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Cacao en polvo (2: Contacto subterráneo)

en Grandes Relatos

Cacao en polvo

2. Contacto subterráneo

En la primera entrega os di a conocer la receta sensual (ver Cacao en polvo. La receta: "Cacao en polvo" ) de esta maravilla de la naturaleza y seguro que os preguntasteis, ¿y que pinta esto aquí, sólo? Una vez que habéis degustado el maravilloso elixir de los dioses aztecas estáis preparados para sumergiros en la historia en si, morbosa, inquietante y, sobre todo, sabrosa.

Porqué pensaría que nunca más le iba a pasar. Iluso. No tuvo suficientes problemas en aquellos momentos ya lejanos que dejaron huella en su retina, o ¿es en el iris como afirman los seguidores de esta técnica naturalista? Disfrutó tanto con aquello que durante unos años no pudo obtener el placer si no era de esa forma especial que tanto amó y a la vez tanto odiaba ahora. Esa que siempre se iniciaba con desconocidas y gracias a la promiscuidad que se da en ciudades grandes como Madrid.

Siempre pensó que era él el que dominaba aquellas situaciones pero día a día fue dándose cuenta que era el dominado.

Anteriormente y sin llegar a situaciones que pusiesen en peligro su dignidad o incluso su integridad física, buscó disfrutar con una amplia gama de opciones de contacto. Desde los primeros escarceos con chicas inexpertas aunque no tanto como él, fue pasando por compensar con dinero los servicios o el placer que le ofrecieran algunas putas de su ciudad o de otros lugares que visitaba por trabajo; turismo, muchas veces del llamado sexual; vacaciones con amigos que disfrutaban con las mismas actividades y otros motivos similares. También probó relacionarse en los lugares de baile elegantes donde las mujeres maduras y atractivas no tenían ningún problema en abordar a un joven de tan buena planta y acabar en la cama esa misma noche. No todo eran lugares elegantes. También frecuentó garitos que tenían cuartos oscuros a los que los clientes masculinos rodeaban e introducían sus miembros en agujeros hechos en la pared para que a continuación mujeres anónimas les procurasen, con sus atenciones, placeres rápidos pero intensos. Con las opciones tecnológicas también tuvo sus escarceos que no fueron ni tan intensos ni tan gratificantes como los anuncios que le hacían llamar o chatear, a través de su reducido equipo informático o de los sofisticados móviles que solía renovar cada dos por tres, pero eso sí manteniéndose fiel al mismo número. Como le gustaban las historias eróticas tenía mucho éxito en sus conversaciones con mujeres reales u hombres que se hacían pasar por féminas para disfrutar de su desbordante y lujuriosa imaginación. En algún momento encontró en la pantalla alguna persona que estaba a su altura, que le excitaba brutalmente pero que, para su desconsuelo, no volvía a aparecer. Todas estas formas de entrar en el mundo del placer habían comenzado a dejarle frío. La frustración posterior siempre se solapaba en el tiempo con los gemidos y espasmos que en la mayor parte de los casos sucedían demasiado deprisa. Llegó un momento en el que la amarga sensación posterior le atenazó de tal forma que abandonó la iniciativa en todas sus posibles formas y, a lo sumo, se dejaba hacer sin buscar.

Pero nada le dejó tan marcado como lo que le sucedió un día, a media mañana, en el que tenía que atravesar urgentemente el Madrid que le daba tantas opciones profesionales y tan poco cobijo emocional. Decidió que el Metro sería la opción más rápida y eficaz. Cumpliendo con el tópico urbano de la hora punta, que en Madrid se alarga sin consideración con las personas que tienen prisa, en el andén había demasiada gente, tal vez hacía tiempo que el ferrocarril no recogía la carga del andén. Los que aguardaban impacientes se asemejaban a un plasma sin forma ni identidad, tan sólo eran un grupo a la espera. En estos momentos de aglomeración, el transporte colectivo de una gran urbe nos muestra la paradoja que existe entre la impersonalidad del mundo urbano y la conciencia de la vida rural. La promiscuidad que se da en el Metro, donde cientos de personas invaden, sin conocerse y sin importarles el espacio vital de los demás, sería impensable en un pueblo. En éste todos conocen la vida de los demás, y el mero hecho de esa excesiva proximidad física daría pié a otros tipos de relaciones y complicidades, que irían más allá de la simple coincidencia en un trayecto urbano. Asunto curioso, sin duda.

Siempre consideraba que hacer un favor a la vista de los demás era una satisfacción más intensa que la que proporciona el anonimato de la misma acción. No le costó sujetar la puerta para que ella entrase en el último momento, aunque no tuviese casi espacio para acceder al vagón. Su aspecto era verdaderamente atractivo, inusual para el lugar y la hora de la mañana en la que la mayoría todavía eran víctimas arrancadas de sus propios sueños y además sus caras lo denotaban. Cuanto se alegraba de haberle sujetado la puerta.

Como parte del cuadro de los que se quedaba en el andén no hubiese resultado tan arrebatadora como a menos de una cuarta de su cuerpo. Su negro y liso pelo sólo dejaba entrever una parte de su tierno rostro, en el que destacaba un pequeño lunar junto a la comisura de sus labios, similar al de Cindy Crawford. No hacía falta sujetarse dado que los que iban en el vagón se habían convertido en un bloque compacto que se movía por inercia y sin perder una cierta armonía. Aún así, ella decidió moverse ligeramente hasta asirse con una mano, en la que unos largos y elegantes dedos eran la seña de identidad, a la barra que el parecía sujetar. Llevaba un discreto reloj de caballero que le recordó que la hora de la cita se cernía sobre él. En ese momento sintió un ligero roce en su mano. Inconscientemente, ella había acercado la suya hasta rozarle, o fue intencionadamente, como más tarde pudo comprobar.

En la otra mano llevaba una pequeña caja negra que intentaba salvaguardar dentro de la estrechez del vagón. Quedó tan pegada a él que sintió como partes de sus líneas se ajustaban a las suyas. Pero más que esa aproximación, lo que le hizo estremecerse intensamente fue el aroma que emanaba de ella, su olor, mejor dicho el de la pequeña caja. Era una bocanada intensa a trufas recién hechas, un tesoro escondido, Eldorado que defendía contra su pecho y salvaguardaba con la vigilancia de sus penetrantes pupilas que atravesaban con su mirada los ojos de el, y parecían advertir que sólo ofrecería sus tesoros a quien ella le diese la gana.

Cuando abrió sus ojos tras el estremecimiento que le electrizó todo el cuerpo, se quedó inmóvil para retener el momento en su mente y que la imagen de aquella mirada penetrándole no le abandonase jamás y fuese aliada del comienzo de todas sus continuas fantasías sexuales. El corazón empezó a responder a la situación. Cuanto más tiempo pasaba y sus ojos, sin pestañear, intentaban retarle para saber si sería el elegido, más deprisa latían sus entrañas, todo ello mezclado con el aroma a cacao intenso que emanaba de ella.

Como era de esperar, casi toda la sangre que circulaba por su cuerpo empezó a dirigirse a un solo sitio. El resto del fluido sanguíneo se agolpaba en su rostro y hacia que este comenzase a enrojecer, a la vez que sus sienes marcaban exteriormente el alocado ritmo de su corazón.

En la siguiente estación entraron un par de personas sin que nadie bajase, lo que contribuyó a aumentar extremadamente la promiscuidad que ya reinaba entre ellos en el vagón. Ella pareció ser la única persona que hizo sitio para que los nuevos pasajeros no se quedasen en el andén y se acercó más todavía hacia él. En ese momento, estaba claro que ella notaba la erección difícilmente disimulable. A su entrecortada respiración le acompaño un temblor en las piernas que empezaba a trasladarse oscilantemente al cuerpo de la chica, movimiento que ella no rechazaba y le hacia sentirse segura, lo que indicaba que se encontraba bien, en su salsa. Sin duda alguna, la experiencia de la chica le ayudaba a comandar la situación. Se dio cuenta que todo pasaba porque ella quería y así lo disponía delatándose con una ligera sonrisa, que asomaba por la comisura de sus labios, y dejaba entrever la punta de su vivaz lengua rozando levemente el lunar. Con la parte externa de su muslo, comenzó a presionar entre las piernas de él, notando claramente la excitación que mostraba involuntaria y brutalmente. Toda la sangre que contribuía a mantener su altiva erección ahora pugnaba por salir y conocer a la dueña que manejaba de esa forma su circulación.

Con el brillo de sus ojos le preguntaba si le gustaba lo que sucedía. El no podía más y dejó la gran carpeta que sostenía para liberar su mano con la que se dirigió hacia la cintura de la mujer y atraer más su cuerpo hacia el suyo. Al alargar el brazo con su mano rozó ligeramente su pezón, que se notaba descaradamente arrogante y libre de las trabas del ausente sujetador. Ella retiró ligeramente la presión, dejando claro de quien era la iniciativa en ese asunto. Sin dejar de mirarle a los ojos y apretando los labios simuló un ligero beso a modo de despedida, que él identificó, según las órdenes que le imponía su deseo, más bien con un espero que volvamos a vernos. En ese momento, abrió su tesoro negro y extrayendo con sus dedos una trufa, se la ofreció delicadamente llevándola ella misma hasta la boca de el, gesto que el agradeció haciendo desaparecer el manjar tras los labios. Sorprendentemente, ella acercó los dedos manchados de polvo de cacao y, se los ofreció, siendo chupados con extrema ansiedad, convirtiéndose con ello en un comensal de lujo. Acto seguido, solo pudo ver a través del cristal su figura insinuante, su cabeza vuelta buscándole en el vagón y su cabello ondulante, que hacia unos segundos le había acariciado el cuello, haciéndole esas ligeras cosquillas que sólo el pelo sabe hacer. Cuando la perdió de vista, cerró los ojos para que todo siguiese como hace unos momentos y como por arte de magia, el vagón emanaba un ligero aroma a cacao, a la vez que sus labios seguían saboreando lo que para el era un volcán de sabor y placer.

Al momento el sabor intenso a cacao se troncó en un regusto agridulce en su boca, el punto agrio lo puso ella al marcharse, y romper la magia que le embargaba. Su corazón estaba obsesionado con revolver todos sus líquidos por sus canales interiores y sus pulmones en solicitarle todo el aire que pudiese robar a los demás pasajeros.

Tan ensimismado estaba pensando, relamiéndose y fantaseando con las fuertes escenas vividas hace tan solo un momento que vio como su estación se perdía cada vez más deprisa delante de sus ojos. Se había pasado, aunque no le preocupó. Notaba una sensación parecida a la debe de sentirse si miles de hormigas se mueven dentro de uno mismo. Estaba encantado. A la vez, su corazón volvía a bombear más razonablemente, comenzaba a ser el y no un instrumento de placer para ella, aunque en lo más mínimo le había molestado serlo. Todavía tuvieron que pasar varias estaciones hasta que empezó a salir de su obnubilación.

De pronto, cuando se disponía a salir del andén para coger el tren que fuese en el sentido contrario, una luz se hizo en su mente y unas palabras asomaron a su memoria inundándole de placer y emoción: Obrador Celeste. No estaba dispuesto a no volverla a ver y ese era el hilo conductor que le llevaría a ella, como en las mejores novelas de detectives. Celeste. Le atraía el nombre del lugar dónde a primeras horas de ese martes habían fabricado esas maravillas que ella encerraba y defendía contra su maravilloso pecho y que él había probado como preludio de placeres venideros que, sin duda, él sabía que se sucederían.

Próxima entrega, También hay que trabajar.

Como siempre, espero vuestros valiosos comentarios ( ant1961vk@yahoo.es ) y Feliz Navidad a todas y todos,

Autor: Nío

Diciembre de 2005