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Leyendas - Acteón

en Textos educativos

Acteón

Acteón era hijo del dios cazador Adisteo y de Autónoe, hija de Cadmo. Una vez que hubo salido ya de los años infantiles, el sabio centauro Quirón lo educó en las frescas y boscosas laderas de Pelión, e hizo de él un vigoroso cazador. La montería en valles y montes era su mayor placer. Había estado cazando un día, en compañía de alegres compañeros, en los bosques del Citerón; ya el mediodía acortaba las sombras de los árboles y el sol estaba en mitad de su curso, cuando convocó Acteón a sus camaradas y les dijo así:

—La jornada nos ha dado suficiente botín; el acero y la red están húmedos de la sangre de las piezas muertas. ¡Pongamos, pues, fin a la caza por hoy! Reanudaremos tan alegre ocupación mañana, cuando la rosada Aurora asome en el cielo.

Así diciendo despachó a sus dóciles camaradas, mientras él, seguido de sus perros, se adentraba en el bosque en busca de un lugar fresco y umbroso donde pudiera mitigar el ardor del mediodía y fortalecer los cansados miembros.

A poca distancia había un valle poblado de abetos y encumbrados cipreses; llámase Gargafia y estaba consagrado a Ártemis. Oculta en un ángulo del valle, abríase una gruta rodeada de árboles. La roca estaba curvada en artística bóveda como tallada de mano humana, pero en realidad toda ella era obra de la Naturaleza. A pocos pasos se oía el susurro de una fuente cuyas aguas cristalinas, bordeadas de verde césped, se extendían formando un diminuto lago. Era allí donde la diosa virginal, cuando se sentía fatigada de la caza, acudía a bañar sus sagrados miembros. También ahora se hallaba en la gruta, rodeada de las ninfas, sus criadas. A una de ellas había entregado la lanza, el carcaj y el arco; otra se había hecho cargo de los ropajes de la diosa; dos desataban las sandalias de sus pies, mientras la hermosa Crócale, la más hábil de todas, le recogía en moño la ondeante cabellera. Después, las doncellas llenaron de agua las ánforas para rociar con ella a su señora.

En tanto que la diosa se recreaba en su acostumbrado baño, el nieto de Cadmo se iba aproximando con paso despreocupado a través de los matorrales, por caminos no trillados: un destino fatal le guiaba por el bosque sagrado a la gruta de Artemis. Ajeno a toda sospecha, penetró en la cueva, contento por haber encontrado un lugar fresco donde reposar. Al ver las ninfas a aquel hombre, se apiñaron gritando en torno a su señora con el fin de cubrirla con sus cuerpos. Pero la diosa las rebasaba en toda la altura de la cabeza: levantando, altiva, el rostro abrasado por la ira y el pudor, clavó la mirada en el intruso, el cual permanecía inmóvil, sorprendido y deslumbrado ante tan maravillosa aparición. ¡Desgraciado! ¡Por qué no huía con toda la ligereza que sus pies le permitieran! Pues la diosa se inclinó a un lado y, cogiendo con la mano un poco del agua del manantial, roció con ella la cara y el cabello del joven al tiempo que exclamaba con amenazadora voz:

— ¡Ve y cuenta, si puedes, a los humanos lo que has visto! Apenas había pronunciado la última palabra cuando el mozo se sintió sobrecogido de una angustia indecible; salió huyendo a paso rápido, él mismo admirándose de la velocidad con que se movía. El desventurado no se daba cuenta de que una cornamenta brotaba de su cráneo, el cuello se le alargaba, las orejas se le afilaban, los brazos se le convertían en patas, y en pezuñas, las manos. Cubríale ya los miembros una piel abigarrada; ya no era un ser humano, la airada diosa lo había transformado en ciervo. En el curso de su huida acertó a ver su imagen en el cristal del agua:

— ¡Infeliz de mí —quiso gritar, pero su boca permaneció muda, ni una palabra salió del gimiente pecho y sólo pudo exhalar un suspiro angustioso. Manábanle las lágrimas, pero, ¡ay!, ya no por mejillas humanas. Sólo le quedaban el corazón y la antigua inteligencia.

¿Qué hacer? ¿Regresar al palacio de su abuelo? ¿Ocultarse en lo más recóndito del bosque? Mientras en él luchaban el temor y la vergüenza, le avistaron sus perros. De repente toda la jauría —cincuenta en número— se lanzó contra el falso ciervo. Ávidos de presa, persiguiéronle por montes y valles, salvando peñas agudas y profundos abismos. Volaba el cuitado a través de la bien conocida región donde tan a menudo persiguiera al venado; ahora él era el perseguido. Por dos veces intentó volverse y exclamar, suplicante:

— ¡No me hagáis daño, soy Acteón! —Pero había perdido el don del habla.

Alcanzóle en éstas el perro conductor de la jauría, ladrando furiosamente, y agarrósele a la espalda; en un momento llegaron todos los demás y arrojándose sobre él clavaron en sus carnes los acerados dientes. Gritaba y gemía el mísero — ¡ah, cómo no gimen los ciervos!— Y sin embargo, tampoco era un gemido humano. Como quien implora, hincóse de rodillas y volvió el rostro con muda expresión lastimera a sus verdugos. En aquel momento llegaron sus compañeros, atraídos por el estrépito de los canes, y con el grito habitual empezaron a azuzar la furiosa jauría al tiempo que llamaban, en vano, a su señor, a quien creían lejos del sitio. —Acteón —resonaba en el bosque—, ¿dónde estás?, ¿no quieres ver esa soberbia captura?

Así gritaban, mientras el desgraciado rendía el alma herido por las lanzas de sus amigos.

Después de aquel horrible fin de Acteon, sus perros empezaron a echar de menos a su amo querido; aullando y gimiendo anduvieron buscándole por todas partes, hasta que al fin llegaron a la gruta de Quirón. Éste había modelado con bronce una estatua del desventurado mozo, de raro parecido, y cuando los animales la descubrieron, lanzándose sobre el insensible metal, pusiéronse a lamerle manos y pies, mostrando tanta alegría como si verdaderamente hubiesen dado con su verdadero señor.