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Ana, una insana adicción. parte 2

en Confesiones

En mi primer relato no vi la necesidad de describirme, sin embargo muchos me lo han preguntado por correo electrónico, por lo que me decidí a hacerlo por acá.

Soy una mujer, puedo decirlo sin tapujos, favorecida, muy favorecida por la naturaleza. Nunca he hecho ejercicio, pero no me ha hecho falta. Mido 1.63, senos 34C, caderas algo amplias, no demasiado, pero si lo suficiente para llamar la atención, pero, definitivamente, lo que más me ayuda es que mi cintura es muy estrecha, siempre he sido acinturada, desde jovencita, y yo creo que eso es lo que me ayuda a tener un cuerpo que muchas, honestamente, envidian. Estoy pensando en hacer un blog y ahí subir algunas fotos para que me conozcan los que me sigan.

Continúo con mi relato…

Después de la sorpresa, fue el coraje y luego me fui llenando de curiosidad, de una insana curiosidad. ¿Era cierto lo que había sentido? Quizá lo había imaginado o malinterpretado. Después de todo, yo tenía poco más de 6 años sin probar nada de nada y eso, aunado a mi extrema soledad, podía ser la mezcla perfecta para imaginarme cosas sexuales. ¿Era posible que este chico se pusiera así con mi presencia? Me quedé viéndolo desde mi lugar en donde estaba sentada, a su lado, mientras él estaba absorto mirando el juego de fútbol. Me observé a mí misma. Descubrí que solo tenía un vestido holgado, grueso y viejo encima de mi cuerpo; abajo, nada. En mi prisa por salir al patio trasero me había colocado lo primero que encontré en el clóset y que supuse me cubriría. La tristeza me abandonó y un sentimiento extraño me rodeo con sus negros brazos. Me atrapó. Era un calor raro, hacía mucho que no lo sentía. Me di cuenta de que estaba mirándolo con otros ojos. “No era posible” me decía a mí misma, “¿qué me estaba sucediendo?

No podía haberme equivocado. Yo era una mujer madura y aunque durante algún tiempo no hubiera experimentado nada, conocía muy bien su firmeza y su suavidad, mezcla que en su momento me volvían loca. No, no podía haberme equivocado. Era seguro que Mario tenía una erección, de otra forma tampoco se explicaría que se hubiera cubierto con el cojín.

Me quedé viéndolo nuevamente mientras él, perdido, veía la televisión. Era guapo, nunca lo había visto de otra forma, pero hoy la oscura soledad y su presencia, me hacían verlo diferente. ¡Dios mío! Pensé, “qué estoy haciendo, no es mi hijo, lo sé, pero es su mejor amigo y, por si fuera poco, menor que él”.

-       Déjame recostarme otra vez en tus piernas, le dije, sacando valor de quién sabe dónde, mientras mis palabras se revolcaron entre aquel extraño deseo y la pena que invadía todo mi ser.

-       Sí, me dijo, entre afirmación y pregunta, y volteándome a ver con cierta incredulidad.

Me recosté y conforme fui bajando mi cabeza fui quitando el cojín hasta que el lado izquierdo de mi rostro reposó sobre sus desnudas piernas. Me apoyé suavemente en su rodilla izquierda para acomodarme mejor. Sentí que se sobresaltó ligeramente al sentir la tibieza de mi mano posarse en su piel joven. Giré un poco mis caderas para dejar mi cuerpo alineado. Mi cintura se hundió por la gravedad formando debajo de la tela del vestido mi cuerpo de mujer, sinuoso y maduro. Él parecía no mostrar mayor interés en mí que el propio de ser la madre de su mejor amigo. Volví a pasarme los dedos entre mis cabellos, no sentí nada, todo estaba normal. Tal vez ya se le había bajado o mi imaginación me había hecho pasar un mal momento que me tenía llena de un calorcillo en todo mi maduro cuerpo.

-       Samy, siempre me daba masaje en mi cabeza, le dije y tomé una de sus manos para llevarla hasta sentir la yema de sus dedos en mi cuero cabelludo. Hazlo por favor, le dije.

Sentí sus dedos abrirse y cerrarse al tiempo que masajeaba con cierta rudeza mi cabeza. “Un poco más suave”, le dije y cerré los ojos para transportarme a ese mundo de silencio y colores al que siempre viajaba cuando mi hijo me daba masajes todas las tardes al llegar del trabajo. Era en vano, un cosquilleo tibio empezó a recorrer mi cuerpo, bajaba por mis pechos, recorría mi vientre y se recreaba en mi intimidad, era extraño pero me empezaba a gustar. Luego se convirtió en una oleada ardiente, como lenguas calientes que jugaban, traviesas, en mi entrepierna. Quería relajarme con el masaje en mi cabeza, pero mi cuerpo me estaba traicionando. Obvio no eran los dedos de mi hijo, mi cuerpo lo sabía y le encantaba hacerme pasar un mal momento. Sentí arder mi cuerpo, mi piel demasiado sensible y sus dedos me estaban transportando hasta el borde del abismo del placer. No quería caer, pero yo misma me estaba poniendo en un lugar de extremo riesgo. Era una tontería, empecé a luchar contra mis deseos. Continuaba con los ojos cerrados. Las sensaciones se potenciaban.

-       Mario, le dije, ¿puedes hacer lo mismo con mis pies? Estoy muy cansada.

-       Sí, me dijo, ¿se da la vuelta?

-       ¿No te da asquito? le pregunté algo sonrojada.

-       Jajajaja, se rio ligeramente, no para nada, me dijo. Ponga sus pies acá y me señaló sus piernas. No había nada anormal en su short. Me sentí apenada, seguro había sido mi imaginación.

Sus dedos parecían tener la experticia en ello. Suavemente me acariciaba, con la fuerza necesaria me masajeaba la planta y los dedos de los pies.  Era una locura deliciosa. Mi cuerpo nuevamente empezó a traicionarme, deliciosamente, pero yo les juro que lo sentía como una traición.

Una vez más sentí desbordarse un oleaje de espuma ardiente que inundaba mi vientre, no eran mariposas en el estómago, les mentiría, eran corceles desbocados que corrían por mi cintura, me rodeaban las caderas, jugaban en mi vientre bajo y se hundían salvajemente en mi intimidad. Sentí una ligera humedad en mi entrepierna. “¡Dios mío!” me dije, “estoy loca, este chiquillo podría ser mi hijo”. Quise que la cordura volviera a mi cabeza, pero sentía como un mazo me golpeaba fuertemente las sienes y me nublaba la razón. Mis deseos eran tremendos. Me aferré a la imagen de mi hijo, pero, tristemente, descubrí que su rostro se desvanecía con demasiada rapidez, para dar paso a las sensaciones que aquellos dedos juveniles me estaban dando en ese momento. Justo en ese instante, subió un poco las manos para masajear mis pantorrillas. “¡No!” Grité con la poca decencia y cordura que me quedaba, “¡No! ¡Ahí no, solo los pies!” Le dije temerosa de que fuera a perder la poca conciencia que tenía, pero deseosa de que siguiera porque aquello simplemente era maravilloso, caliente y ardientemente maravilloso. Me quedó mirando y volvió a los dedos de mis pies. No dijo nada. Cerré los ojos para sentir la suavidad y firmeza de su masaje.

Pasó un rato más, siguió con su deliciosa tarea, al menos para mí era sumamente deliciosa. “Así está bien”, le dije, “muchas gracias, Mario”, antes de retirar mis pies de sus piernas hice un ligero movimiento, como si fuera de manera accidental, hacia su estómago, mis dedos lo tocaron, nuevamente estaba fuertemente erecto. No había sido mi imaginación. El chico se excitaba conmigo. Nuevamente sentí como se sobresaltó, hundió su cadera un poco más en el sillón al tiempo que busca mi mirada, misma que yo esquivé como si no hubiera pasado nada. Mi corazón me golpeó duramente el pecho, se agitó tremendamente, empezó a latir con una fuerza endemoniada. El miedo se apoderó de mí. Era una locura, aquel chico que apenas unos días antes solo era un niño para mí, hoy lo tenía en mi casa lleno de excitación y la causa era yo. Era una tremenda locura. Pero lo más grave de aquella estúpida locura es que sin que él lo supiera yo estaba exactamente, igual que él, muy excitada. Quería ser poseída en ese momento, el demonio de la carne se había apoderado de mí, quería sentirlo dentro de mí, quería sentirlo moverse fuertemente dentro de mi ardiente cuerpo. Tenía demasiado calor, no podía más. Estaba luchando contra el deseo que me llenaba. No sabía si iba a poder más la razón que mis oscuros deseos, pensé en mi hijo, me levanté y volví a agradecerle, aunque mi rostro, estoy segura, estaba rojo de la excitación de la que era presa en ese momento. Mis palabras temblaban como temblaba todo mi cuerpo lleno de lujuria. Iba a acercarme a él, estaba loca de deseos, había perdido la razón, deseaba ansiosamente que me poseyera, ansiaba besarlo, prenderme de su boca y perderme en esos carnosos labios, no había marcha atrás, estaba decidida, di un paso más hacia donde Mario estaba sentado, cuando el timbre de la casa sonó sacándome de mis pensamientos y de mis deseos. Sonó nuevamente, dos veces con la impaciencia del que tocaba, rompiendo totalmente con la vorágine de deseos que me envolvían.

-       Voy a ver quién es, le dije, sintiendo al mismo tiempo un poco de alivio de no haber cometido una locura.

-       Si gusta voy yo, dijo.

-       No, le dije, voy a ver quién es, no te preocupes.

Me arreglé un poco el cabello, me hice un poco el vestido para verme tranquila y decente. Era el jardinero, había quedado con él que vendría a trabajar ese día, habíamos quedado a las 9 de la mañana.

-       Disculpe “seño”, me dijo, se me hizo un poco tarde.

-       Pase don Abraham, le dije, pase ya sabe lo que tiene que hacer.

El viejo Abraham atravesó el pasillo que existe en el costado izquierdo y se fue al jardín que se encuentra en el patio trasero y al fondo de la casa.

Regresé al interior de la casa, Mario seguía sentado viendo el televisor. “Es el jardinero”, le dije. “Va a trabajar en el jardín”. “Cuéntame un poco más de mi hijo, qué cosas hacían cuando estaban solos”.

El tiempo pasó rápido, lo escuché con atención y reí como una boba antes las ocurrencias que hacía con mi hijo.

-       Ya me voy, dijo mirando el reloj, ya casi es mediodía.

-       Sí, está bien, respondí, ¿vienes a comer? Le pregunté y sentí una punzada en mi estómago, nuevamente me estaba poniendo en riesgo. Y esta vez lo estaba propiciando yo, no eran las circunstancias.

-       No sé doña Ana, dijo titubeando en su respuesta, me gustaría, pero tengo que hacer algunas cosas que me encargaron mis padres.

-       ¿Regresan hoy tus papás?

-       No, se regresan hasta mañana, pero mañana es domingo y no todos los negocios abren y tengo que ir a hacer unos pagos que me pidió mi madre.

-       Entonces, sino puedes venir a comer, vente a cenar, le dije y al mismo tiempo maldije mis palabras. Eso era todavía más peligroso, pero qué demonios me pasaba, lo estaba deseando, mis dedos temblorosos lo decían y mi cuerpo trémulo lo gritaba. Me sentía como una adolescente en plena edad de la calentura.

Me acerqué mucho a él, lo tomé suavemente de una mano, sintió el temblor de mi extremidad y le di un beso en la mejilla, como normalmente lo hacía cada que iba a la casa cuando mi hijo estaba, pero este beso yo sabía que estaba lleno de deseos, de ardientes deseos de sentirme poseída en sus juveniles brazos. Qué lejos quedaban aquellos momentos en que la despedida era sin otras intenciones, pura, llena de gratitud por su estrecha amistad con mi Samy. Lo había visto crecer, casi a la par con mi hijo, ahora lo veía con otros ojos. Estaba loca, no entendía mi proceder, no entendía qué me pasaba, solo sabía que lo necesitaba, lo deseaba.

Cerré la puerta tras de él. Sentía que me quemaba, estaba ansiosa de ser poseída. Dejé que se marchara sin confirmarme si más tarde vendría a comer o a cenar. También necesitaba calmarme, controlarme y dejar que los años de mi madurez me tranquilizaran.

Salí al patio trasero para ver el trabajo de don Abraham, eso ayudaría a distraerme mi mente y calmar mis ardientes deseos.

-       La próxima semana no podré venir yo, me dijo don Abraham, pero le voy a mandar a mi chamaco.

-       Está bien, le dije, pero él si sabe de jardinería.

-       Sí, me dijo, no se preocupe, desde niño me ha acompañado en este oficio y ahora de joven ya sabe mucho de él. Además, es muy trabajador.