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Leyendas - Ío

en Textos educativos

Ío

Inaco, el antiguo fundador y rey de los Pelasgos, tenía una hija de gran belleza llamada Ío. En ella se había posado la mirada de Zeus, el señor del Olimpo, un día en que la doncella guardaba los rebaños de su padre en los prados de Lerna. El dios se sintió preso de amor por ella; acercósele en figura humana y empezó a tentarla con seductoras palabras de adulación: «¡Oh doncella! Feliz será quien te posea; pero ¿qué mortal es digno de ti? ¡Tú mereces ser la desposada del más alto de los dioses! No huyas de mí. Sábelo pues, yo soy Zeus. Ven conmigo bajo la sombra del alto soto que allí, a nuestra izquierda, nos brinda su frescor; ¿qué haces en los ardores del mediodía? No te asuste penetrar en el bosque oscuro y en las gargantas donde mora el venado. Yo estoy aquí para protegerte, yo, el dios que sostiene el cetro del cielo y que envía a la tierra el hiriente rayo». Pero la doncella huyó del seductor con raudo paso y se hubiese librado de él en alas del miedo, a no haber el dios perseguidor, abusando de su poder, sumido todo el país en profundas tinieblas. Rodeaban a la fugitiva oleadas de nieblas, y pronto frenó sus pasos el temor de chocar contra una peña o de precipitarse en un río. Así fue cómo la desdichada Ío cayó en poder del dios.

Tiempo hacía que Hera, la madre de los dioses, conocía los devaneos de su marido, quien, apartado de su amor, dirigíase a las hijas de los semidioses y de los mortales; e incapaz de dominar la ira y los celos, seguía con vigilante desconfianza todas las andanzas de Zeus por la Tierra. Estaba a la sazón observando las regiones por donde vagaba su esposo a hurtadillas de ella. Vio de pronto con asombro cómo, en un lugar determinado, el día radiante quedaba oscurecido por una niebla nocturna, niebla que no procedía ni de un río, ni de la humedad del suelo ni de otra causa natural cualquiera. Entonces pasó por su mente la idea de la infidelidad de su marido, y recorriendo con la mirada el Olimpo, no le vio por parte alguna. «¡ O mucho me engaño —se dijo, irritada— o mi esposo me está ofendiendo vilmente!». Y montando en una nube, bajó a la Tierra desde las altas regiones etéreas y ordenó dispersarse a la niebla que envolvía al raptor y a su víctima.

Zeus había presentido la llegada de su esposa y, para sustraer a su amada a su venganza, transformó en un instante a la hermosa hija de Inaco en una garrida becerra, blanca como la nieve. Pero aun así seguía siendo bella. Hera, que en seguida penetró la treta de su marido, encomió al noble animal y preguntó, como si ignorase la verdad, a quién pertenecía y cuáles eran su casta y procedencia. Zeus, puesto en un aprieto, y deseoso de evitar ulteriores indagaciones, refugióse en una mentira y pretendió que la vaca era hija de la Tierra. Hera se dio por satisfecha, pero suplicó a su esposo que le regalase el hermoso animal. ¿Qué iba a hacer el impostor cazado? Si cede la vaca, pierde a su amada; si la niega, despertará las sospechas de su esposa, la cual no tardará en causar la perdición de la infeliz. Avínose, pues, a renunciar momentáneamente a la doncella y dio a Hera la reluciente becerra, creyendo no haber sido descubierto. La diosa, aparentando gran placer por el obsequio, ató una cinta en torno al cuello del hermoso animal y se llevó triunfante a la desventurada criatura, en cuyo pecho latía un corazón humano. No obstante, Hera no estaba aún tranquila, y no cejó hasta confiar a su rival a la segura custodia de Argos, hijo de Arestor. Era Argos un monstruo particularmente apropiado para aquel servicio: tenía la cabeza ceñida por cien ojos, de los cuales entregaba al descanso un solo par alternativamente, mientras los demás, diseminados cual rutilantes estrellas por la cara y el cráneo, velaban sin cesar,

A éste designó Hera como guardián de la pobre Ío para que Zeus no pudiese raptar a su perdida amante. Bajo sus cien ojos, Ío, la becerra, podría pacer durante el día en una lozana pradera; pero Argos permanecía cerca de ella y, en cualquier postura que estuviese, siempre veía al objeto de su custodia; aunque se volviese de espaldas, la tenía bajo los ojos. Al ponerse el sol, la encerraba y le cargaba de cadenas el cuello. Su alimento eran entonces hierbas amargas y hojas de árboles, su lecho el duro suelo, ni siquiera cubierto de paja, y debía saciar la sed en una charca cenagosa, Ío se olvidaba a menudo de que había dejado de ser persona humana y, ávida de pedir compasión, trataba de levantar los brazos suplicantes a Argos; sólo entonces se daba cuenta de que no poseía ya brazos. Si intentaba dirigirle un ruego con dolientes palabras, escapábase de su boca un mugido que la aterrorizaba, recordándole cómo su egoísta raptor la había convertido en animal.

Pero Argos no permanecía siempre en el mismo lugar con ella; Hera esperaba poder sustraerla más fácilmente al esposo mediante un constante cambio de residencia. Por eso, su guardián la llevaba de un lado para otro, hasta que un día llegó con él a su vieja patria, a la orilla de un río donde solía jugar siendo niña. Allí vio por vez primera su imagen en las ondas; cuando la testa de un animal cornudo la miró desde el sereno de las aguas, retrocedió espantada y, aturdida, echó a correr huyendo de sí misma. Un afanoso impulso la llevó al lado de sus hermanas, junto a su padre Inaco, pero ellas no la reconocieron. Inaco acarició al hermoso animal y le ofreció hojas que recogió del arbusto más próximo, Ío lamió, agradecida, aquella mano, humedeciéndola con sus besos e íntimas lágrimas; pero nunca pudo sospechar el anciano a quién acariciaba y quién le devolvía las caricias.

Finalmente ocurriósele una feliz idea a Ío, cuya inteligencia no había sufrido con su transformación. Con la pata comenzó a trazar letras, atrayendo con el movimiento la atención de su padre, el cual muy pronto leyó, escrito en el polvo, que la que tenía ante sí era su propia hija « ¡Desventurado de mí! —exclamó el viejo ante aquel descubrimiento, colgándose de los cuernos y del cuello de la gimiente becerra —¡así he de encontrarte de nuevo, después que te busqué por todas las tierras! ¡Ay de mí! ¡Duelo más ligero era el buscarte que el haberte recobrado! ¿Te callas? ¡No puedes decirme ni una palabra de consuelo, sino sólo responderme con un mugido! Loco de mí, que estuve pensando en procurarte un esposo digno y preocupándome de los festejos y de la boda. Y ahora eres un miembro del rebaño». Argos, el cruel guardián, no permitió al desolado padre terminar y, arrebatándole Ío, llevósela a las praderas solitarias. Trepó luego a la cumbre de una montaña a cumplir su misión, dirigiendo sus cien vigilantes ojos hacia los cuatro vientos.

Zeus no podía resistir por más tiempo los sufrimientos de la hija de Inaco. Llama a Hermes, su hijo bienamado, y le ordena que, valiéndose de su astucia, ciegue la luz de los ojos del odiado cancerbero. Calzó Hermes las alas y, empuñando con mano fuerte la vara que esparce el sueño y cubriéndose con su sombrero de viaje, salió del palacio de su padre para encaminarse a la Tierra. Una vez en ella, dejó las alas y el gorro, guardando únicamente la vara y, tomando la figura de un pastor, atrajese unas cabras que condujo a las remotas praderas donde Ío pastaba bajo la vigilancia de Argos. Llegado que hubo, sacó su zampona, que llaman también siringa, y comenzó a tocar con gracia tal como raramente se oye de labios de pastores terrenos. El criado de Hera prendóse de la insólita música y, levantándose de su asiento de piedra, exclamó: «¡ Oh tú, quienquiera que seas, flautista bienvenido, podrías subir a reposar a mi lado en estas peñas! En ninguna parte hallarás hierba más lozana para el ganado que aquí, y ya ves cuan oportuna es para los pastores la sombra de estos espesos árboles».

Diole Hermes las gracias y se sentó junto al guardián, con quien entabló animada charla, adentrándose en ella tan profundamente, que el día transcurrió sin que Argos se diese cuenta. Comenzaron a cerrársele los ojos, y Hermes, echando nuevamente mano a su zampona, se puso a tañerla con el propósito de sumir al boyero en profundo sueño. Argos, sin embargo, que pensaba en el enojo de su señora si dejaba a la cautiva sin trabas ni vigilancia, luchaba contra el sueño y si bien éste cerraba parte de sus ojos, él seguía velando con el resto. Hizo un esfuerzo y, como quiera que la siringa era de invención reciente, preguntó a su compañero el origen de aquel hallazgo.

—Con gusto te lo contaré—dijo Hermes—, si tienes paciencia para escucharme en esta hora tardía y me prestas atención. En las nevadas montañas de Arcadia vivía una famosa hamadríada (ninfa de los bosques) llamada Siringa. Los dioses selváticos y los sátiros, cautivados por su belleza, llevaban largo tiempo persiguiéndola con sus solicitudes, -pero siempre lograba ella escurrírseles; pues temía el yugo del matrimonio y quería seguir en su condición de doncella, como Ártemis, parca como ella y como ella entregada a la caza. Finalmente, el poderoso dios Pan, en el curso de sus correrías por aquellos bosques, acertó también a ver a la ninfa y, acercándose a ella, encastillado en la conciencia de su grandeza, pidióle insistentemente su mano. Pero la ninfa desdeñó su ruego y huyó de él a través de estepas impracticables, hasta que llegó a las mansas aguas del arramblado río Ladón, cuyas ondas, con todo, eran aún lo bastante profundas para cerrar el paso a la doncella. Entonces conjuró ésta a Ártemis, su diosa protectora, pidiéndole se apiadase de su adoradora y la transformase antes de caer en manos del dios. En esto llegó volando el inmortal y cogió en sus brazos a la infeliz que permanecía temblorosa en la orilla. ¡Cuál no sería su asombro, empero, cuando se dio cuenta de que, en vez de a la ninfa, tenía abrazada una simple caña! Sus fuertes suspiros salían amplificados por el tubo y se repetían en un profundo y doliente susurro. El hechizo del melódico son consoló al dios decepcionado: « ¡Ninfa esquiva —exclamó con dolorosa alegría—, aun así será nuestra unión indisoluble». Y, cortando del amado tallo diversos tubos de tamaños diversos, juntólos con cera y dio a la flauta de hermosos sones el nombre de la encantadora hamadríada, y desde entonces se llama siringa a este caramillo de pastor.

Tal fue la narración de Hermes, durante la cual el dios no perdió de vista al guardián de los cien ojos. No había terminado todavía el cuento, cuando se apercibió que aquellos ojos iban cerrándose uno tras otro, hasta quedar al fin las cien luminarias apagadas bajo un sueño profundo. Refrenó entonces su lengua el emisario de los dioses y, tocando con su vara soporífera los cien cerrados párpados, aumentó su sopor. Y mientras Argos cabeceaba dormido, Hermes, empuñando rápidamente la curva espada que traía oculta bajo su vestimenta de pastor, cortóle a cercén el inclinado pescuezo, por donde el cuello se une a la cabeza. Cabeza y tronco rodaron peñas abajo, y un torrente de sangre tino la roca.

Ío, liberada, aunque no vuelta a su ser prístino, echó a correr, libre de trabas. Más no escapó a las penetrantes miradas de Hera, lo que ocurría en las bajas regiones. Ideando un refinado tormento para su rival, envióle un tábano que, con su aguijón, volvía loca a la desgraciada criatura. Aquel suplicio, acuciando a la angustiada, hízola recorrer, huyendo, toda la redondez de la Tierra, y pasar junto a los escitas del Cáucaso y al pueblo de las amazonas y llegar al Bósforo cimérico (1) y a la laguna Meótida (1); después, dirigirse a Asia para terminar en Egipto aquella loca y desesperante carrera. Allí, al borde del Nilo, sintió Ío doblársele las patas delanteras y torciendo el cuello hacia atrás, alzó sus mudos ojos al Olimpo en una mirada llena de desolación a Zeus. Compadecióse éste de su aspecto; corrió en busca de su esposa Hera y rodeándole el cuello con los brazos, pidióle piedad para la pobre doncella, que ninguna culpa tenía de su yerro, y le juró por la Estigia, la laguna del Averno por la que los dioses juraban, renunciar en adelante a su inclinación por ella.

En tanto que Zeus le dirigía estas súplicas, Hera oía el doliente mugir de la becerra, que llegaba hasta el Olimpo. Y he aquí que la madre de los dioses se dejó ablandar y autorizó al esposo para devolver a la contrahecha doncella su forma humana. Corrió Zeus a la Tierra y al Nilo, y pasó su mano acariciadora por el lomo de la vaca. Fue maravilloso lo que entonces se vio: voló el vello del cuerpo del animal, contrajéronse los cuernos, estrecháronse los discos de los ojos, el hocico se cambió en labios, volvieron los hombros y las manos, desaparecieron las pezuñas y nada quedó de la becerra, aparte de su hermoso color blanco. En forma totalmente distinta se levantó Ío del suelo e incorporóse, reluciente de humana belleza.

En el Nilo dio a luz a Épafo, hijo de Zeus, y como el pueblo venerase a aquella criatura milagrosamente metamorfoseada y salvada, reinó largo tiempo sobre el país con poder principesco. Con todo, no se vio absolutamente libre de la cólera de Hera, la cual instigó al salvaje pueblo de los curetes o coribantes a raptar a su tierno hijo Épafo, con lo que ella hubo de iniciar una nueva e inútil peregrinación en busca del raptado. Por fin, después que Zeus con sus rayos hubo exterminado a los curetes, encontró Ío a su hijo perdido en las fronteras de Etiopía y, regresando junto a Egipto, compartió el trono con él. Casó el mozo con Memfis, quien le dio Libia, de la cual tomó nombre el país de Libia. Después de la muerte de madre e hijo, los habitantes del Nilo elevaron templos en su honor y les tributaron culto como a dioses, llamando a ella Isis y a él Apis (2).

De este hecho debió recibir su nombre el Bósforo cimérico: "vado de ganado" (hoy estrecho de Yenicalé o Kertch). La laguna Meótida es el mar de Azof, junto a la península de Crimea, llamada en la antigüedad Táurida, y que era habitada por los cimerios.

El hijo de Libia fue Belo. Éste, entre otros hijos, tuvo a dos, Egiptos y Dánao, que llegaron a ser príncipes poderosos. El primero tuvo cincuenta hijos varones (los egíptidos), el segundo igual número de hijas (las danaidas). Ante las asechanzas de los egíptidos, Dánao huyó con sus hijas a Argos, en el Peloponeso, país de origen de su madre Ío, donde erigió el castillo de Argos y excavó los primeros pozos, por lo que los argivos agradecidos, le eligieron rey. Pero pronto llegaron los cincuenta hijos de Egiptos, solicitando a las danaidas, cuyas riquezas codiciaban. Dánao dio su consentimiento, pero en la noche de boda las danaidas, incitadas por él, dieron muerte a sus maridos. Sólo uno, Linceo, fue perdonado por su tierna esposa Hipermnestra. Las parricidas hubieron de purgar, a su muerte, su crimen en los infiernos, siendo castigadas a verter incesantemente agua en un tonel sin fondo.