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Dominada y meada

en Dominación

El tipo parecía simpático. Al menos por teléfono. Otra cosa era que en las distancias cortas se acobardara o no respondiera a mis expectativas. Que no eran muy altas, la verdad. Y Eva, es decir yo misma, también era muy capaz de decepcionar, para qué engañarnos.

Hablaba rápido y me hizo reir un par de veces tratándome con la familiaridad propia de un vendedor de coches pero sin faltarme al respeto. Me tranquilizó aunque habláramos de ser atada por un desconocido y follada sin piedad mientras todos mis agujeritos estaban a su merced y capricho. El hombre hablaba super cochino pero me excitaba. Ahora creo que hubiera sido mejor follar a distancia que conocerlo en persona pero tras intercambiar una docena de llamadas las barbaridades que me susurraba cargado de excitación se empezaban a repetir y ya parecía el momento de pasar a “producción”.

La fantasía suprema de aquel individuo de voz algo aflautada era atar a una mujer desnuda a la cama, bien abierta de piernas, y obligarla a hacer de todo sin por supuesto permitirle emplear sus manos. Incapaz de oponer resistencia se vería obligada a chupar, a ser follada y a ser magreada. Mi fantasía coincidía con la suya. En mi caso añadía tener los ojos vendados pero al final lo descarté porque quería ver lo que me hacía. Iba a ser voyeur de mi misma.

Llamó al timbre del telefonillo a eso de las seis de la tarde. Reconocí de inmediato su voz. Aunque le abrí la puerta me entraron de repente todos los miedos. Esperaba a alguien idealizado : limpio, educado, seductor, guapo. Alguien que sabía que solo existía en mis fantasías. Cuando el ascensor alcanzó el rellano ya solo esperaba que no fuera un loco cubierto con una máscara de jugador de hoquei y una motosierra en marcha.

Me puse seductora con un conjunto super mono de braguita y sostén de encaje negro, todo ello cubierto con una bata que parecía un kimono con estampados orientales de pagodas, ositos panda y bosques de bambú. Ya sabía que no iba a durar mucho tiempo sobre mi pero lo hice para mi propio disfrute. Los mandriles no disfrutan de esas cosas.

El tal Carlos no era demasiado alto. Si acaso un poco más que yo, aunque yo no soy gran cosa. Delgado y algo nervioso se peinaba de una manera extraña de manera que se le había formado un kiki, una especie de ridícula cresta, en la coronilla. Casi me echo a reír cuando me di cuenta que estaba a punto de joder con el pájaro carpintero.

Se presentó brevemente y me dio dos besos mientras con una mano golpeaba la puerta para que se cerrara tras nosotros. Ahora estaba a solas con él y eso me intranquilizó un poquito. Por fortuna era un hombre extrovertido y hablando de muchas cosas y de nada en particular se calmaba y me calmaba. En un raro silencio puso sus manos sobre mis hombros, me miró detenidamente y me dijo con voz grave, demostrando que ahora hablaba en serio, que era guapísima.

Agradeciéndole el cumplido le hice pasar. No me resultaba demasiado atractivo pero tenía cierta gracia y yo por un buen chiste soy capaz de ofrecer mi cuerpo. Soy así de divertida.

Le senté en el sofá para ofrecerle algo de beber. No quiso tomar nada lo cual me fastidió porque había preparado dos chupitos de Hierbas de Ibiza que me vi obligada a tomar consecutivamente, Con el primero me di valor, y eso fue bueno, pero con el segundo me achispé ligeramente de manera que empecé a bajar la guardia. Ups y el kimono se abrió de manera casual para enseñar mis piernas hasta mucho más allá del punto en que se podían llamar así. Ups otra vez y el kimono se desbarató para enseñar el precioso sujetador. Carlos parecía tenso, incómodo. Sentado al borde del sofá parecía una ardilla a la que han pegado el culo a la tela. ¿Sería que no le gustaba a pesar de lo declarado en el recibidor? ¿Sería tal vez la luz del comedor la que le había mostrado mi decepcionante realidad? Podría haber corrido las cortinas pero no quería ser la Belleza de las Penumbras. O me quería tal como era o no valía la pena que me atara a la cama. Le estaba recordando una conversación muy cochina que habíamos mantenido la semana anterior cuando me cortó de una manera un tanto grosera :

¿Sabes si los controladores de la ORA pasan a menudo? Es que he dejado el coche sin el tiquet en la zona azul y estoy nervioso. Es que no soy de este barrio, no se cómo se las gastan aquí.

La sorpresa me hizo tartamudear la respuesta. No, no lo sabía. Mi coche, que utilizaba muy de tanto en tanto, permanecía guardado en un garaje comunitario y no tenía experiencia al respecto. ¿Cuánto tiempo pensaba tenerme atada si no había pagado el tiquet? ¿Iría rápido para que la grua municipal no se llevara el vehículo? Le expuse mis dudas sobre la seriedad de su propuesta. Follarme atada requería cierto tiempo, a menos que fuera un conejo o un eyaculador precoz. Se rió con ganas. “Carlos”, dijo como si hablara de un tercero, “nunca paga la zona azul. Es un abuso que no estaba dispuesto a consentir”. Me aseguró que no debía preocuparme, que él era un “artista”, un profesional entregado a la causa, y dicho esto le agarré por la mano para conducirle al dormitorio. Ya estaba harta de tanta cháchara.

 

Me ató a la cama sin quitarme ni las braguitas ni el sujetador. Para ello extrajo del bolsillo interior de la america cuatro corbatas a cual más fea. Me ligó a las patas del somier con lazadas suaves que no me lastimaban las muñecas y los tobillos. Podría haberme liberado con muy poco esfuerzo pero aún así me intranquilicé. No dejaba de ser un desconocido dejándome sin defensa alguna. Me imaginé viéndome desde las alturas de la habitación, dibujando una equis sobre la cama bien abierta de piernas y de brazos. Por suerte aún me cubría la ropa interior...pero no por mucho tiempo. El pájaro carpintero me desprendió el sujetador y luego cortó mis preciosas braguitas con unas tijeritas que había sacado de un pequeño neceser que portaba en el otro bolsillo interior de la americana. Me miró un largo rato entre las piernas, sin dejar de alabar mi belleza. Giré la cara, tal y como solía hacer en mi ginecólogo. En parte por vergüenza, en parte para que la lágrima que me había provocado al destrozar mi ropa interior rodara hacia la almohada.

¿Y ahora..?

Pregunté para romper el embobamiento con que me miraba el conejito. Sentado en el borde la cama tendió la mano hacia mi entrepierna y rozando con delicadeza los labios me dijo que tenía que afeitarme, que tenía algunos pelitos. Estuve a punto de gritar, “¿cómo?, ¿qué?” llena de indignación. Hacía dos días que me habían depilado en mi peluquería habitual y a la cera. Entonces comprendí que aquello formaba parte de un ritual porque del mismo neceser de donde había sacado las tijeras extrajo una maquinilla de afeitar de mujer y un poco de crema. Tuviera el felpudo bien poblado o rapado al cero intuí que el proceso hubiera sido el mismo. En cualquier caso no estaba en condiciones de negarme.

Se untó los dedos con la crema y me untó a conciencia. Me puso a mil el muy cabrón. Luego con suma delicadeza fue afeitándome el pubis – y sin esfuerzo, todo sea dicho – para acabar de esquilarme repasando con meticulosa dedicación cada pliegue de mis labios. Para entonces estaba tan mojada que sus dedos resbalaban cada vez que intentaba abrir los espacios para sujetar la carne persiguiendo el inexistente vello. Parecía no importarle. No cesaba en su empeño, pinzando con dos dedos, abriendo con otros dos, una y otra vez, por mucho que escaparan por la lubricación. Menudo magreo que sufrió la madriguera de mi conejito. Cuando llegó al clítoris me tuvo que pedir que dejara de menear la pelvis o me haría un corte de forma accidental.

Respiraba de forma entrecortada y su aparente indiferencia por todo lo que no fuera el afeitado me estaba volviendo loca. Luego fue al aseo, agarró una toalla y con premeditada calma fue retirando los restos del jabón de afeitar. Con el pico de la toalla limpió los alrededores del clítoris, los pliegues más escondidos y hasta el canal del placer. Era una operación innecesaria pero tan placentera que me corrí como si me hubiera follado durante horas. Miré hacia abajo y el coño escupía agua como si fuera una fuente.

Cuando pensé que ya había terminado la placentera tortura aflojó la corbata de la mano derecha. Como si temiera que fuera a escapar, la volvió a atar a la pata izquierda de la cama para retirar entonces la otra atadura que llevó al extremo contrario. Quedé en una posición extraña e incómoda hasta que repitió la maniobra con las corbatas que ligaban mis tobillos. Ya totalmente boca abajo, Carlos cogió un cojín del sofá y lo colocó bajo mis caderas. Así mostraba mi bollito desde atrás, bien destacado. Volvió a decir que tenía pelitos allí abajo. Mentira cochina pero no me indigné. Desde luego que no. Extendió la crema de afeitar sin importarle mi estremecimiento. Con el mismo cuidado, con la misma delicadeza, fue afeitándome por detrás hasta perfilar el contorno del ano. Para entonces ya estaba suplicándole que se desnudara, que me follara, que me la metiera hasta el fondo, que me jodiera como una perra. No olvidé ninguna palabra gruesa ni mención vulgar a su sexo y el mío. En lugar de eso me dio de nuevo la vuelta asegurándose que estaba bien atada. Del arsenal de placer interminable que portaba en la americana surgió una pluma de ave. Con ella empezó a acariciarme los brazos, el interior de los muslos. Rodeó mis pezones hasta ponerlos duros y luego la bajó para recorrer con premeditada maldad las inglés y el pubis evitando a pesar de mis súplicas tocar el clítoris.

El muy hijo de puta silenciaba mis demandas para ser follada con nuevas torturas que empeoraban mi situación. Llegué a pedir entre lágrimas que me liberara al menos una mano para poder machacarme el coño. En aquella posición podría haber sido follada sin compasión pero en lugar de eso estaba padeciendo una cruel castidad. Tras una hora de juegos el tormento pareció llegar a su fin. Se empezó a quitar la ropa hasta quedar desnudo. Arqueé la espalda y me abrí tanto como pude para que la visión del rosa de mi sexo le impidiera echarse atrás. Deseaba ser embestida de forma salvaje. Me había quedado ronca de tanto implorar que me penetrara. Ya no me importaba, si es que alguna vez lo había hecho, que no fuera atractivo, o que su pene no fuera lo grande que me había prometido. Se acercó a la cabecera de la cama y me lo tendió, con la piel retirada, para que se la mamara. Me hizo daño el cuello de tanto estirar la cabeza para alcanzarla. Apenas la podía lamer con la lengua bien estirada. Lloraba por la desesperación. Subió a la cama y se puso de rodillas entre mis piernas. Traté de atraparlo con mis rodillas pero no pude cerrarlas lo suficiente. Entonces me anunció que ya venía. No comprendí pero fue una ignorancia pasajera. Un chorro caliente empezó a mojarme el sexo y la orina, que ahora se esparcía desde allá abajo hasta mis pechos, se extendió por el lecho. Me volteó de nuevo y empezó a orinar de nuevo sobre mi bollito, estirado totalmente sobre mi cuerpo sin que quedara ni un milímetro de espacio entre nosotros. Podría decir que me sentía humillada y sucia pero no era cierto. El potente y caliente chorro, enchufado directamente sobre mi placer, me hizo correrme una y otra vez. Fue bestial.

Me costó tiempo desprenderme del olor a meados y también en recuperarme de los setecientos euros que me costó el colchón nuevo. Nunca más pude volver a contactar con Carlos, aquel maestro del sexo con el que nunca practiqué el sexo. Me había prometido magreos y abusar de todos mis agujeros pero nada de eso ocurrió. Lo que pasó fue en realidad mucho mejor. Sí, fue una lástima que no me volviera a coger el teléfono, me hubiera gustado repetir..."