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Ana, una insana adicción. parte 1

en Confesiones

Como ya me sucedía durante varias mañanas, esa no fue la excepción. Me desperté con el vacío en el estómago y en mi corazón, sin ganas de moverme mucho fuera de la cama. Arropé nuevamente mi cuerpo desnudo y decidí cerrar los ojos ante las luces del nuevo día que ya asomaban hacía un buen rato, por las entretelas de mis cortinas. Fue en vano, no tenía sueño, solo era el desgano de seguir adelante. Me inundó la tristeza. Solo habían pasado cuatro días.

Mi nombre es Ana, actualmente cuento con 53 años de edad, la historia que empiezo a contar dio inicio hace justamente 10 años, casi exactamente, por estos días, finales de junio, principios de julio del 2009. En ese tiempo ya tenía cerca de 6 años separada de mi marido y vivía solamente con mi hijo Samuel, pero precisamente en esa fecha, al cumplir sus 18 años y terminar la preparatoria, había decidido continuar sus estudios fuera de nuestra ciudad y viajar lejos, más de mil kilómetros de distancia, rompiéndome con ello, totalmente el corazón y dejándome en el más pleno y oscuro abandono. Así me sentía. Desde la separación con su padre me había dedicado en cuerpo y alma a él, olvidándome de mis necesidades, incluidas las de mujer.

Samy, como yo le llamaba de cariño, tenía solo 12 años cuando su padre, enamorado de una chica mucho más joven que yo, tomó la decisión de divorciarse y dejarnos solos. Entendí que el mundo no sería fácil para mi hijo, ya que, incluso para mí, estaba siendo terrible, por lo que tomé la decisión de ser completamente para él. Mi mundo, mi tiempo, mi dinero, todo era para él y para mí. No hubo nadie que pudiera separarnos, pero hoy la vida se encargaba, y muy fácilmente, de romper este gran amor que sentíamos uno por el otro.

La casa lucía terriblemente vacía. Extrañaba su risa, sus pasos, su voz y ese endemoniado ruido del televisor en el que se entretenía con su videojuego favorito. Hoy el silencio la llenaba completamente. Ya no quise seguir acostada, me levanté y tomé una bata para cubrir mi cuerpo, no me importó que fuera transparente, no me importó que los oscuros pezones de mis senos apenas si alcanzaran a ser cubiertos por la fina y delgada tela, ni tampoco que solo llegara muy por arriba de la mitad de mis muslos, dibujando debajo de la fina tela, mi sinuoso cuerpo de mujer madura; estaba sola y realmente, nada me importaba.

Bajé a la cocina, corrí un poco las cortinas para que la luz matinal entrara y me hiciera un poco de compañía. No tenía ni siquiera ánimos de encender las luces de la casa. Con el mismo desgano empecé a prepararme mi café. Puse el traste sobre la estufa y la encendí. Me fui a la sala y encendí el televisor, me senté un rato esperando que el agua se calentara. La bata se abrió completamente, miré mi cuerpo y disimuladamente me di cuenta de que mi vagina empezaba a llenarse de vellos, “hoy por la tarde me depilaré”, pensé. Me levanté para servirme mi café cuando me di cuenta de que la estufa se había apagado. ¡Maldición!, dije, hice intentos nuevamente para encenderla, pero era en vano, el gas se había terminado. Era cuestión de salir y cambiar la dirección del regulador, pues el otro tanque de gas estaba lleno, pero no tenía ganas y regresé a la sala. No había nada interesante en la televisión. Lo apagué y tomé el teléfono para marcarle a mi hijo, quería escucharlo, pero me detuve, era demasiado temprano para hacerlo y seguramente él estaría dormido. Era sábado.

Tomé un cigarrillo y lo encendí, no quería volver a ese maldito vicio, pero las circunstancias me estaban orillando a ello. No entendía la vida sin la persona que más quería y me sumía más en la tristeza y la depresión al pensar que ya nunca volvería a la casa, seguramente, como así fue, él haría su vida por allá, terminaría su carrera, se enamoraría, conseguiría un trabajo y después se casaría. La casa nunca volvería a ser como hasta hace unos días era. Me estaba volviendo loca de soledad.

Cerré los ojos, apagué el cigarro apachurrándolo, con cierto coraje, contra el cenicero que, igual que yo, dormía encima de la mesa del comedor, anudé ligeramente la bata y salí al patio trasero. Solo tenía que mover la llave del regulador para tener nuevamente gas. Por lo menos un café haría menos densa mi tristeza.

Parecía autómata, hice lo que tenía que hacer y regresé al interior de la casa. Después de encender la estufa nuevamente volví la cabeza hacia el patio trasero, una voz interna me obligó a mirar hacia arriba, en dirección a la azotea de los vecinos que vivían atrás de la casa. Sentí la mirada fuertemente dirigida sobre mí. Alcé los ojos buscando de dónde venía la mirada.

“¡Dios mío!” -dije- era Mario, el mejor amigo de mi hijo, apenas, si acaso, un par de años menos que mi Samy, me estaba saludando desde el techo de su casa. No sé cuánto tiempo tenía él ahí, pero seguramente me había visto al salir. La pena cubrió mi rostro, el color del pudor subió y bajó por todo mi cuerpo haciéndome sentir desgraciada. Estaba prácticamente desnuda. Tímidamente subí una mano y lo saludé, mientras la otra intentaba cubrir, inútilmente, con la tela de la bata el resto de mi cuerpo y, principalmente, mis senos.

Él gritó, no alcancé a entender. Un poco por la distancia y otro tanto, quizá la mayor parte, por la extrema vergüenza que sentía. Quería esconderme en lo más profundo de la tierra. Volvió a hablar esta vez un poco más fuerte, tampoco entendí lo que decía, “espera” le dije, y acompañé mis palabras con un movimiento rápido de mi mano derecha mientras le mostraba la palma de la misma. Subí rápido a mi recámara y me puse un vestido grueso, cubriendo así mi cuerpo de cualquier mirada.

-       Perdón Mario, no te alcanzaba a escuchar. Le dije, una vez que ya estaba fuera del patio, ¿qué decías? Le pregunté

-       No se preocupe, me dijo, buenos días. ¿Cómo está Sam? Me preguntó, refiriéndose a mi hijo.

-       Buenos días, dije sintiéndome una tonta, pues en mi prisa por terminar ese penoso momento, ni siquiera lo había saludado. Bien, bien, dije. Está bien, hoy no he hablado con él, pero ayer sí, y está todo bien. Terminé con un “buenos días” y con el deseo apremiante de meterme en la casa, encerrarme a piedra y lodo, y olvidarme de lo que había pasado.

-       Lo extraño mucho, dijo el chico, y su mirada me desarmó. Tal vez estaba pasando lo mismo que estaba pasando yo. Eran los mejores amigos, a pesar de que mi hijo era un poco mayor que él, en algún momento Samy, me dijo que lo veía como el hermano menor que nunca tuvo.

-       Yo también, le dije, ya un poco más relajada. Pero, bueno, así es esto, él tenía que volar, seguir con su vida y pues, no nos queda más que extrañarlo hasta que las cosas se vuelvan a acomodar. ¿Qué haces ahí arriba? Pregunté, deseando cambiar el rumbo de la conversación, pues no deseaba ponerme más triste de lo que ya me sentía.

-       Queriendo arreglar esto, dijo, señalando la antena del televisor, yo creo que la lluvia y el viento de anoche la movió y no tengo señal en mi “tele”. ¿Usted tiene señal? Me preguntó.

-       Sí, le dije, de hecho, acabo de apagar mi televisor.

-       Y lo malo, prosiguió como si no me hubiera escuchado, es que al ratito hay un partido de fútbol y quería verlo.

-       Vente a verlo a la casa, le dije sin pensarlo mucho. Estoy sola, bueno ya lo sabías, dije entre risas, sintiéndome nuevamente tonta con mi comentario. Oye te dejo, voy a apagar la estufa, puse agua para mi café. Y si quieres venir a la casa a ver tu partido con gusto, terminé y empecé mi camino hacia el interior de mi casa.

-       Checo, dijo, sino se ve nada en un ratito voy.

Ya no le respondí nada, solo volteé a verlo y le sonreí.

El agua para mi café ya estaba hirviendo, qué tonta, pensé, por un momento y por la plática con Mario se me había olvidado. Tal vez es lo que necesitaba, me dije para mis adentros, platicar con alguien para no sentirme tan sola. Deseché mis pensamientos, me sentí ruin, era como si quisiera sustituir a mi hijo por otro chico y mi hijo era insustituible, simplemente nadie podía ocupar su lugar. Era todo mi mundo y todo mi corazón estaba con él. Vi el reloj, casi eran las 9 de la mañana.

Sorbí mi café, me gustaba muy caliente, pero este estaba hirviendo. Sentí que me quemó un poco la lengua. Soplé un poco por encima de la taza y volví a sorber, pasó con menos dificultad. Volví a encender el televisor, busqué el canal del fútbol, tal vez mi Samy vería el mismo partido y este sería un medio de conexión. Sentí nuevamente el vacío inundar mi corazón. Era terrible estar sola, tan sola que quise llorar. Me contuve.

Solo unos minutos más pasaron cuando escuché el timbre de la casa. Me asomé por la mirilla de la puerta, vi que era Mario, ya casi se me había olvidado de que le había dicho que fuera a la casa.

Se sentó en la sala a ver el partido de fútbol. Yo lo acompañé, no era algo que me gustara demasiado, pero tampoco tenía ganas de hacer otra cosa.

La plática derivó en mi hijo, empezamos a hablar de él, de sus cosas, sus gustos. Mario me contó anécdotas que yo ignoraba. Reímos por un rato. Luego el silencio se apoderó de la casa, él se quedó callado y yo me sumí en los recuerdos. Tal vez era el momento, pero no pude contenerme, primero fue una lágrima la que rodó por mis mejillas, luego otra la acompañó y luego, corrió un río de agua salada inundando mi rostro. No podía parar. Mario no sabía que hacer, me levanté, me disculpé y me fui al baño. Ahí desahogué mis penas, lloré bastante, no me importó no estar sola. Después de unos minutos el chico fue a tocar y a preguntarme si estaba bien, eso rompió el momento de dolor que vivía, y un poco ya más tranquila y desahogada, le respondí que sí, que ya salía.

Volví ya más tranquila.

-       Ya almorzaste, le pregunté.

-       No, me dijo, mis papás salieron a casa de mi abuela y me dejaron solo, dizque para que estudiara para mis exámenes extraordinarios, pero no tengo ganas.

-       ¿Reprobaste? Le pregunté con asombro.

-       Solo matemáticas, ya ve que esa materia siempre ha sido difícil y a mi no se me dan los números, dijo, justificándose.

-       Bueno, le dije, ¿quieres unos hot cakes? Voy a preparar unos para desayunar, pero quiero ver si se te antojan.

-       Sí, estaría muy bien, muchas gracias.

Le serví un jugo en lo que preparaba el desayuno. En el entretiempo almorzamos y seguimos hablando de mi hijo.

El partido volvió y me senté a su lado. Intentaba ver el partido, pero era inútil, el recuerdo de mi hijo era muy fuerte. Una lágrima volvió a asomar tímidamente, me la limpié con el dorso de mi mano. Mario se dio cuenta. “Ya no lloré” me dijo, Sam está bien. Me abrazó con ternura. Me dejé abrazar, era el mejor amigo de mi hijo.

Suavemente me fue jalando hasta quedar recostada sobre sus piernas, sus manos empezaron a acariciar suavemente mi cabello, no decía nada, solo intentaba darme consuelo. Me sentí rara, extraña, mi hijo había sido el único, en los últimos seis años, quien me acariciara, no había habido nadie más. Y este chico me estaba tratando con tanta ternura que un sentimiento extraño se apoderó de mí.

Después de unos minutos, me quedé dormida en el regazo de Mario. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando abrí los ojos ya casi estaba terminando el partido. Me sentía aliviada, la angustia y tristeza casi me habían abandonado.  Me di cuenta que seguía recostada en las piernas del joven.

-       ¿Cómo van? Le pregunté.

-       Van empatados, pero espero que gane Brasil.

Antes de levantarme intenté acomodar mi cabello, pasé los dedos de mi mano derecha entre mi revuelto cabello y al hacerlo hacia atrás, quedé completamente helada y un frío sepulcral recorrió mi espina dorsal. Me quedé de una sola pieza. Accidentalmente, al pasar los dedos entre mis cabellos, los nudillos de mi mano tocaron algo duro, suave pero duro. “No era posible” me dije, Mario tenía una erección mientras yo estaba recostada en sus piernas. ¡No! Pensé para mis adentros. Seguramente él sintió la fuerza del dorso y los nudillos de mi mano cuando, sin querer, golpee aquello que estaba muy duro y que parecía que quería romper el short que traía puesto.

Después de la sorpresa, me invadió mucho coraje, tenía ganas de correrlo de mi casa. No era posible que él se portara de esa manera. Me incorporé lo más rápido que pude. Él tomó un cojín de la sala y se cubrió. Continúo viendo el fútbol como si nada hubiera sucedido. Me quedé sentada y lo miraba de reojo, no mostraba ninguna reacción, estaba sumido en el partido de la televisión.