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Paredes de papel (10)

en Sexo con maduros

10

No puedo negar que al día siguiente me levanté con dolores por todo el cuerpo, especialmente en el culito, aunque mucho menos intensos de lo que habría cabido esperar, teniendo en cuenta la dura sesión de sexo a la que mi vecinito me había sometido.

Parecía que, tras varios encuentros, empezaba a acostumbrarme a esa enérgica forma de follar, en la que el arrebato salvaje se revelaba como un indiscutible catalizador que elevaba la excitación y el grado de disfrute hasta cotas nunca antes vislumbradas, a años luz del sexo con Agustín. Y eso me hacía estar completamente segura de que jamás podría obtener eso con mi marido, por lo que no sentía ningún remordimiento que enturbiara la magnífica experiencia.

En casa, junto a la estabilidad de una vida hecha, tenía cuanto necesitaba a nivel sentimental y emocional. Y en el piso de al lado, junto a la emoción de la clandestinidad, tenía lo que me faltaba para sentirme completa dando rienda suelta a mis instintos. Nunca había sido tan feliz.

Antes de que mi marido llegara del aeropuerto, le devolví a mi vecino su ropa lanzándosela de una terraza a la otra, tal y como me había pedido. Aunque me permití una travesura, fruto de la jovialidad que el chico despertaba en mí. Me quedé su bóxer como trofeo, ocultándolo en un lugar donde estaba segura que Agustín jamás lo encontraría, y lo sustituí por mi tanguita usado la noche anterior. Sospechaba que no sería la primera prenda íntima femenina que el joven recibiría o tomaría como regalo, pero aun así, me resultó una idea divertida.

Cuando mi marido llegó a casa, ya con el primer abrazo y beso, me hizo saber cuánto me había echado de menos. Conseguí desviar su atención preguntándole por el viaje, pero enseguida volvió a atacarme, convirtiendo un segundo amoroso abrazo y devoto ósculo en una verdadera declaración de intenciones de su entrepierna.

Quise entregarme a él, pues le amaba aunque no llegara a excitarme, ni de lejos, tanto como lo hacía el superdotado muchacho. Y así lo hice en primera instancia, dejándome llevar por besos y caricias mientras nuestras ropas iban cayendo al suelo, hasta que mis molestias me obligaron a desistir de cumplir con mis derechos y obligaciones de ferviente esposa.

— Lo siento, cariño —le dije, estando ya los dos desnudos a los pies de la cama—, pero estoy hecha polvo… Creo que estos días de atrás me he pasado con el gimnasio, me duele todo, y sobre todo creo que me he pasado con la bici estática… Me duele especialmente por ahí abajo…

«El sillín estaba taaaaan duro…», bromeó internamente mi lado oscuro.

El gesto de decepción de Agustín sí que me causó algún que otro remordimiento, más cuando, mansamente, aceptó la situación acariciándome, besándome y diciendo: “Ya será en otro momento, lo importante es que tú estés bien”.

El más profundo sentimiento de amor por mi hombre me embargó, sancionándome internamente por mi egoísmo e injusto trato a quien tanto me quería y cuidaba. Así que, en consecuencia, acabé sentándome en el borde de la cama para hacerle una felación compensatoria, degustando su polla como si fuera un caramelo del que mis labios y lengua dieron buena cuenta.

Tardó poco en avisarme de que iba a eyacular, por lo que, para asegurarme de que quedaba bien satisfecho, le permití correrse sobre mis tetas para su disfrute visual, regándomelas con copiosos chorretones de semen caliente que llevaba toda la semana acumulando para mí.

Por último, y posiblemente influenciada por cómo el veinteañero del piso de al lado me hacía sentir, tomé el móvil para pedirle que me hiciera una foto con la que recordarme durante sus continuos viajes de trabajo. Ni que decir tiene que la idea le encantó, por lo que me retrató alzándome los pechos con mis propias manos para mostrarlos recubiertos de su lechosa simiente, acompañados de una viciosa mirada lamiéndome con erotismo el labio superior.

Pasamos el resto del fin de semana como dos enamorados, pues ese era el motivo de nuestro matrimonio, en el que desde el primer momento tuvimos claro que ninguno de los dos quería tener hijos que perturbaran nuestra vida de pareja. Y, al final, la noche del domingo, completamente recuperada, ya pude darle a mi querido marido la satisfacción de cabalgarle hasta dejarle seco y roncando, mientras yo me fumaba a escondidas un cigarrillo en la terraza pues, al menos en su presencia, había comenzado a cumplir mi promesa de dejar el hábito.

La nueva semana transcurrió tranquila, sin noticias de Fernando, pues Agustín, sin tener que volver a viajar hasta el lunes siguiente, había conseguido que en su empresa le dejasen una semana de trabajo más relajado en casa.

En ese tiempo, no escuché ni un ruido a través de la pared que delatara los frecuentes escarceos del vecino, ni siquiera con la asistenta cuando no había nadie más en su casa. Tal vez fuera porque sabía que mi marido estaba conmigo, o porque yo ya le había dado el suficiente sexo para una temporada.

«No», me dije en una ocasión. «Es un auténtico semental, necesita y tiene la oportunidad de follar cuanto quiera. Seguro que lo está haciendo por ahí, o con la rumana en el dormitorio de sus padres…»

La verdad es que no me importaba, no tenía derecho a sentir celos, y ya había interiorizado profundamente la idea de que el chico no debía representar para mí más que un magnífico juguete con el que disfrutar en mis periodos de soledad.

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El sábado siguiente amaneció como un día especialmente caluroso, lo que, en un principio, me dio mucha pereza para acudir con Agustín a un concierto de música clásica al aire libre. Pero, al final, mi maridito consiguió convencerme para no dejar de ir, pues hacía un mes que teníamos las entradas y, además, me informó de que ese mismo día, Pilar y José Antonio nos habían vuelto a invitar a comer en su casa y tomar unas copas hasta que cayese el calor.

La idea de volver a encontrarme con mi amante en presencia de mi marido y sus padres me causó cierto desasosiego, pero a la vez, me resultó emocionante. No había vuelto a verle desde que me había empotrado en la pared y, entre otras deliciosas cosas, me había descubierto las excelencias del sexo anal… ¿Habría guardado mi tanga con olor a hembra?

Tras varios días batallando con la ansiedad de haber dejado forzosamente de fumar por tener siempre a Agustín cerca, sentí la necesidad de aprovechar la oportunidad de que se metía en la ducha para consumir, fuera y apresuradamente, un cigarrillo que me trajo gratos recuerdos. Un buen enjuague bucal y concienzudo lavado de manos en el aseo del dormitorio enmascararon la falta a la promesa hecha a mi esposo.

«El más intrascendente de los pecados que tengo que ocultar…»

Más serena, tomé la determinación de divertirme con la situación por la que tendría que pasar. Aprovechando que debía arreglarme para asistir al concierto, decidí ponerme el elegante y ajustado vestido verde que había seleccionado una semana atrás para deslumbrar a Fer, habiéndome impedido su impetuoso asalto lucirlo para él.

En el cajón de la ropa interior comprobé que el único sujetador que quedaba bien con la prenda elegida era, precisamente, aquél que iba a juego con el tanga que había regalado al chico a cambio de su bóxer.

«¡No puedo ir con una pieza de cada!», me dije. «¡Sería un sacrilegio no llevar el conjunto completo!», añadí, dibujándoseme una pícara sonrisa en los labios.

Por primera vez en mi vida, me vestí sin llevar prenda íntima inferior, y me resultó de lo más excitante.

Coqueteando con mi propio reflejo en el espejo, comprobé que el vestido me quedaba como un guante, ajustándose a cada vertiginosa curva de mi cuerpo; cubriendo mis voluptuosos pechos para formar el escote palabra de honor, pero, a la vez, remarcando su globosidad y turgencia; ciñéndose a mi esbelta cintura, de invertidos paréntesis que han eludido el inevitable ensanchamiento  de la procreación; delineando mis pronunciadas caderas de ánfora romana; dibujando la rotundidad de mis firmes nalgas, redondeadas rocas de ribera fluvial, y envolviendo mis tersos muslos hasta casi las rodillas, formando una campana bajo la cual, en lugar de badajo, se encontraba mi jugoso coñito.

Agustín salió de su tranquila ducha, entrando en el dormitorio en el momento en que terminaba de calzarme los taconazos y comprobaba cómo ensalzaban la tonicidad de mis piernas y elevaban, aún más, mi prieto culito.

— ¡Estás espectacular, nena! —exclamó al verme—. No habías vuelto a ponerte ese modelito desde la boda de mi sobrino… ¡Anda que no voy a presumir de mujer en el concierto!

— Exagerado —contesté, riéndome encantada por el cumplido. «Y si supieras que no llevo bragas…»—. Seguro que allí habrá jovencitas que atraigan más las miradas —terminé diciendo.

— Ninguna te llegará a la tapa de los tacones —aseguró, rodeándome la cintura con los brazos y haciéndome sentir, a través de la toalla enrollada en su cintura, que era lo que realmente pensaba.

— Cuánto te quiero… —susurré, absolutamente convencida de ello.

Me besó apasionadamente, estrechando su abrazo, y sus manos comenzaron a recorrerme la cintura con suaves caricias que comenzaban a bajar hacia mi culo.

«¡Va a notar que no llevo tanga!», grité por dentro.

Sentí un escalofrío y, a la vez, una terrible excitación, por lo que, manteniendo a duras penas la cabeza fría, me separé de mi esposo apartando suavemente sus manos, que ya alcanzaban a donde debería haber notado la tira del tanga.

«No se ha dado cuenta. Menos mal que la cabeza con la que está pensando ahora mismo no es la que tiene sobre los hombros».

— Venga ya, Mayca, que estás muy buena y tenemos tiempo para uno rapidito, ¿no? —me recriminó.

— Yo todavía no me he maquillado —traté de poner una excusa—, y ya me he peinado…

— Venga, cariño —insistió él, devorándome con la mirada—. No puedes ponerte así y no dejarme catarte… Nos da tiempo a todo, y siempre puedes hacerte una coleta con la que estás súper sexy…

No me quedaban excusas, me iba a pillar sin ropa interior e iba alucinar. ¿Cómo podría explicarle que iba a un concierto de música clásica y, sobre todo, a casa de los vecinos con el coño al aire?

El miedo me dejó paralizada, pero, de repente, la providencia vino en mi auxilio. El nudo de la toalla de Agustín se había aflojado al frotarse contra mí y, justo en ese momento, se le cayó al suelo, mostrándome su pene erecto apuntándome a la cara, como una señal.

No lo dudé ni un segundo. Ante un incrédulo Agustín, me puse de rodillas, agarré su polla sobresaliendo de mi puño poco más que la testa, y le di un jugoso beso.

— ¡Joder, cariño! —exclamó.

Chupeteé el glande con mis labios y lengua, besándoselo golosamente. Había encontrado una salida para no tener que dar una explicación que no podía, ¿y por qué no disfrutarlo?

Me comí el balano, haciéndolo entrar en mi boca hasta que mis labios dieron con mi puño, y continué succionando hacia dentro y hacia fuera, con mis suculentos pétalos envolviéndolo mientras la lengua le acariciaba el frenillo.

— Uf, nena —escuché desde las alturas—, si sigues así no me va a dar para echarte un polvo, ufff…

«¡Oído cocina!», gritó mi demonio interno.

Quité la mano para agarrarme a sus muslos y devorar toda la verga hasta el final, alcanzándome la campanilla, aunque no pudiendo pasar de ese límite que otro había rebasado sobradamente.

— ¡Dios!

Chupé sacándome el enhiesto músculo lentamente, hundiendo mis carrillos para que mi mojada cavidad bucal se adaptase a todo el contorno del tronco, presionando con los labios como suaves y mullidos cojines masajeando la dura carne, hasta que la punta emergió, teñida con un tono violáceo y acompañada de un húmedo sonido de succión.

Miré a los ojos de mi esposo, quien me contemplaba con su rostro desencajado por el gusto, y le sonreí con malicia, lo que le provocó un suspiro mientras brotaban un par de transparentes gotas del pequeño orificio de su vara.

Mi lengua salió para lamer esa muestra de máxima excitación, tomándola para volver a mi boca convirtiendo las gotas en un fino y brillante hilo de aceitoso fluido que colgó hasta mi labio inferior, cortándose cuando me relamí paladeando su salado sabor.

Otro profundo suspiro y la emergencia de más lubricante, me indicaron que mi hombre ya estaba totalmente bajo mi control, permitiéndome hacer con él lo que quisiera.

«Ya no habrá posibilidad de preguntas incómodas», me dije. «Le tengo dominado», concluí, sintiendo cómo mi desnudo coñito se humedecía bajo la falda del divino vestido.

Volví a comerme la polla, succionándola hasta el fondo, abrasándola con el calor de mi paladar, y comencé un suave vaivén cervical con chupadas que arrancaron gemidos masculinos.

— Así me matas, preciosa —dijo Agustín entre dientes—. Cada vez lo haces mejor…

«Porque ahora me gusta de verdad», contesté para mí misma, con la boca llena de la palpitante estaca de mi marido y mayor humedad en mi entrepierna. «Solo necesitaba comerme un buen rabo para que despertara mi apetito, y aunque el tuyo no sea lo mismo, tampoco está nada mal. A falta de pan, buenas son tortas».

Mamé con verdaderas ganas, saboreando el duro falo, excitándome con el roce en mis sensibles labios y mi capacidad para engullirlo entero sin apenas esfuerzo, disfrutándolo mientras volvía loco a mi hombre.

Lo que había comenzado como una vía de escape, se había convertido en algo que realmente quería hacer, y tan cachonda me estaba poniendo, que, por un momento, temí que mi coñito desnudo acabara mojándome el vestido. Así que, tenía que poner fin a aquello cuanto antes.

Aspiré con todas mis fuerzas, convirtiendo la felación en una salvaje mamada de vertiginoso ritmo, lo que no tardó en producir el efecto deseado.

— Dios… Dios… Dios… —bufaba mi esposo— Cariño, me voy a correr… Si no paras me corro…. Me voy a correr…

Por supuesto, hice caso omiso a su advertencia, y continué con mi tarea hasta que, al momento, la verga se hinchó en mi boca y sentí el primer espasmo ascender por el tronco que se deslizaba sobre mi lengua.

— Me corro, Mayca, me corroooohh… —anunció Agustín entre jadeos, tratando de no alzar la voz, sorprendido y extasiado porque, por segunda vez en toda nuestra vida como pareja, no se la soltara.

Comiéndome toda la carne hasta que la punta se asomó a mi garganta, sentí en ésta la primera descarga eyaculatoria de mi hombre, tragándola directamente. Y así me mantuve, alcanzando con mi mano los testículos para apretarlos suavemente y exprimir a mi orgásmico maridito, quien me dio hasta la última gota de su densa leche en varias ráfagas, colándose directamente a través del sumidero de mis tragaderas.

Con una última succión, dejé la cincuentona herramienta reluciente, y al satisfecho beneficiario apoyado en la cómoda del dormitorio.

Me puse en pie, comprobando que la humedad de mi almeja no había sido lo suficientemente abundante como para evidenciarse en el verde de mi prenda.

— Uf, nena, ha sido increíble… —recibí como halago a mi perfecto trabajito oral.

— Gracias —contesté con una complaciente sonrisa—, me alegra que te haya gustado.

— Joder, ¡y tanto! Y aunque te he avisado, como siempre, es la segunda vez que me dejas correrme en tu boca… Y eso es… ¡buf! Y encima esta vez te lo has tragado todo, ¿no…?

— Claro, no iba a dejar que me mancharas el vestido —le confesé, dándole la verdadera razón por la cual le había hecho eyacular directamente en mi garganta—. Así que no te acostumbres a ello, ¿eh? —le advertí, remarcándole que era yo quien tenía el mando.

— ¡Ja, ja, ja! Eres increíble. De todos modos —añadió pensativo—, no sé en qué estarás metida ahora…

— ¿Y eso a qué viene? —pregunte con curiosidad, con mis manos sobre las caderas.

— Es que, últimamente, cuando hacemos el amor, te noto distinta, no sé… como más desatada…

Sentí un escalofrío atravesándome.

— Y luego está lo otro —continuó—. Hace poco, después de quince años juntos, me dejaste correrme por primera vez en tu boca… Y el otro día en esos pechotes que me vuelven loco… Y ahora hasta te lo has tragado…

Un nudo se me hizo en el estómago, y no por el biberón que acababa de tomarme.

— ¿No estarás traduciendo una novela erótica? —terminó por preguntar.

Una increíble sensación de alivio me hizo resoplar por dentro. Me había temido lo peor: que mi amado esposo sospechase algo. Sin embargo, su confianza en mí era ciega, pues nunca le había dado motivos para lo contrario y, además, la confianza se basaba en un principio de reciprocidad, ya que él se pasaba la vida viajando de un sitio a otro, conociendo a gente, lejos de casa…

— No, no, qué va —negué, riéndome con la curiosa teoría—. Solo es que te echo mucho de menos cuando estás fuera. Así que, cuando estás, quiero disfrutarlo al máximo y que tú también lo hagas… Así no te buscarás alguna jovencita por ahí —terminé, dándole la vuelta a la tortilla.

— Venga ya, preciosa. ¿Cómo voy a buscarme nada por ahí? ¿Para qué quiero una jovenzuela, teniendo semejante mujer en casa, y que encima me hace estas cositas?

Me dio un cariñoso beso que, encantada con mi cinismo, le correspondí.

— Vale, pero como ya te he dicho antes —le insistí ante su entusiasmo—, no te acostumbres a cómo ha terminado ahora, que ha sido una excepción —«¿Seguro? ¡Si a ti también te encanta!», dijo mi diablillo interno—. Solo quería que no me pusieras perdida para poder lucir este vestido que tanto te gusta.

«Cínica, cínica, cínica…» canturreó mi conciencia.

— ¡Claro como el agua, mi señora! —se cuadró cómicamente— Entonces, ¿terminamos de arreglarnos y vamos a que presuma de mujer?

Ya en el baño, antes de darme un retoque de maquillaje y carmín en los labios, y volver a cepillarme la melena, sequé la humedad de mi entrepierna, disfrutando nuevamente de la excitante sensación de ir sin ropa interior. Sin duda, esa travesura y lo que acababa de pasar con Agustín sin satisfacción para mí, mantendrían mi libido, al menos, durante un buen rato.

El concierto mereció la pena, aunque el calor, en determinados momentos, fuera abrumador. La orquesta había sonado maravillosamente en una de las más populares zonas verdes de la ciudad, habiendo interpretado algunas de mis piezas favoritas. Y la guinda definitiva del pastel consistió en el aire colándose por la abertura de mi falda, transportándome mentalmente al fin de semana anterior, dejándome meridianamente claro que iba a estar bien calentita todo el día.

Después, volvimos al  barrio para tomarnos un par de vinos y hacer tiempo para acudir a casa de los vecinos. En ese tiempo, mientras Agustín entablaba conversación con un conocido, intercambié mensajes con mi amiga Sonia. No habíamos hablado en toda la semana, debido a que ella había estado muy liada en el trabajo, por lo que enseguida me preguntó por mi experiencia del viernes anterior.

Con un lenguaje en clave para que solo ambas pudiéramos entendernos, en el caso de que mi marido echase un vistazo a la pantalla de mi móvil, le conté, a grandes rasgos, lo que había hecho, cómo lo había disfrutado, y lo increíblemente viva que me había hecho sentir. ¡Como para bajárseme la calentura que llevaba arrastrando desde primera hora!

Mi amiga lo entendió y me apoyó animándome, incluso, a repetir:

— Me alegro por ti. Ya tenemos una edad como para no estar perdiendo el tiempo. Date todos los caprichos que te hagan disfrutar, ya has visto que la juventud puede darte gratas satisfacciones, y  bien dotadas, por lo que dices. ¡Aprovéchalo!

Agustín ya se despedía del conocido, por lo que concluí el intercambio de mensajes con un “Así haré en cuanto pueda. Besos”.

— ¡Bravo! —leí, justo antes de que mi marido volviera a prestarme toda su atención—. Por cierto, que mi oferta sigue en pie para cuando quieras… ¡Carpe diem! Besos.

Sentí una corriente en mi vulva, y esa vez no había sido producida por el aire.

Acabadas las consumiciones, y algo afectados por el vino cayendo en estómago vacío (bueno, el mío no tan vacío), nos presentamos ante la puerta de los vecinos, la cual se abrió antes de llamar al timbre.

— ¡Hombre, chaval! No me digas que te vas ahora que llegamos nosotros —dijo Agustín al encontrarnos con Fernando, dispuesto a salir.

— Pues sí, me iba a comer con los colegas del fútbol —contestó el chico para mi frustrante alivio—. Aunque… la verdad es que no me apetece mucho… —añadió, realizándome un rápido escáner de pies a cabeza que mi esposo no percibió—. ¡Mira, acabo de cambiar de opinión! Me quedaré a comer con vosotros… Mi madre ha hecho paella —aclaró en última instancia.

— ¡Cómo sois los jóvenes! —exclamó Agustín con una carcajada—. Di que sí, que donde comen cuatro, comen cinco, y la paella de tu madre está para chuparse los dedos.

— Tú sí que sabes, Agustín. Las cosas ricas siempre hay que compartirlas, ¿verdad, María del Carmen? —se dirigió a mí como siempre hacía en presencia de los demás.

— Sí, claro —contesté acalorada, fijando mis verdes ojos en la refulgente mirada del chico—, siempre que cada uno tenga lo suyo.

Fer nos dejó pasar para dirigirnos al salón al encuentro de sus padres, siguiéndonos por el pasillo. Con un fugaz giro de cabeza comprobé, por el rabillo del ojo, que su vista iba fija en mi culo enfundado en el ajustado vestido. Sentí la ansiedad que solo un cigarro, que no podía fumarme, podría calmar.

Pilar y José Antonio nos recibieron con besos y abrazos mientras su hijo se marchaba a su cuarto, reincorporándose unos minutos después para explicarle a su madre que, al final, comía con nosotros.

Aprovechando que nadie me prestaba atención en ese momento, con mi marido riendo a carcajadas con su amigo, me embebí de la juvenil anatomía que quedaba de espaldas a mí, en una perspectiva que pocas veces había podido disfrutar.

Con su castaño cabello alborotado, formando su característico peinado de calculado despeinado, Fer vestía una camisa azul celeste, de manga corta ceñida a sus brazos para evidenciar la tonicidad de sus tríceps, quedándole perfectamente ajustada a las líneas de sus anchos hombros para descender estrechándose deliciosamente, en consonancia con las oblicuas formas de su fuerte espalda, hasta llegar ligeramente por debajo de la cintura; permitiéndome vislumbrar, en sus pantalones cortos de color blanco, la forma de sus redondeados glúteos, bien prietos y propensos a que mis uñas anhelaran clavarse en ellos.

«¡Dios, qué mordisco le daba ahora mismo!», gritó mi leona interna.

Las patas de esos pantalanes, bajo el dulce melocotón que remataba la espalda, envolvían hasta casi las rodillas esas piernas robustas como centenarios robles de agraciado crecimiento, permitiéndome disfrutar de la vista de unos gemelos potentes, duros y con forma de corazón, que daban fe de la futbolística afición del muchacho.

«Es un demonio vestido de ángel… ¿Cuándo volveré a arder en su celestial infierno?».

Cuando se dio la vuelta, rápidamente tuve que apartar mi vista simulando contemplar un cuadro, pues estaba segura que, tanto mi mirada como el rubor de mis mejillas, podrían delatar la lujuria de mis pensamientos, y no solo a él.

— Bueno, pues ahora traigo otro plato y cubiertos —dijo finalmente Pilar tras la explicación de su hijo—. Id sentándoos, por favor, que la comida está en su punto.

Nuestros encantadores vecinos habían preparado la mesa redonda del salón para estar más frescos con el aire acondicionado, pues el día no estaba como para salir a comer al bochorno de la terraza. Así que acabamos allí sentados los cinco, un poco más apretados, quedándose Agustín a mi izquierda y Fernando a mi derecha, peligrosamente juntos los tres.

«¡Qué casualidad!», me dije, sintiendo nuevamente el desasosiego. «Como si fuera una comedia de Hollywood que acabará en enredo, sentada entre mi marido y mi amante».

Como era de esperar, la conversación fue amena y el alimento delicioso, mi esposo no exageraba cuando decía que la paella de Pilar era para chuparse los dedos. Así que dimos buena cuenta de toda la comida regada con un par de botellas de vino, de las cuales el joven no probó ni una gota. Todo lo contrario que yo, que no dejando de sentir la mirada de soslayo del chico, traté de ahogar el nerviosismo con más cantidad de la habitual.

— ¿Y cómo vas con la búsqueda de trabajo, chaval? —le preguntó mi amado a mi amante—. Imagino que el verano es mala época para encontrar algo, ¿no?

— Así es, Agustín —contestó el aludido, girando un poco su cuerpo para dirigirse a quien preguntaba, permitiendo que mi subrepticia mirada reparara en cómo su camisa llevaba desabrochados los dos botones superiores, formando una abertura en la cual sus cincelados pectorales se vislumbraban para que las yemas de mis dedos ardiesen ambicionando recorrer su escultural consistencia.

— Ahora es bastante complicado —corroboró—. Solo hay “empresas cárnicas”, de las que, por ahora, paso, a no ser que en tres meses más no encuentre algo mejor.

Sentí la rodilla del chico contactando con mi muslo, produciéndome una descarga eléctrica que subió hasta mi cerebro, el cual, ligeramente ebrio, ordenó a mis ojos dirigir la mirada más abajo, por debajo del borde de la mesa. Apenas fue un vistazo de dos segundos, lo suficiente para comprobar que, con el giro para atender a mi esposo, la entrepierna del joven ya no permanecía oculta bajo la mesa, quedando expuesta a mis atentas pupilas para que pudiera apreciar cómo se marcaba un llamativo paquete que sugería el tamaño de la artillería ahí guardada. Me sentí sofocada y tuve que apartar rápidamente la vista.

— ¿”Empresas cárnicas”? —preguntó Agustín.

— Sí, así es como se las conoce en nuestro mundillo… —aclaró Fer, incidiendo nuevamente con su rodilla en mi muslo para comenzar a frotarlo lentamente.

No pude atender a la explicación, pues el cosquilleo recorrió mi cuerpo incitando a mis globos oculares a dirigirse, una y otra vez, al atractivo abultamiento que parecía acrecentarse con ese clandestino roce, al tiempo que mis pezones también se endurecían.

Afortunadamente, mis continuas miradas pasaban desapercibidas para el resto de comensales, pues todos estaban atentos a la exposición del informático. Y él se estaba recreando en ser el centro de atención, explayándose sobre su futuro laboral y las oportunidades que esperaba aprovechar, seguro de lo que estaba provocando en mí, ya que era la única persona consciente de cómo mis verdes ojos se dirigían bastante más abajo que los del resto de oyentes.

Yo ya tenía los pezones como para rayar cristal, hecho que, con un vistazo indiscreto, se podría comprobar evidenciándose a través del ligero sujetador y la fina tela ajustada del vestido. Por suerte, la única mirada que percibí, de soslayo, fue precisamente la de aquel que estaba produciendo esa reacción, sonriendo mientras hablaba.

— De todos modos —intervino de pronto Pilar—, también estamos pendientes de lo de mi empresa, del posible puesto libre en Zaragoza…

— Sí, mamá —le atajó condescendientemente su hijo—. Pero esa es una posibilidad remota, y preferiría encontrar algo por mí mismo. Ya estoy más que crecidito…

Con esa última afirmación, clavó su rodilla en mi muslo, obligándome a echar un último vistazo allá abajo. Sentí que me humedecía al comprobar el intencionado doble sentido con que se había expresado para que yo lo captase. En el pantalón corto se podía apreciar una tremenda hinchazón de fálica forma que se prolongaba desde la entrepierna hacia el mulso derecho del chico, como si bajo su ropa escondiese una boa constrictor que estuviera buscando la luz en la pernera de la prenda.

«¡Dios mío, y tan crecidito que está!», me dije, mordiéndome el labio.

Frotando mis muslos uno contra otro de forma nerviosa, traté de contener la natural lubricación de mi coñito desnudo, siendo en vano, por lo que, al igual que me había ocurrido estando arrodillada ante mi hombre, comencé a temer por la posibilidad de mojarme el vestido.

— ¡Di que sí, chaval! —aprobó mi marido sobresaltándome—. Confiar en uno mismo y conseguir las cosas por tu propia mano es lo que más satisfacciones da, ¿verdad, cariño? —preguntó en última instancia, dándome un leve codazo.

Ese gesto logró sacarme del trance en el que estaba sumergiéndome, e incluso, consiguió que Fernando apartase su rodilla de mí al convertirme, en ese momento, en el centro de atención.

— Sí, claro —dije yo, serenándome y tratando de disimular mis erectos chupetes para dirigirme al chico—. Seguro que si confías en tus aptitudes, podrás conseguir cosas que antes parecían impensables, pura fantasía…

Nuestras miradas se encontraron con un choque de fuego entre ambas, siendo imposible la interpretación de su correcto significado para el resto de tertulianos. Solo nosotros dos teníamos la clave para desencriptar el mensaje, ¡y cómo nos gustaba jugar a ello!

El joven esbozó una sonrisa de medio lado.

— Y la fantasía se puede cumplir —continué, animada por la ligera embriaguez y el morbo de que solo uno de los presentes entendiera a qué me estaba refiriendo en realidad—. Seguro que puedes abrir puertas que nadie más había abierto, y deslumbrar con tu talento y dura perseverancia… Así que tendrás que aprovechar la más mínima oportunidad para meter la cabeza…

— Gracias, María del Carmen —contestó, manteniendo mi mirada—. La cosa se está alargando, y es duro… Pero tengo bien claro mi objetivo, así que en cuanto vea esa oportunidad, me aplicaré para entrar hasta el fondo…

«¡Uf!, y tan a fondo que sabes entrar, cabronazo…», contesté mentalmente.

— ¡Bien dicho, hijo! —cortó José Antonio la velada declaración de intenciones entre su vástago y yo—. Y eso también te valdrá si entras en la empresa de tu madre. ¿Quién sabe?, a lo mejor te sirve de trampolín para algo aún mejor, o hasta puede que te guste y vayas ascendiendo… Lo importante es lo que te ha dicho Mayca: confiar en uno mismo, aprovechar las oportunidades y dar lo mejor de ti.

— Sin duda que eso haré —convino el veinteañero—. Agradezco tu consejo, María del Carmen —volvió a dirigirse a mí—, lo seguiré al pie de la letra. Entrar por la puerta de atrás, si la preparación es buena, puede conseguir éxitos inimaginables, ¿no?

Por un instante, me quedé sin aliento, sintiendo un desasosegante vacío en mis entrañas. «Bien que lo sabes, experto empalador…».

— Claro que sí —contesté, manteniendo la compostura—. Si sabes manejar tus armas, entrar por la puerta de atrás puede conseguir que se encadene un éxito tras otro… Sin olvidar que la precipitación no es buena compañera. Ya sabes que, sobre todo en los inicios, y para que las cosas no se disparen antes de tiempo, hay mucho que tragar…

Los avellanados ojos de Fer refulgieron, mientras los otros tres seguían la conversación como espectadores de un partido amistoso de tenis, sin percibir que bajo la liza deportiva subyacía una exposición de encarnizadas batallas libradas por contrincantes que ansiaban enzarzarse en un nuevo cuerpo a cuerpo.

— Por supuesto —asintió él—. Aunque no todos los tragos son amargos, ¿verdad? Y pueden dar buena medida de las profundas aspiraciones que se pueden alcanzar…

«¡Joder!», grité por dentro, hambrienta a pesar del banquete que nos acabábamos de dar. «Te arrancaba la ropa ahora mismo y te devoraba, demostrándote lo profundo que puedo aspirar hasta conseguir ese trago dulce…»

— Al menos eso es lo que dice mi experiencia —afirmé.

— Y creo que la de todos —intervino Pilar— ¿Ves, Fernando, cómo hasta Mayca te dice lo mismo que yo llevo semanas diciéndote?

«Sí, seguro que las mismas palabras y significado», no pude evitar reír internamente por el inocente desconocimiento de mi amiga.

— Sí, mamá —volvió el informático a usar el tono condescendiente—, tenéis razón. Lo he entendido todo perfectamente, y actuaré en consecuencia.

«Ummm… Lo que me espera en cuanto Agustín vuelva a marcharse el lunes…»

Con un asentimiento y una petición de mi amiga para que su adorado niño le ayudase a traer el postre, la conversación se dio por zanjada. Fer acompañó a su madre a la cocina, no sin antes estirarse bajo la mesa los faldones de la celeste camisa para ocultar la erección que portaba, y volvió a mi lado cargando con una fuente rebosante de un espectacular flan casero. Al sentarse y recogérsele la prenda superior, con un discreto y rápido repaso, pude comprobar que, a pesar de haberse relajado el músculo cubierto por el inmaculado pantalón, el tremendo paquete seguía produciéndome unos calores que ya no había forma de disipar.

Durante el postre ya no hubo jueguecitos de piernas rozándose, ni intercambio de mandobles de doble filo, pero aun así, mi entrepierna al aire bajo el vestido, los furtivos vistazos hacia la derecha, y el vino, mantuvieron en alza mi temperatura, haciéndome sentir algo mareada.

— Y ahora, unas copitas para hacer bien la digestión —propuso José Antonio—. Agustín, ¿llevamos esto a la cocina y elegimos digestivos? Tengo de todo, pero sobre todo, una pequeña colección de whiskies que tendrás que catar…

— ¡Cómo sabes lo que me gusta, bribón! —contestó mi marido, levantándose con él para empezar a recoger platos.

— ¿Nos echamos un cigarrito fuera mientras estos eligen? —me invitó Pilar.

— Tendrás que salir sola —contesté muy a mi pesar, pues en mi estado, me moría por satisfacer el vicio que mantenía a escondidas—. Le prometí a Agustín que lo dejaría…

— ¡Y lo está consiguiendo! —terció él con orgullo—. Así que no la tientes.

«No es la principal tentación que tengo aquí», repliqué para mis adentros, observando cómo Fer también se ponía en pie.

— ¡Bravo por ti! —exclamó Pilar— Ojalá yo tuviera tu fuerza de voluntad, pero ya estoy mayor para cambiar costumbres —añadió, tomando el paquete de tabaco de su bolso—. Tranquila, que no te tentaré. Ponte cómoda en el sofá mientras tanto, a ver qué nos ofrecen estos dos para tomarnos… Fernando, ¿podrías acompañarla un poco?

— Será un placer —contestó el informático, haciendo un galante gesto para invitarme a levantarme de la mesa y dirigirme al sofá.

En un momento, me quedé a solas con mi secreta tentación, sentada en el sofá, prudentemente cruzada de piernas, y mordiéndome el labio mientras él permanecía ante mí exhibiendo su planta esculpida en roca viva. La camisa había vuelto a ocultar decorosamente su entrepierna, pero los botones superiores desabrochados no dejaban de invitar a mis orbes de esmeralda a colarse por la abertura para acariciar visualmente la tersura de sus pectorales. De no ser porque su madre estaba en la terraza, y nuestros maridos en la cocina, no habría podido evitar abalanzarme sobre él como una tigresa con hambre atrasada.

La tensión sexual se palpaba en el ambiente, con ígneas ráfagas partiendo de nuestras miradas para encontrarse a medio camino entre ambos y confluir en un choque de energía que cualquiera podría sentir. Así que, sobreponiéndome a mi fogosidad y desinhibición etílica, quise decir algo para suavizar la situación:

— Tus padres son encantadores…

No pude continuar la frase, pues sintiendo el rubor encendiendo mis mejillas, observé cómo Fer se sacaba del bolsillo una pequeña pieza de lencería negra, para llevarla a su nariz.

— Qué cabrón… —susurré—. ¿Llevas siempre mi tanga en el bolsillo para acordarte de mí? —le pregunté, escuchando las risas de José Antonio y Agustín en la cocina.

— Claro que no —contestó tranquilamente, usando el mismo tono susurrante—. No necesito esto para pensar continuamente en ti y en lo que te haría… Lo he cogido de mi habitación cuando he visto cómo venías vestida para mí, obligándome a quedarme a comer. Querías provocarme, ¿eh? Ese modelito te queda espectacular, estás para darte bien...

— ¿Ah, sí? Mmm… —me relamí, alisando las arrugas de mi segunda piel y estirando la espalda para realzar mis prominentes pechos—. Pues que sepas que ese es el tanga que combina con el sujetador que llevo —me dejé arrastrar por mi excitación, confiada porque nadie podía escucharnos—, y odio no ir conjuntada.

Recordando la película “Instinto Básico”, interpreté el papel de Sharon Stone. Descrucé mis piernas lentamente, dejándolas abiertas unos instantes, a la vez que movía el culo sobre el sofá para que el vestido se recogiera un poco. Provocando una sonrisa perversa en el chico, éste pudo contemplar sin reparos mi lampiño y húmedo coñito.

— Uf —dejó escapar un suspiro—. Cómo te gusta calentarme…

Guardó de nuevo mi prenda interior en su bolsillo, abriéndose en el mismo gesto los faldones de la camisa para dejarme bien clara la portentosa erección que su pantalón apenas podía retener. Pero, enseguida, tuvo que disimular mi efecto sobre él, recolocándose el instrumento y la ropa al percibir el ruido de los mayores volviendo por el pasillo con su botín.

Volví a cruzar mis piernas estirando la parte baja de mi prenda, sintiéndome aún más excitada y mareada, pero teniendo que realizar una magistral actuación para ocultar mi volcán interior, ya que los dos cincuentones entraban en la sala cargando cuatro botellas cada uno. Y al minuto, con un aroma a tabaco que disparó mi angustia, volvió Pilar de la terraza.

Alegando que ya era hora de dejar a los mayores con sus cosas, Fer se retiró a su cuarto, lanzándome un último vistazo a la vez que metía su mano en el bolsillo. ¿Significaba eso que se pajearía pensando en mí? Mi ansiedad alcanzó una nueva cota.

«Joder, estoy más salida que el pico de una plancha», me dije, «y al final se va a notar que estoy mojada… Tengo que salir de aquí, necesito un cigarro y… un buen dedo».

— Pero, mujer, ¿cómo te vas a ir ahora? —me reprochó la vecina al anunciar mi intención de abandonarles—. Podemos pasar aquí toda la tarde, fresquitos, tomándonos unas copas y riéndonos…

— Lo siento, Pilar —me disculpé—. No me siento muy bien, estoy un poco mareada y creo que voy a dormir un rato de siesta… Pero no os preocupéis, que estoy bien, solo necesito descansar. A lo mejor vuelvo con vosotros más tarde, ¿vale?

— Descansa, cariño, que será que se te ha subido el vino —me dijo tiernamente mi esposo—. Aquí estaremos para cuando te hayas recuperado, aunque no te garantizo que nos mantengamos muy serenos —añadió con una sonrisa—. Le he prometido a José Antonio que probaría una buena parte de su colección…

— Ni caso —le interrumpió Pilar—. Vuelve cuando estés mejor, que ya me encargaré yo de que no se nos vaya la mano a ninguno, que estos dos se comportan como críos cuando están juntos. ¡Que duermas y descanses bien!

«Mejor dicho: ¡que fume y me masturbe bien!», contestó internamente mi lado oscuro.

Agradecí las amables palabras, y con un beso a mi esposo, me despedí estando convencida de que le esperaría en casa.

«Seguro que llegará tan borracho como para no poder echarme ni un polvo, por mucho que le provoque», me aseveré. Así que decidí que aprovecharía el tiempo para hacerme, al menos, un par de buenos dedos, con sus “cigarritos de después” entre medias.

En cuanto llegué a casa, saqué el paquete de tabaco que tenía escondido y salí a la terraza, donde el mentolado humo entrando en mi garganta y pulmones rebajó considerablemente la desazón que se había apoderado de mí. Sin embargo, no tuvo ningún efecto en el vacío que sentía en mis entrañas, ni en el cosquilleo de mi húmeda almeja, por lo que volví dentro para saciar mi otra gran necesidad.

No había hecho más que poner un tacón dentro, cuando me pareció escuchar que alguien llamaba a la puerta con los nudillos.

«¡No puede ser!», exclamé internamente con frustración. «Que no use la llave, que no use la llave, que no use la llave…» Me repetí mientras me metía rápidamente en el aseo para lavarme las manos y refrescar mi aliento ante la posibilidad de que mi esposo decidiera entrar.

El toque en la puerta se repitió, algo más fuerte.

«¿Querrá comprobar que estoy bien y si ya me he quedado dormida? Es un amor, pero lo que yo necesito ahora es otra cosa…»

Me sequé y me dirigí a abrir la puerta, agradeciendo al cielo por haberme dado tiempo a enmascarar mi vicioso pecadillo.

— Cariño… —dije, abriendo la puerta y quedándome sin palabras.

— No es cariño, precisamente, lo que vengo a darte… —me cortó Fernando, entrando directamente y cerrando la puerta tras de sí.

CONTINUARÁ…