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Ana, una insana adicción. Parte 3

en Confesiones

Nuevamente el oscuro abismo de la soledad me tragaba en sus entrañas. Cada día extrañaba más a mi hijo y Mario no había regresado, ni a comer ni a cenar. Tampoco había llamado. De repente sentía el intenso deseo de verlo y tenerlo cerca, pero hacía todo lo posible para tranquilizarme.

La semana transcurrió en las más oscura y espesa soledad. Tenía dos semanas de vacaciones, ya había trascurrido una y me sentía más sola y triste que nunca. Ahora, aparte de sentirme sola, tenía esa extraña y vacía sensación de haber sido rechazada por aquel chico. Era un sentimiento horrible, definitivamente, negro y hondo. Mario, quizá ignoraba lo que sentía, era lo más seguro, tal vez le dio miedo; a lo mejor, en un dejo de cordura entendió que yo era la madre de su mejor amigo, y había decidido alejarse de mí. Yo también lo entendía, y aunque a ratos me decía que había sido lo mejor, no puedo negarles que el haber sentido, cerca de mí, el latir de aquel trozo de carne que se puso erecto, duro y firme, con mi sola presencia, terminaba por arrancarme quejidos a solas y trataba de mitigar con mis manos cubriendo mi intimidad en movimientos suaves y locos que hacían que me chorreara completamente. Pero aún así, aquello no era suficiente, algo se había despertado en mí que necesitaba apagarse con la virilidad de un hombre, necesitaba sentir unas manos varoniles recorrer cada trozo de mi piel, cada milímetro de mi suave y dormida piel, y que hoy despertaba como un volcán, lleno de fuego, de lujuria, de deseos contenidos y que era necesario que alguien apagara. Lo que no sabía es que, en lugar de apagarlo, se iba a despertar como una insana adicción.

Mi exmarido había sido el primer hombre en mi vida. Tenía 18 años cuando lo conocí y después de varios intentos de embarazarme y uno fallido, llegó mi Samy. Quedé embarazada a los, casi, 25 años. Creo que para mi marido no fui lo suficientemente mujer o hembra, como él me lo decía, aunque yo lo atribuía a mi maternidad. Sí fui una mujer fogosa antes del embarazo, pero nunca le falté a mi esposo. Después se vino toda la situación difícil y traumática para Samy y yo, me dediqué en cuerpo y alma a mi niño. Hoy estaba sola y era muy difícil sobrellevar eso.

Durante la semana me asomaba continuamente por la ventana de la cocina. Abrigaba la esperanza de verlo en la azotea de su casa. Era en vano. Salí dos o tres veces a la tienda con las ganas inmensas de verlo, pero no tuve la suerte de topármelo. Ordené mi despensa y un chico me la llevó a casa. Quise platicar con él, pero me contuve. No tenía sentido. Estuve tentada a pedirle el número de teléfono de Mario a mi hijo, pero también lo deseché, aunque internamente había una lucha por verlo, las luces de cordura que llegaban a mi cabeza me hacían desistir de mis empeños en verlo. Dejé las cosas así.

Llegó el sábado y ese día había decidido salir en la noche a algún bar y ver si encontraba a alguien que me gustara y que pudiera ahogar mis ganas de sentirme duramente poseída. Me metí a la cocina para prepararme un café y dejar las penas en otro lado. Ese día tenía que ser diferente. Ni bien había abierto el tarro de café cuando sonó el timbre de la casa, mi corazón dio un vuelco pensando en Mario y mi entrepierna se mojó después de sentir un raro cosquilleo al imaginarse dentro de mi vulva aquel trozo que, si bien no había visto, prometía ser algo largo y grueso para darme placer durante muchos días.

Me anudé bien la bata que traía puesta y salí rumbo al patio delantero.

-       ¿Quién? Pregunté

-       Víctor, escuché decir a una voz desconocida detrás de mi puerta.

-       ¿Víctor? Pregunté con cierta molestia y decepción al saber que no era Mario.

-       Sí, Víctor, el hijo de don Abraham el jardinero.

-       Ah, dije, está bien, ya abro.

Yo recordaba al chaval como un niño travieso que acompañaba a su padre, que a veces daba mucha lata y tenía que controlarlo con algunas galletas, dulces o refrescos. Pero el tiempo pasa muy rápido y los chicos crecen igual de rápido.

Me anudé la bata con mayor fuerza y franqueé la puerta. Mi rostro debió haberlo dicho todo. Solo tenía 18 años, pero era un joven alto, bastante moreno, cabello largo rizado que se ondulaba en sus extremos, ojos oscuros profundos y una mirada penetrante que, observándome a los ojos, me saludó con un “buenos días”, dándome las explicaciones del por qué su padre no podía ir, explicaciones que no escuché; lo dejé pasar al interior de la casa y lo acompañé al patio trasero en donde el jardín ya reclamaba una buena mano de mantenimiento. Mi mente empezaba a volar.

Lo miré nuevamente, con bastante detenimiento, su nariz recta sobresalía casi con perfección del resto de su rostro. Sus cejas pobladas, la curva de su mentón y unos labios carnosos terminaban de pintar un excelso cuadro de aquel joven a quien tenía años de no ver. Simplemente era guapísimo, más guapo que Mario. No puedo negar que miles de pensamientos oscuros y sucios cruzaron por mi mente haciéndome sentir muy mojada, con un calor infernal dentro de mi intimidad y un ligero temblor en mi cuerpo. Le expliqué lo que deseaba que hiciera y lo dejé en el jardín, necesitaba estar a solas para calmarme un poco.

Corrí la cortina y empecé a observarlo trabajar. Se quitó la camisa y se puso una camiseta blanca. Se ajustó el par de guantes, tomó las tijeras de podar y subiéndose a las escaleras empezó a cortar la copa de una de las bugambilias que ya estaba algo crecida.

Desde mi “escondite” podía ver sus juveniles y musculosos brazos marcarse sobre su piel en cada movimiento que hacía con las tijeras de podar. Bajé un poco más mi mirada y la posé en sus desgastados jeans; podía observar un par de fuertes y musculosas piernas, sus nalgas sobresalían disimuladamente, pero se dibujaban perfectas debajo de la tela de sus pantalones. Me estaba quemando, bajé un poco mi mano derecha sobre la tela de mi bata hasta encontrar mi caliente cueva, la rocé un poco, con suavidad, luego con un poco de mayor fuerza al grado de arrancarme un quejido, un “ah” profundo y placentero salió de mis labios, él volteó hacia la ventana, seguramente me había escuchado. El color de la vergüenza invadió mi cuerpo y rápidamente me quedé estática, lo miré disimuladamente y le sonreí. No dijo nada, solo sonrió y se volteó nuevamente para seguir trabajando. Cerré las cortinas y subí al baño. Necesitaba calmarme.

Abrí la llave del agua caliente, empecé a sentir como el agua tibia recorría suavemente cada centímetro de mi madura piel. Dejé correr el agua sobre mi ardiente cuerpo que como caricias me bañaban y resbalaban desde la parte frontal de mi cuello, haciendo caminos al correr por mis senos, abrirse en azarosas sendas, bajar hasta mi vientre plano y esconderse, sin reparos, en la humedad de mi cueva. Por momentos me imaginaba que el agua venia del miembro de un gigante que, parado frente a mí, me bañaba completamente con su leche ardiente. Estaba loca, loca de deseos.

Mis manos bajaron con fuerza hasta encontrar mi clítoris, lo toqué suavemente, muy suavemente apenas rozándolo, sentí como una descarga me vaciaba, me toqué con más fuerza y poco a poco fui introduciendo un dedo dentro de mi cueva, estaba muy caliente, luego fueron dos dedos, luego tres, el calor que emanaba de mi intimidad me los quemaba. Mis dedos siguieron dándome placer mientras mi mano izquierda subía por mi vientre hasta tocar mis senos, los pellizqué suavemente, luego con mayor lujuria; estaba ardiendo, aquello no era suficiente, pero en algo me calmaba. El agua caliente seguía resbalando por todo mi cuerpo, me di la vuelta para dejar que las gotas calientes me golpearan la nuca y buscando el camino de mi estrecho agujero bajaran a una velocidad increíble por mi espalda. Mis dedos seguían hurgando con furiosa fuerza tratando de calmar el ardor infernal de mi vulva. Chupé mis dedos y saboreé mi propio sabor, me imaginé que era un falo duro el que chupaba, sabía muy rico. Volví a sentir que llegaba, sin querer hice mi cabeza hacia atrás, las gotas cayeron en mis orejas y mi espalda tocó el frío del azulejo causando que un intenso escalofrío me hiciera suya, y contoneando mi cuerpo, estoy segura, que un “oh” mezclado con un “ah” intenso y fuerte salió de mi boca, aunque poco me importó en ese momento, mientras mi vagina chorreaba intensamente, mi boca se abría en su totalidad para jalar aire y respirar con fuerza al ritmo loco de mi corazón. Luego vino la calma. Terminé de bañarme y me envolví en la toalla antes de salir del baño.

Salí un poco más tranquila del baño, sin embargo, mis piernas seguían con el temblor clásico de mi excitación. Eso me había sucedido siempre, es un ligero temblor que acompaña la humedad de mi intimidad. De cualquier forma, haber tenido un orgasmo me tranquilizaba un poco y cierta dosis de cordura apaciguaron, por un momento, mi intensa ansiedad de ser poseída.

Me asomé por la ventana de mi recámara, Víctor seguía trabajando fuertemente, ya casi terminaba de podar la bugambilia. Él no podía verme, estaba de espaldas a mi ventana. El sol ya se levantaba fuerte sobre el jardín. Nuevamente sentí cosquillas en mi entrepierna. Busqué ponerme algo suave, ligero, acorde con el calor de verano. Un vestido largo que caía hasta mis tobillos era el correcto. Los tirantes eran gruesos y se sostenían, coquetamente, en mis desnudos y blancos hombros. Decidí no ponerme brassier, solo mis pantaletas, me calcé mis sandalias de cuero, pasé el cepillo por mis cabellos y bajé. Aún me sentía inquieta.

Volví a la cocina, eran las 9.22 de la mañana. Decidí preparar el desayuno e invitar a Víctor a desayunar conmigo. Sabía que el riesgo era muy alto, pero nuevamente los niveles de excitación se apoderaban de todo mi cuerpo.

-       Gracias por el desayuno, estuvo delicioso. Dijo Víctor al tiempo que yo llevaba los trastos sucios al fregadero.

-       Por nada, le respondí, qué bueno que te gustó. Solo fueron huevos con chorizo y unos frijolitos, pero te los ofrecí, le dije, con mucho cariño, intentando de buscar palabras maternales y convencerme a mí misma que no había otra intención en ello.

¡Qué diablos me pasaba! Yo sabía que ardía, que estaba temblando de deseo, pero me comportaba como una escuincla que no se decidía a dar el paso en su primera vez. Internamente me decía que aquello no era correcto, pero mi cuerpo me pedía a gritos sentirlo dentro de mí.

Se levantó con su plato en la mano y caminó rumbo a la cocina, “deja ahí” le dije, yo levanto la mesa. Lo topé a medio camino entre el comedor y la sala y le quité el plato, rozando ligeramente su mano. “Ah” dijo, con un tono de ligero dolor, encogiendo, rápidamente, su brazo al mismo tiempo.

-       ¿Qué pasó? Le dije, te lastimé.

-       No, no fue usted, creo que tengo una espina en la mano y no me había dado cuenta.

-       A ver, le dije, dejando el plato en el fregadero, ven acá, y tomándolo de la otra mano lo conduje hacia el ventanal de la sala.

Tomé suavemente su mano entre las mías, yo sentía ese extraño temblor en mis piernas, era obvio que su presencia me excitaba. Vi a contraluz y distinguí la pequeña, pero molesta espina. “Aquí está”, le dije, “déjame ir por una aguja y la saco”.

-       Déjelo así, al rato solita se sale, replicó.

-       No, le dije, de una vez la saco, sabiendo que era mi oportunidad para tenerlo muy cerca de mí.

Coloqué su mano entre las mías y aunque yo podía sacarla casi de un solo movimiento, hice un poco más de tiempo. Sus manos eran suaves a pesar de que hacía trabajo de jardinería, será porque siempre usa guantes, supuse. Hice un movimiento más, tomé completamente su brazo, lo estiré y lo rodeé cerca de su antebrazo con mi brazo izquierdo. Su mano, extendida, quedó cerca de mis senos, mientras nuestras caderas prácticamente pegaban una con la otra. Lo apreté hacia mí. Su muñeca tocó uno de mis senos. Lo apreté aún más. Él no podía mover su brazo, pero si podía sentir, claramente, la turgencia y suavidad de mis senos calientes. Tenía que dar el siguiente paso. Estaba decidida.

Con el movimiento preciso extraje la espina. “Ya está”, le dije, y tomando su mano entre las mías, lo llevé hasta mis labios y le di un beso en el punto exacto en donde estaba la molesta espina. “Así se olvida el dolor”, le dije, “bueno, eso siempre me hacía mi mamá cuando me golpeaba o algo”. Me quedó mirando fijamente, no decía nada. Su mirada denotaba sorpresa. Era el momento.

-       Sabes, eres muy guapo, le dije, sin soltar su mano. Muy guapo, volví a decirle.

-       Gracias, dijo, recuperándose, mientras pasaba saliva a través de su garganta.

-       Es verdad, eres muy guapo, volví a decirle mientras empezaba a acariciar su mano con mis dedos. Ya no queda nada de aquel chamaco llorón que daba mucha “lata” le dije, y ambos sonreímos.

-       Ya crecí, solo atinó a decir, su mano empezó a sudar un poco, estaba nervioso y eso era bueno para mí. Tenía que aprovechar el momento.

-       Tus labios se ven muy ricos, supongo que a tus novias les gustaba cómo las besabas.

-       Supongo que sí, dijo, mientras que su rostro empezó a enrojecer de la pena que sentía.

-       Me gustaría probarlos, le dije, y sin esperar respuesta me acerqué a su boca y me fundí en sus labios.

Respondió inmediatamente, besaba maravillosamente rico. Nuestras lenguas empezaron a jugar una con la otra y nuestras respiraciones, entrecortadas, nos decían lo excitado que estábamos. Me pegué a su cuerpo para sentir su virilidad. Ya estaba duro, muy duro. Justo cuando iba a bajar a tocar aquello que estaba deliciosamente erecto, sonó el timbre. “¡Maldito timbre!”, dije para mis adentros. Seguí besándolo, pero el timbre empezó a distraernos con su insistencia. “Deja ver quién es”, le dije y subí a la planta alta.

Mi sobresaltó fue intenso. Era Mario. “¡Qué momento, Dios Mío!” pensé. Bajé y le expliqué que era el mejor amigo de mi hijo, que me disculpara, pero debería abrirle. Me besó nuevamente y salió al patio trasero a seguir trabajando.