miprimita.com

Y llegó el lunes

en Confesiones

ELLA

 

El resto del domingo transcurrió entre la pereza, el hambre y las labores domésticas. Nos despertamos tarde e hicimos una especie de merienda-cena que comimos en la mesa de la cocina. Al despertar, eché a lavar las prendas del cesto de la ropa sucia. No suelo hacerlo, pero olí mi body por si desprendía algún resto del perfume de Sergio, igual que la blusa que llevaba la noche anterior. De la misma manera que me llevé a la nariz los slips y la camisa que llevaba Fernando.

Es absurdo mentir o engañarte a ti misma y a los lectores cuando hablas de estos asuntos tan privados, pero en ese instante no buscaba nada. No pretendía encontrar restos de carmín o el olor a un perfume diferente al mío, ni tampoco restos de semen o de flujo vaginal en los slips. Tengo amigas que lo hacen con ese propósito. Yo no. Se trataba de simple curiosidad, la misma que me había llevado a oler mi body y mi blusa.

Sé perfectamente cómo huele mi coño, de la misma forma que uso el mismo perfume desde hace muchos años. Y en la ropa de Fernando había restos de un olor que no encajaba del todo. Mi primera reacción fue regresar a mi body y mi blusa, para comprobar si todo estaba en orden. Además, cuando follamos al regresar a casa, en el caso de que Fernando oliera a “otra”, ¿no me habría dado cuenta? No estaba bebida, ni mucho menos, y lo habría notado enseguida.

Sin embargo…, trataré de reproducir de la forma más fiel lo que pensé en esos momentos. En primer lugar, yo había tenido una aventura de forma imprevista por primera vez en mi matrimonio. ¿Le había ocurrido a Fernando algo parecido? En segundo lugar, no me enfadé ni me sentí engañada, mucho menos humillada ni nada por el estilo en el caso de que Fernando hubiera echado “una cana al aire” (qué expresión más casposa…) Y, en tercer y último lugar, ¿se lo preguntaría a Fernando? ¿Le contaría mi sesión de sexo salvaje con Sergio?

La honestidad y, sobre todo, la confianza y complicidad que tenía con Fernando me exigían que lo hiciera. En cambio, cierto pudor absurdo, me susurraba al oído que era mejor aquello de “ojos que no ven...”

Eché la ropa a lavar y me puse una bata.

 

ÉL

 

Me desperté aturdido. Con la cabeza embotada y los restos de un sueño que traté de retener de todas las formas posibles antes de que se diluyera para siempre. Solo conseguí aprehender una imagen de mi mujer chupándole la polla al tipo que había estado follando con Esther. Era una imagen imprecisa pero indudable; no sabría decir ni dónde ni cuándo se producía. Tampoco si yo estaba presente o si estaba solo o acompañado. La imagen se limitaba al rostro de mi mujer con la boca abierta engullendo la verga del semental con los labios pintados de un rojo intenso. Me desperté con la polla a medio camino de la erección. ¿Me había excitado durante el sueño? Seguro que sí, sobre todo cuando mi mujer, envuelta en una bata, me dijo nada más despertarme: “Has debido de soñar cosas bonitas, porque se te ha puesto una polla durísima mientras dormías”. Me limité a decir que no recordaba nada, pero que era posible. Preparamos algo para cenar, aunque era una hora entre la merienda y la cena, y comimos juntos.

Después, nos sentamos cada uno a la mesa del despacho con su ordenador y preparamos algunos asuntillos pendientes de trabajo. Mañana era lunes, y todo regresaría a la normalidad hasta que en unos días llegaran las fiestas navideñas. No teníamos vacaciones, así que excepto la tarde de nochebuena, el día de Navidad, la tarde de nochevieja y el día de año nuevo, tendríamos que ir a trabajar como cualquier otro día.

Escribíamos en el ordenador, cada uno concentrado en su trabajo. Respondí algún correo pendiente y lo apagué. Hubo un instante en el que pensé que acaso a Irene se le había ocurrido la idea de escribirme. Como compañeros de trabajo, todos teníamos las direcciones del resto; no era ninguna locura. Afortunadamente, su discreción fue la esperada. De repente, me di cuenta de que me apetecía verla; verla sin más, cruzándonos y saludándonos como cualquier otro día por los pasillos y en el ascensor. Un “hola” aséptico y cada uno a su lugar de trabajo.

 

ELLA

 

Fernando terminó antes que yo con su trabajo pendiente y me dijo que me esperaba en la cama. Revisé el correo y no había nada importante. Noté un escalofrío cuando, antes de abrirlo, se me pasó por la cabeza que Sergio hubiese podido enviarme un saludo, un comentario, alguna nota… Tan discreto y educado como siempre, no me había escrito nada… ¿Lo agradecí o no? Ahora, sola en el despacho, tal vez eché de menos un correo de Sergio, breve e impactante, algo así como “me he hecho una paja recordándote” o “¿has follado con tu marido?”

Cerré todas las aplicaciones y apagué el ordenador. Me sentía extraña, como si no fuera yo… ¿Me estaba obsesionando? Mi naturaleza no era así, más bien todo lo contrario. Si algo me preocupaba, le buscaba solución. Nunca me había obsesionado con nada, ni laboral ni personalmente. Antes de que cualquier situación pudiera sobrepasarme y alterar mi tranquilidad, la remediaba. Y si no tenía solución, ya no era asunto mío.

En cambio, mientras me dirigía al dormitorio, pensaba que demasiadas cosas habían ocurrido en tan poco tiempo. Sergio, la sospecha de un olor diferente en los slips y la camisa de Fernando, mis dudas acerca de hablar de ello o no…

Fernando veía la televisión tumbado en la cama.

- ¿Algo interesante? - le pregunté mientras me quitaba la bata y me tumbaba desnuda a su lado.

- Estaba zapeando – dijo; y me pasó el mando a distancia como hacía siempre, para que decidiera yo.

Recorrí infinidad de canales buscando alguna película, aunque ya estuviera empezada. Fernando me había pasado el brazo por los hombros y mi cabeza reposaba en su pecho. Mi mano jugaba con el vello de su pecho y de su vientre. Me sentía segura y, de repente, me asaltaba el absurdo deseo de haber recibido un correo de Sergio.

Tengo una amiga que atravesó una crisis que parecía no tener fin cuando su marido, de forma accidental, descubrió una conversación de whatsapp con un tipo. Una conversación que no daba lugar a dudas. Un correo no era lo mismo, pero mejor no jugar con fuego…

Así, a intervalos de pocos segundos, mi mente y mi cuerpo oscilaban de forma hasta entonces desconocida por mí: de la calidez del pecho de Fernando a la vívida sensación de la verga de Sergio clavada hasta lo más hondo de mis entrañas… La novedad, pensé, el hecho de que sea la primera vez que me sucede algo parecido es el motivo de esta ansiedad. Me costó mucho dormirme.

 

ÉL

 

Escuché el pitido de la lavadora y me incorporé de la cama. “Yo la tiendo, no te preocupes”, le dije. Me levanté y tendí la colada en pocos minutos. Me gustaba el olor del suavizante en la ropa recién lavada. Era una invasión de frescura… Mientras ponía las pinzas en las bragas de mi mujer volví a experimentar la misma sensación recurrente a lo largo del día. Manos, lenguas, tetas, bocas, pollas, coños, palabras procaces, deseo contenido, explosión final…

Me sorprendí imaginando cómo vestiría Irene al día siguiente. Sin duda más discreta que durante la fiesta, aunque elegante. Traté de recordar su atuendo en las horas de trabajo, y me vino a la memoria un cuerpo hermoso, casi siempre con traje de chaqueta con falda y unos tacones discretos pero atractivos. Cuando me cruzara con ella en un pasillo, ¿me daría la vuelta para verle el culo envuelto en la falda? ¿Ese culo que había magreado y besado sin freno la noche del sábado? ¿Habría rubor en sus mejillas o en las mías durante ese breve cruce de miradas y el saludo correspondiente?

Regresé al dormitorio y en la televisión proyectaban una de esas películas de domingo por la noche. Me acosté y volví a abrazarla. Ella volvió a apoyar su cabeza en mi pecho. No me atrevía a hablar por si se había dormido, pero sospechaba que a mí me costaría coger el sueño. Siempre que me cuesta dormirme y no puedo, me pongo nervioso al notar cómo avanza el tiempo y cada vez falta menos para que suene el despertador. No iba a hacerme una paja, ya estaba bastante relajado en ese sentido. Apagué la televisión y la luz de la mesilla de noche. Le di un beso suave en el pelo y me deshice del abrazo para dormir de lado.

Era obvio que ninguno de los dos dormía. Dábamos vueltas en la cama de forma inquieta, nos buscábamos para abrazarnos, nos separábamos, pero ninguno de los dos abrió los ojos ni la boca. No sé a qué hora me dormí, pero cuando sonó el despertador me dio la impresión de que había dormido media hora.

 

ELLA

 

Me desperté antes de que sonara el despertador y me di una ducha. Joder con la ducha, pensé, si todos los días que me enjabono me va a aparecer la imagen de Sergio sacudiéndose su pollón, estaba arreglada. Mientras me cepillaba los dientes, sonó el despertador y escuché una especie de gruñido en el dormitorio.

- He dormido fatal – dijo Fernando. Sus ojeras le delataban.

Mientras puse la cafetera, él tomó su ducha y se afeitó. Desayunamos juntos, sin demasiadas prisas. Recogimos las tazas y fuimos a vestirnos.

Pensé detenidamente cómo vestiría ese lunes. Precisamente ese lunes. El bufete era un piso amplio, pero los cruces por los pasillos y las visitas a otros despachos eran frecuentes. Así que Sergio y yo estaríamos en contacto todo el día. Además, los lunes no solíamos tener juicios… Escogí unos pantalones de talle alto, una blusa discreta, un blazer a juego y los zapatos de tacón que solía usar en la oficina. Me maquillé, me peiné y me detuve ante el espejo de cuerpo entero. Bien, me dije, una profesional en toda regla. Me crucé con Fernando en el dormitorio mientras se vestía. Me gusta ver cómo se arregla. Los calcetines, los slips, la camisa, los pantalones, la corbata… Un ejecutivo medio, atractivo, en su justo punto. Se peinó con las manos como siempre hacía, se echó loción para el afeitado y salimos juntos hacia el estudio para recoger nuestras carteras.

Por el pasillo me tomó de la cintura, como casi siempre, apoyó su polla en mi culo y empezó a frotarse al tiempo que yo me movía. Me masajeó las tetas por encima de la ropa, me lamió el cuello y, así, cuando estábamos a punto, salimos de casa. Esos calentones sin resolver que tanto nos gustaban.

 

ÉL

 

Me duché y, en cuanto mis manos enjabonaron mi entrepierna, me empalmé. Con el chorro del agua caliente apuntando a mis huevos y mi ano, me hice una paja rápida y abundante. No quería llegar cachondo a la empresa, aunque sabía que cuando viera a Irene o a Esther o a ambas, incluso al semental, mis hormonas se iban a poner cabeza abajo; o arriba, según se mire… Desayunamos y me vestí mientras mi mujer me esperaba. Jugamos un poco en el pasillo, por tradición, para no dejar de pensar en el otro durante el día. Me gustaba cogerle las tetas por detrás mientras me restregaba en su culo. Y a ella también.

Salir de casa con las bragas húmedas era algo que nos excitaba mucho a los dos. Antes de abrir la puerta de la calle le metí una mano por dentro de los pantalones y de las bragas hasta que dos de mis dedos entraban en su coño. Estaba mojada. Ya en el ascensor, me chupé los dedos mientras me miraba y me apretaba la polla con fuerza.

Siempre voy a trabajar en metro; no soporto los atascos. Como vivimos al principio de una línea, suelo encontrar asiento. Así, el trayecto hasta la empresa me permite descansar, incluso dedicarme a admirar algún culo o algunas piernas bonitas. Me sorprendió que todas las piernas que veía me condujeran sin remedio a las de Irene, y a imaginar lo que ocultaban sus faldas. Mi mente volvió al acontecimiento del sábado. Pensé: “tío, te has hecho una paja, te has magreado con tu mujer, la has calentado..., qué más quieres?” Eso, qué más quería. ¿Quería repetir? ¿Quería, como me había dicho ella, que cuando fuera a hacerme una paja se lo dijera?

¿Quería contárselo a mi mujer y así quitarme de encima esa especie de obsesión a la que no conseguía ponerle nombre? ¿Encoñamiento acaso?

A veces el destino, el azar, la casualidad o como queramos llamarle, nos depara sorpresas. Ahí estaban, esperando a la puerta de los ascensores, las dos: Irene y Esther. Nos saludamos con la mayor educación y distancia, como siempre. Durante el trayecto, con el ascensor abarrotado, noté cómo Irene hacía todo lo posible por situarse delante de mí. Una vez colocada, echó discretamente atrás el culo y me lo frotó por la polla, que se puso dura en segundos.

Ellas bajaron en la quinta planta, con el ascensor medio vacío, por lo que tuve que meterme la mano en el bolsillo para disimular mi erección. Se despidieron sin mirarme y subí hasta la octava. Me dirigí a mi despacho, encendí el ordenador, saqué unos papeles de la cartera, dejé la americana en el perchero y me dispuse a trabajar.

 

ELLA

 

Me había ocurrido pocas veces, pero mientras conducía, y sobre todo cuando me paraba en los semáforos, me apretaba los muslos y contraía los músculos del coño. Entre el sobeteo de Fernando y la tensión que sentía ante la inminente presencia de Sergio ante mí, me corrí sin tocarme. Fue un orgasmo suave, prolongado, discreto, muy placentero. Pero un orgasmo al fin y al cabo. Temí que la corrida hubiese manchado mis pantalones porque no llevaba salvaslip. Podía provocar una situación muy incómoda y evitar que me levantara de mi silla hasta que secara y, por favor, no dejara cerco.

Aparqué en el parking que teníamos contratado y salí del coche. No aprecié ninguna señal de humedad en mis pantalones. Lo único que noté – y eso me desconcertaba porque significaba que no podía controlar mis emociones – era el nerviosismo que sentiría cuando me cruzara con Sergio. Entré en el bufete y anduve por el pasillo hasta mi despacho, que era el último. Todas las puertas estaban abiertas siempre, así que saludé con un convencional “buenos días” al pasar por cada una de ellas.

Sergio estaba concentrado en la pantalla de su ordenador y, al escucharme, levantó la cabeza, me miró y respondió con otro “buenos días”. Normalidad absoluta. Perfecto. Entré en mi despacho, encendí el ordenador y me quité el blazer, que colgué en la percha. Me senté a la mesa y me dispuse a trabajar.

La mañana discurría entre expedientes sin la menor complicación; a la hora del café, dos compañeras me dijeron si las acompañaba al bar de abajo. Les dije que sí y estuvimos comentando la fiesta del sábado. “Me fui porque Antonio se estaba poniendo grosero de verdad”, dije. “Tuvimos que meterlo en un taxi”, dijo una compañera, “llevaba una castaña del quince”. Las tres coincidimos, en cambio, en que la cena había estado bien.

- ¿Crees que Sergio acabaría con la becaria? Se les veía muy acaramelados… - dijo Ana.

- Chica, pues ni idea, a su edad sería lo normal, ¿no crees? - respondí.

En ningún momento intuí la menor segunda intención en sus palabras, y reconozco que tengo un sexto sentido para ello.

Regresamos al bufete en el momento en que salían Sergio y la becaria. Charlaban animadamente, entre risas. ¿Sentí algo parecido a los celos? No, me dije. Aunque no estaba del todo segura. Eres una mujer adulta, equilibrada, que adoras a tu marido del mismo modo que él te adora a ti. Déjate de chiquilladas.

- ¿Lo ves? - volvió Ana al tema -. Estos dos acabaron liados, y mira que tiene polvo el jovencito.

- Es un criajo – fue lo único que se me ocurrió decir.

 

ÉL

 

Para tratarse de un lunes a finales de mes, había poco trabajo. Iba revisando informes, dando el visto bueno o corrigiéndolos para que los volvieran a redactar. Si se trataba de algo importante, lo remitía a mi jefe superior. Teníamos una máquina de cafés por planta, así que salí a tomarme un cortado.

Se había formado un grupo de compañeros alrededor de la máquina, charlando sobre la fiesta del sábado.

- Te fuiste pronto – me dijo uno.

- Estaba muy cansado. ¿Cómo acabó la cosa?

- Como puedes imaginar. La gente hasta arriba de farlopa y de cubatas, bailando y cantando como si no hubiera un mañana.

Sonreí.

- Alguna pareja morreándose y metiéndose mano, pero todos solteros o divorciados – añadió otro. - No hay chismes.

Mejor, pensé, apurando el cortado.

- Por cierto – dijo otro de ellos - ¿os disteis cuenta de lo buenas que estaban las de la quinta? Desaparecieron con un maromo de su edad. Para mí que se montaron un trío… Tenían una pinta de viciosas.

- No alucines, hombre…

Regresé a mi despacho. Como siempre, la cuenta de mi correo electrónico estaba abierta, y revisé la bandeja de entrada. Se me paralizó el pulso cuando vi que tenía un correo interno de Irene con un archivo adjunto.

Antes de abrirlo, por si me daba un infarto, revisé todos los demás y los respondí. Dejé el de Irene para el final.

Asunto: hola nene.

Ya empezamos, pensé.

Texto: “Esto y más cosas ocurrieron cuando te fuiste… Para que te acuerdes de mí en tus momentos de soledad.”

Abrí el archivo adjunto. Era una fotografía, supongo que hecha con trípode porque era imposible que fuera un selfie. En ella, el semental aparecía de pie con la verga en todo su esplendor mientras, arrodilladas, Irene y Esther se la comían. Sus culos y sus coños, en esa postura, estaban muy abiertos, y se veía que una pajeaba a la otra.

Mientras observaba la fotografía absorto, recreándome en cada detalle y recordando a la vez esos cuerpos, mi polla se endureció. Mi primera reacción fue llamarla a mi despacho para echarle una bronca; pero lo medité mejor y esperé otra ocasión. Por supuesto, no respondí al correo y enseguida lo borré, así como la fotografía. Mientras se vaciaba en la papelera de reciclaje me sentí como un chaval a quien sus padres han pillado una revista porno y se la han roto en pedazos delante de sus narices.

 

 

ELLA

 

Me senté a la mesa y me concentré en el trabajo. Conseguí estar un par de horas con la mente alejada de Sergio. En ningún momento pensé en él. Hasta que sonaron unos nudillos en la puerta abierta.

- ¿Se puede? - era él.

- Claro – dije – siéntate.

- En realidad… - no se atrevía a mirarme – no vengo por ninguna cuestión de trabajo…

Le miré fingiendo sorpresa y firmeza al mismo tiempo. “Mira, Sergio”, le dije adoptando el tono de una superior laboral, “lo que ocurrió el sábado fue maravilloso, pero tienes que tener muy claro que nunca va a volver a suceder...” Y seguí con la mirada en su ojos, de una timidez conmovedora.

- Solo quería decirte…

- Decirle -le corté.

- Solo quería decirle que ayer me llamó la compañera con la que estuve charlando en el pub y he bajado hace un rato a tomar café…

- ¿Y…?

- Que estuvimos follando toda la tarde en mi casa…

- Sergio, eso es algo que ya no me compete.

- Pero es que me gustaría decirle una cosa antes de dar por acabado este asunto.

- Dispara.

- Cada vez que me corría, y lo hice tres veces, pensaba en usted.

Dicho esto, se levantó, se despidió y salió por la puerta rumbo a su despacho. Estuve unos minutos desconcertada, entre la previsión de problemas futuros y la excitación propia del halago que acababa de escuchar.

Tomé la firme decisión de hablar con Fernando. Supuse que el mejor momento era mientras follábamos, cuando estuviéramos muy calientes. Tenía que construir una historia que fuese cierta y que al tiempo no le doliese escuchar.