers al moreno mirándole a los ojos. Su miembro eran tan grande que se arqueaba hasta casi alcanzar su ombligo. El prepucio, morado y jugoso, quedó a la altura de mi boca y solo tuve que inclinar la cabeza para llenar de carne la boca a la vez que palpaba y apretaba sus duras nalgas indicando que quería que un movimiento rítmico impulsara aún más adentro aquello que a duras penas podía comer en todo su anchura. El moreno echó la cabeza hacia atrás mientras gemía suavemente y entonces me sentí atacada por detrás. Aquello era la gloria. Acostumbrada a cuerpos masculinos que eran o bien delgados o bien gordos, sentirme asaltada por dos efebos como aquellos no lo había soñado ni es mis sueños más lúbricos. Miré hacia atrás interrumpiendo la gloriosa mamada. El rubio se enfundaba un preservativo y sonriéndome, hundió su cabeza en mi trasero para buscar con su lengua primero el conejito y luego, para mi sorpresa, el ano. Fue delicioso sentir su sinhueso recorriendo el perímetro de mi agujerito más sucio para luego penetrarme con insistencia con una lengua que por tamaño podría haber sido la polla de cualquier hombre con el que me hubiera acostado anteriormente. La sentí tan grande y tan adentro que me di por desvirgada. Fue delicioso. Luego se incorporó y buscó penetrarme analmente pero le pedí por favor, algo confusa, que primero entrara por la vagina. Se excusó diciendo que estaba acostumbrado a hacerlo con hombres. Acto seguido me penetró por donde le había solicitado y dado el tamaño de su pene parecía que la carne se me abría en dos mitades hasta casi suplicarle que dejara algo fuera o me iba a reventar. Tuve que interrumpir la mamada para agarrarme a la polla que chupaba y tomar aire para resistir la acometida. Por fortuna no me había sodomizado pues de haberlo hecho con semejante aparato de buen seguro habría acabado en el hospital. Sentía sus manos por todo mi cuerpo. Me acariciaban las caderas, los pechos, la cabeza. Sentía los testículos golpear con fuerza mi trasero en cada acometida y llevando mi mano hacia atrás conseguía acariciarlos o atraparlos en un deseo de que permaneciera dentro de mi los máximo posible. La gigantesca polla en mi boca, la otra en mi sexo, que se había hinchado como nunca antes, sus gemidos, los míos, los olores, los roces, las caricias, la belleza de sus cuerpos, todo el conjunto me llevó a una cascada de orgasmos como nunca antes había sentido. Aquella debía ser la fantasía suprema y por primera vez en mi vida me sentí llena en todos los sentidos. La vagina estaba descontrolada y parecía moverse de forma autónoma, acoplada pero no necesariamente sincronizada con el baile del miembro viril. Estallé de tantas maneras y tantas veces que la cama parecía haber estado bajo la lluvia primaveral. Me derrumbé acurrucándome en posición fetal, esperando que aquello acabara antes de morir de placer. Los dos muchachos se enroscaron a mi alrededor mientras se masturbaban para no perder la dureza. Me preguntaba cuánto tiempo podrían aguantar sin correrse. En unos segundos los espasmos de la vagina empezaron a remitir. Satisfecha y generosa ante aquellos atletas me llevé a la boca la polla del moreno y masajeando suavemente sus bolas traté de que eyaculara sobre mis pechos. Mis dedos acariciaron el espacio que mediaba entre su ano y los testículos. Cuando mi boca se fue hacia su dilatado orificio la polla explotó en una corrida abundante que llenó mi cama de perlas blanquecinas. El rubio me chupaba de nuevo el culito y como vi que lo deseaba tanto me coloqué encima de él y yo misma coloqué el prepucio en la entrada. No era la primera vez. Siempre he dicho que los hombres son culoadictos y rara es la relación que no acaba sobándote, rozándote, chupándote o intentando penetrarte el ano. No importa que les ofrezcas un coñito estrecho o una boca lujuriosa, de alguna manera, metáfórica o real, siempre acabas sodomizada.

Lo que a menudo entregas con cierta decepción porque el que fue tu príncipe azul ya ha dejado de serlo para pedirte cochinadas, ahora lo estaba ofreciendo yo misma a un desconocido en gratitud por mi primer orgasmo vaginal y mi primer squirt. Pero una cosa es lo que ofreces y otra muy diferente lo que tu cuerpo admite. Una vez el prepucio se habia introducido en mi ano el esfínter no dilataba y parecía imposible que aquella inmensa polla se deslizara hasta mi interior. Eso si había la suerte de que el condón no se rompiera. Lo intenté varias veces hasta que el intenso dolor convirtió la fantasía anal en algo intensamente doloroso. Mientras besaba al rubio le explicaba que era virgen anal – no creo que su lengua contara, pese a lo profundo y placentero que había sido – y que a pesar de haberlo intentado en otras ocasiones nunca nadie me había penetrado hasta el fondo “por ahí”. El moreno, ya repuesto de la corrida, se levantó de la cama para rebuscar entre sus ropas “algo que me iba a ayudar”. No supe bien a qué se refería pero mientras se producía la búsqueda mi sodomizador aprovechó para darme otra sesión de lengua supongo que con el propósito de relajarme. Ya estaba pidiendo que lo dejáramos estar cuando el moreno me colocó bajo la nariz un pequeño tubo que decía contener un producto que me “abriría el culo de par en par”. Temiendo que se me cayeran los intestinos al suelo, tanta apertura prometían, que inhalé pensando que se trataba de alguna droga que me haría olvidar el dolor. Pronto me sentí eufórica y lo suficientemente relajada para pedir que me metiera la polla sin atender mis quejas. Me dijo que ya estaba dentro y para mi sorpresa llevé la mano hacia atrás para comprobar que en efecto todo su miembro está bien metido en mi cuerpo a través del orificio anal. No me había dolido en absoluto. También es cierto que no sentía gran cosa, ni dolor ni placer, por mucho que mi pareja estuviera gimiendo con mucha mayor intensidad que cuando me penetraba vaginalmente. Colocado sobre mi, estirada y vuelta de cara contra el colchón, me sentía casi empotrada mientras la polla y con ella su cuerpo me martilleaban. Tontamente separaba con las manos mis nalgas para facilitar la penetración si bien, como digo, no sentía casi nada. Cuando se lo hice saber cambiamos la posición y el rubio se sentó sobre la cama y cogiéndome por detrás hizo que mi espalda se deslizara por su torso hasta que de nuevo llenó mi agujero. El moreno me preguntó si quería verme y no supe a qué se refería. Descolgó de la pared un pequeño espejo y lo colocó frente a nuestros sexos. En primer plano aparecía mi coño completamente abierto y chorreando. Luego el ano con la polla dentro y los huevos bien apretados de manera que era difícil saber si colgaban de mi o de él. Cuando me levantó sujetándome por las corvas – soy pequeña y liviana, muy poca cosa – hasta hacer que toda la polla abandonara mi cuerpo, cosa harto difícil dada su longitud, pude ver mi ano dilatado como nunca lo había visto antes. Me fascinó ver la abertura con un fondo rojizo intenso. En efecto me había abierto de par en par. Mientras mi cuerpo subía y bajaba, como si fuera unas pesas de su gimnasio, el moreno chupaba mi clítoris y lamía el tronco de la polla de su amigo. La tórrida escena, el placer instalado en mi pipa y la salvaje constatación de que aquella fantasía era lo mejor que me había ocurrido jamás, soltaron mis fuentes para bañar todo a mi alrededor como si de un surtidor se tratara.

Pedí tiempo muerto. No podía más. Si seguía teniendo tantos orgasmos mi vagina se iba a descolgar. Salí como pude del empalamiento. Me llevé la mano hasta el ano para calmar el ardor. Mientras tanto mis amantes, uno estirado y el otro de rodillas frente a él, esperaban que me recuperara para retomar la pornográfica escena. Me excusé. Era imposible, me rendía. Entonces el moreno, mirándome como quien pide un favor, agarró de las piernas a su compañero y tiró de él hacia si.

Aguanté la respiración. En apenas una hora ya había follado con dos hombres a la vez y me habían penetrado analmente, aparte de tener mi primer orgasmo puramente vaginal y la primera eyaculación de mi vida. Ahora iba a ser testigo del primer sexo homosexual.

Supongo que los humanos nunca tenemos suficiente sexo. O que estamos preparados para practicarlo cuando ya parece que has tenido todo el que necesitas durante años. Lo cierto es que cuando la polla del moreno entró con suma facilidad en el ano del rubio mi vagina sufrió un espasmo y me mojé como si fuera un pato nadando en un estanque.

Ahora que nada me penetraba ni por delante ni por detrás y todo empezaba a recuperar su posición entre leves dolores, solo me quedaba el clítoris para sentir placer y la boca para otorgarla. El moreno besaba la boca del rubio mientras su pelvis se movía como una máquina taladrando el culo sin piedad. Yo esperaba mi turno para besar a mi vez y chupar las tetillas erectas, agradeciendo cuando cualquiera de las cuatro manos se acordaban de mis pechos o mi cuerpo. Luego me deslizaba hasta el borde la cama para contemplar extasiada la manera en que el pene entraba en el ano. Pedía a veces que la sacara totalmente y luego la volvía a dirigir hacia la apertura mientras con la otra mano me masturbaba frenéticamente. Noté en sus ojos que estaba cerca de eyacular. Le advertí que no llevaba condón y me explicaron que solo follaban sin preservativo entre ellos. Me mordí el labio ingerior, me di la vuelta y pedí que por favor eyaculara dentro de mi. En mi culo. El moreno preguntó, “¿estás segura?”. Dije que sí. Me fiaba de ellos y de la protección que se brindaban entre si. Con suavidad me penetró, sin encontrar oposición alguna. Suspiró largamente y dijo que en interior de mi culo era tierno y caliente. Ya no se retuvo más. Sentí el chorro de semen propulsado bañando mis tripas. Los espasmos de su pene vaciándose en mi y cuando su cuerpo se derrumbó sobre el mío hundió aún más su polla hasta hacerme sentir completamente follada.

Nos quedamos un largo rato tendidos en la cama. Mi cuerpo entre los suyos. Nos tocábamos y besábamos distraidamente. Eran caricias de ternura. Nos dolía todo. Mi ano rezumaba esperma. Cada vez que algunas gotas salían de mi interior, a medida que el orificio retornaba lentamente a su tamaño habitual, el placer era inmenso. Ellos lo acariciaban para juguetear con el semen y yo tocaba sus agujeros, atreviéndome a introducir algún dedo por el único placer de completar todas mis perversiones de aquel día. Jugaba con sus testículos y ellos se besaban entre sí o masajeaban mis pechos. Había ganas de mucho más pero los cuerpos, los erecciones y los orificios hacia los que se dirigían, ya no respondían.